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domingo, 28 de marzo de 2021

LA AGONIA DE NUESTRO SEÑOR JESUCRISTO. POR SANTO TOMAS MORO

 



La Humanidad de Cristo

 

Por lo que se refiere a Cristo nuestro Salvador, lo que ocurrió poco después muestra qué lejos estaba de dejarse arrastrar por la tristeza, el miedo o el cansancio, y no obedecer el mandato de su Padre, llevando con valentía a su término todo lo que antes temiera con miedo provechoso y prudente. Por más de una razón quiso Cristo padecer miedo y tristeza, tedio y pena. Digo que quiso, libremente, no que fue forzado, porque ¿Quién puede forzar a Dios? Él mismo dispuso de modo admirable que su divinidad moderara el influjo en su humanidad de tal modo que pudiera admitir las pasiones de nuestra frágil naturaleza humana, y padecerlas con la intensidad que Él quisiera. Como decía, quiso hacerlo así por varias razones.

La primera fue llevar a cabo aquello para lo que vino a este mundo: dar testimonio de la verdad. Pues, aunque fuera verdaderamente hombre y verdaderamente Dios no han faltado quienes, al comprobar la verdad de su naturaleza humana en su hambre, sed, sueño, cansancio y otras cosas parecidas, falsamente se persuadieron a sí mismos de que no era verdadero Dios. No me refiero a los judíos y gentiles que entonces le rechazaban, sino más bien a aquellos que mucho tiempo después, y que incluso profesaron su fe y su nombre, herejes como Arrio y seguidores de su secta, negaron que Cristo fuera consustancial con el Padre, desencadenando así contiendas en la Iglesia durante años.

Contra plagas como ésta opuso Cristo un poderoso antídoto: el depósito sin fin de sus milagros. Pero apareció un peligro igual en el otro extremo, como quien tras escapar de Scilla viene a caer en Caribdis. Hubo, en efecto, quienes fijaron su atención de tal modo en la gloria de sus señales y poderes que, ofuscados y aturdidos por aquel inmenso esplendor, acabaron negando que Cristo fuera un hombre verdadero. Aumentando el número de los que así pensaban hasta formar una secta, no cejaron en su esfuerzo por escindir la unidad santa de la Iglesia católica, destruyéndola y rompiéndola con su desgraciada sedición. Esta insensata postura, no me-nos peligrosa que falsa, buscar minar y trastocar completamente (en la medida en que pueden) el misterio de la redención del género humano. Tratan de cortar y secar la fuente de donde mana nuestra salvación, esto es, la pasión y muerte del Salvador.

Para curar esta enfermedad mortífera, el mejor y más comprensivo de los médicos quiso experimentar en sí mismo la tristeza, el cansancio, el miedo a las torturas, mostrando por medio de estos indicios de humana debilidad que era verdaderamente un hombre.

Vino además a este mundo a ganar para nosotros la alegría por su propio dolor: y ya que nuestra felicidad será consumada en el cielo tanto en el alma como en el cuerpo, quiso de esta manera padecer no sólo el dolor de la tortura corporal, sino experimentar también en su alma, y de la forma más cruda y amarga, la tristeza, el miedo y el tedio. Lo hizo en parte para unirnos más a Él, por razón de todo cuanto padecía por nosotros; y, en parte, para advertirnos cuán equivocados estamos al rechazar el dolor por su causa (ya que Él libremente so-portó tanto e inmenso dolor por la nuestra), o al tolerar de mala gana el castigo merecido por nuestros pecados: porque vemos a nuestro Salvador padeciendo por su propia voluntad toda esa gama de tormentos corporales y mentales, y no porque

los hubiera merecido por una ofensa suya, sino exclusivamente para liberarnos de la maldad que sólo nosotros cometimos.

Una última razón, y dado que nada se le ocultaba a su conocimiento eterno, se encuentra en el hecho de que sabía que habría en la Iglesia personas de diversos temperamentos y condiciones. Y aunque la sola naturaleza sin la ayuda de la gracia nada puede hacer para sobrellevar el martirio (el Apóstol dice que ni siquiera se puede exclamar «Jesús es el Señor» si no es en el Espíritu), sin embargo, Dios no da la gracia a los hombres de tal modo que se suspendan las funciones y procesos de la naturaleza. O bien permite que la naturaleza se acomode a la gracia y la sirva de tal modo que la obra buena sea hecha con más facilidad, o, caso de que la naturaleza esté dispuesta a resistir, Dios hace que esta misma resistencia, vencida y subyugada por la gracia, aumente el mérito de la obra, precisamente en razón de que era difícil de llevar a cabo.

Sabía Cristo que muchas personas de constitución débil se llenarían de terror ante el peligro de ser torturadas, y quiso darles ánimo con el ejemplo de su propio dolor, su propia tristeza, su abatimiento y miedo inigualable. De otra manera, desanimadas esas personas al comparar su propio estado temeroso con la intrépida audacia de los más fuertes mártires, podrían llegar a conceder sin más aquello que temen les será de todos modos arrebatado por la fuerza. A quien en esta situación estuviera, parece como si Cristo se sirviera de su propia agonía para hablarle con vivísima voz: - «Ten valor, tú que eres débil y flojo, y no desesperes. Estás atemorizado y triste, abatido por el cansancio y el temor al tormento. Ten confianza. Yo he vencido al mundo, y a pesar de ello sufrí mucho más por el miedo y estaba cada vez más horrorizado a medida que se avecinaba el sufrimiento. Deja que el hombre fuerte tenga como modelo mártires magnánimos, de gran valor y presencia de ánimo. Deja que se llene de alegría imitándolos. Tú, temeroso y enfermizo, tómame a Mí como modelo. Desconfiando de ti, espera en Mí. Mira cómo marcho delante de ti en este camino tan lleno de temores. Agárrate al borde de mi vestido, y sentirás fluir de él un poder que no permitirá a la sangre de tu corazón derramarse en vanos temores y angustias; hará tu ánimo más alegre, sobre todo cuando recuerdes que sigues muy de cerca mis pasos -fiel soy, y no permitiré que seas tentado más allá de tus fuerzas, sino que te daré, junto con la prueba, la gracia necesaria para soportarla-, y alegra también tu ánimo cuando recuerdes que esta tribulación leve y momentánea se convertirá en un peso de gloria inmenso. Porque los sufrimientos de aquí abajo no son comparables con la gloria futura que se manifestará en ti. Saca fuerza de la consideración de todo esto y arroja el abatimiento y la tristeza, el miedo y el cansancio, con el signo de mi cruz y como si sólo fueran vanos espectros en las tinieblas. Avanza con brío y atraviesa los obstáculos firmemente confiado en que yo te apoyaré y dirigiré tu causa hasta que seas proclamado vencedor. Te premiaré entonces con la corona de la victoria.» Entre las razones por las que nuestro Salvador tomó sobre sí mismo las pasiones de la natural debilidad humana, esta última de la que acabo de hablar no es menos digna de consideración. Quiero decir que de verdad se hizo débil por causa del débil, para poder así atender a otros hombres débiles gracias, precisamente, a su propia debilidad. Tan impresa tenía en su corazón la preocupación por nuestra felicidad que todo el proceso de su agonía no parece haber sido delineado sino para dejar bien asentada toda una disciplina de lucha y un método para el soldado que, débil y temeroso, necesita ser empujado -por así decir- al martirio.

 

¿Cómo es nuestra oración?

 

Para enseñar que en el peligro o en una dificultad que acecha hemos de pedir a otros que vigilen y

recen, poniendo al mismo tiempo nuestra confianza en sólo Dios; y también con la intención de mostrar que tomaría el cáliz amargo de la cruz Él solo, en soledad y sin otra compañía, mandó a aquellos tres Apóstoles que Él había entresacado de los once y llevado al pie de la montaña, que se quedaran allí, firmes y vigilando con Él. Después se retiró como un tiro de piedra. «Alejándose un poco adelante, se postró en tierra, caído sobre su rostro, y suplicaba que, si ser pudiese, se alejara de Él aquella hora: ¡Padre, Padre mío!, decía, todas las cosas te son posibles. Aparta de Mí este cáliz, mas no sea lo que Yo quiero, sino lo que Tú»21. Lo primero que enseña Cristo Rey, y con su propio ejemplo, a quien quiera luchar por Él es la virtud de la humildad, fundamento de las demás virtudes y que permite a uno remontarse hacia las más altas metas con paso seguro. Siendo Cristo, en cuanto Dios, igual al Padre, se presenta ante Dios Padre humildemente por ser también hombre, y se postra así en el suelo. Paremos, lector, brevemente en este lugar para contemplar con devoción a nuestro rey, postrado en tierra en esa actitud de súplica. Si hacemos esto con verdadera atención,

un rayo de aquella luz que ilumina a todo hombre que viene a este mundo iluminará nuestras inteligencias y veremos, reconoceremos, nos doleremos, y en algún momento llegaremos a corregir, no diré ya la negligencia, la pereza o la apatía de nuestra vida, sino la falta de sentido común, la colmada estupidez, la idiotez o insensatez con la que nos dirigimos a Dios todopoderoso. En lugar de rezar con reverencia nos acercamos a Él de mala gana, perezosamente y medio dormidos; mucho me temo que así no sólo no le complacemos y ganamos su favor, sino que le irritamos y hasta provocamos seriamente su ira.

Sería muy de desear que, alguna vez, hiciéramos un esfuerzo especial, inmediatamente después de acabar un rato de oración, para traer de nuevo a la memoria todo lo que pensamos durante el tiempo que hemos estado rezando. ¿Qué locuras y necedades veríamos allí? ¿Cuánta vana distracción y,

algunas veces, hasta asquerosidades podríamos captar? Nos quedaríamos de verdad asombrados de que todo eso fuera posible; de que, en tan corto espacio de tiempo, pudiera la imaginación disiparse por tantos lugares, tan dispares y lejanos entre sí; o entre tantos asuntos y cosas tan variopintos como carentes de importancia. Si alguien (como quien hace un experimento) se propusiera esforzar su mente para distraerse en el mayor grado posible y de la manera más desordenada, estoy seguro que no lo lograría tan bien como de hecho lo hace nuestra imaginación cuando, medio abandonada, desvaría por todas partes mientras la boca masculla las horas del oficio y otras oraciones vocales muy usadas. Así, si uno se pregunta o tiene alguna duda sobre la actividad de su mente mientras los sueños conquistan la consciencia al dormir, no encuentro mejor

comparación que ésta: su mente se ocupa de la misma manera que se ocupan las mentes de aquellos que están despiertos (si se puede decir que están «despiertos» los que de esta guisa rezan), pero cuyos pensamientos vagan descabelladamente durante la oración revoloteando con frenesí en un tropel de absurdas fantasías. Mas hay una diferencia con el que sueña dormido; porque algunas de las extrañas visiones del que sueña despierto (rezando), y que su imaginación abraza en sus viajes mientras la lengua corre por las oraciones como si fueran sonidos sin sentido, son monstruosidades tan sucias y abominables que, de haber sido vistas estando dormido, ciertamente nadie, por muy desvergonzado, se atrevería a contarlas al despertar; ni siquiera entre un grupo de golfos.

Y el viejo proverbio es sin duda verdadero: «que el rostro es el espejo del alma». En efecto, este estado de desorden e insensatez de la mente se refleja con nitidez en los ojos, en las mejillas, en los párpados y en las cejas, en las manos y en los pies, en suma, en el porte del cuerpo entero. Cuando nuestra cabeza deja de prestar atención, ocurre un fenómeno parecido con el cuerpo.

Pretendemos, por ejemplo, que la razón para llevar vestidos más ricos que los corrientes en los días de fiesta es el culto a Dios, pero la negligencia con que luego rezamos muestra claramente nuestro fracaso en el intento de encubrir el motivo verdadero, a saber, un altivo y vanidoso deseo de lucirnos delante de los demás. En nuestra dejadez y descuido tan pronto paseamos como nos sentamos en un banco; pero, incluso si rezamos de rodillas, procuramos apoyarnos sobre una sola rodilla, levantando la otra y descansando así sobre el pie; o hacemos colocar un buen almohadón bajo las rodillas, y algunas veces (depende de cuán flojos y consentidos seamos) incluso buscamos apoyar los codos sobre un almohadón confortable. Con toda esta precaución parecemos una casa ruinosa que amenaza derrumbarse de un momento a otro.

Por lo que se refiere a nuestra conducta, las mismas cosas que hacemos nos traicionan de mil maneras mostrando que la cabeza está ocupada en algo muy ajeno a la oración. Porque nos rascamos la cabeza, y limpiamos las uñas con un cortauñas, y con los dedos nos hurgamos las narices; y mientras tanto nos equivocamos en lo que hemos de responder. Al olvidar lo que hemos dicho y lo que todavía no hemos dicho, nos limitamos a adivinar a la buena ventura lo que queda por decir. ¿Acaso no nos da vergüenza rezar en estado mental y corporal tan falto de sentido común? ¿Cómo es posible que nos comportemos así en algo tan importante para nosotros como la oración? ¿De esa manera pedimos perdón por nuestras faltas suplicándole que nos libre del castigo eterno? Porque de tal modo rezamos que, incluso si no hubiéramos pecado antes, nos hacemos merecedores de castigos diez veces mayores al acercarnos a la majestad soberana de Dios con tan poco aprecio.

Imaginad, si queréis, que habéis cometido un crimen de alta traición contra un príncipe o contra alguien que tiene vuestra vida en sus manos, pero tan misericordioso que está dispuesto a calmar su indignación si os ve arrepentidos y en actitud de humilde súplica. Imaginad que está decidido a conmutar la sentencia de muerte por una multa, o incluso, a perdonar del todo la ofensa con la sola condición de que le mostréis indicios convincentes de vergüenza y dolor. Suponed ahora que, llevados ante la presencia del príncipe, os adelantáis y empezáis a hablar descuidadamente, sin interés alguno, como a quien no le importa nada lo que pasa; mientras él está quieto en su sitio y escucha con atención, vosotros os movéis paseando de aquí para allá mientras exponéis vuestra situación. Cansados de deambular os sentáis en una silla; o si la cortesía y educación exige que os rebajéis y arrodilléis en el suelo, mandáis primero que alguien venga y coloque un buen almohadón bajo las rodillas; o mejor todavía, le pedís que traiga un reclinatorio con más almohadillas para que apoyéis los codos. Luego, empezáis a bostezar, a desperezaros, a estornudar, y a escupir y eructar, sin más cuidado, los vapores de la glotonería. En fin, comportaros de tal modo que pueda el príncipe ver con claridad en vuestro rostro, en vuestra voz, en vuestros gestos y en todo vuestro porte corporal que mientras a él os dirigís estáis con la cabeza en cosa y asunto muy distinto. Decidme: ¿qué de bueno podéis esperar de tal modo de rogar?

Consideraríamos, sin duda alguna, absurdo e insensato defendernos así ante un príncipe de la tierra por un delito que pide la pena capital. Y un tal poderoso, una vez destruido nuestro cuerpo, nada más puede hacer. ¿Podremos acaso pensar que estamos en nuestro sano juicio, si habiendo sido sorprendidos en toda una reata de crímenes y pecados, pedimos perdón tan altiva y desdeñosamente al rey de reyes, a Dios mismo que tiene poder, una vez destruido en cuerpo, para

mandar cuerpo y alma juntos al infierno? No deseo que nadie interprete lo que digo pensando que prohíbo rezar paseando o estando sentado o incluso cómodamente echado. No, y, de hecho, cuánto me gustaría que cualquier cosa que hiciéramos y en cualquier postura del cuerpo, estuviéramos, al mismo tiempo, elevando constantemente nuestras mentes a Dios, que esta suerte de oración es la que más le agrada. Poco importan a dónde se dirijan nuestros pasos si nuestras cabezas están puestas en el Señor. Ni importa lo mucho que andemos porque nunca nos alejaremos bastante de Aquél que en todas partes está presente.

Mas, de la misma manera que aquel profeta dice a Dios: «Te tenía presente mientras yacía en mi lecho»22, y no se quedó contento con esto, sino que se levantó «en mitad de la noche para rendir homenaje al Señor»23, así sugeriría yo aquí que, además de lo que rezamos al andar, hagamos también aquella oración para la que hemos preparado nuestras mentes con más reflexión, y para la que disponemos nuestro cuerpo con más respeto y reverencia que si hubiéramos de presentarnos ante todos los reyes de la tierra reunidos en un mismo lugar. Con toda verdad he de afirmar que cuando pienso en nuestra disipación mental durante la oración, mi alma se duele y apesadumbra.

De todas maneras, no hay que olvidar que algunas ideas que vienen mientras rezamos han podido ser sugeridas por un espíritu del mal, o bien se han deslizado en la imaginación por el natural funcionamiento de los sentidos. Ninguna de estas distracciones, por vil y horribles que sea, es falta grave si la resistimos y rechazamos. Pero, de lo contrario, si la aceptamos con gusto o por falta de cuidado permitimos que crezca en intensidad durante un rato, no tengo la más mínima duda de que su fuerza puede llegar a aumentar de tal manera que sea fatalmente perjudicial para el alma.

Al considerar la gloria sin medida de la majestad de Dios, me veo obligado a pensar que, si estas distracciones de la mente no son delitos punibles con la muerte, se debe sólo a que Dios, en su misericordia y bondad, no quiere exigir por ellas la muerte. Porque la malicia inherente a ellas las hace merecedoras de tal castigo, y ésta es la razón: no consigo imaginar cómo tales pensamientos aparecen en la mente de los hombres mientras rezan (es decir, cuando hablan con Dios) si no es por falta de fe o porque la fe es muy débil. Si procuramos no estar en Babia al dirigirnos a un príncipe sobre algún asunto importante (o con alguno de sus ministros en posición de cierta influencia), jamás debería entonces ocurrir que la cabeza se distrajera lo más mínimo mientras hablamos con Dios. No ocurrirá esto en absoluto si creyéramos con una fe viva y fuerte que estamos en presencia de Dios. Y Dios no sólo escucha nuestras palabras y mira nuestro rostro y porte externo como lugares de donde puede colegir nuestro estado interior, sino que penetra en los rincones más secretos y recónditos del corazón, con una visión más aguda que los ojos de Linceo y que ilumina todo con el resplandor brillantísimo de su majestad. No ocurriría, repito, si creyéramos que Dios está presente. Aquel Dios en cuya gloriosa presencia todos los poderosos del mundo, en toda su gloria, deben confesar (a no ser que estén locos) no ser más que despreciables gusanos.

viernes, 26 de marzo de 2021

LA PASION DE JESUCRISTO SEGÚN SANTO TOMAS DE AQUINO

 


Nota. La pasión de nuestro divino Salvador es la causa principal de su vida en la tierra, por ella suspiro varias veces durante su vida apostólica y con gran vehemencia deseaba llegar a ese momento, porque en el cumpliría plenamente con la Voluntad Divina y saciaría plenamente nuestra redención. Para la Iglesia su esposa Inmaculada es la esencia del año litúrgico, es donde Ella se explaya manifestando su tristeza y pesar con las lamentaciones del gran profeta Jeremías, lamentaciones que son como gemidos inenarrables que surgen de lo más profundo del corazón de nuestra Madre la Iglesia.

Debería, para nosotros, significar lo mismo y unirnos con gran espíritu magnánimo y generoso a esta pasión de Nuestro Señor Jesucristo. Con este fin de incentivar nuestras almas para tan gran acontecimiento, que pude ser el último para alguno de nosotros, es que desde este primer domingo del gran tiempo de pasión empezare a mandarles cada día una reflexión sobre el tema sacado de los comentarios a la suma teológica de Santo Tomas que corresponde a la tercera parte de la suma, más concretamente los artículos 46 a 50 que explayan la pasión de nuestro Salvador.

 l. De la pasión de Cristo en la Sagrada Escritura, (a.1-3)

Cuando leemos en el Antiguo Testamento los oráculos proféticos sobre el Mesías, echamos de ver que siempre nos lo presentan como un monarca glorioso, que defiende la causa de los humildes contra la violencia de los poderosos, que recibe los homenajes de los pueblos y de los reyes. Esta concepción no podía menos de halagar al pueblo israelita, que acaba por ver en el reino mesiánico una idealización del reino de David, De aquí viene que el pueblo expresara su fe en la dignidad mesiánica de Jesús llamándole Hijo de David y aclarándole en su entrada en Jerusalén con las voces de «Bendito el reino de David, nuestro padre, que llega» (Mc, 11,10). Por esto los apóstoles no entendían las palabras del Salvador cuando les anunciaba su pasión en Jerusalén (Mt. 6,22 s), y los judíos se mostraban desconcertados cuando oían que Jesús les habla de su exaltación de la tierra (lo. 8,32ss).

Sin embargo, no podía ser que el Antiguo Testamento dejase de vaticinar el gran misterio de, la pasión redentora del Hijo de Dios. San Lucas nos cuenta que el Salvador resucitado, al aparecerse a los dos discípulos, que caminaban hacia Emaús, les dijo: ¡iOh hombres sin inteligencia y tardos de corazón para creer todo Lo que vaticinaron Los profetas! ¿No era preciso que el Mesías padeciese esto y entrase en su gloria? Y comenzando por Moisés y por todos los profetas, les fue declarando cuanto a Él se refería en todas Las Escrituras (Lc. 24,25-27).

Pues éste es el programa que nos proponemos desarrollar en esta introducción.

 Para conseguirlo tenemos necesidad de recordar que la exégesis judía admitía en la Sagrada Escritura, además del sentido literal histórico, un sentido literal más hondo, que, hoy suelen llamar sentido pleno, y luego el sentido típico. Esto sin contar el sentido acomodado, del que usaban y abusaban los doctores de la Ley. Todos estos sentidos, sin excluir el acomodado, que no es sentido de la Escritura, sino del intérprete de ella, los podemos hallar en los escritos del Nuevo Testamento.

 LOS SACRIFICIOS

 Entre las fiestas que celebraba el pueblo israelita, ocupa un lugar destacado la Pascua. El día 10 de Nisán, cada familia separará del rebaño un cordero o un cabrito; el 14, al atardecer, lo sacrificarán y lo comerán al ser de noche, asado con panes ácimos y lechugas silvestres.

Sólo a los circuncidados será permitido participar de este banquete.

Este es el sacrificio de la Pascua de Yavé, que pasó de largo por las casas de los hijos de Israel cuando ario a Egipto, salvando nuestras rosas (Ex. 12,27). La Pascua recuerda la liberación de Israel en virtud de las promesas hechas a los patriarcas, confirmadas luego con el pacto del Sinaí. A esas promesas hace, sin duda, referencia el Apóstol cuando dice de Moisés que por la fe celebro la Pascua y la aspersión de la sangre, para que el exterminador no tocase a los primogénitos de Israel; (Hebr. II, 28). La consumación de esta Pascua nos la declara San Pablo escribiendo a los Coriritios: alejad la vieja levadura para ser masa nueva, como sois ácimos, porque Cristo, nuestra Pascua, ya ha sido inmolada (1 Cor. 5,7). El sacrificio pascual, conmemorativo de la liberación de Israel, es, pues, el tipo del sacrificio de Cristo, con que se realizó la liberación del género humano. Por esto San Juan, declarando por qué al Salvador no quebraron las piernas como a los ladrones, trae las palabras del Éxodo en que se mandó no quebrar hueso al cordero pascual (lo. 19,36; Ex. 12,46).

El acto principal del culto es el sacrificio. Los patriarcas, dondequiera que fijaban sus tiendas, levantaban un altar y ofrecían sacrificios al Señor: La víctima sacrificada era el substituto del oferente, que en aquélla se ofrecía y sacrificaba. La oblación de la sangre representaba el alma del que la ofrecía. Por eso, cuando faltaba en el oferente la devoción, por la que se incorporaba a la víctima, el sacrificio no era grato al Señor, y, en cambio, la devoción como quiera que se manifestase, constituía un sacrificio grato al Señor. Mas ya se ve que sola la perfectísima devoción del Hijo de Dios podía ser grata al Padre celestial, y la de los otros, por cuanto participasen de ella.

 

En el Levítico se nos dan a conocer las diversas clases de sacrificios admitidos por el ritual mosaico: el holocausto, el sacrificio pacífico y el doble sacrificio expiatorio de los pecados (Lev. 1-5). De éstos era mirado como más perfecto el holocausto, porque en él toda la víctima se consumía en obsequio de Dios, sin que ni el oferente ni el sacerdote se reservasen parte alguna. Del sacrificio pacífico se ofrecían a Dios la sangre y las vísceras; las carnes se las repartían el sacerdote y el oferente, que debían comer las en el santuario, en banquete de comunión, ofrecido por Dios mismo, que lo había santificado. Los sacrificios expiatorios se ordenaban a la expiación de los pecados y purificación de las almas. Los sacerdotes solos recibían una porción de ellos, por lo cual se decía que comían los pecados del pueblo: Sola la fe y la devoción hacían gratos todos estos sacrificios, que del sacrificio de Cristo recibían la virtud de agradar a Dios y expiar los pecados. En esto se halla la razón de tipo que todos ellos tienen para figurar el sacrificio del Calvario

       

Entre los sacrificios expiatorios ocupan lugar preferente los que se ofrecía allá del mes séptimo en la fiesta de la expiación, que muy detalladamente se nos describen en el capítulo 16 del Levítico y que en la Epístola a los hebreos es declarada en su sentido típico (9-10). Mediante estos sacrificios, el pueblo se creía purificado de sus pecados y plenamente reconciliado con su Dios. Dos cosas hay que distinguir en la virtud de esta fiesta, como en la de los otros ritos mosaicos: la purificación de las impurezas legales, que tenían su origen en la ley misma, y la purificación de los pecados o infracciones de la ley de Dios. Las primeras eran quitadas por los ritos de la misma ley que las ponía; pero las segundas sólo se quitaban por la devoción y la fe en el sacrificio de Jesucristo, por lo cual es tan ponderada esta fe de los patriarcas en la Epístola a los hebreos (II, 1-40)

Todo esto aparecerá más claro en el sacrificio de Isaac, que la tradición exegética ha mirado siempre como tipo el más expresivo del sacrificio de Jesucristo. Los sacrificios humanos ofrecidos a los dioses falsos eran frecuentes en Canaán, Los padres ofrecían a sus divinidades aquel que más amaban, sus propios hijos. Con, esto pensaban merecer sus gracias ... Que esta bárbara costumbre se introdujo en Israel, nos lo prueba el caso de Jefté, que ofreció su hija a Dios después de la victoria sobre los amonitas ... La intención del autor sagrado al referir el sacrificio de Isaac es, sin duda, mostrar qué es lo que en los sacrificios agrada al Señor… Para entender el sentido de este relato hay que comenzar por hacerse cargo de lo que era Isaac para su padre: el hijo tan deseado, el heredero de las promesas divinas. Pues el Señor se lo exige a Abrahán, y el patriarca se dispone a realizar el sacrificio y, cuando estaba para consumarlo, Dios le revela su voluntad y cómo estaba satisfecho de su obediencia. Abrahán era, a la vez, el sacerdote y la víctima. Al descargar el golpe mortal sobre su hijo, lo descarga sobre su propio corazón.

 

miércoles, 24 de marzo de 2021

LA PASION DE JESUCRISTO SEGÚN SANTO TOMAS DE AQUINO

 



 

De la culpabilidad de los judíos (a. 5)

 

En este artículo se propone Santo Tomás una cuestión muy interesante para establecer la concordia entre diversos pasajes del Nuevo. Testamento, Efectivamente, de una parte, habla Jesús de los judíos que, si no hubiera venido y no les hubiera hablado, no tendrían pecado; pero ahora no tienen excusa de su pecado... Si no hubiera hecho entre ellos obras como ninguno otro hizo no tendrían pecado; pero ahora no sólo han visto, sino que me aborrecen a mí y a mi Padre (lo. 15, 22,24). Estas palabras se ven confirmadas en la conducta de los judíos con Jesús. Ahora bien, si tienen pecado, corno dice el Salvador, luego tienen conocimiento de quién Él es. La parábola de los viñadores parece confirmar esto mismo (Mt, 21, 32). Pero enfrente de estos textos tenemos otros que arguyen ignorancia en los judíos, Empecemos por las palabras del Señor en la cruz: Padre, perdónalos no saben lo que hacen (Le. 23,34), Y las otras de San Pedro al pueblo: Ahora bien, hermanos, yo sé que por ignorancia habéis hecho esto, como también vuestros príncipes (Act, 3,17). Más expresivas son las palabras de Son Pablo al asegurar que los príncipes de este siglo no conocieron la sabiduría del Evangelio, porque, si la hubiesen conocido, nunca hubiesen crucificado al Señor de la gloria (1 Cor. 2,8).

Entraba en los planes de Dios que Jesús se revelase como Mesías e Hijo de Dios con palabras y obras, de suerte que los hombres de buena voluntad le pudieron reconocer; más también debía cumplirse el misterio de la cruz, del cual dependía la salud del mundo, cooperando a ello los hombres con su ignorancia y con la perversión de su voluntad incrédula. Misterio grande de la providencia de Dios que los judíos rechacen al Mesías, por quien tanto habían suspirado.

La solución de Santo. Tomás empieza por distinguir entre el pueblo
indocto, que al principio se entusiasmaba con la doctrina y los milagros de Jesús, a quien luego abandonó, y las clases directoras, los sacerdotes, fariseos y escribas, que creían poseer las llaves de la sabiduría.
La responsabilidad de los primeros era escasa comparada con la de los segundos. A aquéllos convienen plenamente las excusas del Señor y de San Pedro arriba citadas.

 

Cuanto, a las clases directoras del pueblo, que estaban más capacitadas para juzgar, es preciso distinguir en Jesús la mesianidad, la filiación divina per excellentiam gratiae singularis y la filiación di vina natural, per naturam, De todos estos puntos había dado Jesús argumentos eficaces, pero no igualmente eficaces sobre cada uno de los tres aspectos de su personalidad; que no es igual el misterio de la mesianidad que el de una justicia excelente, que el de la divinidad. Le lumbre sobrenatural, que sería suficiente para hacer ver lo primero, no lo era para manifestar lo segundo y menos lo tercero. Pero en todos los tres casos esa lumbre divina exige aquella buena voluntad de que nos habla el coro angélico, y ésa es la que a los escribas y doctores faltaba y por lo que fueron gravísimamente responsables de la muerte de Jesús. Era su ignorancia afectada, que no excusa de la culpa. De manera que los judíos pecaran al pedir la crucifixión de Jesucristo, Hijo del hombre, y también Hijo de Dios. Y esto nos dice la gravedad de ese pecado.

En este punto es necesario acudir a los artículos de Santo Tomas de Aquino para esclarecer esta idea vaga que sobre este tema no queda muy claro la culpabilidad de los judíos en la crucifixión de Jesucristo. Así dice Santo Tomas:

Hay que distinguir en los judíos los mayores y los menores.

Son los mayores los que se decían sus "príncipes", y de éstos, como de los demonios, se dice en el libró "Cuestiones del Nuevo y Antiguo Testamento" que "conocieron ser Jesús el Mesías prometido en la ley, pues veían en El cuantas señales habían predicho los profetas"; pero el misterio de su divinidad lo ignoraron, por lo cual dice el Apóstol: "Si le hubieran conocido, nunca hubieran crucificado al Señor de la gloria".

Hemos, sin embargo, de tener en cuenta que su ignorancia no los excusaba de crimen, pues era ignorancia afectada. Veían las señales evidentes de su divinidad, mas, por odio o por envidia de Cristo, las pervertían, y rehusaban dar fe a las palabras con que se declaraba ser el Hijo de Dios. Por esto el mismo Señor dice de ellos: "Si no hubiera venido y no les hubiera hablado, no tendrían pecado; más ahora no tienen excusa de su pecado". Y luego añade: "Si no hubiera hecho entre ellos obras que ninguno otro hizo, no tendrían pecado". Bien se pueden considerar como dichas en la persona de ellos mismos las palabras de Job: "Dijeron a Dios: Retírate de nosotros, no queremos la ciencia de tus caminos".

Cuanto a los menores, es decir, al pueblo, que ignoraba los misterios de la Sagrada Escritura, no alcanzaron un pleno conocimiento de que El fuera el Mesías ni el Hijo de Dios; y aunque algunos de ellos creyeron en Cristo, pero la masa del pueblo no creyó. Y, si alguna vez llegaron a sospechar que Él era el Mesías, por la multitud de milagros y por la eficacia de su doctrina, como consta por San Juan, luego fueron engañados por sus príncipes para que no creyeran ser El Mesías y el Hijo de Dios. Por esto, San Pedro les dijo: "Yo sé que por ignorancia habéis hecho esto, igual que vuestros príncipes", porque habían sido engañados por éstos.



DE LAS CAUSAS EFICIENTES DE LA PASION

 

Es el argumento de esta cuestión la causa eficiente de la pasión de Cristo, o dicho en términos más llanos, de los autores de esta pasión.

En donde entran Dios Padre, el mismo Cristo, los gentiles y los judíos.

Los autores primeros son, sin duda, el Padre y Jesucristo; los ejecutores libres y responsables son los gentiles y judíos; sobre todo estos últimos, que con insistencia tenaz pidieron la condenación de Jesús hasta que lograron arrancar a Pilato la sentencia condenatoria. Por eso el Angélico dedica los dos últimos artículos a tratar de la responsabilidad de los judíos en la pasión de Cristo.

 

l. El Padre y Cristo, autores principales

 

En el Antiguo Testamento, Yavé es el Dios omnipotente y soberano, que hizo el cielo y la tierra, y es también quien los gobierna, quien dirige asimismo la historia humana y quien planea, anuncia y promete ejecutar la obra mesiánica. En los oráculos de los profetas notamos esta diferencia entre las amenazas de la justicia divina y las promesas de la misericordia: la justicia obra sólo excitada por la iniquidad humana; pero la misericordia obra movida por sí misma, "por las entrañas de su misericordia, por las que nos visitó viniendo de lo alto». Por esto las amenazas son de ordinario profecías condicionadas, ¡pero las promesas son absolutas, En el Nuevo Testamento, el Padre no pierde nada de la autoridad de Yavé. Bastaría para ello fijar la atención en la oración dominical, dirigida al Padre (Mt. 6,9-12). Es sobre todo significativa la plegaria de Jesús: Yo te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque ocultaste estas cosas a los sabios y discretos y las revelas a los pequeñuelos, Sí, Padre, porque así te plugo (Mt. II,25S). En San Juan resalta esta misma idea en la oración sacerdotal de Jesús (17).

En los Actos no hablan de otro modo los apóstoles acerca del Dios de los padres, que cumple en sus días lo que tantas veces había prometido por medio de los profetas (Act. 2,32SS; 3,13SS; 13,17ss). San Pablo nos ofrece en la Epístola a los Efesios. el plan divino de la salud en estos términos: Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, que en Cristo nos bendijo con toda bendición espiritual; en los cielos, por cuanto que en Él nos eligió antes de la constitución del mundo para que fuésemos santos e inmaculados ante El, y nos predestino en caridad a la adopción de hijos suyos por Jesucristo, según el beneplácito de su voluntad para alabanza' de la gloria de su gracia, etc, (1,3ss).

En 1 Cor. 15,28 nos ofrece San Pablo un pensamiento verdaderamente atrevido en su expresión. El Hijo, que ha recibido del Padre todo poder en el cielo y en la tierra, al fin de las cosas hará entrega del reino en manos del Padre y se sujetará a quien a El todo se lo sometió, para que sea Dios todo en todas las cosas.

Pues conforme a estos principios hemos de entender cuanto la Sagrada Escritura nos dice sobre el tema que nos ocupa. Empecemos por el vaticinio del Siervo de Yavé, que atrás dejamos transcrito. Es la re-velación del brazo de Yavé, es decir, de su poder salvador (15. 53,1).

El mismo Yavé es quien cargo sobre El la iniquidad de todos nosotros (53,6), quien quiso quebrantarte con padecimientos (53, 6) Y por eso le dará por parte suya muchedumbres (53,12). Pero el Siervo no es una masa muerta: Él fue quien tomo sobre sí nuestras enfermedades y cargo con nuestros dolores (53,4). Por eso, ofreciendo una vida en sacrificio por el pecado tendrá prosperidad y vivirá largos días (53,10). Yavé, pues, ordena conforme a sus planes de misericordia, pero el Siervo se somete a ejecutar esos mismos planes conforme al beneplácito divino.

Vengamos ahora a la ejecución de esos mismos planes según la revelación que nos ofrece el Nuevo Testamento.

 

En San Juan se habla repetidas veces de la misión del Hijo por Dios Padre. Pues Dios no ha enviado a su Hijo al mundo para que juzgue al mundo, sino para que el mundo sea salvo por El (3,17). Y más adelante dice Jesús: Si yo juzgo, mi juicio es verdadero, porque no estoy solo, sino yo y el Padre, que me ha enviado [8,r6). Y luego: El que me envió está conmigo, no me ha dejado solo, porque yo hago siempre lo que es de su agrado (8.20) Estas palabras nos traen a la memoria aquellas otras de! mismo Salvador a los discípulos, que le invitaban con la comida: Yo tengo una comida que vosotros no sabéis...Mi alimento es hacer la voluntad del que me envió y acabar su obra (4,32.34). Las postreras palabras que Jesús dirigió a los judíos fueron éstas, que dijo en alta voz, clamando dice el evangelista: El que cree en mí, no cree en mí sino en el que me ha enviado. Y el que me ve ve al que me ha enviado... El Padre mismo que me ha enviado es quien me mando lo que he de decir, y yo sé que su precepto es la vida eterna (I2-.44SS).

 

No otro es el lenguaje de San Pablo, que dice escribiendo El a los Gálatas: Mientras fuimos niños vivíamos en servidumbre bajo los elementos del mundo: más al llegar la Plenitud de los tiempos envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley para redimir a los que estaban bajo la ley para que recibiésemos la adopción. (4.2ss). y a los romanos, hablando de esa misma ley, dice que lo que a ella era imposible, por ser débil a causa de la carne. Dios, enviando a su propio Hijo en carne semejante a la del pecado condeno al pecado en la carne (8,3).

Vemos, pues, que el Padre, como Dios soberano, envía a su Hijo al mundo para realizar sus planes de salud.

 

Otros pasajes nos declaran mejor los motivos de esta conducta de Dios. Dice, en efecto. San Juan: Porque tanto amó Dios al mundo que le dio a su unigénito Hijo, para que todo el que crea en El no perezca, sino que tenga la vida eterna (Jn. 3. 16) Y San Pablo, escribiendo a los romanos, después de declararles lo que Dios hizo con los predestinados, añade: ¿Qué diremos, pues a esto? Si Dios está con nosotros. ¿Quién contra nosotros? El que no perdono a su propio Hijo, antes lo entrego por todos nosotros, ¿Como no nos ha de dar con las todas las cosas (8,28-32)?  

Pues el Hijo, que no tiene otro querer ni no querer que el del Padre, ¿cómo no nos ha de amar y, llevado de este amor, someterse a la voluntad del mismo Padre? Así dice el Apóstol en el principio de su Epístola a los Gálatas: La gracia y la paz sean con vosotros de parte de Dios Padre y de nuestro Señor Jesucristo, que se entregó por nuestros pecados para Libramos de este siglo malo, según la voluntad de nuestro Dios y Padre (1. 3s). Y escribiendo a Tito le habla de la bienaventurada esperanza en Jesucristo, que se entregó por nosotros, para rescatarnos de toda iniquidad adquirirse un pueblo propio, celador de buenas obras (2,14). Esta conducta de Cristo ha de ser la norma que nosotros hemos de seguir. Por esto dice a los efesios: Sed, en fin, imitadores de Dios, como hijos amados, y vivid en caridad, como Cristo nos amó y se entregó por nosotros en oblación y sacrificio a Dios, en olor suave (5,1s). Y poco más abajo: Vosotros, los maridos, amad a vuestras mujeres, como Cristo amó a su Iglesia y se entregó por ella para santificarla (5,25). La Iglesia es la congregación de las almas que participan de la vida de Cristo, el Apóstol, escribiendo a los gálatas, dice de sí mismo lo que cualquier cristiano se debe aplicar: Y aunque al presente vivo en la carne, vivo en la fe de Dios y de Cristo, que me amó y se entregó por mí (2,20). Esto es lo que fortalece su esperanza, cuando dice: Cristo Jesús, el que murió, aún más, el que resucito, el que está a la diestra de Dios, es quien intercede por nosotros. ¿Quién nos arrebatará al amor de, Cristo? La tribulación, la angustia... Mas en todas estas cosas vencemos por Aquel que nos amó. Porque persuadido estoy que ni la muerte ni la vida.... podrá arrancarnos al amor de Dios       en Cristo Jesús, nuestro Señor (Rorn. 8,34-39).

 

Pero entre los planes misericordiosos del Padre, Dios soberano y el Hijo encarnado, ¿no media otra cosa que la imitación del amor asía nosotros? La Sagrada Escritura nos habla de un mandato del Padre y de la obediencia del Hijo a ese mandato. Es San Juan quien nos habla de lo primero, dice, en efecto, Jesús: Nadie me quita la vida, soy yo el que la doy de mí mismo. Tengo poder para darla y poder para volverla. Tal es el mandato que del Padre he recibido” (10, 18) Y más adelante: “Conviene que el mundo conozca que Yo amo al Padre y que, según el mandato que me dio el Padre, así hago. Levantaos, pues, y vámonos de aquí. (14, 31). La verdadera prueba del amor es cumplir los mandamientos que Él nos dio y de este modo obra El: “Si guardareis mis preceptos, permaneceréis en mi amor, como yo guarde los preceptos de mi Padre y permanezco en su amor (15, 10). En toda esta última platica, el Señor da por cumplida la obra de la pasión; por eso habla en pasado: guardare los preceptos de mi Padre. En el salmo 40. 2-11, el salmista escucha de Dios, en un grave peligro, le da gracias, pregonando que no a los sacrificios, sino a su confianza en el Señor y a la obediencia a sus preceptos debe el que Dios lo haya escuchado. El apóstol, en su epístola a los hebreos, aplica la palabra del salmo a el Salvador, que entrando al mundo dice: los holocaustos y sacrificios por el pecado no los recibiste. Entonces dije: he aquí que vengo- en el volumen del Libro está escrito de mi_ para hacer ¡Oh Dios! Tu voluntad…Abroga lo primero para establecer lo segundo. En virtud de esta voluntad, somos nosotros santificados por la oblación del cuerpo de Jesucristo, hecha una sola vez. (Hebr. 10, 5-10) en la misma epístola se habla del ejercicio del sacerdocio de Jesucristo en la tierra como un acto de obediencia, pues habiendo ofrecido en los días de su vida mortal oraciones y suplicas con poderos clamores y lágrimas al que era poderoso para salvarle de la muerte, fue escuchado por su reverencial temor. Y aunque era Hijo de Dios, aprendió en sus padecimientos la obediencia, y, consumado, vino a ser para todos los que le obedecen causa de salud eterna (5,7-9). En la Epístola a los Romanos, San Pablo contrapone la desobediencia de Adán a la obediencia de Cristo, diciendo: Pues, como por la desobediencia de uno muchos fueron hechos pecadores, así también por la obediencia de uno muchos serán hechos justos (5,19), Este uno que con su obediencia merece la justicia para muchos no es otro que Cristo, que por obediencia al Padre sufrió la pasión. Pues la obediencia no es sino la sujeción al mandato del superior.

Finalmente, el Apóstol, escribiendo a los filipenses, hace el más alto elogio de la obediencia de Jesucristo, que en la condición de hombre se humilló, hecho obediente hasta la muerte, y muerte de cruz; por lo cual Dios le exaltó y le otorgó un nombre sobre todo nombre, para que Al nombre de Jesús doble la rodilla cuanto hay en los cielos, en la tierra y en los abismos, y toda lengua confiese que Jesucristo es Señor para gloria de Dios Padre. A la humillación corresponde la exaltación; a la obediencia, la soberanía. Pero ¿cómo se entiende que el Padre entregue al Hijo, a la muerte y que el mismo Hijo se entregue también? Cristo, en cuanto Dios, se entregó a la muerte con la misma voluntad y el, mismo acto que le entregó el Padre; pero en cuanto hombre, se entregó con la voluntad eficazmente inspirada por el Padre soberano.

 

martes, 23 de marzo de 2021

LA AGONíA DE CRISTO (SANTO TOMÁS MORO)

 


La angustia de Cristo ante la muerte

 

«Y dijo a los discípulos: Sentaos aquí mientras yo voy más allá y hago oración. Y llevándose consigo a Pedro y a los dos hijos de Zebedeo, empezó a entristecerse y a angustiarse. Y les dijo entonces: Mi alma está triste hasta la muerte. Aguardad aquí y velad conmigo»11. Después de mandar a los otros ocho Apóstoles que se quedaran sentados en un lugar, Él siguió más allá, llevando consigo a Pedro, a Juan y a su hermano Santiago, a los que siempre distinguió del resto por una mayor intimidad. Aunque no hubiera tenido otro motivo para hacerlo que el haberlo querido así, nadie tendría razón para la envidia por causa de su bondad. Pero tenía motivos para comportarse de esta manera, y los debió de tener presentes. Destacaba Pedro por el celo de su fe, y Juan por su virginidad, y el hermano de éste, Santiago, sería el primero entre ellos en padecer martirio por el nombre de Cristo. Estos eran, además, los tres Apóstoles a los que se les había concedido contemplar su cuerpo glorioso. Era, por tanto, razonable que estuvieran muy próximos a Él, en la agonía previa a su Pasión, los mismos que habían sido admitidos a tan maravillosa visión, y a quienes Él había recreado con un destello de la claridad eterna porque convenía que fueran fuertes y firmes.

Avanzó Cristo unos pasos y, de repente, sintió en su cuerpo un ataque tan amargo y agudo de tristeza y de dolor, de miedo y pesadumbre, que, aunque estuvieran otros junto a Él, le llevó a

exclamar inmediatamente palabras que indican bien la angustia que oprimía su corazón: «Triste está mi alma hasta la muerte.» Una mole abrumadora de pesares empezó a ocupar el cuerpo bendito y joven del Salvador. Sentía que la prueba era ahora ya algo inminente y que estaba a punto de volcarse sobre Él: el infiel y alevoso traidor, los enemigos enconados, las cuerdas y las cadenas, las calumnias, las blasfemias, las falsas acusaciones, las espinas y los golpes, los clavos y la cruz, las torturas horribles prolongadas durante horas. Sobre todo, esto le abrumaba y dolía el espanto de los discípulos, la perdición de los judíos, e incluso el fin desgraciado del hombre que pérfidamente le traicionaba. Añadía además el inefable dolor de su Madre queridísima. Pesares y sufrimientos se revolvían como un torbellino tempestuoso en su corazón amabilísimo y lo inundaban como las aguas del océano rompen sin piedad a través de los diques destrozados.

Alguno podrá quizá asombrarse, y se preguntará cómo es posible que nuestro salvador Jesucristo, siendo verdaderamente Dios, igual a su Padre Todopoderoso, sintiera tristeza, dolor y pesadumbre.

No hubiera podido padecer todo esto si siendo como era Dios, lo hubiera sido de tal manera que no fuese al mismo tiempo hombre verdadero. Ahora bien, como no era menos verdadero hombre que era verdaderamente Dios, no veo razón para sorprendernos de que, al ser hombre de verdad, participara de los afectos y pasiones naturales de los hombres (afectos y pasiones, por su-puesto, ausentes en todo de mal o de culpa). De igual modo, por ser Dios, hacía portentosos milagros. Si nos

asombra que Cristo sintiera miedo, cansancio y pena, dado que era Dios, ¿por qué no nos sorprende tanto el que sintiera hambre, sed y sueño? ¿No era menos ver-dadero Dios por todo esto`? Tal vez, se podría objetar: «Está bien. Ya no me causa extrañeza que experimentara esas emociones y estados de ánimo, pero no puedo explicarme el que deseara tenerlas de hecho. Porque Él mismo enseñó a los discípulos a no tener miedo a aquellos que pueden matar el cuerpo y ya no pueden hacer nada más. ¿Cómo es posible que ahora tenga tanto miedo de esos hombres y, especialmente, si se tiene en cuenta que nada sufriría su cuerpo si Él no lo permitiera? Consta, además, que sus mártires corrían hacia la muerte prestos y alegres, mostrándose superiores a tiranos y torturadores, y casi insultándoles. Si esto fue así con los mártires de Cristo, ¿cómo no ha de parecer extraño que el mismo Cristo se llenara de terror y pavor, y se entristeciera a medida que se acercaba el sufrimiento? ¿No es acaso Cristo el primero y el modelo ejemplar de los mártires todos? Ya que tanto le gustaba primero hacer y luego enseñar, hubiera sido más lógico haber asentado en esos momentos un buen ejemplo para que otros aprendieran de Él a sufrir gustosos la muerte por causa de la verdad. Y también para que los que más tarde morirían por la fe con duda y miedo no excusaran su cobardía imaginando que siguen a Cristo, cuando en realidad su reluctancia puede descorazonar a otros que vean su temor y tristeza, rebajando así la gloria de su causa.»

Estos y otros que tales objeciones ponen no aciertan a ver todos los aspectos de la cuestión, ni se dan cuenta de lo que Cristo quería decir al prohibir a sus discípulos que tuvieran miedo a la muerte.

No quiso que sus discípulos no rechazaran nunca la muerte, sino, más bien, que nunca huyeran por miedo de aquella muerte «temporal», que no durará mucho, para ir a caer, al renegar de la fe, en la muerte eterna. Quería que los cristianos fuesen soldados fuertes y prudentes, no tontos e insensatos. El hombre fuerte aguanta y resiste los golpes, el insensato ni los siente siquiera. Sólo un loco no teme las heridas, mientras que el prudente no permite que el miedo al sufrimiento le separe jamás de una conducta noble y santa. Sería escapar de unos dolores de poca monta para ir a caer en otros mucho más dolorosos y amargos.

Cuando un médico se ve obligado a amputar un miembro o cauterizar una parte del cuerpo, anima al enfermo a que soporte el dolor, pero nunca intenta persuadirle de que no sentirá ninguna angustia y miedo ante el dolor que el corte o la quemadura causen. Ad-mite que será penoso, pero sabe bien que el dolor será superado por el gozo de recuperar la salud y evitar do-lores más atroces.

Aunque Cristo nuestro Salvador nos manda tolerar la muerte, si no puede ser evitada, antes que separarnos de Él por miedo a la muerte (y esto ocurre cuando negamos públicamente nuestra fe), sin embargo, está tan lejos de mandarnos hacer violencia a nuestra naturaleza (como sería el caso si no hubiéramos de temer en absoluto la muerte), que incluso nos deja la libertad de escapar si es posible del suplicio, siempre que esto no repercuta en daño de su causa. «Si os persiguen en una ciudad dice-, huid a otra». Esta indulgencia y cauto consejo de prudente maestro fue seguido por los Apóstoles y por casi todos los grandes mártires en los siglos posteriores. Es difícil encontrar uno que no usara este permiso en un momento u otro para salvar la vida y prolongarla, con gran provecho para sí y para otros muchos, hasta que se aproximara el tiempo oportuno según la oculta providencia de Dios. Hay también valerosos campeones que tomaron la iniciativa profesando públicamente su fe cristiana, aunque nadie se lo exigiera; e incluso llegaron a exponerse y ofrecerse a morir, aunque tampoco nadie les forzara. Así lo quiere Dios que aumenta su gloria, unas veces, ocultando las riquezas de la fe para que quienes traman contra los creyentes piquen el anzuelo; y otras, haciendo ostentación de esos tesoros de tal modo que sus crueles perseguidores se irriten y exasperen al ver sus esperanzas frustradas, y comprueben con rabia que toda su ferocidad es incapaz de superar y vencer a quienes gustosamente avanzan hacia el martirio.

Sin embargo, Dios misericordioso no nos manda trepar a tan empinada y ardua cumbre de la fortaleza; así que nadie debe apresurarse precipitadamente hasta tal punto que no pueda volver sobre sus pasos poco a poco, poniéndose en peligro de estrellarse de cabeza en el abismo si no puede alcanzar la cumbre. Quienes son llamados por Dios para esto, que luchen por conseguir lo que Dios quiere y reinarán vencedores. Mantiene ocultos los tiempos y las causas de las cosas, y cuando llega el momento oportuno saca a la luz el arcano te-soro de su sabiduría que penetra todo con fortaleza y dispone todo con suavidad. Por consiguiente, si alguien es llevado hasta aquel punto en que debe tomar una decisión entre sufrir tormento o renegar de Dios, no ha de dudar que está en medio de esa angustia porque Dios lo quiere. Tiene de este modo el motivo más grande para esperar de Dios lo mejor: o bien Dios le librará de este combate, o bien le ayudará en la lucha, y le hará vencer para coronarlo como triunfador. Porque «fiel es Dios que no permitirá seáis tentados sobre vuestras fuerzas, sino que de la misma prueba os hará sacar provecho para que podáis sosteneros».

Si enfrentado en lucha cuerpo a cuerpo con el diablo, príncipe de este mundo, y con sus secuaces, no hay modo posible de escapar sin ofender a Dios, tal hombre -en mi opinión- debe desechar todo miedo; yo le mandaría descansar tranquilo lleno de esperanza y de confianza, «porque disminuirá la fortaleza de quien desconfíe en el día de la tribulación»14. Pero el miedo y la ansiedad antes del combate no son reprensibles, en la medida en que la razón no deje de luchar en su contra, y la lucha

en sí misma no sea criminal ni pecaminosa. No sólo no es el miedo reprensible, sino al contrario, inmensa y excelente oportunidad para merecer. ¿O acaso imaginas tú que aquellos santos mártires que derramaron su sangre por la fe no tuvieron jamás miedo a los suplicios y a la muerte? No me hace falta elaborar todo un catálogo de mártires: para mí el ejemplo de Pablo vale por mil.

Si en la guerra contra los filisteos David valía por diez mil, no cabe duda de que podemos considerar a Pablo como si valiera por diez mil soldados en la batalla por la fe contra los perseguidores infieles.

Pablo, fortísimo entre los atletas de la fe, en quien la esperanza y el amor a Cristo habían crecido tanto que no dudaba en absoluto de su premio en el cielo, fue quien dijo: «He luchado con valor, he concluido la carrera, y ahora una corona de justicia me está reservada»15. Tan ardiente era el deseo que le llevó a escribir: «Mi vivir es Cristo, y morir, una ganancia»16. Y también: «Anhelo verme libre de las ataduras del cuerpo y estar con Cristo»17. Sin embargo, y junto a todo esto, ese mismo Pablo no sólo procuró escapar con gran habilidad, y gracias al tribuno, de las insidias de los judíos, sino que también se libró de la cárcel declarando y haciendo valer su ciudadanía romana; eludió la crueldad de los judíos apelando al César, y escapó de las manos sacrílegas del rey Aretas dejándose deslizar por la muralla metido en una cesta. Alguien podría decir que Pablo contemplaba en esas ocasiones el fruto que más tarde había de sembrar con sus obras, y que, además, en tales circunstancias, jamás le asustó el miedo a la muerte. Le concedo ampliamente el primer punto, pero no me aventuraría a afirmar estrictamente el segundo. Que el valeroso corazón del Apóstol no era impermeable al miedo es algo que él mismo admite cuando escribe a los corintios: «Así que hubimos llegado a Macedonia, nuestra carne no tuvo descanso alguno, sino que sufrió toda suerte de tribulaciones, luchas por fuera, temores por dentro»18. Y escribía en otro lugar a los mismos: «Estuve entre vosotros en la debilidad, en mucho miedo y temor19'. Y de nuevo: «Pues no queremos, hermanos, que ignoréis las tribulaciones que padecimos en Asia, ya que el peso que hubimos de llevar superaba toda medida, más allá de nuestras fuerzas, hasta tal punto que el mismo hecho de vivir nos era un fastidio»20.

¿No escuchas en estos pasajes, y de la boca del mismo Pablo, su miedo, su estremecimiento, su cansancio, más insoportable que la misma muerte, hasta tal punto que nos recuerda la agonía de Cristo y presenta una imagen de ella? Niega ahora si puedes que los mártires santos de Cristo sintieron miedo ante una muerte espantosa. Ningún temor, sin embargo, por grande que fuera, pudo detener a Pablo en sus planes para extender la fe; tampoco pudieron los consejos de los discípulos disuadirle para que no viajara a Jerusalén (viaje al que se sentía impulsado por el Espíritu de Dios), incluso aunque el profeta Agabo le había predicho que las cadenas y otros peligros le aguardaban allí.

El miedo a la muerte o a los tormentos nada tiene de culpa, sino más bien de pena: es una aflicción de las que Cristo vino a padecer y no a escapar. Ni se ha de llamar cobardía al miedo y horror ante los suplicios. Sin embargo, huir por miedo a la tortura o a la misma muerte en una situación en la que es necesario luchar, o también, abandonar toda esperanza de victoria y entregarse al enemigo, esto, sin duda, es un crimen grave en la disciplina militar. Por lo demás, no importa cuán per-turbado y estremecido por el miedo esté el ánimo de un soldado; si a pesar de todo avanza cuando lo manda el capitán, y marcha y lucha y vence al enemigo, ningún motivo tiene para temer que aquel su primer miedo pueda disminuir el premio. De hecho, debería recibir incluso mayor alabanza, puesto que hubo

de superar no sólo al ejército enemigo, sino también su propio temor; y esto último, con frecuencia, es más difícil de vencer que el mismo enemigo.

martes, 16 de marzo de 2021

"Joe Biden, Comendador de los ‎‎“verdaderos creyentes”‎

 



 Inmediatamente después de la polémica elección presidencial de 2020, Joe Biden se comunicó ‎por teléfono con el papa Francisco para obtener su bendición y ya entonces, sin esperar por ‎la reunión del Colegio de grandes electores designados por los gobernadores de los Estados, ‎se presentó como el “presidente elegido”.‎

 Mientras que Estados Unidos se dirige inexorablemente hacia la guerra civil, ‎el presidente Joe Biden se apoya en los creyentes de izquierda de diferentes ‎confesiones. Biden ve a los electores de Trump como pobres gentes que ‎han perdido la fe y a quienes él tiene que volver a meter en el “buen camino”. A fuerza ‎de manipular las religiones, el Partido Demócrata está dividiendo el país, pero no entre ‎confesiones diferentes sino en función de una particular concepción de la fe. ‎El presidente Joe Biden pretende guiar a todos los estadounidenses por el sendero ‎trazado por Barack Obama. Pero en vez de ser un factor de apaciguamiento, está ‎radicalizando el debate político. ‎

Ya he presentado antes aquí ‎a los partidarios de la cultura «woke» [1] estadounidense como «puritanos sin Dios». Con eso ‎he querido hacer notar que muchos de ellos no creen en Dios. ‎

Hoy quisiera rectificar esa descripción abordando aquí la impronta que han dejado los creyentes en la ‎izquierda estadounidense. Es este un tema que no se ha tratado mucho en Estados Unidos ‎‎ [2] y que ha sido totalmente ignorado en Europa, ‎donde siempre se silencian los aspectos más chocantes de las creencias religiosas del amo ‎estadounidense. ‎

En primer lugar, es importante precisar el contexto:‎

§  Estados Unidos, según su mitología nacional, fue fundado por una secta puritana –los llamados ‎‎«Padres Peregrinos», que llegaron a América en el buque Mayflower. Los miembros de esa ‎secta abandonaron Inglaterra, cruzaron el Atlántico, llegaron a un continente casi vacío trayendo ‎su propia exigencia de pureza y construyeron en ese continente una «ciudad sobre la colina» para ‎que iluminara el mundo. Hoy en día Estados Unidos es el campeón de la libertad religiosa en ‎todo el mundo… pero no de la libertad de conciencia –el testimonio de un renegado contra ‎su antigua iglesia no tiene valor ante un tribunal.

 

§  Durante la guerra fría, el presidente Eisenhower posicionó a Estados Unidos como el campeón ‎de la Fe ante el «comunismo sin Dios» de los soviéticos. Eisenhower hizo que se distribuyera ‎propaganda «cristiana» entre los soldados estadounidenses, instaló en el Pentágono el grupo de ‎oración ecuménica que hoy se conoce como «The Family» (La Familia) y extendió esa práctica ‎al resto del mundo occidental. Todos los jefes del Estado Mayor conjunto estadounidense han ‎sido miembros de «The Family» y siguen siéndolo actualmente, al igual que numerosos jefes ‎de Estado y jefes de gobierno extranjeros.

§  Finalmente, después de la disolución de la Unión Soviética, los estadounidenses comenzaron a ‎alejarse de sus iglesias y hoy un 17% de la población de Estados Unidos se identifica como ‎agnóstica o incluso como atea. Al mismo tiempo, en ese país está en constante aumento ‎el número de creyentes que no se identifican con ninguna iglesia en particular. El discurso ‎político ya no se dirige sólo a los creyentes de todas las denominaciones religiosas sino a los ‎creyentes de todas las religiones, al igual que a los no creyentes. ‎

Esta evolución pudo comprobarse por primera vez en 2012, durante la convención del Partido ‎Demócrata. La organización de numerosos talleres de trabajo estuvo entonces en manos de los ‎grupos religiosos, sin que los textos presentados y aprobados mencionaran a Dios. Lo que ‎sucede es que el Partido Demócrata –consciente de que la población estadounidense ya no es ‎la misma– trata de adaptar su mensaje, aunque sigue contando en sus filas una aplastante ‎mayoría de creyentes. ‎

Durante la campaña electoral previa a la elección presidencial estadounidense de 2004, ‎el candidato demócrata fue John Kerry, un católico que había estado a punto de optar por la ‎sotana. De hecho, Kerry creyó que podía contar con los electores de su comunidad religiosa, pero ‎no fue así –los católicos de izquierda aún no estaban organizados. La retórica de Kerry sobre ‎el aborto fue considerada chocante por el hoy arzobispo de San Luis, monseñor Raymond Leo ‎Burke, quien solicitó a la conferencia episcopal que negara a Kerry la eucaristía. Finalmente, ‎en 2007, después de la derrota de Kerry ante George Bush hijo (que fue reelecto), el papa ‎Benedicto XVI declaró que políticos como Kerry –partidarios del aborto– de hecho se ponían a ‎sí mismos al margen de la Iglesia. ‎

En 2008, la elección del candidato demócrata –presentada como una victoria de las ‎organizaciones negras– fue sobre todo una victoria aún mayor de los cristianos de izquierda, ‎mayoritariamente blancos. El director del equipo de trabajo de Obama, John Podesta –activo ‎militante católico–, había reunido alrededor del candidato negro a los cristianos de izquierda de ‎todas las denominaciones –tanto protestantes como católicos– para garantizar la llegada de Obama a ‎la Casa Blanca. ‎

De la misma manera, la adopción de la ley que obliga los trabajadores a tener un seguro de salud –‎recurriendo a firmas privadas– fue ante todo una victoria de los cristianos de izquierda sobre ‎los de derecha –los cristianos de izquierda llamaban a seguir los preceptos de su religión ‎mientras que los cristianos de derecha clamaban por salvar los valores de esta. Es importante ‎recordar que Jesús siempre rechazó pronunciarse al respecto… pero predicó con el ejemplo. ‎Tampoco está demás observar que la opción legislativa de Barack Obama no tenía nada de ‎político y que nunca trató de saber qué querían sus conciudadanos. ‎

Barack Obama es poseedor de una extensa cultura religiosa, no sólo cristiana sino también ‎musulmana. No se sabe gran cosa sobre sus creencias religiosas u opiniones sobre la fe, pero ‎siempre trató de proyectar una imagen de hombre respetuoso de todas las religiones, lo cual ‎le permitió posicionarse como una especie de sabio capaz de dirigirse a los creyentes de todas las ‎denominaciones y reunirlos a su alrededor. ‎

Siendo presidente, Barack Obama reformó la oficina de la Casa Blanca a cargo de las iniciativas ‎basadas en la fe ‎(la White House Office of Faith-Based and Community Initiatives, también identificada con las siglas ‎OFBCI), oficina que había sido creada por su predecesor, el republicano Bush hijo. ‎Obama aseguró que las subvenciones no se utilizarían para favorecer ninguna religión ‎en particular y puso en esa oficina al joven Joshua DuBois, para coordinar a los creyentes de ‎izquierda, a la cabeza de un consejo que se componía de las principales figuras de esa tendencia:

§  la reverendo Traci Blackmon, para las cuestiones de salud para todos;‎

§  la reverendo Jennifer Butler, fundadora de Faith in Public Life;

§  el reverendo Jim Wllis, editor de la revista Sojourners y consejero espiritual del propio Obama;

§  el pastor Michael McBride, comprometido con la lucha contra las armas y la violencia policial ‎contra los negros;

§  la exitosa escritora Rachel Held Evans, autora de Una noche de feminidad bíblica: cómo una ‎mujer liberada llegó a verse sentada en el techo de su casa, cubriéndose la cabeza y llamando a ‎su marido “amo”;‎

§  el rabino David Saperstein, director del Religious Action Center of Reform Judaism, quien también ‎fue designado embajador de Estados Unidos para la libertad de la religión en el mundo;

§  Harry Knox, líder de Human Rights Campaign’s Religion and Faith Program y posteriormente ‎director de la Religious Coalition for Reproductive Choice, también líder de los derechos de los ‎gays y de la lucha por el derecho al aborto;

§  Rami Nashashibi, director de Inner-City Muslim Action Network, quien había militado por que ‎se distinguiera a los musulmanes de los terroristas después de los atentados del 11 de septiembre ‎de 2001. ‎

Todas esas personalidades participaron intensamente en el debate surgido el año pasado sobre ‎los monumentos que tendrían que ser eliminados y en las manifestaciones de Black Lives Matter.‎

Durante su campaña para la elección presidencial que perdió frente a Donald Trump, Hillary ‎Clinton habló lo menos posible de su creencia religiosa personal. Sin embargo, se dirigió muy ‎a menudo a los creyentes, sobre todo a los evangélicos. Con un discurso sobre los preceptos ‎del cristianismo, que supuestamente obligan a confesar el pecado original del esclavismo y a ‎recibir a todos los migrantes, Hillary Clinton no logró convencer a los electores. Sólo después de ‎su derrota en la elección presidencial anunció que planeaba convertirse en pastora metodista. ‎

Por el contrario, su rival, Donald Trump, que no parece albergar preocupaciones de orden ‎religioso, logró atraer a la mayoría de los cristianos de derecha y particularmente a los ‎evangélicos blancos. Trump no se presentó a ellos como un creyente sino sólo como «un tipo ‎que hará el trabajo» y que salvaría los valores que los cristianos de izquierda no tienen ‎en cuenta. Su sinceridad fue del agrado de los cristianos de derecha, que vieron en él a una ‎especie de “infiel” enviado por Dios para salvar el país.‎

Durante el mandato de Obama, los creyentes de izquierda estadounidenses tuvieron la impresión –‎erróneamente o no– de que el papa Francisco les hablaba a ellos en particular. En 2013, ‎interpretaron su primera carta apostólica, Evangelii gaudium, donde Francisco I invita los fieles ‎a evangelizar el mundo, como una justificación para su propio compromiso político ya que ‎se menciona en ella «la opción preferencial por los pobres». Sin embargo, contrariamente a ‎lo que creen los creyentes de izquierda estadounidenses, la iglesia católica nunca predicó que ‎hubiera que preferir ciertas personas a otras. Después, en 2015, los creyentes de izquierda ‎estadounidenses vieron en la encíclica Laudato si’ –dedicada a la cuestión del medio ambiente– un ‎respaldo a su propio militantismo ecologista. En conjunto, los creyentes de todas las confesiones ‎consideran que el papa Francisco es el líder religioso más legítimo. ‎

Joe Biden es el segundo presidente católico de Estados Unidos –el primero fue John Kennedy. ‎Pero, mientras que Kennedy tenía que demostrar que actuaba de manera independiente y que ‎no recibía órdenes del papa, Biden trata por todos los medios de hacer ver que cuenta con la ‎aprobación de un papa que sus electores adoran. Por ejemplo, durante su reciente campaña ‎electoral, Biden difundió un video donde resaltaba lo que le ha aportado su fe, explicando que ‎cuando perdió a su primera esposa y su hija en un accidente, y después un hijo fallecido de ‎cáncer, su religión le permitió sobreponerse al dolor y conservar la esperanza. ‎

Al principio de este artículo, mencioné «The Family», el grupo de oración del Pentágono. Desde ‎que fue creado por el general Eisenhower, «The Family» organiza anualmente, a principios de ‎febrero, un almuerzo de plegaria con el presidente de Estados Unidos. Este año, todos estaban a ‎la espera del discurso de Joe Biden, que finalmente duró 4 minutos, por videoconferencia. ‎El flamante presidente utilizó esa intervención para condenar «el extremismo político» –alusión a ‎su predecesor– y celebró la fraternidad entre «americanos», léase “entre estadounidenses”. ‎

Para el nuevo presidente, los estadounidenses son «buenos», como ya proclamó en la ceremonia ‎de su investidura. Para él, el Partido Demócrata busca la justicia social según la tradición del ‎‎«Social Gospel» de los años 1920. Por ende, todos los estadounidenses deberían seguirlo ‎espontáneamente, pero Donald Trump –hombre sin religión– cegó a los creyentes de derecha, ‎que votaron por ese multimillonario sin darse cuenta de que estaban traicionando su religión. ‎Así que, ahora que ha logrado llegar a la Casa Blanca, Joe Biden considera que es su deber hacer ‎que los creyentes de derecha “abran los ojos”… y obligarlos a ser felices. ‎

El presidente Biden no ha tratado nunca de entender por qué los creyentes de derecha votaron ‎por Donald Trump. Simplemente ha considerado ese hecho como una anomalía intelectual, ‎así que ahora trata de presentar el grupo QAnon como una secta delirante que ve a Satanás por ‎todas partes en Washington. En cada una de sus declaraciones, el presidente Joe Biden ‎se empeña en presentar la presidencia de Donald Trump como un error o un siniestro paréntesis ‎sin futuro. ‎

Mientras tanto, los creyentes de izquierda creen que lo único que cuenta son las decisiones ‎tomadas desde el 20 de enero de 2021 a favor de los inmigrantes, de las mujeres, de las minorías ‎sexuales y contra la violación de los espacios sagrados de las minorías indígenas estadounidenses. ‎

Lo que estamos viendo es un error de proporciones colosales. Los creyentes de izquierda ‎estadounidenses se creen obligados a imponer sus convicciones políticas en nombre de Dios, ‎mientras que el Partido Demócrata cree que no debe reflexionar en términos políticos sino sólo ‎seducir a los electores. La separación entre las iglesias y el Estado sigue existiendo, pero sólo ‎desde un punto de vista institucional, aunque ya no existe en la práctica cotidiana. El problema ‎se ha desplazado: ya no es una diferencia entre las religiones sino entre concepciones diferentes ‎de la fe. ‎

San Bernardo de Claraval, quien predicó a favor de la Segunda Cruzada, reconocía que ‎‎«el infierno está lleno de buenas intenciones». Eso es lo que está sucediendo en ‎Estados Unidos. Los creyentes de izquierda se comportan como fanáticos, hablan de unidad ‎nacional… pero han iniciado una cacería de brujas de proporciones tales que la del senador ‎Joseph McCarthy ahora parece un juego de niños [3]. Están despidiendo a cientos de consejeros del ‎Pentágono, han tratado de revocar el mandato de una congresista enviada por los electores a la ‎Cámara de Representantes acusándola de haber dudado de la versión oficial de los atentados del ‎‎11 de septiembre de 2001 y quieren arrestar a todos los miembros del movimiento QAnon. En vez ‎de pacificar Estados Unidos después de la irrupción de manifestantes en el Capitolio, lo que ‎están haciendo es empujarlo hacia la guerra civil. ‎

Thierry Meyssan

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[1] Cultura «woke» es la ‎designación a consonancia positiva de lo que ya se conoce más acertadamente como ‎‎«cancel culture». Nota del Traductor.

[2American Prophets: The Religious Roots of Progressive Politics and the Ongoing Fight for the Soul ‎of the Country, Jack Jenkins, HaperOne, 2020.

[3] «Estados Unidos en medio de su mayor ‎‎“cacería de brujas”‎», Red Voltaire, 4 de febrero de 2021.