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viernes, 30 de septiembre de 2016

PROMETEO LA RELIGIÓN DEL HOMBRE

PROMETEO
LA RELIGIÓN
DEL HOMBRE
ENSAYO DE UNA HERMENÉUTICA
DEL CONCILIO VATICANO II
  PADRE ÁLVARO CALDERÓN


LA CONCIENCIA,
LIBERADORA DE LA ACCIÓN

1º El latrocinio de Prometeo: la autonomía de la conciencia.

El subjetivismo permitió a Prometeo, la prudencia, robar el fuego divino para los hombres. Según el orden natural - respetado por el sobrenatural-, para que la acción del hombre sea recta, debe estar dirigida por la prudencia. Y la prudencia debe estar, a su vez, informada por la sabiduría (ya natural, ya sobrenatural) por la que se conoce a Dios como fin último y el orden que las cosas guardan con Él. Si bien la prudencia debe dar su dictamen teniendo en cuenta las circunstancias particulares de la acción, por lo que no puede, ni pretende, ni necesita alcanzar una completa certeza especulativa, los principios de la sabiduría –que son como el alma y el marco del dictamen de la prudencia- son universales. De allí que la sabiduría, luz participada del Fuego divino, constituya el tribunal supremo de la conducta del hombre, tanto en el orden individual como en el social, pues por su carácter universal se eleva sobre las irrepetibles circunstancias del dictamen prudencial y su dictamen se impone a todos los hombres honestos. Pero el subjetivismo subvierte este tribunal al negar la universalidad del conocimiento. Y ésta era - según pensamos- la finalidad fundamental por la que vino a la existencia. Si el humanista se volvió subjetivista, no fue tanto por motivos especulativos sino con un fin práctico: que no exista ninguna autoridad sobre la tierra que juzgue su conducta. Mientras se trate solamente de curiosidades culturales, el humanista no deja de interesarse por la metafísica de Aristóteles, pero cuando la sabiduría pretende reinar en su vida, allí se acaba la amistad. Si, como quiere el subjetivismo, no es posible el conocimiento universal de Dios como fin último y del orden esencial que con Él guarda cada cosa según su naturaleza, entonces para poder juzgar con objetividad la decisión prudencial de una persona, habría que haber estado en su interior para tener presente todas las circunstancias que rodearon su decisión. Y si todo un tribunal pudiera hacer esto, sus miembros nunca podrían ponerse en completo acuerdo, porque son infinitos los aspectos a considerar. Si el subjetivismo permite el pluralismo doctrinal, justifica un pluralismo infinitamente mayor en el orden moral. Derribado el tribunal de la sabiduría -primero el de la Sabiduría cristiana a la luz de la fe, y en consecuencia el de la sabiduría metafísica a la luz de la razón, que de hecho no se sostiene sin aquél-, los hombres pasan pronto de liberales a libertinos. Saboreada la amargura de sus primeras consecuencias, el humanismo del siglo XVI procuró levantar un nuevo tribunal de la conducta: la «conciencia». Si bien las libres decisiones no deben ser regidas por el tribunal eclesiástico de los teólogos, no por eso están liberadas del control de la razón y la fe, sino que deben responder al juicio moral de la propia conciencia. Desquiciaba así, para provecho propio, otra idea cristiana.

Una grave falencia en la defensa católica contra estos movimientos, fue que aún los mejores teólogos tomistas aceptaron defender la moral católica en este nuevo terreno peligrosamente subjetivo. Aunque sostenían la legitimidad de la sabiduría cristiana como regla de conducta, dejaron que se estableciera la conciencia como regla inmediata, lo que si bien no llega a ser falso, es innecesario e inconvenientemente expresado. Ahora bien, en la medida en que la crítica que el pensamiento moderno y las nuevas ciencias le hacían a la teología y filosofía escolástica fue ganando terreno, introduciendo el veneno del subjetivismo, el tribunal interior de la conciencia se iba liberando de la tiranía de la sabiduría teológica, abriendo las puertas al relativismo moral. Ahora los hombres eran dueños del fuego divino, capaces de moldear las normas, hasta entonces férreas, según sus conveniencias.

2º La «conciencia recta» según el Concilio

El humanismo conciliar, hemos dicho y repetido, es el supremo intento de Prometeo por salvar la modernidad con una nueva transfusión de catolicismo en sus venas. Aunque, recalcitrantes integristas, nos cueste entenderlo, el Concilio no deja de luchar contra el relativismo en que cae la moral moderna, buscando religar la conciencia humana con la ley divina, pero - eso sí - sin poner en riesgo su libertad. Aquí se trata de aplicar en particular al asunto de la conciencia, el tema general de la trascendencia de la persona humana en cuanto imagen de Dios. Si leemos ingenuamente las declaraciones de intención de la Veritatis splendor, de Juan Pablo II, donde se hace la hermenéutica auténtica de la moral del Concilio, esto es, la de «continuidad con la tradición», podríamos quizás quedar satisfechos. Allí se condenan, al parecer, exactamente los mismos errores que ahora denunciamos nosotros en el pensamiento conciliar, esto es, la supremacía de la libertad, el subjetivismo y la autonomía de la conciencia: “En algunas corrientes del pensamiento moderno se ha llegado a exaltar la libertad hasta el extremo de considerarla como un absoluto, que sería la fuente de los valores. En esta dirección se orientan las doctrinas que desconocen el sentido de lo trascendente o las que son explícitamente ateas. Se ha atribuido a la conciencia individual las prerrogativas de una instancia suprema del juicio moral, que decide categórica e infaliblemente sobre el bien y el mal. Al presupuesto de que se debe seguir la propia conciencia se ha añadido indebidamente la afirmación de que el juicio moral es verdadero por el hecho mismo de que proviene de la conciencia. Pero, de este modo, ha desaparecido la necesaria exigencia de verdad en aras de un criterio de sinceridad, de autenticidad, de «acuerdo con uno mismo», de tal forma que se ha llegado a una concepción radicalmente subjetivista del juicio moral. Como se puede comprender inmediatamente, no es ajena a esta evolución la crisis en torno a la verdad. Abandonada la idea de una verdad universal sobre el bien, que la razón humana puede conocer, ha cambiado también inevitablemente la concepción misma de la conciencia: a ésta ya no se la considera en su realidad originaria, o sea, como acto de la inteligencia de la persona, que debe aplicar el conocimiento universal del bien en una determinada situación y expresar así un juicio sobre la conducta recta que hay que elegir aquí y ahora; sino que más bien se está orientado a conceder a la conciencia del individuo el privilegio de fijar, de modo autónomo, los criterios del bien y del mal, y actuar en consecuencia” (n. 32). Para corregir estos errores, la Encíclica dice recurrir nada menos que a la doctrina de Santo Tomás, que somete la conducta humana a la ley divina por la mediación de la ley natural: “La Iglesia se ha referido a menudo a la doctrina tomista sobre la ley natural, asumiéndola en su enseñanza moral. Así, mi venerado predecesor León XIII ponía de relieve [en la encíclica Libertas] la esencial subordinación de la razón y de la ley humana a la sabiduría de Dios y a su ley. Después de afirmar que «la ley natural está escrita y grabada en el ánimo de todos los hombres y de cada hombre, ya que no es otra cosa que la misma razón humana que nos manda hacer el bien y nos intima a no pecar», León XIII se refiere a la «razón más alta» del Legislador divino. «Pero tal prescripción de la razón humana no podría tener fuerza de ley si no fuese la voz e intérprete de una razón más alta, a la que nuestro espíritu y nuestra libertad deben estar sometidos». En efecto, la fuerza de la ley reside en su autoridad de imponer unos deberes, otorgar unos derechos y sancionar ciertos comportamientos: «Ahora bien, todo esto no podría darse en el hombre si fuese él mismo quien, como legislador supremo, se diera la norma de sus acciones». Y concluye : «De ello se deduce que la ley natural es la misma ley eterna, ínsita en los seres dotados de razón, que los inclina al acto y al fin que les conviene; es la misma razón eterna del Creador y gobernador del universo»” (n. 44).

Por la incorporación de este principio, Veritatis Splendor puede combatir el relativismo de la verdad y la consiguiente autonomía de la conciencia subrayando la trascendencia de la conciencia que, por la mediación de la ley natural, acoge la verdad de la ley eterna: “[La] conciencia [es la] norma próxima de la moralidad personal. La dignidad de esta instancia racional y la autoridad de su voz y de sus juicios derivan de la verdad sobre el bien y sobre el mal moral, que está llamada a escuchar y expresar. Esta verdad está indicada por la «ley divina», norma universal y objetiva de la moralidad. El juicio de la conciencia no establece la ley, sino que afirma la autoridad de la ley natural y de la razón práctica con relación al bien supremo, cuyo atractivo acepta y cuyos mandamientos acoge la persona humana” (n. 60). Ahora bien, es claro que de Santo Tomás sólo se va a tomar lo que pueda acomodarse a los principios indeclinables del pensamiento conciliar, esto es, sólo la cáscara de su doctrina. Porque para Santo Tomás, la ley natural son los primeros principios del orden práctico, esto es, proposiciones evidentes por sí mismas, que son objeto del hábito de la sindéresis86. Son verdades conceptuales, de una universalidad alcanzada por abstracción, que pueden decirse, que pudieron escribirse sobre dos tablas de piedra, cuya aplicación puede reclamarse ante un tribunal. Pero hace tiempo que el pensamiento moderno ha rechazado la objetividad del conocimiento abstracto. El pensamiento conciliar va a permitirse hablar de la verdad, pero la verdad no es nunca la «verdad lógica» del intelecto que abstrae la esencias universales de manera adecuada a la realidad, alcanzando verdadera ciencia. La verdad es siempre, para el Concilio, una realidad misteriosa, «verdad ontológica».

En el orden moral, dice, la "verdad está indicada por la «ley divina», norma universal y objetiva de la moralidad". Ahora bien, la «ley divina» o «eterna» es la esencia divina en sí misma: “La razón encuentra su verdad y su autoridad en la ley eterna, que no es otra cosa que la misma sabiduría divina” (n. 40). Como el hombre no puede poseerla en sí misma, la alcanza por la ley natural o por la revelación: “La libre obediencia del hombre a la ley de Dios implica efectivamente que la razón y la voluntad humana participan de la sabiduría y de la providencia de Dios. Al prohibir al hombre que coma «del árbol de la ciencia del bien y del mal», Dios afirma que el hombre no tiene originariamente este «conocimiento», sino que participa de él solamente mediante la luz de la razón natural y de la revelación divina, que le manifiestan las exigencias y las llamadas de la sabiduría eterna” (n. 41). Hasta aquí todo parece muy tomista, pero ¿entiende la participación a la manera de Santo Tomás? Claro está que no, porque si la verdad se hallara en las mismas proposiciones conceptuales, se acabaría el gentil pluralismo, pudiendo decirse quién es hereje y quién no. Léase la Encíclica con atención, y búsquese en todos los textos paralelos del magisterio conciliar, y siempre se encontrará que la ley natural no deja de ser una misteriosa impresión o influencia de la divina Presencia en la luz de la razón, por la que el juicio de ésta se orienta al bien: “La ley moral proviene de Dios y en él tiene siempre su origen. En virtud de la razón natural, que deriva [¿cómo?] de la sabiduría divina, la ley moral es, al mismo tiempo, la ley propia del hombre. En efecto, la ley natural, como se ha visto, «no es otra cosa que la luz de la inteligencia infundí-da en nosotros por Dios. Gracias a ella conocemos lo que se debe hacer y lo que se debe evitar. Dios ha donado esta luz y esta ley en la creación». La justa autonomía de la razón práctica significa que el hombre posee en sí mismo la propia ley, recibida del Creador” (n. 40). La cita interior al texto, nada menos que de un opúsculo de Santo Tomás, como no menciona ni proposiciones ni abstracción, permite pensar que la razón tuviera ínsita en su propia estructura la inclinación moral. Pero entendida así, sin más, en nada se distingue de la concepción kantiana de la obligación moral, que surge de la naturaleza humana como una forma a priori de la razón práctica: el imperativo categórico, sin ningún fundamento en el bien objetivamente conocido. A pesar de las frecuentes citas tomistas, ninguna otra explicación de la Encíclica va a permitir resolver esta indefinición: “El Concilio remite a la doctrina clásica sobre la ley eterna de Dios. San Agustín la define como «la razón, o la voluntad de Dios que manda conservar el orden natural y prohíbe perturbarlo»; santo Tomás la identifica con «la razón de la sabiduría divina, que mueve todas las cosas hacia su debido fin». Pero la sabiduría de Dios es providencia, amor solícito. Es, pues, Dios mismo quien ama v, en el sentido más literal y fundamental, se cuida de toda la creación. Sin embargo, Dios provee a los hombres de manera diversa respecto a los demás seres que no son personas: no desde fuera, mediante las leyes inmutables de la naturaleza física, sino desde dentro, mediante la razón que, conociendo con la luz natural la ley eterna de Dios, es por esto mismo capaz de indicar al hombre la justa dirección de su libre actuación. De esta manera, Dios llama al hombre a participar de su providencia, queriendo por medio del hombre mismo, o sea, a través de su cuidado razonable v responsable, dirigir el mundo: no sólo el mundo de la naturaleza, sino también el de las personas humanas. En este contexto, como expresión humana de la ley eterna de Dios, se sitúa la ley natural: «La criatura racional, entre todas las demás -afirma santo Tomás-, está sometida a la divina Providencia de una manera especial, ya que se hace partícipe de esa providencia, siendo providente para sí y para los demás. Participa, pues, de la razón eterna; ésta le inclina naturalmente a la acción y al fin debidos. Y semejante participación de la ley eterna en la criatura racional se llama ley natural»” (n. 43).

Si la ley natural es una inclinación misteriosa del corazón y, según el «principio de 
inadecuación», no hay ninguna formulación conceptual que pueda reflejarla de manera definitiva, parece que toda normatividad moral dependerá completamente del contexto histórico-cultural. Pero la Encíclica nos dice: No temáis, hombres de poca fe, que por esta razón no dejan de existir normas universales e inmutables: “La gran sensibilidad que el hombre contemporáneo muestra por la historicidad y por la cultura, lleva a algunos a dudar de la inmutabilidad de la misma ley natural, y por tanto de la existencia de «normas objetivas de moralidad» [Gaudium et spes, 16] válidas para todos los hombres de ayer, de hoy y de mañana. ¿Es acaso posible afirmar como umversalmente válidas para todos y siempre permanentes ciertas determinaciones racionales establecidas en el pasado, cuando se ignoraba el progreso que la humanidad habría hecho sucesivamente? No se puede negar que el hombre existe siempre en una cultura concreta, pero tampoco se puede negar que el hombre no se agota en esta misma cultura. Por otra parte, el progreso mismo de las culturas demuestra que en el hombre existe algo que las transciende. Este algo es precisamente la naturaleza del hombre: precisamente esta naturaleza es la medida de la cultura y es la condición para que el hombre no sea prisionero de ninguna de sus culturas, sino que defienda su dignidad personal viviendo de acuerdo con la verdad profunda de su ser” (n. 53).

El fundamento, entonces, de la objetividad inmutable de la moral está en la verdad profunda de la naturaleza humana. Pero Veritatis splendor reconoce que, para el Concilio, la universalidad e inmutabilidad de la ley natural pertenece sólo a su sustancia (que nadie mide) y no a la fórmula conceptual que la expresa. Por lo tanto, la mentada objetividad termina fundándose, con optimismo, en la buena voluntad humana para hallar en cada situación la fórmula más adecuada, o mejor, la menos inadecuada: “Ciertamente, es necesario buscar y encontrar la formulación de las normas morales universales y permanentes más adecuada a los diversos contextos culturales, más capaz de expresar incesantemente la actualidad histórica y de hacer comprender e interpretar auténticamente la verdad. Esta verdad de la ley moral - igual que la del depósito de la fe – se desarrolla a través de los siglos. Las normas que la expresan siguen siendo sustancialmente válidas, pero deben ser precisadas y determinadas «eodem sensu eademque sentencia» según las circunstancias históricas del Magisterio de la Iglesia, cuya decisión está precedida y va acompañada por el esfuerzo de lectura y formulación propio de la razón de los creyentes y de la reflexión teológica” (n. 53, las cursivas no son nuestras sino del mismo texto). Así se nos da la verdadera hermenéutica del n.16 de Gaudium et spes, donde el Concilio trata de la «dignidad de la conciencia moral»

 3º Conclusión

El hornerito tiene la ley natural grabada en su corazón, y si se deja a este pájaro en libertad tiende a hacer casitas de barro tanto en Brasil como en Argentina, siguiendo sus instintos universales e inmutables. El cristiano también tiene la ley evangélica grabada en el corazón desde su nacimiento por el Bautismo, a manera de un instinto divino por el que es conducido a obrar bien no sólo por las virtudes, sino también por los dones, de cuyos movimientos el hombre no puede dar razón, pues obran de un modo divino. De allí que si al santo se lo deja en libertad -sólo el santo es perfectamente dócil al Espíritu Santo-, obra siempre lo mejor: ama y haz lo que quieras.

Pues bien, el Concilio va a entender la misma ley natural de un modo parecido, como impulsos divinos que llevan al bien, propios de la naturaleza del hombre, que este no puede expresar sino de manera insuficiente. Como además, en su optimismo, ha olvidado que el corazón del hombre está herido por el pecado original, cree que, como el hornerito, basta que se lo deje en libertad para que construya su casita en paz y lo haga todo bien. El único problema es que no es cierto. La mente humana tiende por naturaleza a la verdad y al bien, pero a la verdad y al bien racional, concebidos por abstracción y perfectamente expresables por un lenguaje suficientemente cultivado. Además, es el único animalito social, que no nace con instintos y debe ser educado. Justamente debe recibir su formación moral por la enseñanza de la sabiduría, que conforme su prudencia y las demás virtudes. Y la sabiduría no es patrimonio de uno sólo, sino que es el bien más universal e inmutable de los bienes comunes creados. No conviene hablar de «formación de la conciencia», como si uno tuviera que conducirse mirándose uno mismo, sino de «formación en la ciencia», ciencia que debe ser verdadera sabiduría, sabiduría que debe ser sabiduría cristiana, pues no hay otra que pueda señalarle al hombre el camino de su salvación y perfección. La educación verdadera sólo puede alcanzarse mirando a la Iglesia, Madre y Maestra.


El Concilio se ha hecho una madre moderna que renuncia a su oficio, dejando a sus hijos que se formen en libertad como los pajaritos. Pero el niño al que no se enseña y reprende, se pierde. Y pierde a su madre.

LOS MANDAMIENTOS - Fr. Antonio Royo Marín, O.P.

Primer mandamiento de la Ley de Dios
"Amarás al Señor tu Dios..." (Mt. 22, 37)

INTRODUCCIÓN

1. Es el precepto máximo de la Ley en el cual se contienen todos los mandamientos: "Diligis Dominum Dem tuum ex toto corde tuo et in tota anima tua et in tota mente tua... et proximum tuum sicut te ipsum" (Mt. 22, 37-39).
2. Es a la vez positivo y negativo: exige actos de varias virtudes y prohibe sus contrarios.
3. Comprende las principales relaciones del hombre con Dios; abarca las tres virtudes teologales y la religión.

I. CREER EN DIOS
A) Fe es creer lo que no vimos.
Es el asentimiento de la mente a las verdades reveladas por Dios. Asentimiento que debe ser:
1. Sobrenatural: Por el objeto -verdades eternas- y el motivo -la autoridad de Dios revelante-, conocidos a través de la proposición de la Iglesia cuando usa de su magisterio infalible.
2. Integro: De todos los artículos de la fe.
3. Vivo: Informado por la caridad.
4. Practico: Que impulse a obrar conforme a sus enseñanzas.
B) Obligaciones que impone o necesidad de la fe.
1. Se requiere con necesidad absoluta para la justificación de los
adultos.
2. Por mandato divino se deben hacer actos de fe varias veces:
a) Al comienzo de la vida moral;
b) Cuando al infiel se le proponen suficientemente las verdades de la fe;
c) En peligro de muerte;
d) Al menos, alguna vez al año.
3. Prohibe negar la fe verdadera y profesar una falsa.
4. Manda confesarla en público cuando el silencio significa negación de la fe o escándalo...
5. Los actos internos basta que sean implícitos: se cumple, pues, asistiendo devotamente a misa, orando, etc.
C) Vicios opuestos.
1. Infidelidad positiva: Conoce las verdades de fe y las rechaza. Es pecado gravísimo: el mayor después del odio a Dios (II-II, 10, 3).
2. Herejía formal: Es el error voluntario y pertinaz contra una verdad propuesta por la Iglesia: Pecado gravísimo. Y se da:
a) En la duda consentida de un artículo de la fe.
b) En la negación de un artículo.
c) En la defección total o apostasía.






II. ESPERAR EN DIOS
A) Esperanza.
Es la confianza cierta que tenemos de conseguir por la promesa de Dios, la bienaventuranza y los medios a ella conducentes.
1. Esperamos fundados en la omnipotencia misericordiosa y auxiliadora de Dios: Dios es bueno y fiel a sus promesas.
2. Es primariamente de los bienes eternos: la gloria y la gracia, y secundariamente, de los terrenos. El Pater Noster nos enseña lo que hemos desear y esperar.
3. Obliga en las tentaciones más graves contra la esperanza y en los mismos casos que en la fe, y se cumple implícitamente como en ella.

B) Pecados opuestos.
1. Desesperación: Consiste en considerar imposible conseguir el cielo.

a) Se origina por la pereza, lujuria, melancolía y escrúpulos (II-II, 20, 4).

b) Sus remedios: Considerar la bondad y misericordia infinitas de Dios; recordar los grandes pecadores convertidos; las parábolas de la misericordia, como la oveja perdida y el hijo prodigo; devoción especial a la Virgen y confianza en Cristo crucificado.

2. Presunción: Confianza desordenada de conseguir el cielo sin
poner los medios ordenados por Dios. Se comete:
a) Presumiendo conseguir el cielo con sólo las propias fuerzas naturales (pelagianismo).
b) Esperando conseguirlo sin esforzarse ni hacer méritos, sino por la sola misericordia de Dios, sin cumplir los Mandamientos.

III
CARIDAD

A) Amar a Dios.
1. Es amarle como a sumo bien, por sí mismo: velle bonum Deo (querer el bien para Dios). 
a) Amor sobrenatural, fundado en motivos sobrenaturales.
b) Sobre todas las cosas, prefiriendo perderlas todas antes que ofenderle. c) Con obra: "Si me amáis..." (Jn. 14, 15; Mt. 7, 21). "La prueba del amor son las obras" (San Agustín).

2. Se falta:
a) en todo pecado grave,
b) En el odio especial a Dios: velle malum Deo; es el mayor de los pecados y no admite parvedad de materia (II-II, 34, 2).

3. Obliga:
a) Especialmente en las tentaciones graves contra la caridad,
b) En los casos señalados para la fe.

B) Amar al prójimo.
Velle bonum próximo: bienes eternos y temporales.

1. Cualidades.
a) Sobrenatural: Es el mismo amor a Dios que se extiende a los hijos de Dios y hermanos nuestros; y si son pecadores, para que recobren la gracia,
b) Como a nosotros mismos. "No hagas a los demás lo que no quieres se haga contigo" (Le. 6, 37).
c) "Como Yo os he amado" (Jn. 15, 12; 14, 35). "Nos amó y se ofreció por nosotros" (Ef. 5, 2).
d) Otros caracteres de la caridad: es paciente, benigna... (I Cor. 13).

2. Preceptos que contiene.
a) Amor a los enemigos (Mt. 5, 44; 6, 15), perdonando las injurias, no maldiciendo, ni deseando males, ni excluyéndoles de nuestras oraciones y limosnas.
b) Dar limosna (I Jn. 3, 17). I. 9 Al que está en extrema necesidad se le dará aun de los bienes necesarios para conservar nuestro estado social.

2" Al gravemente necesitado obliga a darle de los bienes supérfluos.

3. Al necesitado común, basta de vez en cuando.
a) La corrección fraterna (Mt. 18, 15), obliga en casos graves.

3. Pecados opuestos.
a) El odio al prójimo: velle malum próximo.
b) El escándalo o mal ejemplo. Los principales son:
c) Hacer o representar cosas que inciten a la lujuria,
d) Escribir o divulgar libros malos,
e) Asistir o tomar parte en bailes y espectáculos inmorales.
f) Cooperación al pecado de otro: Siempre es ilícita la cooperación en lo formal del pecado.
 IV. DAR CULTO A DIOS
Virtud de la religión: Es venerar o dar el culto debido a Dios por su infinita majestad y excelencia, y a los santos por Dios.

A) Preceptúa.
1. La adoración a Dios, el culto a la Virgen y a los santos y a sus imágenes (Culto de latría, hiperdulía y dulía). Debe ser interno y externo.
2. La oración: Obliga a todos, principalmente la impetratoria y de acción de gracias: a) Frecuentemente, b) En la tentación, peligro de muerte, etc. c) Por nosotros, por los infieles y almas del purgatorio.

 B) Pecados contrarios. 

1. Por exceso: Toda clase de superstición o culto vicioso.
a) Idolatría: Dar a una criatura el culto debido a Dios.
b) Vana observancia: Usar medios desproporcionados y ridículos.
c) Adivinaciones: Predecir el futuro (quiromancia, astrologia, sortilegios).
d) Magias, hipnotismo y espiritismo. La Iglesia los prohibe por sus peligros de alma y cuerpo (Decreto del S. O., 24- IV-1917).

2. Por defecto: La irreligiosidad: es triple:
a) Tentar a Dios: Es pedir y esperar sin motivo una intervención milagrosa de Dios: "si Dios es bueno me curará".
b) Cometer sacrilegios robando cosas sagradas, pecando con persona consagrada a Dios, recibiendo algún sacramento indignamente o sin las condiciones requeridas, profanando cosas y lugares sagrados...

c) Simonía: Tráfico de cosas sagradas: sacramentos, indulgencias...

Ite Missa Est


30 DE SEPTIEMBRE
SAN JERONIMO, SACERDOTE, CONFESOR
Y DOCTOR DE LA IGLESIA

Epístola – II Timoteo; IV, 1-8
Evangelio – San Mateo; V, 13-19


EL ERMITAÑO. — "Vidal me es desconocido, no quiero nada con Mereció y no sé quién es Paulino; quién está con la cátedra de Pedro  ese es mío. De ese modo se dirigía al pontífice Dámaso hacia el año 376, desde las soledades de Siria, agitadas por las competencias episcopales que desde Antioquía traían inquieto a todo el Oriente, un monje desconocido que imploraba luz para su alma rescatada con la sangre del Señor. Este era Jerónimo, oriundo de Dalmacia. Lejos de Stridón, tierra semibárbara de su nacimiento, de la que conservaba la aspereza y la savia vigorosa; lejos de Roma, donde el estudio de las bellas letras y de la filosofía no le preservó de las más tristes caídas: el temor de los juicios de Dios le condujo al desierto de Calcis. Y allí, durante cuatro años, bajo de uin cielo de fuego iba a macerar su cuerpo con espantosas penitencias; como remedio más eficaz y austeridad meritoria para su alma apasionada de las bellezas clásicas, se propuso sacrificar sus gustos ciceronianos por el estudio de la lengua primitiva de los Sagrados Libros. Trabajo mucho más penoso entonces que hoy, pues los diccionarios, las gramáticas y los estudios de toda clase, han allanado los caminos de la ciencia. ¡Cuántas veces, disgustado, Jerónimo desesperó del éxito! Pero había probado la verdad de esta sentencia, que más tarde formuló: "Ama la ciencia de las Escrituras y no amarás los vicios de la carne". Y volviendo al alfabeto hebreo, deletreaba sin fln esas letras silbantes y aspirantes, cuya heroica conquista le recordaba siempre el trabajo que le habían costado, por la aspereza con que desde entonces, según decía, comenzó a pronunciar el latín. Toda la energía de su naturaleza fogosa se había volcado en esta obra: a ella se dedicó con toda su alma y se encauzó en ella para siempre jamás. Dios agradeció magníficamente la reverencia que así se tributaba a su palabra: del simple saneamiento moral que Jerónimo esperaba, había llegado a la alta santidad que hoy veneramos en él; de las luchas del desierto, al parecer estériles para otros, salla uno de aquellos a quienes se dice: Tú eres la sal de la tierra, tú eres laluz del mundo. Y esta luz la colocaba Dios a su hora sobre el candelero, para iluminar a todos los que están en la casa.

EL SECRETARIO DEL PAPA. — Roma volvía a ver, pero muy transformado, al estudiante de otros tiempos; por su santidad, ciencia y humildad todos le aclamaban como digno del supremo sacerdocio. Dámaso, doctor virgen de la Iglesia virgen le encargaba de responder en su nombre a las consultas del Oriente y del Occidente, y conseguía que comenzase por la revisión del Nuevo Testamento latino, a base del texto original griego, los grandes trabajos escriturarios que inmortalizarían su nombre en el agradecimiento del pueblo cristiano.

EL VENGADOR DE MARÍA. — En el ínterin, la refutación de Helvidio, que osaba poner en duda la perpetua virginidad de la Madre de Dios, mostró en Jerónimo al polemista incomparable, cuya energía iban a probar Joviniano, Vigilancio, Pelagio y algunos más, andando el tiempo. Y como recompensa de su honor vengado, María le llevaba todas las almas nobles; él las guiaba por el camino de las virtudes, que son la gloria de este mundo; con la sal de las Escrituras, las preservaba de la corrupción con que agonizaba el imperio. 

EL DIRECTOR DE ALMAS. — Suceso extraño para el historiador sin fe: he aquí que alrededor de este Dálmata, en el momento en que la Roma de los Césares está muriendo, brillan de repente los más bellos nombres de la antigua Roma. Se los creía extinguidos desde que se ensombreció la gloria de la ciudad reina entre las manos de los recién llegados; mas, como por derecho propio de nacimiento, para fundar nuevamente, y esta vez en su verdadera eternidad, la capital que dieron al mundo, vuelven esos nombres a aparecer en la misma sazón en que la ciudad va a reanudar sus destinos, después de haber sido purificada con las llamas que encenderán en ella los bárbaros. La lucha es muy distinta ahora; pero su puesto está al frente del ejército que salvará al mundo. Son raros entre nosotros los sabios, los poderosos, los nobles, decía el Apóstol cuatro siglos antes; en nuestros días son numerosos, protesta Jerónimo, numerosos entre los monjes. En esos días de su origen occidental lo mejor del ejército monástico lo constituye la falange patricia; heredará de ella para siempre su carácter de antigua grandeza; pero en sus filas se ven también, con el mismo derecho que sus padres y hermanos, a la virgen y a la viuda, y a veces a la esposa junto al esposo. Marcela es la primera que consigue la dirección de Jerónimo y al desaparecer el maestro, Marcela será, no obstante su humildad, el oráculo consultado por todos en las dificultades de las Escrituras  Y como ella, Furia, Fabiola, Paula, que recuerdan  a sus antepasados los Camilos, los Fabios, los Escipiones. Ya es demasiado para Satanás, príncipe del mundo, que creía para siempre suyas las glorias de la antigua ciudad; las horas del Santo en la Ciudad están contadas. Eustoquio, hija de Paula, mereció que Jerónimo la dirigiese el sublime manifiesto, aunque lleno de tempestades, en que al santo, al ensalzar la virginidad, no le importa se levante contra él, por su palabra mordaz, la conspiración de los monjes falsos, de las vírgenes locas y de los clérigos indignos. La prudente Marcela inútilmente anuncia la borrasca; Jerónimo la quita de delante y se atreve a decir lo que otros bonitamente se atreven a hacer . No ha tenido cuenta con la muerte de Dámaso, que ocurre en este mismo tiempo.

EN BELÉN. — Arrastrado por el torbellino, el justiciero vuelve al desierto: pero no es al de Calcis, sino a la tranquila Belén, a donde llevaban a este magnánimo los recuerdos de la infancia del Salvador; a donde Paula y su hija van a fijar su residencia para no perder las lecciones que prefieren a todo, para endulzar su amargura y curar las heridas del león cuya potente voz no cesará de tener alerta a los ecos del Occidente. ¡Honor a esos valientes! Su fidelidad, su ambición de saber, sus importunidades piadosas acarrearán al mundo un tesoro inapreciable, la traducción auténtica  de los libros sagrados que se precisó hacer por causa de los Judíos que trataban a la Iglesia de falsaria al ver la imperfección de la antigua versión Itálica y sus innumerables variantes. Ahora bien, cada libro que se traducía, traia una crítica nueva y no siempre rencorosa: restricciones de los cobardes, que se alarmaban polla autoridad tan grande de los Setenta en la Sinagoga y en la Iglesia; astucias interesadas de los poseedores de manuscritos que tenían páginas empurpuradas, unciales espléndidas, letras en plata y oro y que ahora se iban a ver menospreciados. "¡Ah!, conserven ellos su metalurgia y nos dejen a nosotros nuestros pobres cuadernos", exclama Jerónimo irritado. "Y sois vosotras las que me obligáis a aguantar tantas necedades y tantas injurias, dice a las alentadoras de sus trabajos; para cortar por lo sano, lo mejor seria callarme." No lo comprendían así ni la madre ni la hija; y Jerónimo no resistía Todas las santas amistades de antaño tenían su parte desde lejos en este comercio estudioso. Jerónimo a nadie negaba el concurso de su ciencia, y con gusto se excusaba de que una mitad del género humano pareciese en eso más privilegiada: "Principia, hija mía en Jesucristo, sé que muchos ven mal que a veces tenga que escribir a las mujeres; pero que me permitan decir a mis detractores: Si me preguntasen los hombres sobre la Escritura, no las tendría que responder a ellas". Pero he aquí que de repente un mensaje de alegría estremece a los monasterios fundados en Efrata: en Roma ha nacido otra Paula, de un hermano de Eustaquio y de Leta, hija cristiana de Albino, pontífice de los falsos dioses. Consagrada al Esposo antes de nacer, repite, tartamudeando en brazos del sacerdote de Júpiter, el Aleluya de los cristianos; sabe que más allá de los montes y de los mares tiene otra abuela y también una tía consagrada a Dios; quiere marchar: "Envíamela, escribe en su alborozo Jerónimo a la madre; yo seré su maestro y su bienhechor. La llevaré sobre mis viejos hombros; ayudaré a su boca que ya tartamudea a formar sus palabras y de esto me sentiré más orgulloso que Aristóteles, pues él no educaba más í que a un rey de Macedonia, y yo prepararé a  Cristo una servidora, una esposa, una reina destinada a tener silla en los cielos "

LOS  ÚLTIMOS DÍAS. — Belén, en efecto, vió a la| dulce niña. Muy joven aún, tuvo que asumir la responsabilidad de continuar allí la obra de los suyos. Junto al anciano moribundo, ella fué su ángel, al pasar de este mundo a la eternidad Al supremo momento había precedido para él la hora de los desgarramientos profundos. La vieja Paula fué la primera que partió cantando: He preferido ser humilde en la casa de Dios, a morar en los palacios de los pecadores. Ante la postración mortal en que Jerónimo parece que se iba a aniquilar para siempre, destrozada Eustoquio contuvo sus lágrimas. A instancias de la hija, continuó viviendo para cumplir sus promesas a la madre. Y así le vemos terminar por entonces sus traducciones y continuar también sus comentarios del texto; va a pasar de Isaías al profeta Ezequiel, cuando de repente cae sobre el mundo y sobre él el dolor indecible de aquellos tiempos: "Roma ha caído; se ha apagado la luz de la tierra; en una sola ciudad ha sucumbido todo el universo. ¿Qué hacer, sino guardar silencio y pensar en los muertos?" Había que pensar, además, en los innumerables fugitivos que afluían, despojados de todo, hacia los santos lugares; y Jerónimo, el luchador implacable, no sabía negar a ningún desgraciado su corazón y sus lágrimas. Prefiriendo aún más practicar que enseñar la Escritura, ocupaba los días en los deberes de la hospitalidad. Sólo la noche les quedaba para el estudio a sus ojos casi ciegos. Estudios muy amados de él, en los que olvidaba las miserias del día y se gozaba con responder a los deseos de la hija que Dios le había dado. Léase el prólogo de cada uno de los catorce libros de Ezequiel y se verá qué parte corresponde a la virgen de Cristo en está obra, que se la disputaron las angustias del tiempo, las enfermedades de Jerónimo y sus últimas luchas contra la herejía. Porque se diría que la herejía tomaba ocasión del trastorno del mundo para nuevas audacias. Fuertes con el apoyo que les prestaba el obispo Juan de Jerusalén, los Pelagianos, armados una noche de la tea y de la espada, se lanzaron contra el monasterio de Jerónimo y contra los de las vírgenes, que, después de la muerte de Paula, reconocían a Eustoquio por madre, sembrando la matanza y el incendio. Virilmente secundada por su sobrina Paula la joven, la santa reunió a sus hijas y logró abrirse paso a través de las llamas. Pero la ansiedad de esta noche terrible terminó de consumir sus agotadas fuerzas. Jerónimo la enterró junto al pesebre del Niño-Dios, como antes lo hizo con su madre y, dejando sin terminar su comentario sobre Jeremías, se preparó también él a morir.

VIDA. — San Jerónimo nació en Stridón, en Dalmacia, entre 340 y 345. Sus padres le enviaron a Roma a estudiar la gramática y la retórica. Se dejó ganar algún tiempo por los placeres y los triunfos, pero pidió pronto el bautismo al Papa Liberio, y luego, a continuación de su estancia en Tréveris junto a la corte imperial, se retiró a Aquileya y poco después marchó al Oriente. Permaneció en Antioquía durante la Cuaresma de 374 ó 375. Estando gravemente enfermo, prometió no leer más los libros profanos. Una vez curado, salió para el desierto de Calcis, al sureste de Antioquía y allí vivió como un ermitaño y aprendió el hebreo. Vuelto a Antioquía, se ordenó de sacerdote y fué a Constantinopla, donde encontró a San Gregorio Nacianceno. En 382 se encontraba en Roma: el Papa San Dámaso le tomó por secretario y le aconsejó que estudiase la Sagrada Escritura y revisase la traducción de los Evangelios y del Salterio. Al estudio juntó la predicación y la dirección espiritual. Después de la muerte del Papa, acaecida en 384, Jerónimo dejó Roma. Con Paula y Eustaquio visitó Palestina, Egipto, y se estableció en Belén en 386. Paula construyó un monasterio para él y sus compañeros y otro para ella y sus hijas. Desde entonces su vida estuvo totalmente consagrada al estudio de la Escritura, a la traducción de los Libros Sagrados y a la dirección espiritual por medio de sus Conferencias y sus Cartas. Murió el 419 ó 420 a los noventa y dos años. Su cuerpo se venera en Roma en la Iglesia de Santa María la Mayor.

EL SANTO. —Tú completas, Santo ilustre, la brillante constelación de los Doctores en el cielo de la Santa Iglesia. Ya se anuncia la aurora del día eterno; el Sol de justicia aparecerá pronto en el valle del juicio. Modelo de penitencia, enséñanos el temor que preserva o repara, dirígenos por los caminos austeros de la expiación. Monje, historiador de grandes monjes, padre de los solitarios atraídos como tú a Belén por el suavísimo olor de la divina Infancia, sostén el espíritu de trabajo y oración en el Orden monástico, muchas de cuyas familias tomaron de ti su nombre. Azote de los herejes, únenos a la fe romana; celador del rebaño, presérvanos de los lobos y de los mercenarios; vengador de María, consigúenos que florezca cada vez más en el mundo la virginidad.



EL DOCTOR. — Oh Jerónimo, tu gloria participa sobre todo de la gloria del Cordero. La llave de David  se te concedió para abrir los múltiples sellos de las Escrituras y mostrarnos a Jesús oculto en su letra. Y, por eso, la Iglesia de la tierra canta hoy tus alabanzas y te presenta a sus hijos como el intérprete oficial del Libro inspirado que la guía a sus destinos. A la vez que su culto, dígnate aceptar nuestra gratitud personal. Quiera el Señor, por tus ruegos, renovarnos en el respeto y el amor que merece su divina Palabra. Logren por tus méritos multiplicarse los doctos y sus sabias investigaciones sobre el depósito sagrado. Pero que nadie lo eche en olvido: a Dios hay que escucharle de rodillas si se le quiere entender. Dios se impone y no admite discusión: con todo, entre las interpretaciones diversas a que sus divinos mensajes puedan dar lugar, está permitido buscar, debajo de la mirada de su Iglesia, cuál es la verdadera; y es laudable igualmente el escudriñar sin cesar las profundidades augustas. ¡Feliz el que te sigue en estos estudios santos! Tú lo dijiste: "vivir entre semejantes tesoros, dejarse cautivar de ellos, no saber ni buscar otra cosa, ¿no es esto habitar ya más en el cielo que en la tierra? Aprendamos en el tiempo aquello cuya ciencia permanecerá siempre con nosotros.

jueves, 29 de septiembre de 2016

LA ÚLTIMA CARTA DEL GENERAL ENRIQUE GOROSTIETA VELARDE

LA ÚLTIMA CARTA DEL GENERAL ENRIQUE GOROSTIETA VELARDE

*Muy estimado Sr. Eduardo Pérez Gorostieta, muy a mi pesar no me fue posible comunicarme con Ud., por este hermoso artículo o carta de su querido abuelo porque con su autorización la publicación de esta carta en nuestro blog no estaría supeditada a una admonición que sería muy justa. El motivo que me mueve es el de dar a conocer el carácter y temple de nuestro querido General tan denostado y ridiculizado en la cinta cinematográfica La Cristiada. Su servidor se encontraba en España cuando el gobierno español prohibió su exhibición en los cines del país, me alegró mucho esa decisión, pero el daño a su persona ya se había hecho en otros países. Quienes me han preguntado si podían ver o no esa película, he aconsejado que NO por respeto a la VERDAD y a quienes murieron por ella como su abuelo.

Con un saludo muy cordial se despide de usted su servidor:

*Arturo Vargas Meza Pbro.  Otro nieto de cristero.


En homenaje a los cristeros muertos En memoria de mis abuelos Ahora, a 75 años de distancia de la muerte del General Enrique Gorostieta, quiero escribir algo de la parte de la historia que no ha sido escrita, de la parte que ha estado silenciada. Me refiero a la figura del General como hombre; como persona con convicciones y creencias; como hombre con sentimientos, como hombre con debilidades y con flaquezas. Creo, que sin restarle validez a todos los documentos históricos y narraciones que a este respecto se han estudiado, la última carta del general nos pueda dar luz respecto a su persona. El motivo que me induce a escribir estas notas, es que creo que llegó el momento de utilizar el derecho de réplica que la familia no ha ejercido en estos 75 años. Pero quiero aclarar que es una réplica a la Historia, pues mucha de la literatura existente relativa al General, parte de elementos del discurso y archivos oficiales del Estado, los cuales lo mismo inventan, que contienen elementos difamatorios. Hacer pues esta réplica, me parece de elemental justicia, no sólo al General, sino a todos los que con él murieron. La última carta del General Gorostieta está dirigida a ciertos prelados con motivo de los arreglos que, sin tomar absolutamente en cuenta a los verdaderos combatientes, estaban llevando a cabo con el gobierno. Es el único documento público escrito por él sin intervención de terceras personas, y en el cual se demuestra sin necesidad de interpretaciones, su posición en el conflicto y sus ideas personales acerca de la índole de lucha, de la jerarquía eclesiástica, de la Liga, y de las personas que con él combatieron. Ningún escrito acerca del General estaría completo sin el documento más importante y el último que escribió en su vida. Este documento está fechado el 16 de mayo de 1929 en El Triunfo Jalisco. En esa carta el General señalaba al final de la misma: ...Creo de mi deber hacer del conocimiento de Uds. que vamos a sufrir en los próximos meses la más dura prueba de toda esta epopeya; que tenemos que hacer frente a una agudísima crisis que señalará nuestro triunfo o nuestra derrota, y se hace necesario que todos pongamos el mayor esfuerzo, y aprontemos mayor ayuda. Yo aseguro a Uds. que la Guardia Nacional cumplirá con su deber, pero pido que no se nos exija más allá del deber... Han transcurrido 75 años de que terminó el conflicto, y después de haber sido testigo de la evolución de las libertades que en materia de culto y de profesión de fe se han dado en el país, no podemos más que pensar, que efectivamente el movimiento popular triunfó, pues hoy podemos profesar la religión que deseemos, y celebrar nuestras misas dentro de las iglesias, en las plazas y sobre las calles. Y aclaro que esta última palabra la he escrito con minúscula, para no manchar de sangre este escrito.- ¡Jamás se escriba en horas de dolor!- decía José Martí,- porque de la pluma brotará sangre.- Por ello, la familia del General ha dejado pasar tanto tiempo. Para que curados los agravios y rencores, se emitieran juicios serenos. Para no confundir al lector respecto al texto del que hace alusión el primer párrafo de este escrito, quiero señalar que cuando me refiero a la última carta del General Enrique Gorostieta, me estoy refiriendo a la carta que mi abuelo Enrique envió a mi abuela Gertrudis (Tula); carta que está fechada el 17 de mayo (un día después de la carta a los prelados) y que contiene una posdata de envío del 30 de mayo (3 días antes de su muerte). Como ya se dijo, la carta consta de seis párrafos y una posdata de envío. Esta es una de 22 cartas que el General envió a su esposa entre 1927 y 1929, y que están en manos de mi madre, a quien agradezco que me haya autorizado citar parte del contenido de la última carta escrita por mi abuelo. La carta tal vez fue leída por mi abuela Tula después de conocer la noticia de la muerte de su esposo, pues habiendo sido enviada el 30 de mayo como señala la posdata No habiendo tenido manera de mandarte ésta hasta hoy 30 de Mayo, te participo...; es difícil que hubiera llegado más rápido que las noticias del fallecimiento de mi abuelo. En cualquier caso, esta carta debió haber tenido para mi abuela una connotación de despedida, sin haber sido ésta la intención inicial del abuelo. Por ello, si queremos entender al General, adentrémonos en lo real del movimiento, en su cotidianidad para así tal vez trascender la lucha y encontrar los motivos de su vitalidad. En la carta señala: ...Naturalmente que no se acaban los trabajos físicos, como son: dormir en el suelo, tener que caminar mucho, hoy desayunar y no cenar hasta el día siguiente, pero ya tu sabes que eso para mí son tortas y pan pintado... En este mismo contexto, volvamos a la vida real, y si observamos con sinceridad, podremos tal vez encontrar entendimiento y comprensión a lo que el General estaba viviendo y sufriendo, como se puede notar en el siguiente párrafo: Hoy he escrito a la Sra. recomendándole te ayude a fin de que estés perfectamente escondida y rogándole que nadie que no sea ella o Andrés tu hermano, sepan dónde te encuentras ni hablen contigo. Este deseo que sea como te digo; no hagas excepción ni con los míos ni con los tuyos ni con persona alguna. Más tarde en la postdata incluía: ...Sigue al pie de la letra lo que se refiere a tu reclusión. Que Dios te bendiga. Por otro lado, dejemos de lado el archivo oficial que el gobierno creó y guardó. Adentrémonos a la naturaleza humana. Observemos la vida de la época y el contexto revolucionario del México de 1929. Nuestros gobiernos no siempre han jugado limpio, y esa época no era la excepción. El General continuaba la carta diciendo: Nuestro movimiento ha tomado tal fuerza y el gobierno está tan de capa caída, que ya andan haciendo esfuerzos para localizar a las familias de los que andamos en el campo, a fin de ver si de esa manera logran reducirnos, ya que no lo pueden hacer por medio de las armas. Para quienes todavía pudieran tener duda de la naturaleza humana del General y de sus sentimientos humanos, ofrezco el siguiente párrafo, esperando no haber faltado a la promesa que hice a mi madre de no incluir párrafos con connotaciones íntimas, pero creo, que si hemos de entender cabalmente al General, al hombre de carne y hueso, estas palabras pueden dar luz sobre su ser: Yo comprendo que será una nueva prueba para ti, pero confío en tu fortaleza de espíritu y abnegación para el sufrimiento, para que la soportes y con ello corones la obra de amor y dulzura con que has sabido hacerme tuyo en lo absoluto. Creo firmemente que esto no ha de durar mucho y que pronto podremos reunirnos para siempre y entonces verás lo que en mi ha logrado tu conducta. Ahora, dejemos atrás las ideologías y los intereses, para así tal vez encontrar tranquilidad, sabiendo que estamos en presencia de actos propios de la naturaleza humana, y propios de quienes sienten sus libertades amenazadas. Que estamos ante convicciones que sólo los que las han tenido pueden entender, como la de emprender una lucha en la que se ha de entregar la vida. La vida no se da por pesos oro, la vida se da por lo que se cree. Mi abuelo continuaba así su carta: Mantente animosa, fíjate que lo que yo ando haciendo es un deber sagrado y convéncete de ello al considerar los millones de gentes que están rezando por mí y por mi causa... ...No flaquees por nada; no confundas los triunfos efímeros con los definitivos y fíjate en que la causa que defiendo es la del honor y la justicia y que esto es independiente del resultado final. Porque solo dejando de lado los intereses oficialistas al narrar la historia, se puede aspirar a ver el movimiento cristero sin prejuicios sectarios, para poder ver los resultados y las realidades del mismo. Tú por razón natural, vivirás más que yo y acuérdate de lo que ahora te digo: con mi esfuerzo, sea cual fuere el resultado práctico de esta lucha, ya he logrado un verdadero nombre para nuestros hijos. Cuando veo la trascendencia del movimiento 75 años después del mismo, y las manifestaciones de recuerdo y gratitud que para mi madre tienen todos los lugareños de Los Altos de Jalisco, quienes año con año realizan una cabalgata en honor del General Enrique Gorostieta, no puedo más que estar seguro que efectivamente logró un nombre para sus hijos, y que logró junto con todos los cristeros defender sus ideales y darnos la libertad de culto. La vida da oportunidades y ésta es una de ellas. Quiero agradecerle a la Historia esta oportunidad de réplica para ofrecer una visión de un hombre, al que nada humano le era ajeno y al que Dios ubicó a combatir en la mejor trinchera y la batalla más justa. La Historia así lo demostró.

Eduardo Pérez Gorostieta mayo 17, 2004 Monterrey, Nuevo León, México