30 DE SEPTIEMBRE
SAN JERONIMO, SACERDOTE, CONFESOR
Y DOCTOR DE LA IGLESIA
Y DOCTOR DE LA IGLESIA
Epístola – II Timoteo; IV, 1-8
Evangelio – San Mateo; V, 13-19
EL ERMITAÑO. — "Vidal me es desconocido, no
quiero nada con Mereció y no sé quién es Paulino; quién está con la cátedra de
Pedro ese es mío. De ese modo se dirigía
al pontífice Dámaso hacia el año 376, desde las soledades de Siria, agitadas
por las competencias episcopales que desde Antioquía traían inquieto a todo el
Oriente, un monje desconocido que imploraba luz para su alma rescatada con la
sangre del Señor. Este era Jerónimo, oriundo de Dalmacia. Lejos de Stridón,
tierra semibárbara de su nacimiento, de la que conservaba la aspereza y la
savia vigorosa; lejos de Roma, donde el estudio de las bellas letras y de la
filosofía no le preservó de las más tristes caídas: el temor de los juicios de
Dios le condujo al desierto de Calcis. Y allí, durante cuatro años, bajo de uin
cielo de fuego iba a macerar su cuerpo con espantosas penitencias; como remedio
más eficaz y austeridad meritoria para su alma apasionada de las bellezas
clásicas, se propuso sacrificar sus gustos ciceronianos por el estudio de la lengua
primitiva de los Sagrados Libros. Trabajo mucho más penoso entonces que hoy,
pues los diccionarios, las gramáticas y los estudios de toda clase, han allanado
los caminos de la ciencia. ¡Cuántas veces, disgustado, Jerónimo desesperó del
éxito! Pero había probado la verdad de esta sentencia, que más tarde formuló:
"Ama la ciencia de las Escrituras y no amarás los vicios de la
carne". Y volviendo al alfabeto hebreo, deletreaba sin fln esas letras
silbantes y aspirantes, cuya heroica conquista le recordaba siempre el trabajo
que le habían costado, por la aspereza con que desde entonces, según decía,
comenzó a pronunciar el latín. Toda la energía de su naturaleza fogosa se había
volcado en esta obra: a ella se dedicó con toda su alma y se encauzó en ella
para siempre jamás. Dios agradeció magníficamente la reverencia que así se
tributaba a su palabra: del simple saneamiento moral que Jerónimo esperaba,
había llegado a la alta santidad que hoy veneramos en él; de las luchas del
desierto, al parecer estériles para otros, salla uno de aquellos a quienes se
dice: Tú eres la sal de la tierra, tú eres laluz del mundo. Y esta luz
la colocaba Dios a su hora sobre el candelero, para iluminar a todos los que
están en la casa.
EL SECRETARIO DEL PAPA. — Roma volvía a ver, pero
muy transformado, al estudiante de otros tiempos; por su santidad, ciencia y
humildad todos le aclamaban como digno del supremo sacerdocio. Dámaso, doctor
virgen de la Iglesia virgen le encargaba de responder en su nombre a las consultas
del Oriente y del Occidente, y conseguía que comenzase por la revisión del Nuevo
Testamento latino, a base del texto original griego, los grandes trabajos
escriturarios que inmortalizarían su nombre en el agradecimiento del pueblo
cristiano.
EL VENGADOR DE MARÍA. — En el ínterin, la refutación
de Helvidio, que osaba poner en duda la perpetua virginidad de la Madre de
Dios, mostró en Jerónimo al polemista incomparable, cuya energía iban a probar
Joviniano, Vigilancio, Pelagio y algunos más, andando el tiempo. Y como recompensa
de su honor vengado, María le llevaba todas las almas nobles; él las guiaba por
el camino de las virtudes, que son la gloria de este mundo; con la sal de las
Escrituras, las preservaba de la corrupción con que agonizaba el imperio.
EL DIRECTOR DE ALMAS. — Suceso extraño para el
historiador sin fe: he aquí que alrededor de este Dálmata, en el momento en que
la Roma de los Césares está muriendo, brillan de repente los más bellos nombres
de la antigua Roma. Se los creía extinguidos desde que se ensombreció la gloria
de la ciudad reina entre las manos de los recién llegados; mas, como por derecho
propio de nacimiento, para fundar nuevamente, y esta vez en su verdadera
eternidad, la capital que dieron al mundo, vuelven esos nombres a aparecer en
la misma sazón en que la ciudad va a reanudar sus destinos, después de haber
sido purificada con las llamas que encenderán en ella los bárbaros. La lucha es
muy distinta ahora; pero su puesto está al frente del ejército que salvará al mundo.
Son raros entre nosotros los sabios, los poderosos, los nobles, decía el
Apóstol cuatro siglos antes; en nuestros días son numerosos, protesta Jerónimo,
numerosos entre los monjes. En esos días de su origen occidental
lo mejor del ejército monástico lo constituye la falange patricia; heredará de
ella para siempre su carácter de antigua grandeza; pero en sus filas se ven
también, con el mismo derecho que sus padres y hermanos, a la virgen y a la
viuda, y a veces a la esposa junto al esposo. Marcela es la primera que consigue
la dirección de Jerónimo y al desaparecer el maestro, Marcela será, no obstante
su humildad, el oráculo consultado por todos en las dificultades de las
Escrituras Y como ella, Furia, Fabiola,
Paula, que recuerdan a sus antepasados
los Camilos, los Fabios, los Escipiones. Ya es demasiado para Satanás, príncipe
del mundo, que creía para siempre suyas las glorias de la antigua ciudad; las
horas del Santo en la Ciudad están contadas. Eustoquio, hija de Paula, mereció
que Jerónimo la dirigiese el sublime manifiesto, aunque lleno de tempestades, en
que al santo, al ensalzar la virginidad, no le importa se levante contra él,
por su palabra mordaz, la conspiración de los monjes falsos, de las vírgenes
locas y de los clérigos indignos. La prudente Marcela inútilmente anuncia la borrasca;
Jerónimo la quita de delante y se atreve a decir lo que otros bonitamente se
atreven a hacer . No ha tenido cuenta con la muerte de Dámaso, que ocurre en
este mismo tiempo.
EN BELÉN. — Arrastrado por el torbellino, el
justiciero vuelve al desierto: pero no es al de Calcis, sino a la tranquila
Belén, a donde llevaban a este magnánimo los recuerdos de la infancia del Salvador;
a donde Paula y su hija van a fijar su residencia para no perder las lecciones
que prefieren a todo, para endulzar su amargura y curar las heridas del león
cuya potente voz no cesará de tener alerta a los ecos del Occidente. ¡Honor a
esos valientes! Su fidelidad, su ambición de saber, sus importunidades piadosas
acarrearán al mundo un tesoro inapreciable, la traducción auténtica de los libros sagrados que se precisó hacer
por causa de los Judíos que trataban a la Iglesia de falsaria al ver la imperfección
de la antigua versión Itálica y sus innumerables variantes. Ahora bien, cada
libro que se traducía, traia una crítica nueva y no siempre rencorosa: restricciones
de los cobardes, que se alarmaban polla autoridad tan grande de los Setenta en
la Sinagoga y en la Iglesia; astucias interesadas de los poseedores de
manuscritos que tenían páginas empurpuradas, unciales espléndidas, letras en plata
y oro y que ahora se iban a ver menospreciados. "¡Ah!, conserven ellos su
metalurgia y nos dejen a nosotros nuestros pobres cuadernos", exclama
Jerónimo irritado. "Y sois vosotras las que me obligáis a aguantar tantas necedades
y tantas injurias, dice a las alentadoras de sus trabajos; para cortar por lo
sano, lo mejor seria callarme." No lo comprendían así ni la madre ni la hija; y Jerónimo
no resistía Todas las santas amistades de antaño tenían su parte desde lejos en
este comercio estudioso. Jerónimo a nadie negaba el concurso de su ciencia, y
con gusto se excusaba de que una mitad del género humano pareciese en eso más
privilegiada: "Principia, hija mía en Jesucristo, sé que muchos ven mal que
a veces tenga que escribir a las mujeres; pero que me permitan decir a mis
detractores: Si me preguntasen los hombres sobre la Escritura, no las tendría
que responder a ellas". Pero he aquí que de repente un mensaje de alegría
estremece a los monasterios fundados en Efrata: en Roma ha nacido otra Paula,
de un hermano de Eustaquio y de Leta, hija cristiana de Albino, pontífice de
los falsos dioses. Consagrada al Esposo antes de nacer, repite, tartamudeando en
brazos del sacerdote de Júpiter, el Aleluya de los cristianos; sabe que más
allá de los montes y de los mares tiene otra abuela y también una tía
consagrada a Dios; quiere marchar: "Envíamela, escribe en su alborozo Jerónimo
a la madre; yo seré su maestro y su bienhechor. La llevaré sobre mis viejos
hombros; ayudaré a su boca que ya tartamudea a formar sus palabras y de esto me
sentiré más orgulloso que Aristóteles, pues él no educaba más í que a un rey de
Macedonia, y yo prepararé a Cristo una servidora,
una esposa, una reina destinada a tener silla en los cielos "
LOS ÚLTIMOS DÍAS. —
Belén, en efecto, vió a la| dulce niña. Muy joven aún, tuvo que asumir la responsabilidad
de continuar allí la obra de los suyos. Junto al anciano moribundo, ella fué su
ángel, al pasar de este mundo a la eternidad Al supremo momento había precedido
para él la hora de los desgarramientos profundos. La vieja Paula fué la primera
que partió cantando: He preferido ser humilde en la casa de Dios, a
morar en los palacios de los pecadores. Ante la postración mortal en que
Jerónimo parece que se iba a aniquilar para siempre, destrozada Eustoquio contuvo
sus lágrimas. A instancias de la hija, continuó viviendo para cumplir sus promesas
a la madre. Y así le vemos terminar por entonces sus traducciones y continuar
también sus comentarios del texto; va a pasar de Isaías al profeta Ezequiel,
cuando de repente cae sobre el mundo y sobre él el dolor indecible de aquellos
tiempos: "Roma ha caído; se ha apagado la luz de la tierra; en una sola ciudad
ha sucumbido todo el universo. ¿Qué hacer, sino guardar silencio y pensar en
los muertos?" Había que pensar, además, en los innumerables fugitivos que
afluían, despojados de todo, hacia los santos lugares; y Jerónimo, el luchador
implacable, no sabía negar a ningún desgraciado su corazón y sus lágrimas.
Prefiriendo aún más practicar que enseñar la Escritura, ocupaba los días en los
deberes de la hospitalidad. Sólo la noche les quedaba para el estudio a sus
ojos casi ciegos. Estudios muy amados de él, en los que olvidaba las miserias
del día y se gozaba con responder a los deseos de la hija que Dios le había
dado. Léase el prólogo de cada uno de los catorce libros de Ezequiel y se verá
qué parte corresponde a la virgen de Cristo en está obra, que se la disputaron
las angustias del tiempo, las enfermedades de Jerónimo y sus últimas luchas
contra la herejía. Porque se diría que la herejía tomaba ocasión del trastorno del
mundo para nuevas audacias. Fuertes con el apoyo que les prestaba el obispo Juan
de Jerusalén, los Pelagianos, armados una noche de la tea y de la espada, se
lanzaron contra el monasterio de Jerónimo y contra los de las vírgenes, que,
después de la muerte de Paula, reconocían a Eustoquio por madre, sembrando la
matanza y el incendio. Virilmente secundada por su sobrina Paula la joven, la santa
reunió a sus hijas y logró abrirse paso a través de las llamas. Pero la
ansiedad de esta noche terrible terminó de consumir sus agotadas fuerzas.
Jerónimo la enterró junto al pesebre del Niño-Dios, como antes lo hizo con su madre
y, dejando sin terminar su comentario sobre Jeremías, se preparó también él a
morir.
VIDA. — San Jerónimo nació en Stridón, en
Dalmacia, entre 340 y 345. Sus padres le enviaron a Roma a estudiar la gramática
y la retórica. Se dejó ganar algún tiempo por los placeres y los triunfos, pero
pidió pronto el bautismo al Papa Liberio, y luego, a continuación de su estancia
en Tréveris junto a la corte imperial, se retiró a Aquileya y poco después marchó
al Oriente. Permaneció en Antioquía durante la Cuaresma de 374 ó 375. Estando
gravemente enfermo, prometió no leer más los libros profanos. Una vez curado,
salió para el desierto de Calcis, al sureste de Antioquía y allí vivió como un
ermitaño y aprendió el hebreo. Vuelto a Antioquía, se ordenó de sacerdote y fué
a Constantinopla, donde encontró a San Gregorio Nacianceno. En 382 se
encontraba en Roma: el Papa San Dámaso le tomó por secretario y le aconsejó que
estudiase la Sagrada Escritura y revisase la traducción de los Evangelios y del
Salterio. Al estudio juntó la predicación y la dirección espiritual. Después de
la muerte del Papa, acaecida en 384, Jerónimo dejó Roma. Con Paula y Eustaquio visitó
Palestina, Egipto, y se estableció en Belén en 386. Paula construyó un
monasterio para él y sus compañeros y otro para ella y sus hijas. Desde
entonces su vida estuvo totalmente consagrada al estudio de la Escritura, a la
traducción de los Libros Sagrados y a la dirección espiritual por medio de sus Conferencias
y sus Cartas. Murió el 419 ó 420 a los noventa y dos años. Su cuerpo se venera
en Roma en la Iglesia de Santa María la Mayor.
EL SANTO. —Tú completas, Santo ilustre, la brillante
constelación de los Doctores en el cielo de la Santa Iglesia. Ya se anuncia la
aurora del día eterno; el Sol de justicia aparecerá pronto en el valle del
juicio. Modelo de penitencia, enséñanos el temor que preserva o repara,
dirígenos por los caminos austeros de la expiación. Monje, historiador de
grandes monjes, padre de los solitarios atraídos como tú a Belén por el suavísimo
olor de la divina Infancia, sostén el espíritu de trabajo y oración en el Orden
monástico, muchas de cuyas familias tomaron de ti su nombre. Azote de los
herejes, únenos a la fe romana; celador del rebaño, presérvanos de los lobos y
de los mercenarios; vengador de María, consigúenos que florezca cada vez más en
el mundo la virginidad.
EL DOCTOR. — Oh Jerónimo, tu gloria participa sobre todo
de la gloria del Cordero. La llave de David
se te concedió para abrir los múltiples sellos de las Escrituras y
mostrarnos a Jesús oculto en su letra. Y, por eso, la Iglesia de la tierra
canta hoy tus alabanzas y te presenta a sus hijos como el intérprete oficial
del Libro inspirado que la guía a sus destinos. A la vez que su culto, dígnate
aceptar nuestra gratitud personal. Quiera el Señor, por tus ruegos, renovarnos
en el respeto y el amor que merece su divina Palabra. Logren por tus méritos
multiplicarse los doctos y sus sabias investigaciones sobre el depósito
sagrado. Pero que nadie lo eche en olvido: a Dios hay que escucharle de
rodillas si se le quiere entender. Dios se impone y no admite discusión: con todo,
entre las interpretaciones diversas a que sus divinos mensajes puedan dar
lugar, está permitido buscar, debajo de la mirada de su Iglesia, cuál es la
verdadera; y es laudable igualmente el escudriñar sin cesar las profundidades
augustas. ¡Feliz el que te sigue en estos estudios santos! Tú lo dijiste:
"vivir entre semejantes tesoros, dejarse cautivar de ellos, no saber ni
buscar otra cosa, ¿no es esto habitar ya más en el cielo que en la tierra?
Aprendamos en el tiempo aquello cuya ciencia permanecerá siempre con nosotros.
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