FIN DE LA ENCÍCLICA
Y también dicen impíamente que debe quitarse a los
ciudadanos y a la Iglesia la facultad de dar públicamente limosna, movidos de
la caridad cristiana, y que debe abolirse la ley que prohíbe en ciertos das las
obras serviles para dar culto a Dios, dando falacísimamente por pretexto que la
mencionada facultad y ley se oponen a los principios de la mejor economía pública.
Y no contentos con apartar la Religión de la publica sociedad, quieren quitarla
aun a las mismas familias particulares; pues enseñando y profesando el funestísimo
error del comunismo y socialismo, afirman “que la sociedad doméstica toma solamente del derecho civil
toda la razón de su existencia, y por tanto que solamente de la ley civil
dimanan y dependen todos los derechos de los padres sobre los hijos, y
principalmente el de cuidar de su instrucción y educación”. Con
cuyas opiniones y maquinaciones impías intentan principalmente estos hombres
falacísimos que sea eliminada totalmente de la instrucción y educación de la
juventud la saludable doctrina e influjo de la Iglesia católica, para que así
queden miserablemente aficionados y depravados con toda clase de errores y
vicios los tiernos y flexibles corazones de los jóvenes. Pues todos los que han
intentado perturbar la República sagrada o civil, derribar el orden de la
sociedad rectamente establecido, y destruir todos los derechos divinos y
humanos, han dirigido siempre, como lo indicamos antes, todos sus nefandos
proyectos, conatos y esfuerzos a engañar y corromper principalmente a la
incauta juventud, y toda su esperanza la han colocado en la perversión y depravación
de la misma juventud. Por lo cual jamás cesan de perseguir y calumniar por
todos los medios más abominables a uno y otro clero, del cual, como prueban los
testimonios más brillantes de la historia, han redundado tan grandes provechos
a la república cristiana, civil y literaria; y propalan “que debe ser separado de todo cuidado y oficio
de instruir y educar la juventud el mismo clero, como enemigo del verdadero progreso
de la ciencia y de la civilización”.
Pero
otros, renovando los perversos y tantas veces condenados errores de los
novadores, se atreven con insigne imprudencia a sujetar al arbitrio de la potestad
civil la suprema autoridad de la Iglesia y de esta Sede Apostólica, concedida a
ella por Cristo Señor nuestro, y a negar todos los derechos de la misma Iglesia
y Santa Sede sobre aquellas cosas que pertenecen al orden exterior. Pues no se avergüenzan
de afirmar “que
las leyes de la Iglesia no obligan en conciencia sino cuando son promulgadas
por la potestad civil; que los actos y decretos de los Romanos pontífices
pertenecientes a la Religión y a la Iglesia necesitan de la sanción y aprobación,
o al menos del ascenso de la potestad civil; que las Constituciones Apostólicas
(Clemente XII In eminenti, Benedicto XIV Providas Romanorum, Pío VII Ecclesiam,
León XII Quo graviora) por las que se condenan las sociedades secretas (exíjase
en ellas o no juramento de guardar secreto), y sus secuaces y fautores son
anatematizados, no tienen alguna fuerza en aquellos paıses donde son toleradas
por el gobierno civil semejantes sociedades; que la excomunión fulminada por el
Concilio Tridentino y por los Romanos Pontífices contra aquellos que invaden y
usurpan los derechos y posesiones de la Iglesia, se funda en la confusión del
orden espiritual con el civil y política, sólo con el fin de conseguir los bienes
mundanos: que la Iglesia nada debe decretar o determinar que pueda ligar las
conciencias de los fieles, en orden al uso de las cosas temporales; que la
Iglesia no tiene derecho a reprimir y castigar con penas temporales a los
violadores de sus leyes; que es conforme a los principios de la sagrada teología
y del derecho público atribuir y vindicar al Gobierno civil la propiedad de los
bienes que poseen las Iglesias, las órdenes religiosas y otros lugares píos”.
Tampoco se ruborizan de profesar pública y solemnemente el axioma y principio
de los herejes de donde nacen tantos errores y máximas perversas; a saber,
repiten a menudo “que
la potestad eclesiástica no es por derecho divino distinta e independiente de
la potestad civil, y que no se puede conservar esta distinción e independencia
sin que sean invadidos y usurpados por la Iglesia los derechos esenciales de la
potestad civil”. Asimismo no podemos pasar en silencio la audacia de
los que no sufriendo la sana doctrina sostienen, que “a aquellos juicios y decretos de la Silla Apostólica,
cuyo objeto se declara pertenecer al bien general de la Iglesia y a sus
derechos y disciplina, con tal empero que no toque a los dogmas de la Fe y de
la moral, puede negárseles el asenso y obediencia sin cometer pecado, y sin
detrimento alguno de la profesión católica”. Lo cual nadie deja de
conocer y entender clara y distintamente, cuan contrario sea al dogma católico
acerca de la plena potestad conferida divinamente al Romano Pontífice por el
mismo Cristo Señor nuestro, de apacentar, regir y gobernar la Iglesia
universal.
En
medio de tanta perversidad de opiniones depravadas, teniendo Nos muy presente
nuestro apostólico ministerio, y solícitos en extremo por nuestra santísima Religión,
por la sana doctrina y por la salud de las almas encargada divinamente a
nuestro cuidado, y por el bien de la misma sociedad humana, hemos creído
conveniente levantar de nuevo nuestra voz Apostólica. Así pues en virtud de nuestra autoridad Apostólica
reprobamos, proscribimos y condenamos todas y cada una de las perversas
opiniones y doctrinas singularmente mencionadas en estas Letras, y queremos y
mandamos que por todos los hijos de la Iglesia católica sean absolutamente
tenidas por reprobadas, proscritas y condenadas.
Fuera
de esto, sabéis muy bien, Venerables Hermanos, que en estos tiempos los
adversarios de toda verdad y justicia, y los acérrimos enemigos de nuestra Religión,
engañando a los pueblos y mintiendo maliciosamente andan diseminando otras impías
doctrinas de todo género por medio de pestíferas libros, folletos y diarios
esparcidos por todo el orbe: y no ignoráis tampoco, que también en esta nuestra
época se hallan algunos que movidos o incitados por el espíritu de Satanás han llegado
a tal punto de impiedad, que no han temido negar a nuestro Soberano Señor
Jesucristo, y con criminal procacidad impugnar su Divinidad. Pero aquí no
podemos menos de dar las mayores y más merecidas alabanzas a vosotros,
Venerables Hermanos, que estimulados de vuestro celo no habéis omitido levantar
vuestra voz episcopal contra tamaña impiedad.
Así
pues por medio de estas nuestras Letras os dirigimos de nuevo amantísimamente la
palabra a vosotros, que llamados a participar de nuestra solicitud, nos estáis
sirviendo en medio de nuestras grandísimas penas de muchísimo alivio, alegría y
consuelo por la excelente religiosidad y piedad que brilla en vosotros, y por
aquel admirable amor, fe y piedad con que sujetos y ligados con los lazos de la
más estrecha concordia a Nos y a esta Silla Apostólica, os esforzáis en cumplir
con valor y solicitud vuestro gravísimo ministerio episcopal.
Como
fruto, pues, de vuestro eximio celo esperamos de vosotros, que manejando la
espada del espíritu, que es la palabra de Dios, y confortados con la gracia de
nuestro Señor Jesucristo, procuraréis cada día con mayor esfuerzo proveer a que
los fieles encomendados a vuestro cuidado, “se abstengan de las yerbas venenosas que no cultiva
Jesucristo, porque no son plantadas por su Padre” (San Ignacio M. ad
Philadelph. 3). Y al mismo tiempo no dejéis jamás de inculcar a los mismos
fieles, que toda la verdadera felicidad viene a los hombres de nuestra augusta Religión
y de su doctrina y ejercicio, y que es feliz aquel pueblo que tiene al Señor
por su Dios (Salmo 143). Enseñad “que los reinos subsisten teniendo por fundamento la fe católica”
(San Celestino, Epístola 22 ad Synod. Ephes. apud Const. pág. 1200)
y “que nada es
tan mortífero, nada tan próximo a la ruina, y tan expuesto a todos los
peligros, como el persuadirnos que nos puede bastar el libre albedrio que
recibimos al nacer, y el no buscar ni pedir otra cosa al Señor; lo cual es en resolución
olvidarnos de nuestro Criador, y abjurar por el deseo de mostrarnos libres, de
su divino poder” (San Inocencio, I Epístola 29 ad Episc. conc.
Carthag.
apud
Const. pág. 891). Y no dejéis tampoco de ensenar “que la regia potestad no se ha conferido sólo
para el gobierno del mundo, sino principalmente para defensa de la Iglesia”
(San León, Epístola 156 al 125) y “que nada puede ser más útil y glorioso a los príncipes y
reyes del mundo, según escribía al Emperador Zenón nuestro sapientísimo y fortísimo
Predecesor San Félix, que el dejar a la Iglesia católica regirse por sus leyes,
y no permitir a nadie que se oponga a su libertad (...) pues cierto les será útil,
tratándose de las cosas divinas, que procuren, conforme a lo dispuesto por
Dios, subordinar, no preferir, su voluntad a la de los Sacerdotes de Cristo”
(Pío VII, Epístola Encíclica Diu satis 15 mayo 1800).
Ahora
bien, Venerables Hermanos, si siempre ha sido y es necesario acudir con
confianza al trono de la gracia a fin de alcanzar misericordia y hallar el auxilio
de la gracia para ser socorridos en tiempo oportuno, principalmente debemos
hacerlo ahora en medio de tantas calamidades de la Iglesia y de la sociedad
civil y de tan terrible conspiración de los enemigos contra la Iglesia Católica
y esta Silla Apostólica, y del diluvio tan espantoso de errores que nos inunda.
Por lo cual hemos creído conveniente excitar la piedad de todos los fieles para
que unidos con Nos y con Vosotros rueguen y supliquen sin cesar con las más
humildes y fervorosas oraciones al clementísimo Padre de las luces y de las
misericordias, y llenos de fe acudan también siempre a nuestro Señor Jesucristo,
que con su sangre nos redimió para Dios, y con mucho empeño y constancia pidan
a su dulcísimo Corazón, víctima de su ardentísima caridad para con nosotros, el
que con los lazos de su amor atraiga a sí todas las cosas a fin de que
inflamados los hombres con su santísimo amor, sigan, imitando su Santísimo Corazón,
una conducta digna de Dios, agradándole en todo, y produciendo frutos de toda
especie de obras buenas. Mas como sin duda sean más agradables a Dios las
oraciones de los hombres cuando se llegan a él con el corazón limpio de toda
mancha, hemos tenido a bien 34 3. Quanta cura abrir con Apostólica liberalidad
a los fieles cristianos, los celestiales tesoros
de la
Iglesia encomendados a nuestra dispensación, para que los mismos fieles excitados
con más vehemencia a la verdadera piedad, y purificados por medio del
Sacramento de la Penitencia de las manchas de los pecados, dirijan con más
confianza sus preces a Dios y consigan su misericordia y su gracia.
Concedemos,
pues, por estas Letras y en virtud de nuestra autoridad Apostólica, una
indulgencia plenaria a manera de jubileo a todos y a cada uno de los fieles de
ambos sexos del orbe católico, la cual habrá de durar y ganarse sólo dentro del
espacio de un mes, que habrá de señalarse por Vosotros, Venerables Hermanos, y
por los otros legítimos ordinarios locales dentro de todo el año venidero de
1865 y no más allá; y este jubileo lo concedemos y habrá de publicarse en el
modo y forma con que lo concedimos desde el principio de nuestro Supremo
Pontificado por medio de nuestras Letras Apostólicas dadas en forma de Breve el
día 20 de Noviembre del año de 1846 y dirigidas a todo vuestro Orden episcopal,
cuyo principio es Arcano Divinae Providentiae consilio, y con todas las mismas
facultades que por las mencionadas Letras fueron por Nos concedidas, queriendo
sin embargo que se observen todas aquellas cosas que se prescribieron en las
expresadas Letras y se tengan por exceptuadas las que allí por tales
declaramos. Estas cosas concedemos sin que obste ninguna de las cosas que pueda
haber contrarias, por más que sean dignas de especial mención y derogación.
Para quitar toda duda y dificultad hemos dispuesto se os remita un ejemplar de
las mismas Letras.
Roguemos,
Venerables Hermanos, de lo íntimo de nuestro corazón y con toda nuestra mente a
la misericordia de Dios, porque Él mismo nos ha asegurado diciendo: No apartaré
de ellos mi misericordia. Pidamos, y recibiremos, y si tardare en dársenos lo
que pedimos, porque hemos ofendido gravemente al Señor, llamemos a la puerta,
porque al que llama se le abrirá, con tal que llamen a la puerta nuestras
preces, gemidos y lágrimas, en las que debemos insistir y detenernos, y sin
perjuicio de que sea unánime y común la oración... cada uno sin embargo ruegue
a Dios no sólo para sí mismo sino también por todos los hermanos, así como el Señor
nos enseño a orar (San Cipriano, Epístola 11). Mas para que Dios más fácilmente
acceda a nuestras oraciones y votos, y a los vuestros y de todos los fieles,
pongamos con toda confianza por medianera para con Él a la inmaculada y Santísimo
Madre de Dios la Virgen María, la cual ha destruido todas las herejías en todo
el mundo, y siendo amantísima madre de todos nosotros, “toda es suave y llena de misericordia... a
todos se muestra afable, a todos clementísima, y se compadece con ternísimo
afecto de las necesidades de todos” (San Bernardo, Serm. de duodecim
praerogativis B.M.V. ex verbis Apocalypsis) y como Reina que asiste a la derecha
de su Unigénito Hijo Nuestro Señor Jesucristo con vestido bordado de oro, y
engalanada con varios adornos, nada hay que no pueda impetrar de Él. Imploremos
también las oraciones del Beatísimo Príncipe de los Apóstoles San Pedro, y de
su compañero en el Apostolado San Pablo, y de los Santos de la corte celestial,
que siendo ya amigos de Dios han llegado a los reinos celestiales, y coronados
poseen la palma de la victoria, y estando seguros de su inmortalidad, están solícitos
de nuestra salvación.
En
fin, deseando y pidiendo a Dios para vosotros de toda nuestra alma la
abundancia de todos los dones celestiales, os damos amantísimamente, y como
prenda de nuestro singular amor para con vosotros, nuestra Apostólica Bendición,
nacida de lo íntimo de nuestro corazón para vosotros mismos, Venerables
Hermanos, y para todos los clérigos y fieles legos encomendados a vuestro
cuidado.
Dado
en Roma en San Pedro el día 8 de Diciembre del año de 1864, décimo después de
la definición dogmática de la Inmaculada Concepción de la Madre de Dios la
Virgen María, y decimonono de nuestro Pontificado.
Pío Papa IX
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