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martes, 27 de febrero de 2018

EL SANTO ABANDONO. DOM VITAL LEHODEY



Mas Dios modifica su acción en conformidad con los sujetos: «Si se trata de los mundanos, les priva de los honores, de los bienes temporales y de las delicias de la vida. Si se trata de los sabios, permite que sea rebajada su erudición, su espíritu, su ciencia, su literatura. En cuanto a los santos, les aflige en lo tocante a su vida espiritual y al ejercicio de las virtudes».
¿Hay necesidad de indicar que, siendo el gozo y la tribulación el objeto del abandono, ofrecerá esta última con más frecuencia la ocasión de ejercitarse? Todos sabemos por dolorosa experiencia, que la tierra es un valle de lágrimas y que nuestras alegrías son raras y fugitivas.
Señalemos aquí dos ilusiones posibles:
1ª Ciertas almas forman grandes proyectos de servir a Dios con acciones y sufrimientos extraordinarios cuya ocasión jamás llega a presentarse, y mientras abrazan con la imaginación cruces que no existen, rechazan con empeño las que la Providencia les envía en el momento presente, y que, sin embargo, son menores. ¿No es una deplorable tentación el ser tan valeroso en espíritu y tan débil en realidad? ¡Líbrenos Dios de estos ardores imaginarios, que fomentan con frecuencia la secreta estima de nosotros mismos! En lugar de alimentarnos de quimeras, permanezcamos en nuestro abandono, poniendo todo nuestro cuidado en santificar plenamente la prueba real, o sea, la del momento presente.
2ª Sería una ilusión muy perjudicial despreciar o tener en poco nuestras cruces diarias, porque son pequeñas. Todas son ciertamente muy insignificantes; mas, como son, por decirlo así, de cada momento, por su mismo número aportan al alma fiel una enorme mina de sacrificios y de méritos. Por una parte, nada impide recibirlas con mucha fe, amor y generosidad; y de esta manera la bondad de nuestras disposiciones les dará un valor inestimable a los ojos de Dios.
Cierto que las grandes cruces, llevadas con amor grande también, nos acarrearían más méritos y recompensa, pero son raras. El orgullo y el buscarse a sí mismo se deslizan en ellas más fácilmente y «de ordinario esas acciones eminentes se hacen con menos caridad», mientras que el amor y las otras santas disposiciones son las que «dan precio y valor a todas nuestras obras». Estimemos, pues, las cruces grandes, pero guardémonos de menospreciar las pruebas vulgares y ordinarias, porque de ellas hemos de sacar más provecho.
«Practiquemos la conformidad con la voluntad de Dios -dice el P. Dosda- en todos sus pormenores, por ejemplo: a propósito de la humillación ocasionada por un olvido o por una torpeza, a propósito de una mosca inoportuna, de un perro que ladra, de una luz que se apaga, de un vestido que se rompe.» Practiquémosla sobre todo con las diferencias de carácter, las contrariedades, humillaciones y los mil pequeños incidentes en que abunda la vida de comunidad. Sin parecerlo, es un poderoso medio de morir a sí mismo y de vivir todo para Dios.
Después de haber expuesto con detenimiento la naturaleza, motivos y el objeto en general del Santo Abandono, hubiéramos podido dejar al lector el cuidado de hacer las aplicaciones prácticas. Mas, como las pruebas son muy diversas, hemos creído hacer una obra útil estudiando las principales, a fin de poder, según la naturaleza de cada una, indicar los motivos especiales de paciencia y de sumisión, resolver algunas dificultades, precisar lo que se refiere a la oración, a la prudencia y los esfuerzos personales.
Recorreremos sucesivamente las pruebas de orden temporal, las de orden espiritual en sus vías comunes y las de las vías místicas.

2. EL ABANDONO EN LAS COSAS TEMPORALES, EN GENERAL

Hay bienes y males temporales: bienes, como la ciencia, la salud, las riquezas, la prosperidad, los honores; males como la enfermedad, la pobreza, los infortunios. He aquí las cosas que el mundo juzga importantes en primer término y de las que ante todo se preocupa, y por cierto equivocadamente. Las cosas de aquí abajo se deben apreciar a la luz de la eternidad.
El soberano Bien, el único necesario, es Dios, y por consiguiente, según enseña Santo Tomás, los bienes principales supremos para nosotros son la bienaventuranza y lo que nos la ha hecho merecer. No cabe abuso en estos bienes, ni pueden tener mal fin. Por esto los santos los piden de una manera absoluta, conforme a estas palabras del Salmo:
«Muéstranos tu faz, y seremos salvos», he aquí la bienaventuranza; «conducidnos por las sendas de vuestros mandamientos», he aquí el camino que a ella nos conduce. En cuanto a los bienes temporales, añade el Santo Doctor, sucede con demasiada frecuencia que se emplean mal y pueden tener mal resultado: siendo así que la riqueza y los honores han causado la pérdida de gran número de personas.
No son, pues, los bienes temporales principales y definitivos, sino secundarios y pasajeros, socorros que nos ayudan a caminar hacia la bienaventuranza, en cuanto que conservan la vida temporal y nos sirven de instrumentos para practicar la virtud. Con tal que los estimemos como objeto secundario y no como objeto principal de nuestra solicitud, es perfectamente legítimo desearlos, pedirlos en la oración, buscarlos con una moderada aplicación, pensar aun en el porvenir, en la medida de la necesidad y en el tiempo conveniente. Mas nuestra solicitud es excesiva y culpable, si en lugar de usar estos bienes según la necesidad, llegamos hasta considerarlos como nuestro fin; si cuidamos de lo temporal hasta el punto de descuidar lo espiritual, si tememos carecer de lo necesario, aun haciendo lo que debemos, pues, en este caso, es preciso contar con la Providencia. La comida, la bebida, el vestido,  son cosas de primera necesidad, y respecto a ellas Nuestro Señor no condena en manera alguna el cuidado moderado que induce al trabajo, pero destierra la solicitud excesiva que va hasta la inquietud; termina diciéndonos que busquemos ante todo los bienes espirituales, con la firme seguridad de que los bienes temporales nos serán dados por añadidura y conforme a la necesidad, si es que hacemos lo que está de nuestra parte.
«Aun prohibiendo que nos inquietemos por los bienes temporales como los gentiles, porque Nuestro Padre Celestial sabe de qué cosas tenemos necesidad, Nuestro Señor añade expresamente: "Buscad primero el reino de Dios". Con esto quiere el divino Maestro excitar en nosotros los buenos deseos para los que sentimos pesadez, y amortiguar los deseos de los sentidos para los que somos sensibles por demás. Quiere también enseñarnos a hacer distinción entre los bienes que es necesario pedir de un modo absoluto, como lo son "el reino de Dios y su Justicia", y los que se han de pedir tan sólo bajo condición y si Dios los quiere.
»Más todavía, Jesucristo mismo nos ha enseñado a decir: El pan nuestro, palabras que entre otros sentidos han significado siempre la petición de los bienes temporales. (La Iglesia ha hecho lo mismo en sus Letanías y su Liturgia.) El perfecto espiritual no excluye esta petición del número de las siete del Padrenuestro, y si se dice que no pida nada temporal, se entiende que no lo pida como un bien absoluto, ni absolutamente, sino en orden a la salvación y bajo reserva de la voluntad de Dios.»
En efecto, dice San Alfonso, «la promesa divina (de escuchar nuestras oraciones) no se refiere a los favores temporales, tales como la salud, las riquezas, las dignidades y otras prosperidades de este género. Muchas veces Dios las niega con razón, porque ve que comprometerían a la salvación de nuestra alma. En cuanto a los bienes espirituales, es preciso pedirlos sin condición, de un modo absoluto y con certeza de obtenerlos».
También los males temporales es preciso considerarlos con los ojos de la fe y a la luz de la eternidad. El pecado, y sobre todo la muerte en el pecado, con su eterna sanción que es el naufragio de nuestro destino y el desastre irremediable, es el mal de los males. Debemos pedir a Dios con insistencia y de una manera absoluta que nos preserve de él a todo trance.
Mas la pobreza, los achaques, las enfermedades, las demás aflicciones de este género, la muerte misma no son sino males relativos. En los designios de la Providencia así hemos de considerarlos, o por mejor decir, como gracias precisas y a veces harto necesarias, como el pago de nuestras faltas, remedio de nuestras enfermedades espirituales, origen de grandes virtudes y de méritos sin cuento, siempre que nosotros cooperemos a la acción de Dios con humilde sumisión. Por el contrario, la impaciencia y la falta de fe en la prueba convertirían el remedio en ponzoña, nos harían contraer la enfermedad, la muerte quizá allí donde la Providencia nos había preparado la vida. Siendo esto cierto, tenemos perfecto derecho a rogar a Dios que «nos libre del mal, que aleje de nosotros la guerra, la peste, el hambre», y demás calamidades públicas o privadas.


viernes, 16 de febrero de 2018

CONFESIONES DE SAN AGUSTIN




Había un peral en las inmediaciones de nuestra viña cargado de peras, que ni por el aspecto ni por el sabor tenían nada de tentadoras. Unos cuantos jóvenes viciosos nos encaminamos a él, a hora intempestiva de la noche –pues hasta entonces habíamos estado jugando en las eras, según nuestra mala costumbre–, con ánimo de sacudirle y cosecharle. Y llevamos de él grandes cargas, no para saciarnos, sino más bien para tener que echárselas a los puercos, aunque algunas comimos, siendo nuestro deleite hacer aquello que nos placía por el hecho mismo de que nos estaba prohibido.
He aquí, Señor, mi corazón; he aquí mi corazón, del cual tuviste misericordia cuando estaba en lo profundo del abismo. Que este mi corazón te diga qué era lo que allí buscaba para ser malo gratuitamente y que mi maldad no tuviese más causa que la maldad. Fea era, y yo la amé; amé el perecer, amé mi defecto, no aquello por lo que faltaba, sino mi mismo defecto. Torpe alma mía, que saltando fuera de tu base ibas al exterminio, no buscando algo por medio de la ignominia, sino la ignominia misma.
VI,13. Porque la soberanía imita la altura, mas tú eres el único que estás sobre todas las cosas, ¡oh Dios excelso! Y la ambición, ¿qué busca, sino honores y gloria, siendo tú el único sobre todas las cosas digno de ser honrado y glorificado eternamente? La crueldad de los tiranos quiere ser temida; pero ¿quién ha de ser temido, sino el solo Dios, a cuyo poder nadie, en ningún tiempo, ni lugar, ni por ningún medio puede sustraerse ni huir? Las caricias de los desenfrenados buscan ser amadas; pero nada hay más cariñoso que tu caridad, ni que se ame con mayor provecho que tu verdad, sobre todas las cosas hermosa y resplandeciente. La curiosidad parece tratar de alcanzar el cultivo de la ciencia, siendo tú quien conoce en sumo grado todas las cosas. Hasta la misma ignorancia y la estupidez se cubren con el nombre de sencillez e inocencia, porque no hallan nada más Sencillo que tú; ¿y qué más inocente que tú, que aun el daño que reciben los malos les viene de sus malas obras? La flojera desea hacerse pasar por descanso; pero ¿qué descanso cierto hay fuera del Señor? El lujo desea ser llamado saciedad y abundancia; pero tú solo eres la plenitud y la abundancia indeficiente de eterna suavidad. El derroche se oculta bajo el aspecto de generosidad; pero sólo tú eres el verdadero y generosísimo dador de todos los bienes. La avaricia quiere poseer muchas cosas; pero tú solo las posees todas. La envidia compite por la excelencia; pero ¿qué hay más excelente que tú? La ira busca la venganza; ¿y qué venganza más justa que la tuya? El temor se espanta de las cosas repentinas e insólitas, contrarias a lo que uno ama y desea tener seguro; mas ¿qué en ti de nuevo lo repentino?, ¿quién hay que te arrebate lo que amas? y ¿en dónde sino en ti se encuentra la firme seguridad? La tristeza se abate con las cosas perdidas, con que solía gozarse la codicia, y no quisiera se le quitase nada, como nada se te puede quitar a ti.
14. Así es como fornica el alma: cuando se aparta de ti, busca fuera de ti lo que no puede hallar puro y sin mezcla sino cuando vuelve a ti.
Torcidamente te imitan todos los que se alejan y alzan contra ti. Pero aun imitándote así indican que tú eres el Creador de toda criatura y, por tanto, que no hay lugar adonde uno se aparte de modo absoluto de ti.
Pues ¿qué fue entonces lo que yo amé en aquel huerto o en qué imité, siquiera viciosa y torcidamente, a mi Señor? ¿Acaso fue el deleitarme actuando engañosamente contra la ley, realizando impunemente lo que estaba prohibido, para que yo, cautivo de una libertad defectuosa, imitara una imagen oscurecida de tu omnipotencia, ya que  no podía con mi poder? He aquí al siervo que, huyendo de su señor, consiguió la sombra. ¡Oh podredumbre! ¡Oh monstruo de la vida y abismo de la muerte! ¿Es posible que me fuera grato lo que no me era lícito, y no por otra cosa sino porque no me era lícito?
VII,15. ¿Qué daré en retorno al Señor por poder recordar mi memoria todas estas cosas sin que tiemble ya mi alma por ellas? Te amaré, Señor, y te daré gracias y confesaré tu nombre por haberme perdonado tantas y tan nefastas acciones mías. A tu gracia y misericordia debo que hayas deshecho mis pecados como hielo y no haya caído en otros muchos. ¿Qué pecados realmente no pude yo cometer, yo, que amé gratuitamente el crimen? Confieso que todos me han sido ya perdonados, así los cometidos voluntariamente como los que dejé de hacer por tu favor. ¿Quién hay de los hombres que, conociendo su debilidad, atribuya a sus fuerzas su castidad y su inocencia, para por ello amarte menos, como si hubiera necesitado menos de tu misericordia, por la que perdonas los pecados a los que se convierten a ti? Que aquel, pues, que, llamado por ti, siguió tu voz y evitó todas estas cosas que lee de mí, y yo recuerdo y confieso, no se ría de mí por haber sido sanado estando enfermo por el mismo médico que le preservó a él de caer enfermo; o más bien, de que no enfermara tanto. Antes, sí, debe amarte tanto y aún más que yo; porque el mismo que me sanó a mí de tantas y tan graves enfermedades, ése mismo le libró a él de caer en ellas.
X,18. (...) Yo me alejé de ti y anduve errante, Dios mío, muy fuera del camino de tu estabilidad allá en mi adolescencia y llegué a ser para mí región de indigencia.
LIBRO TERCERO
I,1. Llegué a Cartago, y por todas partes chisporroteaba en torno mío un hervidero de amores impuros. Todavía no amaba, pero amaba amar y con secreta indigencia me odiaba a mí mismo por verme menos indigente.
Buscaba qué amar amando amar y odiaba la seguridad y la senda sin peligros, porque tenía dentro de mí hambre del alimento interior, de ti mismo, ¡oh Dios mío!, aunque esta hambre yo no la sentía; más bien estaba sin apetito alguno de los alimentos incorruptibles, no porque estuviera lleno de ellos, sino porque, cuanto más vacío, tanto más hastiado me sentía. Y por eso mi alma no se hallaba bien, y, herida, se arrojaba fuera de sí, ávida de restregarse miserablemente con el contacto de las cosas sensibles, las cuales, si no tuvieran alma, no serían ciertamente dignas de amor.
Amar y ser amado era la cosa más dulce para mí, sobre todo si podía gozar del cuerpo de la persona amada. De este modo manchaba la fuente de la amistad con las inmundicias de la concupiscencia y obscurecía su claridad con los infernales vapores de la lujuria. Y con ser tan torpe y deshonesto, deseaba con afán, rebosante de vanidad, pasar por elegante y cortés.
Caí también en el amor en que deseaba ser cogido. Pero, ¡oh Dios mío, misericordia mía, con cuánta amargura no rociaste aquella mi suavidad y cuán bueno fuiste en ello! Porque al fin fui amado, y llegué secretamente al vínculo del placer, y me dejé amarrar alegre con molestas ataduras, para ser luego azotado con las varas candentes de hierro de los celos, sospechas, temores, iras y contiendas.
III,6. Aquellos estudios que se llaman honestos tenían por objetivo las contiendas del foro, para hacer sobresalir en ellas, en las que, entre más se engaña, más se es alabado. ¡Tanta es la ceguera de los hombres, que hasta de, su misma ceguera se glorían! Y ya había llegado a ser «el mayor» de la escuela de retórica y me gozaba de ello soberbiamente y me hinchaban de orgullo.
Con todo, tú sabes, Señor, que era mucho más calmado que los demás y totalmente ajeno a las perversiones de los trastornados –nombre siniestro y diabólico que ha logrado convertirse en distintivo de urbanidad–, y entre los cuales vivía con impúdico pudor, por no como ser uno de ellos. Es verdad que andaba con ellos y me gozaba a veces con sus amistades, pero siempre aborrecí sus hechos, esto es, las revueltas con que impúdicamente sorprendían y ridiculizaban la candidez de los novatos, sin otro fin que el de tener el gusto de burlarles y apacentar a costa ajena sus malévolas alegrías. Nada hay más parecido que este hecho a los hechos de los demonios, por lo que ningún nombre les cuadra mejor que el de trastornados o perversores, por ser ellos antes trastornados y pervertidos totalmente por los espíritus malignos, que así los burlan y engañan, sin saberlo, en aquello mismo en que desean reírse y engañar a los demás.
IV,7. Entonces, en tan frágil edad, entre estos tales, yo estudiaba los libros de la elocuencia, en la que deseaba sobresalir con el fin condenable y vano de satisfacer la vanidad humana. Mas, siguiendo el orden usado en la enseñanza de tales estudios, llegué a un libro de un cierto Cicerón, cuyos lenguajes casi todos admiran, aunque no así su contenido. Este libro contiene una exhortación suya a la filosofía, y se llama el Hortensio. Tal libro cambio mis afectos y mudó hacia ti, Señor, mis súplicas e hizo que mis votos y deseos fueran otros. De repente apareció a mis ojos viles toda esperanza vana, y con el increíble ardor de mi corazón suspiraba por la inmortalidad de la sabiduría, y comencé a levantarme para volver a ti.
Porque no era para suplir el estilo –que es lo que parecía que yo debía comprar con los dineros de mi madre en aquella edad de mis diecinueve años, haciendo dos que había muerto mi padre–; no era, repito, para pulir el estilo para lo que yo empleaba la lectura de aquel libro, ni era la elocuencia lo que a ella me incitaba, sino lo que decía.
8. ¡Cómo ardía, Dios mío, cómo ardía en deseos de remontar el vuelo desde las cosas terrenas hacia ti, sin que yo supiera lo que entonces tú obrabas en mí! Porque en ti está la sabiduría. Y el amor a la sabiduría tiene un nombre en griego, que se dice filosofía, al cual me encendían aquellas páginas. No han faltado quienes han engañado sirviéndose de la filosofía, coloreando y encubriendo sus errores con nombre tan grande, tan dulce y
honesto. Mas casi todos los que en su tiempo y en épocas anteriores hicieron tal están indicados y descubiertos en dicho libro. También se pone allí de manifiesto aquel saludable aviso de tu Espíritu, dado por medio de tu siervo bueno y piadoso [Pablo]: Ved que no os engañe nadie con vanas filosofías y argucias seductoras, según la tradición de los hombres, según la tradición de los elementos de este mundo y no según Cristo, porque en él habita corporalmente toda la plenitud de la divinidad.
Mas entonces –tú lo sabes bien, luz de mi corazón–, como aún no conocía yo el consejo de tu Apóstol, sólo me deleitaba en aquella exhortación que me excitaba, encendía e inflamaba con su palabra a amar, buscar, lograr, retener y abrazar fuertemente no esta o aquella escuela, sino la Sabiduría misma, dondequiera estuviese. Sólo una cosa enfriaba tan gran incendio, y era el no ver allí escrito el nombre de Cristo. Porque este nombre, Señor, este nombre de mi Salvador, tu Hijo, lo había yo por tu misericordia bebido piadosamente con la leche de mi madre y lo conservaba en lo más profundo del corazón; y así, cuanto estaba escrito sin este nombre, por muy verídico, elegante y erudito que fuese, no me arrebataba del todo.
V,9. En vista de ello decidí aplicar mi ánimo a las Santas Escrituras y ver qué tal eran. Mas he aquí que veo algo no hecho para los soberbios ni clara para los pequeños, sino en la entrada baja y sublime en su interior y velada por los misterios, y yo no era tal que pudiera entrar por ella o agachar la cabeza a su ingreso. Sin embargo, al fijar la atención en ellas, no pensé entonces lo que ahora digo, sino simplemente me parecieron indignas de parangonarse con la majestad de los escritos de Tulio. Mi hinchazón rechazaba su estilo y mi mente no penetraba su interior. Con todo, ellas eran tales que habían de crecer con los pequeños; mas yo me negaba a ser pequeño e, hinchado de soberbia, me creía grande.