utfidelesinveniatur

sábado, 30 de enero de 2016

"Ite Missa Est"

30 DE ENERO
SANTA MARTINA,VIRGEN Y MARTIR.

MISA Loquébar, del Común.

ORNAMENTOS ROJOS

Epístola – Libro de la Sabiduria (Eccli. LI, 1-8 y 12)

Evangelio – San Mateo (XXV, 1-13)


COLECTA

“Deus, qui inter cétera poténtiae tuae miráculaétiam in sexu frágili victóriam martyrii contulisti: concede propítius: ut, qui beatae Martinae Vírginis et Mártiris tuae natalitia cólimus, per ejus ad te exempla gradiámur.Per Dóminum.”
+++++++++++++++++++++++++++

“Oh Dios, que entre otros milagros manifestadores de tu poder, está el de Haber concedido el triunfo del martirio también al sexo débil: danos la gracia de que, cuantos celebremos el natalicio de Santa Martina Virgen y Mártir, nos encaminemos hacia Ti siguiendo sus ejemplos Por Jesucristo Nuestro Señor.”

Vida — No conocemos ningún documento antiguo que nos acredite la existencia de Santa Martina. Sólo en el siglo VII la hallamos mencionada; en esa época encontramos establecido su culto en una basílica del Foro. Sus Actas, completamente legendarias, dicen que fué martirizada en tiempo del emperador Alejandro, en 226, después de ser azotada con varas. Represéntasela de ordinario con los instrumentos de su suplicio: tenazas y espada.

Una tercera Virgen romana, con la frente ceñida por la corona del martirio viene hoy a compartir los honores con Inés y Emerenciana. Es Martina, cuyo nombre recuerda al dios pagano que presidía los combates. Su cuerpo descansa al pie del monte Capitolino, en un antiguo templo de Marte, convertido hoy en la Iglesia de Santa Martina. El deseo de hacerse digna del divino Esposo elegido por su corazón, la hizo fuerte contra los tormentos y la muerte, de suerte que pudo lavar su blanca vestidura con su propia sangre. El Emmanuel es Dios fuerte, poderoso en los cambutes (Salmo XXIII, 8): no necesita hierro para vencer, como el falso dios Marte. Le basta la suavidad, la paciencia, la inocencia de una virgen para derrotar a sus enemigos; y así, venció Martina con un triunfo mucho más duradero que los de los mayores capitanes de Roma.

Oh valerosa Virgen, la Roma cristiana continúa poniendo en tus manos el cuidado de su defensa; si tú la amparas, tendrá confianza y descansará tranquila. Atiende sus plegarias, y arroja muy lejos de la santa ciudad a los enemigos que la oprimen. Mas, acuérdate que no tiene sólo que temer a los batallones que lanzan fuego y destruyen muros; también en tiempo de paz se dirigen continuos y siniestros ataques contra su libertad. Desbarata, oh Martina, esos pérfidos planes, y no te olvides de que fuiste hija de la Iglesia romana, antes de ser su protectora. Pide para nosotros al divino Cordero la fortaleza necesaria para arrojar de nuestro corazón a los falsos dioses, a quienes a veces estamos tentados de ofrecer sacrificios. Ayúdanos con tu poderoso brazo, en los ataques que tenemos que sostener contra los enemigos de nuestra salvación. Fuiste capaz de destruir la idolatría en el seno de la Roma pagana; no lo has de ser menos contra este mundo que trata de invadirnos. Como premio a tus victorias, brillas ya junto a la cuna de nuestro Redentor; también a nosotros nos acogerá el Dios fuerte, si, como tú, sabemos luchar y vencer. El vino para someter a nuestros enemigos; pero exige de nosotros que tomemos parte en la lucha. Haznos fuertes, oh Martina, para que no retrocedamos nunca, y haz también que nuestra confianza en Dios vaya siempre acompañada de la desconfianza de nosotros mismos.




"Presencia de Satan en el Mundo Moderno"

León Bloy

LEON BLOY


Recordemos brevemente que León Bloy, nacido en Perigueux, de padre ateo y madre muy piadosa, fue, desde su infancia, de temperamento violento, absoluto, inadaptado. Barbey d'Aurevilly le dio la fe — en París — y lo formó en esta búsqueda de un estilo suntuoso y fuerte, salpicado de palabras raras y expresivas, que son el rasgo principal de su modalidad. Es indiscutible que Léon Bloy fue un escritor magistral, que tiene un sentido del ritmo, de la música de la frase, que lo coloca en primera fila. Se relacionó estrechamente con Ernest Helio y con el abate Tardif de Moidrey. Tuvo una entusiasta admiración por el escritor lionés, Blanc de Saint-Bonnet. Pero de acuerdo con el libro de R. Barbeau, ya es una verdad que frecuentó mucho a los ocultistas, que vivió a la espera de revelaciones grandiosas, de catástrofes sorprendentes, y con la convicción de que tenía que cumplir una misión capital.

Debido a su carácter absoluto, se halla en conflicto agudo con su época. "Tengo la sensación clara —escribirá el 29 de mayo de 1892 — que todo el mundo se equivoca, que todo el mundo está engañado, que el espíritu humano ha caído en las más densas tinieblas.,¿De dónde le viene a él, pues, la luz? No de la Iglesia Católica como tal, sino de una pobre prostituta llamada Anne-Marie Roulé, la Verónica de su novela; “El desesperado”. Se ha vinculado con ella; asegura que la ha convertido. La mujer tiene visiones sobrenaturales antes de caer en la locura y acabar sus días en un manicomio. Basado en la fe de esta mujer y en las revelaciones que cree contenidas en el secreto de Melanie Calvat, la vidente de La Salette, proclama su segunda de la inminencia de la "parusia", os decir del fin del mundo. Y esta "parusia" consistirá en el advenimiento del Paráclito que ¡no sería otro que Lucifer en persona! Semejante extravagancia desemboca en la blasfemia más inadmisible.

Todo el libro de R. Barbeau tiende a demostrar que ésta fue la idea dominante y esencial de Léon Bloy, idea que consideraba como su "secreto" personal, que disimulaba, por consiguiente, pero ¡que inspiraba secretamente todo lo que escribía! Constantemente decepcionado en sus esperanzas de asistir al acontecimiento que tenía por misión preparar, escribirá, en su Biografía (publicada por Joseph Bollery, Albin-Michel, 1947): "No he podido hallar en mí más que el resentimiento más amargo y feroz contra un Dios tan duro e ingrato. . . Yo tendría vergüenza de tratar a un perro sarnoso como Dios me trata" (I, 428-429), Cree en efecto que Dios Padre fue un amo imperioso y despiadado, que Dios Hijo no hizo más que reparar la obra del Padre que había dado tan mal resultado, pero que únicamente con el Espíritu Santo llegará el reino universal del Amor.
Léon Bloy renovaba así a su manera las ensoñaciones de Joaquín de Flore (hacia 1145 - 1202). Pero ¡es sobre todo la identidad que establece entre Satán y el Espíritu Santo lo monstruoso! El Satán de Léon Bloy Y sin embargo León Bloy se glorifica de ser el único — es con frecuencia: ¡el único! — que ha comprendido lo que es Satán. Desde el momento que ve en él a la tercera persona de la Santísima Trinidad, no podríamos sorprendernos lo bastante de la enormidad de los poderes que le atribuye. En su libro sobre Cristóbal Colón, intitulado El revelador del Globo (1884), leemos: "La noción del Diablo es de todas las cosas modernas la que más carece de profundidad, a fuerza de haberse tornado literaria. Con toda seguridad, el Demonio de la mayoría de los poetas no espantaría ni siquiera a los niños. Sólo conozco un Satán poético que sea verdaderamente terrible. El de Baudelaire, porque es sacrilegio. "Todos los otros, comprendido el de Dante, dejan nuestras almas bien tranquilas, y sus amenazas harían encogerse los hombros muy poco literarios de las niñitas del catecismo de perseverancia. Pero el verdadero Satán que no conocemos más, el Satán de la Mujer y el Tentador de Jesucristo, ése es tan monstruoso que si le fuera permitido a ese Esclavo mostrarse tal cual es — es la desnudez sobrenatural del No-Amor — la raza humana y la animalidad toda entera sólo lanzaría un grito y caería muerta." Hasta aquí estamos completamente de acuerdo con Léon Bloy.


Lo estamos un poco menos en lo que sigue, porque exagera: "El (Satán) está entre todos los labios y todas las copas; está sentado en todos los festines y nos llena de horror en medio de los triunfos; está acostado en el fondo más oscuro del lecho nupcial; ¡roe y mancha todos los sentimientos, todas las esperanzas, todas las blancuras, todas las virginidades y todas las glorias! Su trono preferido es el cáliz de oro del amor en flor y su baño más suave es el hogar de púrpura del amor en llamas. Cuando no hablamos a Dios y por Dios, es al Diablo que hablamos y él nos escucha... en un formidable silencio. Envenena los ríos de la vida y las fuentes de la muerte, horada precipicios en medio de todos nuestros caminos, arma contra nosotros la naturaleza entera, a tal punto que Dios ha debido confiar el cuidado de cada uno de nosotros a un espíritu celeste para que no perezcamos desde el primer instante de nuestro nacimiento. En fin, Satán está sentado sobre la cima de la tierra, con los pies sobre las cinco partes del mundo, y nada de humano se cumple sin que el intervenga, sin que haya intervenido y sin que deba intervenir."


Y concluye: "Es el imperio ilimitado de Satán. Reina como patriarca sobre la multitud de horrorosos hijos de la libertad humana." Muchas veces Léon Bloy ha vuelto sobre estas mismas ideas que podrían estar firmadas por Lutero, el teólogo pesimista del pecado original, imborrable e indestructible. Ha vuelto sobre ellas en sus libros: Bella aires et Parchars (Domadores y porqueros) (1905), El alma cíe Napoleón (1912), y otros. Escribió, un día, a Pierre Termier: "Todo lo moderno es del Demonio. Tal es la clave de mis libros y de su autor." Y en El invendible (1909), leemos (pág. 219): "Podríamos encontrarnos mañana en presencia de un caso de posesión universal Pero, justamente ¿cómo después de haber exagerado tan violentamente la potencia maléfica de Satán puede Léon Bloy identificarlo con el Paráclito? ¿Cómo aquel que según él es el No-Amor, y según nosotros también, puede convertirse en el Amor personificado? Esto es el secreto más profundo de Léon Bloy. Está perdido en los simbolismos más impenetrables y goza de éxtasis que no pertenecen más que a él. Escribiendo a su novia, la hija del escritor dinamarqués Molbech, le dice el 24 de octubre de 1889: "Recuerda . . . esta cosa que me fue revelada otrora que sólo yo en el mundo he podido decir, a saber que este Signo de dolor y de ignominia —La Cruz— es la figura más expresiva del Espíritu Santo. Jesús que es el Hijo de Dios, el Verbo hecho carne y que representa a toda la humanidad, lleva pues esta Cruz, que es más grande que él y que lo abruma. Simón el Cirineo tiene que ayudarlo a llevarla. Cuando pienso en este grande personaje misterioso, elegido de toda eternidad entre miles de millones de criaturas para ayudar un día a la Segunda Persona divina a llevar la imagen de la Tercera, me siento penetrado de un respeto infinito que se asemeja al espanto. "El nombre de Simón quiere decir: obediente, y es la desobediencia lo que ha impuesto la Cruz, es decir, el Espíritu Santo, sobre las espaldas de este otro obediente que es Jesucristo. Advierte bien, Jeanne, que esto nos da tres, dos obedientes para llevar la carga terrible de la desobediencia y que este trío lamentable está en marcha para ir a vencer a la muerte. ¡Qué abismo!"


En otra carta fechada el 2 de diciembre de 1889, deja traslucir una vislumbre de su modo de concebir la caída original y la restauración final: "Verás — dice — cómo concibo en este instante el drama inmenso de la Caída. La Serpiente, figura sombría del Espíritu Santo, engaña a la mujer que allí es la figura radiante. La mujer acepta y come la muerte. Hasta ese momento el género humano no ha caído, puesto que si la mujer ha cambiado su maravillosa inocencia por el pudor que no es más que su reflejo lamentable, el hombre, figura deslumbrante de la Segunda Persona divina, no ha alterado todavía esta inocencia haciendo uso de su libertad. Tal es la situación inaudita, casi incosebible. Ahora requiero toda tu atención. El hombre y la mujer están en presencia el uno del otro, en conflicto, solos, porque la Serpiente ha pasado por la mujer, se ha amalgamado a ella; la sombra y la luz se han fundido, una  y otra, para los siglos de los siglos. El hombre y la mujer, es decir, Jesús y el Espíritu Santo, están el uno frente al otro, bajo la mano terrible del Padre.

"La mujer, figura del Espíritu Santo, representa todo lo caído, todo lo que caerá. El hombre, figura de Jesús, representa la salvación universal por la aceptación, la asunción misma de todas las caídas, de todo el mal posible y, por el milagro de una ternura infinita, consiente en perder la luz de su inocencia para compartir el fruto de la muerte, con vistas a triunfar un día de la misma muerte, cuando el dolor haya ampliado prodigiosamente su libertad. Entonces los dos advierten que están desnudos, porque la Redención —ya iniciada— que un día deberá cumplirse sobre un árbol del cual el del Edén no es más que una prefiguración, ese día la víctima, el holocausto universal de la Libertad y del Pudor tendrá que ser contemplado completamente desnudo sobre la Cruz de la expiación universal. ¡Tendría otras cincuenta cosas que decir sobre esto si no me estuviera muriendo de frío! "No importa: el Amor, en un movimiento inefable e incomprensible, cae sobre la tierra; el Verbo, del cual es inseparable, cae después de él, y el Padre los eleva el uno por el otro, sucesivamente, debiendo el hombre primero dar su libertad de manera terrible para salvar a la mujer, y debiendo la mujer después entregar su pudor de manera aún más terrible para libertar a su esposo. Cuando me escribes que tal vez la mujer sea la única rica y el hombre el único pobre, expresas — ¿es a pesar tuyo? — una de las más adorables exégesis trascendentes.



Pero esta fórmula no es perfectamente cierta sino en el sentido de la exégesis y esto me hace volver al objeto de mi carta." Si comprendemos bien este lenguaje sibilino y presuntuoso, la Serpiente, es decir Satán, figura sombría del Paráclito, engaña a la Mujer y no solamente a Eva, sino a la Mujer que será la Virgen María, figura radiante del mismo Paráclito. La Serpiente "se ha amalgamado a ella", lo cual quiere decir que Satán y la Luz y la Mujer "se han fundido unos en los otros para todos los siglos de los siglos". La Serpiente y la Mujer no forman más que un solo ser que es el Paráclito. Pero después de la caída, la elevación. El Amor, en un movimiento inefable e incomprensible, cae sobre la tierra. El Verbo, del cual es inseparable, cae después del, y el Padre los eleva el uno por el otro sucesivamente." Paráclito es sinónimo de Lucifer. Su imagen más notable es el hijo pródigo. El Padre espera ansiosamente su regreso. Lucifer volverá. Será recibido con alborozo por el Padre. Su hermano mayor no estará contento. Esto quiere decir que la Iglesia perseguirá al Paráclito Liberador que debe desclavar a Cristo al final de los tiempos.

El Peregrino Ruso


FIN DEL PRIMERO CAPÍTULO.


(Nuevamente permítaseme una pequeña reflexión sobre el tema. En esta búsqueda de la oración siguiendo el designio de San pablo nuestro protagonista nos enseña que el hombre ante todas las cosas debe buscar la unión con Nuestro Redentor mediante este medio infalible de la oración. El nos muestra un camino arduo pues hace un año que su alma no tiene reposo y ante esta falta de reposo ha dejado de lado todo en este mundo para encontrar esta perla preciosa; ¿Cuantos hacemos lo mismo en la actualidad? Ante nuestra presencia se desmorona el mundo y,  ¿seguimos preguntándonos porque? Desconociendo o ignorando lo que en Fátima nos recomendó la Virgen María con tanta insistencia: la oración, como medio necesario para que Dios perdone a los pecadores porque ella nos prepara al sacramento de la penitencia. Otra cosa que se debe destacar en la constancia, la perseverancia y la santa tenacidad en buscarla y acogerse a ella como lo hizo este peregrino que, por falta de esta voluntad férrea se está alejando la humanidad de Dios e incluso se llega a la osadía, en algunos casos consiente y en otros inconsciente; DE RELEGAR LA ORACION por múltiples razones a las que la voluntad divina muy difícil perdonara el día de nuestro juicio particular. Con Dios no se juega, El quiere hechos y no palabras y pretextos fútiles para dejar de lado el medio que nos alcanzara al final, si reunimos las cualidades de este peregrino ruso, Es una gracia que se debe pedir todos los días ESL ESPIRITU DE ORACION, PERO POR EXPERIENCIA NO SOLO NO SE PIDE SINO QUE SE RELEGA AL ULTIMO LUGAR CONSCIENTE DEL GRAVE PELIGRO EN QUE PONEMOS A NUESTRA ALMA y cuyo fin es el infiernos en donde se encuentran muchas almas que abandonaron la oración. Finalmente Dios premia el esfuerzo de este peregrino ruso al concederle lo que el tanto buscaba y de una manera sobreabundante. Quiera Dios nos alcance la gracia de imitar en algo a este peregrino, pues que nos decimos católicos. Introducción a cargo del R. P. Arturo Vargas)
continuamos con la lectura de este libro


Después el starets me explicó todo esto con ejemplos, y aún leímos en la  vida eterna Filocalía las palabras de San Gregorio el Sinaíta y de los bienaventurados Calixto e Ignacio 9. Todo lo que íbamos leyendo, el starets me lo iba explicando a su manera. Yo escuchaba con atención y gran embeleso y me esforzaba por fijar todas sus palabras en la memoria con la mayor exactitud. Así pasamos toda la noche y fuimos a Maitines sin haber dormido nada. El starets, al despedirme, me bendijo y me dijo que volviera a su celda durante mi estudio de la oración, para confesarme con franqueza y sencillez de corazón, porque es cosa van a dedicarse sin guía a la vida espiritual. En la iglesia sentí en mi interior un ardiente celo que me inclinaba a estudiar cuidadosamente la oración interior continua, y pedí a Dios que me quisiera ayudar. Después pensé que me sería difícil ir a ver al starets para confesarme o pedirle consejo; en la hospedería nadie puede permanecer más de tres días, y junto a la soledad no hay lugar donde alojarse… Por suerte, pude enterarme de que a cuatro verstas había una aldea. Me encaminé a ella a fin de encontrar posada, y por suerte Dios me favoreció. Allí pude colocarme como guardián en casa de un campesino, a condición de pasar el verano, solo, en una pequeña cabaña que había en un rincón de la huerta. Gracias a Dios, había dado con un lugar tranquilo. De esta manera me puse a estudiar la oración interior según los medios indicados, yendo a menudo a visitar al starets. Durante una semana, en la soledad de mi jardín me ejercité en el estudio de la oración interior, siguiendo exactamente los consejos de mi maestro.

Al principio, todo parecía ir muy bien. Más tarde, sentí gran pesadez, pereza, tedio, un sueño que no podía vencer, y los pensamientos cayeron sobre mí como las nubes. Busqué al starets lleno de tristeza y le manifesté mi estado. Me recibió con bondad y me dijo: -Hermano muy amado, todo cuanto te sucede no es sino la guerra que te declara el mundo oscuro, porque no hay cosa que tema tanto como la oración del corazón. Por eso trata de entorpecerte y de hacer que aborrezcas la oración. Mas el enemigo sólo obra según la voluntad y el permiso de Dios, y en la medida en que esto nos es necesario. Sin duda es imprescindible que tu humildad sea sometida a prueba; es demasiado pronto para llegar, con un celo excesivo, hasta las puertas del corazón, pues correrías el riesgo de caer en la avaricia espiritual. Voy a leerte lo que dice la Filocalía a este propósito. - Buscó el starets en las enseñanzas del monje Nicéforo y leyó: «Si, no obstante tus esfuerzos, hermano mío, no te es posible entrar en la región del corazón, como te lo tengo recomendado, haz lo que te digo y con la ayuda de Dios hallarás lo que andas buscando. Tú sabes bien que la razón de todo hombre está en su pecho… Quítale, pues, a esta razón todo pensamiento (esto puedes hacerlo si quieres) y pon en su lugar el "Señor Jesucristo, ten piedad de mí". Esfuérzate en reemplazar por esta invocación interior cualquier otro pensamiento, y a la larga ella te abrirá la entrada del corazón, como lo enseña la experiencia» -Ya ves lo que enseñan los Padres en tal caso -me dijo el starets-. Por eso tú debes aceptar este mandamiento con confianza y repetir cuanto te sea posible la oración de Jesús. Aquí tienes un rosario con el que podrás hacer, para comenzar, tres mil oraciones al día. De pie, sentado, acostado o caminando, repite sin cesar: « ¡Señor Jesucristo, ten piedad de mí!», suavemente y sin precipitación.  Y recita exactamente tres mil oraciones al día sin añadir ni quitar una sola. Por este camino llegarás a la actividad continua del corazón.

Recibí estas palabras con gran júbilo, y dejando al starets volví a casa, y me puse a hacer exacta y fielmente lo que me había enseñado. Los dos primeros días tuve alguna dificultad, pero luego lo encontré tan fácil que cuando no decía mi oración sentía gran necesidad de rezarla, y me resultaba fácil y suave, sin la dificultad del principio. Conté esto al starets, y éste me ordenó rezarla seis mil veces al día y me dijo: -Sigue tranquilo y esfuérzate por atenerte con toda fidelidad al número de oraciones que te he prescrito: Dios se compadecerá de ti.

Durante toda una semana, permanecí en mi solitaria cabaña recitando cada día mis seis mil oraciones sin ocuparme de cosa alguna y sin tener que luchar contra los pensamientos; únicamente pensé en cumplir el mandato del starets. ¿Y qué sucedió? Me acostumbré tan bien a la oración que, si me detenía un solo instante, sentía un vacío como si hubiera perdido alguna cosa; y en cuanto volvía a mi oración, sentíame de nuevo aliviado y feliz. Al encontrar a alguna persona, no sentía ninguna gana de hablar, y sólo deseaba estar en la soledad y recitar mis oraciones; tanto me había acostumbrado a ellas en una sola semana.

El starets, que no me había visto desde hacía diez días, vino para saber qué me sucedía, y yo se lo expliqué. Después de haberme escuchado, me dijo: -Ya estás acostumbrado a la oración. Mira: ahora has de conservar esta costumbre y fortalecerte en ella. No pierdas el tiempo, y con la ayuda de Dios hazte el propósito de recitar doce mil oraciones al día; sigue en la soledad, levántate un poco más temprano, acuéstate un poco más tarde y ven a verme dos veces al mes. Me sometí en todo a las órdenes del starets y, el primer día, apenas si me fue posible recitar mis doce mil oraciones, que acabé ya de noche. Al día siguiente, lo hice con más facilidad y hasta con gusto. Al principio sentí fatiga, una especie de endurecimiento de la lengua y cierta rigidez en las mandíbulas, pero nada desagradable; luego noté una ligera molestia en el paladar, después en el pulgar de la mano izquierda que pasaba el rosario, mientras que el brazo se me calentaba hasta el codo, lo que me producía una deliciosa sensación. Y todo esto no hacía sino incitarme a recitar mejor mi oración. De esta manera, durante cinco días, terminé con toda fidelidad mis doce mil oraciones, y al mismo tiempo que la costumbre, iba recibiendo el placer y el gusto de la oración. Una mañana temprano, fui como despertado por la oración. Comencé a decir mis preces de la mañana, pero mi lengua encontraba dificultad en hacerlo y ya no deseaba sino rezar la oración de Jesús.

Comencé a hacerlo así y me sentí lleno de dicha y mis labios se movían solos y sin esfuerzo alguno. Pasé todo el día en gran gozo. Estaba como abstraído de todo y me sentía en otro mundo, dando fin a mis doce mil oraciones antes de que terminase el día. Con mucho gusto hubiera querido continuar, pero no me atreví a ir más allá del número indicado por el starets. Los días siguientes continué invocando el nombre de Jesucristo con facilidad y sin cansarme jamás. Fui a ver al starets y le conté todo esto con detalle. Cuando hube terminado me dijo:

-Dios te ha dado el deseo de orar y la posibilidad de hacerlo sin dificultad.
Esto es un efecto natural, producto del ejercicio y de la constante aplicación, lo mismo que una máquina cuyo volante soltamos poco a poco, que luego ya continúa moviéndose por sí misma; ahora bien, para que continúe moviéndose hay que engrasarla y darle a intervalos un nuevo impulso. Ahora ves qué maravillosas facultades ha dado Dios, amigo de los hombres, a nuestra naturaleza sensible; y te has dado cuenta de las extraordinarias sensaciones que pueden nacer aun en alma pecadora, en la naturaleza impura a la que la gracia no ilumina todavía. Mas ¡qué grado de perfección, de gozo y de encanto alcanza el hombre cuando el Señor quiere revelarle la oración espiritual espontánea y purificar su alma de las pasiones! Es ese un estado indescriptible y la revelación de este misterio es un goce anticipado de las dulzuras del cielo. Y es el don que reciben aquellos que buscan al Señor en la simplicidad de un corazón que desborda de amor. En adelante te permito rezar cuantas oraciones quieras; procura consagrar todo el tiempo del día a la oración e invoca el nombre de Jesús sin preocuparte de otra cosa, entregándote humildemente a la voluntad de Dios y esperando su ayuda. Él no te abandonará y dirigirá tu camino.
Obedeciendo a esta regla, pasé todo el verano repitiendo sin cesar la oración de Jesús, y sentí una gran tranquilidad. Mientras dormía, soñaba a veces que estaba rezando la oración. Y durante el día, cuando me ocurría encontrarme algunas personas, me parecían tan amables como si hubieran sido de mi familia.

Los pensamientos se habían calmado y sólo vivía en oración; comencé ya a inclinar mi espíritu a escucharla, y a veces mi corazón sentía como un gran ardor y una gran alegría. Cuando entraba en la iglesia, el largo servicio de la soledad me parecía corto y no me cansaba como antes. Mi solitaria cabaña me parecía un espléndido palacio y no sabía cómo dar gracias a Dios por haberme mandado a mí, pobre pecador, un starets de cuyas enseñanzas obtenía tanto bien. Pero no gocé mucho tiempo de la dirección de mi bien amado y sabio starets, pues murió al final del verano. Le dije adiós con lágrimas en los ojos y, al darle gracias por sus paternales enseñanzas, le supliqué que me dejase como una bendición el rosario con el que él rezaba cada día. Luego quedé solo.

Pasado el verano, se recogieron los frutos del huerto y yo ya no tuve donde vivir. El campesino me dio por salario dos rublos de plata, llenó mi alforja de pan para el camino, y yo continué mi vida errante. Pero ya no estaba en la indigencia, como antes; la invocación del nombre de Jesucristo me alegraba a todo lo largo del camino y todo el mundo me trataba con bondad; parecía como si todos se hubieran propuesto quererme. Un día me pregunté qué debería hacer con los rublos que me había dado el campesino. ¿Para qué podrían servirme? ¡Ah sí! Ya no tengo al starets ni a nadie que me guíe; voy a comprar una Filocalía y en ella aprenderé la oración interior. Llegué a una ciudad cabeza de partido y me puse a buscar por las tiendas una Filocalía. Encontré una, pero el librero pedía por ella tres rublos y yo sólo tenía dos; en vano intenté convencerle para que me la dejase por dos, pues no me escuchó; pero al fin me dijo: -Vete a ver en esa iglesia y pregunta por el sacristán; él tiene un libro viejo como este, y acaso te lo dé por tus dos rublos. Me fui a la iglesia y, en efecto, compré por dos rublos una Filocalía muy vieja y deteriorada; mi alegría fue muy grande. La remendé lo mejor que pude con un trozo de tela y la puse en mi alforja, con la Biblia. Así voy ahora, pues, recitando sin cesar la oración de Jesús, que me resulta más querida y más dulce que todas las cosas del mundo. A veces hago más de sesenta verstas en un día y no me doy cuenta de que camino; sólo siento que voy diciendo la oración. Cuando sopla un viento frío y violento, rezo la oración con más atención y en seguida entro en calor. Si el hambre es demasiada, invoco más a menudo el nombre de Jesucristo y no me acuerdo de haber tenido hambre. Si me siento enfermo y mi espalda o mis piernas comienzan a dolerme, me concentro en la oración y dejo de sentir el dolor. Cuando alguien me ofende, pienso tan sólo en la bienhechora oración de Jesús, y muy pronto desaparecen la ira o la pena y me olvido de todo. Mi espíritu se ha vuelto muy sencillo. Nada me preocupa, nada me da cuidado, nada exterior me distrae y quisiera estar siempre en la soledad; estoy habituado a no sentir sino una sola necesidad: rezar incesantemente la oración, y cuando lo hago así, una gran alegría invade todo mi ser.

Dios sabe lo que sucede en mí. Naturalmente, no son éstas sino impresiones sensibles o, como decía el starets, el efecto de la naturaleza y de una costumbre adquirida; pero todavía no me atrevo a ponerme al estudio de la oración espiritual en el interior del corazón; soy muy indigno de ello y muy ignorante. Espero la hora de Dios, confiando en las oraciones de mi difunto starets. De modo que todavía no he llegado a la oración espiritual del corazón, espontánea 2 y continua; pero, gracias a continua; pero, gracias a Dios, ahora comprendo ya claramente el significado de las palabras del Apóstol que un día escuché en la iglesia: “Orad sin cesar”




viernes, 29 de enero de 2016

Sermones del Cura de Ars


SERMÓN SOBRE  EL ORGULLO
(fin)

En efecto, aunque tuvieseis todas las demás virtudes, si os faltase ésta, nada tendríais. Abandonad toda vuestra fortuna a los pobres, llorad los pecados durante toda la vida, someteos a todas las penitencias que vuestro cuerpo pueda soportar, pasad los años de vuestra existencia en el retiro; si no tenéis humildad, habréis de condenaros. Por esto vemos que todos los santos pasaron su vida entera trabajando en adquirirla o conservarla. Cuanto más les colmaba Dios de favores, más profundamente se humillaban. Mirad a San Pablo, arrebatado hasta el tercer cielo; se tiene por gran pecador, un perseguidor de la Iglesia de Cristo, un miserable bastardo, indigno del lugar que ocupa (I Tim., 1, 13; I Con, XV, 8-9.). Mirad a San Agustín, a San Martín: entraban en el templo temblando, tanta era la confusión que sentían al considerar su miseria espiritual. Estas deberían ser nuestras disposiciones para ser agradables a Dios. Vemos que un árbol, cuanto más cargado de fruto se halla, más inclina hacia el suelo sus ramas; así también nosotros, cuanto mayor sea el número de nuestras buenas obras, más profundamente debemos humillarnos, reconociéndonos indignos de que Dios se sirva de tan vil instrumento para hacer el bien. Solamente por humildad podemos reconocer a un buen cristiano.

Más, me diréis, ¿de que manera podremos distinguir si un cristiano es humilde? -Nada más fácil, según ahora vais a ver. Ante todo os digo que una persona verdaderamente humilde nunca habla de sí misma, ni en bien ni en mal; contentase con humillarse delante de Dios, que la conoce tal cual es. Sus ojos no atienden más que a su conducta propia, y gime siempre por reconocerse muy culpable; por otro lado, no deja de trabajar por hacerse cada vez más digna de Dios. Nunca la veréis emitir su juicio sobre la conducta de los demás, nunca deja de formar buena opinión de todo el mundo. ¿Hay alguien a quién sepa despreciar? A nadie más que a sí misma. Siempre echa a buena parte lo que hacen sus hermanos, pues esta muy persuadida de que sólo ella es capaz de obrar el mal. De aquí viene que, si habla de su prójimo, es para elogiarlo; si no puede decir de los demás cosa buena, se calla; cuando la desprecian, piensa que en ello hacen los demás lo que deben, pues, después de haber ella despreciado a su Dios, bien merece ser despreciada de los hombres; si le tributan elogios, se ruboriza y huye, lamentándose de ver que en el día del juicio final va a causar una gran decepción a los que la creían persona de bien, cuando en realidad esta llena de pecados. Siente tanto horror de las alabanzas, cuanto los orgullosos aborrecen la humillación. Prefiere siempre para amigos a los que le dan a conocer sus defectos. Si se le ofrece la ocasión de favorecer a alguien, escogerá siempre como objeto de sus atenciones a quién le calumnió o le causo algún perjuicio. Los orgullosos buscan siempre la compañía de quienes los adulan y tienen en algo; ella, por el contrario, se apartara de la lisonja para ir en busca de los que parecen tenerla en opinión desfavorable. Sus delicias consisten en hallarse sólo con su Dios, mostrarle sus miserias, y suplicarle que se apiade de ella. Ya esté sola, ya en compañía de otros, ningún cambio observaréis en sus oraciones, ni en su manera de obrar. Encaminando todas sus acciones solamente a agradar a Dios, nunca se preocupa de lo que podrán decir de ella los demás. Trabaja par agradar a Dios, mientras que al mundo lo coloca debajo de sus plantas. Así piensan y obran los que poseen el preciado tesoro, de la humildad… Jesucristo parece no hacer distinción entre el sacramento del Bautismo, el de la Penitencia y la humildad. Nos dice que, sin el Bautismo, jamás entraremos en el reino de los cielos (Ioan., III, 5.); sin el de la Penitencia, después de hacer pecado, no cabe esperar el perdón, y en seguida nos dice también que sin la humildad no entraremos en el cielo (Matth., XVIII, 3.). Aunque estemos llenos de pecados, si somos humildes, tenemos la seguridad de alcanzar perdón; más sin la humildad, aunque llevemos realizadas cuántas buenas obras nos sean posibles, no alcanzaremos la salvación. Ved un ejemplo que os mostrara esto perfectamente.

Leemos en el libro de los Reyes (III Reg., XXI.) que el rey Acab era el más abominable de los soberanos que habían reinado hasta su tiempo; no creo que se pueda decir más de lo que de él dice el Espíritu Santo. Escuchad: «Era un rey dado a toda suerte de impurezas; echaba mano, sin discreción, de los bienes de sus súbditos; fue causa de que los israelitas se rebelasen contra su Dios; parecía un hombre vendido y comprometido a realizar toda suerte de iniquidades: en una palabra, con sus crímenes dejó buenos a cuántos le habían precedido. Por todo lo cual, no pudiendo Dios soportar por más tiempo sus maldades, dispuesto a castigarle, llamo a su profeta Elías, ordenándole que se presentase al rey para darle a conocer los divinos propósitos: «Dile que los perros comerán sus carnes y se abrevaran en su sangre; descargaré sobre su cabeza toda mi cólera y toda mi venganza; nada omitiré para castigarle, hasta el punto de hacer llegar el exceso de mi furor a los perros que se hayan alimentado de sus despojos». Fijaos aquí en cuatro cosas:

1. ¿Se ha visto jamás hombre malvado cómo aquel?

2. ¿Se ha visto jamás que determinación tan clara de hacer perecer a un hombre, ciertamente merecedor de tal castigo?

3. ¿Se ha dado nunca orden tan precisa? «Todo ello, dijo el Señor, tendrá efecto en este lugar.»

4. ¿Se ha visto nunca en la historia de un hombre condenado a un suplicio tan infame cual el que debía sufrir Acab, esto es, hacer que su cuerpo y su sangre sirviesen de pasto a los perros? ¿Quién podrá librarle de las manos de enemigo tan poderoso, el cual ha comenzado ya a ejecutar sus designios?

En cuanto el profeta terminó su mensaje, Acab comenzó a rasgar sus vestiduras. Escuchad lo que le dijo el Señor: «Vamos, ya no es tiempo, comenzaste demasiado tarde; ahora me burlo de ti». Entonces ciñó a su cuerpo un áspero cilicio: ¿Crees tú, le dijo el Señor, que esto me inspirará piedad y hará revocar mi decreto; ahora ayunas: debías haber ayunado de la sangre de tantas personas a quienes diste muerte.» Entonces el rey se arrojó al suelo y se cubrió de ceniza; cuando era preciso aparecer en público, andaba con la cabeza descubierta y los ojos fijos al suelo. «Profeta, dijo el Señor; has visto de que manera se ha humillado Acab; postrándose con la faz en tierra? Pues ve a decirle que, ya que se ha humillado, dejaré de castigarle; ya no descargaré sobre su cabeza los rayos de mi venganza que para el tenía preparados. Dile que su humildad me ha conmovido, ha hecho revocar mis órdenes y ha desarmado mi cólera» (III Reg., XXI).


Pues bien, ¿tenía razón al deciros que la humildad es la más hermosa, la más preciosa de todas las virtudes, que todo lo puede delante de Dios, que Dios no sabe denegar nada a sus instancias? Poseyéndola, tenemos también todas las demás; pero, si nos falta, nada valen todas las demás. Terminemos, pues, diciendo que conoceremos si un cristiano es bueno por el desprecio que haga de si mismo y de sus obras, y por la buena opinión que en todo momento le merezcan los hechos o los dichos del prójimo. Si así nos portamos, tengamos por seguro que nuestro corazón gozara de felicidad en esta vida, y después alcanzaremos la gloria del cielo…

"Ite Missa Est"


29 DE ENERO
SAN FRANCISCO DE SALES, OBISPO
Y DOCTOR DE LA IGLESIA.

DOBLE – ORNAMENTOS BLANCOS.


EPÍSTOLAEP. 2º del Apóstol San Pablo a Timoteo (IV, 1-8)

EVANGELIOSan Mateo (V, 13-19)


COLECTA

“Deus, qui animárum salútem beátum Franciscum, Cofessorem tuum atque Pontificem, ómnibus ómnia factum esse voluísti: concede propítius; ut caritatis tuae dulcédine oerfúsi, ejus dirigéntibus mónitis, ac suffrgantibus méritis, aeterna gáudia consequámur. Per Dóminum.”

++++++++++++++++++++++++++++++

“Oh Dios, que quisiste que tu Confesor y Pontífice Francisco se hiciese todo para todos, por la salvación de las almas; concédenos benigno que, llenos de la dulzura de tu caridad, consigamos los eternos goces de la gloria dirigidos por sus enseñanzas y ayudados por sus méritos. Por Jesucristo Nuestro Señor.”



Acércase ahora a la cuna del dulce Hijo de María, el angelical obispo Francisco de Sales, digno de ocupar allí un puesto distinguido, por la delicadeza de sus virtudes, la amable sencillez de su corazón y la humildad y ternura de su amor. Llégase rodeado de brillante escolta; setenta y dos mil herejes devueltos a la Iglesia gracias a su celo; una Orden de siervas del Señor, planeada por su amor, y realizada por su genio divino; millares de almas llevadas a la vida de piedad por su doctrina tan segura como misericordiosa que le ha valido el título de Doctor. Concedióselo Dios a su Iglesia para consolarla de las blasfemias de los herejes que iban predicando por doquier la esterilidad de la Iglesia romana en materia de caridad; frente a los rígidos secuaces de Calvíno puso a este ministro verdaderamente evangélico; el ardor de la caridad de Francisco de Sales logró fundir el hielo de aquellos obstinados corazones. Si tenéis herejes para convencer, decía el sabio cardenal du Perron, enviádmelos; si se trata de convertirlos, mandádselos a Monseñor de Ginebra. En medio de su siglo apareció, pues, Francisco de Sales, como la imagen viva de Cristo, abriendo sus brazos, y llamando a los pecadores a penitencia, a los extraviados a la verdad, a los justos a mayor perfección, y a todos a la confianza y al amor. En él descansaba el Espíritu Santo con su fortaleza y su dulzura; por eso, en estos días en que hemos celebrado la bajada de este Espíritu sobre el Verbo en aguas del Jordán, no podemos olvidar un conmovedor episodio sucedido a este admirable Obispo en relación con su divino Jefe. Ofrecía el santo sacrificio de la Misa un día de Pentecostés en Annecy; Francisco de Sales estaba de pie ante el altar; una paloma penetró en la Catedral y quedó asustada ante la aglomeración del pueblo y de sus cantos; después de haber revoloteado durante largo tiempo, fue a descansar sobre la cabeza del Santo Obispo, con gran admiración de los fieles: símbolo emocionante de la dulzura de Francisco, lo mismo que el globo de fuego que apareció, durante la celebración de los sagrados Misterios, sobre la cabeza de San Martín, significando el ardor que consumía el corazón del Apóstol de las Galias. Otra vez, en la fiesta de la Natividad de Nuestra Señora, oficiaba Francisco en Vísperas, en la Colegiata de Annecy. Estaba sentado en un trono cuyos dibujos representaban el árbol profético de Jesé, que según la profecía de Isaías, produjo el tallo virginal del que salió la flor divina sobre la que se posó el Espíritu del amor. Mientras cantaban los salmos penetró en la Iglesia una paloma, por una hendidura de la vidriera del coro, del lado de la Epístola. Después de revolotear algún tanto, dice el historiador, vino a posarse en la espalda del Santo Obispo, y luego en sus rodillas, de donde la cogieron los ministros que le asistían. Después de Vísperas, subió Francisco al púlpito y deseoso de alejar de sí la aplicación que a su favor podía hacer el pueblo de la aparición de aquel símbolo, y para desterrar cualquier idea que pudiese parecer como una gracia del cielo a su persona, cantó las glorias de María, que llena de la gracia del Espíritu Santo, mereció ser llamada, paloma hermosísima, en la que no hay mancha alguna. Si tratamos de buscar entre los discípulos del Señor, el tipo de santidad más conforme con este santo Prelado, inmediatamente nos viene al pensamiento el nombre de Juan, el discípulo amado. Francisco de Sales es, como él, el Apóstol del amor; la sencillez del Evangelista que acariciaba en sus manos venerables una avecilla, es madre de la suave inocencia que anidaba en el corazón del Obispo de Ginebra. La presencia de Juan, el acento de su voz simplemente convidaba a amar a Jesús; los contemporáneos de Francisco decían: Oh Dios, si tan grande es la bondad del Obispo de Ginebra ¿cuál no será la tuya? Esta semejanza entre el amigo de Cristo y Francisco de Sales se manifestó también en el momento supremo, cuando el día mismo de San Juan, después de haber celebrado la Santa Misa y distribuido la comunión por su propia mano a sus queridas hijas de la Visitación, sintió el primer desfallecimiento que debía traer a su alma la liberación de las ligaduras del cuerpo. Acudieron en seguida a su lado, pero su conversación estaba ya en el cielo. A la mañana siguiente voló hacia su patria, en la fiesta de los santos Inocentes, en medio de los cuales mereció descansar eternamente por el candor y sencillez de su alma. San Francisco de Sales, ocupa, pues, un lugar en el calendario al lado del Amigo del Salvador y de las tiernas víctimas, comparadas por la Iglesia a un gracioso ramillete de rosas; y aunque no le ha sido posible colocar su memoria en el aniversario de su salida de este mundo, porque esos dos días se hallan ocupados con la festividad de San Juan y la de los Inocentes de Belén, al menos ha querido la Santa Iglesia celebrar su fiesta en el tiempo dedicado a honrar el Nacimiento del Emmanuel. Corresponde, pues, a este amante del Rey recién nacido revelarnos los encantos del Niño del pesebre. Con el fin de aprovecharnos de su pensamiento, vamos a espigarlo en su correspondencia, donde manifiesta en toda su delicadeza los sentimientos que embargaban su corazón en presencia de los Misterios navideños. Hacia fines del Adviento de 1619 escribía a una religiosa de la Visitación, animándola a disponer su corazón para la llegada del celestial Esposo: "He aquí, mi muy querida hija, al pequeño pero amable Jesús, que va a nacer entre nosotros durante estas próximas fiestas; y ya que va a nacer para visitarnos de parte de su eterno  Padre; ya que pastores y reyes van a llegarse en visita hasta la cuna, se me hace que El es Padre e Hijo al mismo tiempo de esta Santa María de la Visitación. Por tanto, acaríciale bien; dale buena acogida lo mismo tú que todas tus hermanas, entónale bellos cánticos, y sobre todo adórale muy expresiva y dulcemente y en El, adora su pobreza, su humildad, su obediencia y su dulzura, imitando a su Santísima Madre y a San José; recoge alguna de sus preciosas lágrimas, dulce rocío del cielo, y colócala en tu corazón, para que nunca tenga más tristezas que las que alegran a ese dulce Infante; y cuando le encomiendes tu alma, acuérdate de recomendarle también la mía, que es al mismo tiempo tuya. Con gran amor, saludo al grupo querido de nuestras hermanas, a quienes considero como sencillas pastorcitas que cuidan de sus ovejas, es decir, de sus afectos, y que avisadas por el Angel, acuden a adorar al divino Infante, y en prenda de su eterna servidumbre, le ofrecen el más hermoso de sus corderos, es decir, su amor, sin reservas ni excepciones." La Víspera del Nacimiento del Señor, gustando ya de antemano las alegrías de la noche que va a traer al Redentor a la tierra, Francisco se expansiona con su hija predilecta, Juana Francisca de Chantal, invitándola a saborear con él los encantos del divino Niño y a aprovecharse de su visita. "El gran ex niñito de Belén sea siempre la delicia y el amor de nuestros corazones, queridísima madre e hija mía. ¡Ah, qué hermoso es ese pobre niñito! Se me figura que veo a Salomón en su gran trono de marfil, dorado y pulido, sin otro igual en todos los reinos, como dice la Escritura: un rey sin par en su gloria y magnificencia. Prefiero cien veces ver a este querido Infantito en su pesebre, a contemplar a todos los reyes en sus tronos. Y cuando le considero en las rodillas o en los brazos de su Santa Madre con su boquita, pequeño capullo de rosa, pegada a las azucenas de sus sagrados pechos, entonces, oh Dios, lo hallo más bello en este trono, no sólo que Salomón en el suyo de marfil, sino más bello que lo fue nunca en el cielo ese mismo Hijo del Padre eterno, porque si bien el cielo ostenta más cosas visibles, la Santísima Virgen tiene más perfecciones invisibles; y una sola gota de la leche virginal que fluye de sus sagrados pechos vale más que todo el aparato de los cielos. ¡Háganos el  gran San José participar de su consuelo, la excelsa Madre de su amor, y quiera el Hijo derramar sus gracias en nuestros corazones! Ruegos que descanséis lo más suavemente que podáis junto al celestial Infantito: no dejará de amar vuestro querido corazón, tal como se encuentra, seco y árido. ¿No veis cómo recibe el aliento de ese gran buey y de ese asno que no tienen sentimiento alguno? ¿No ha de recibir los suspiros de nuestro pobre corazón, que aunque sin devoción actual, con todo eso se sacrifica a sus pies con firmeza y perseverancia, para ser eternamente un siervo fiel del suyo, del de su Santa Madre, y del Vicario de este Reyecito?"  Ha pasado la santa noche, que trae consigo Paz a los hombres de buena voluntad; una vez más busca Francisco el corazón de la hija que  Jesús le ha confiado, para derramar en él las dulzuras saboreadas en la contemplación de este misterio de amor. "Oh Jesús verdadero, ¡cuán dulce es esta noche, mi queridísima hija! Los cielos, canta la Iglesia, destilan miel por doquier; en cuanto a mi, pienso que los Ángeles del cielo que hacen resonar en el aire sus admirables cánticos, van a recoger esa miel celestial en las azucenas en que se halla, estás en el corazón de la dulcísima  Virgen y de San José. Temo, mi querida hija, que  esos divinos espíritus se equivoquen entre la leche que sale del seno virginal y la miel del cielo reunida en sus pechos ¡Qué dulce es ver la miel junto a la leche! Por eso, yo os pregunto, querida hija ¿no soy demasiado atrevido, pensando que  nuestros buenos Ángeles, vos y yo, nos hallamos entre el querido cortejo de los celestes músicos que cantaron esa noche? ¡Oh Dios, si tuviesen a bien  entonar una vez más al oído de nuestro corazón, aquel canto celestial, qué alegría! ¡qué regocijo! Así se lo suplico, para que haya gloria en el cielo y paz en la tierra para los corazones de buena voluntad. Al volver, pues, de los sagrados misterios, doy los buenos días a mi hija: porque supongo que los pastores descansaron un poco aún, después de haber adorado al celestial Infante que el cielo les había anunciado. Pero, oh Dios ¡qué dulce me figuro su descanso! Seguramente seguían oyendo todavía la melodía angélica que los había saludado con su canto, y veían al querido Niño y a la Madre a quienes habían visitado. ¿Qué podríamos dar a nuestro Reyecito que no hayamos recibido de Él y de su divina largueza? Pues bien, le daré en la Misa Mayor, la única pero amadísima hija que me ha dado. Hazla, oh Salvador de nuestras almas, completamente de oro en el amor, de mirra en la mortificación, de incienso en la oración; y luego recíbela en los brazos de su santo amparo, y que diga tu corazón al suyo: "Soy tu salvación por los siglos de los siglos." Dirigiéndose otra vez a una esposa de Cristo, la exhorta a nutrirse de la dulzura del recién nacido, en los siguientes términos: "Cual mística abeja no se separe nunca vuestra alma de este querido Reyecito, haga su panal en torno a El, en El, y para El; tómele a Él, a ese Reyecito cuyos labios rebosan de gracia, y sobre los cuales esos santos animalitos, reunidos en enjambre hacen su dulce y gracioso trabajo, mucho mejor que lo hicieron sobre los labios de San Ambrosio." Pero, hemos de detenernos; escuchemos, con todo, una vez más, cómo nos refiere las gracias del santo Nombre de Jesús, impuesto al Salvador entre los dolores de su Circuncisión; escribe así a su santa cooperadora: "Oh Jesús, llena nuestro corazón con el santo bálsamo de tu divino Nombre, para que la suavidad de su aroma se difunda por todos nuestros sentidos e invada todas nuestras acciones. Pero, para que este corazón sea capaz de recibir tan dulce licor, circuncídale, y corta en él todo lo que pueda desagradar a tus divinos ojos. ¡Oh glorioso Nombre, pronunciado desde toda la eternidad por boca del Padre celestial, grábate para siempre en nuestra alma, para que, pues eres su Salvador, sea ella eternamente salva! ¡Oh Virgen Santa, la primera de toda la naturaleza humana que pronunciaste ese Nombre de salvación, inspíranos la manera de pronunciarlo dignamente, para que todo en nosotros respire la salud que tus entrañas nos trajeron. Era necesario, queridísima hija, que escribiera la primera carta de este año a Nuestro Señor y a Nuestra  Señora, y esta es, hija mía, la segunda por la que os felicito el nuevo año, y consagro nuestro corazón a la divina bondad. Ojalá podamos vivir este año de tal modo, que nos sirva de fundamento para el año de la eternidad. Esta mañana al despertar, he gritado a vuestro oído: ¡Viva Jesús! y mi deseo hubiera sido poder derramar este óleo sagrado por toda la faz de la tierra. Cuando un perfume está bien cerrado en su redoma, nadie puede saber qué esencia contiene, si no es el que la ha puesto; pero cuando se abre el frasco y se derraman algunas gotas, cada uno dice: Es tal esencia. Mí querida hija, nuestro amado y pequeño Jesús está rebosando aromas de salvación, pero nadie le conocía hasta que el cuchillo dulcemente cruel desgarró sus carnes divinas; entonces se pudo advertir, que es pura esencia y óleo derramado, y bálsamo de salvación. Por eso, San José y Nuestra Señora y luego todos a su alrededor, comenzaron a exclamar: Jesús, que quiere decir, Salvador. Quiera el divino Infante rociar nuestros corazones con su sangre y perfumarlos con este Santo Nombre, para que las rosas de los buenos deseos que hemos concebido sean todas purpuradas con su sangre, y aromatizadas con su ungüento." ¡Oh pacífico conquistador de las almas, Pontífice amado de Dios y de los hombres, en ti celebramos la dulzura del Emmanuel! De El aprendiste a ser manso y humilde de corazón, y por eso, poseíste la tierra, conforme a su promesa. (Mat., V, 4.) Nada te resistió; los más obstinados sectarios, los pecadores más endurecidos, las almas más tibias, todo cedió a tu palabra y a tus ejemplos. ¡Cómo nos complacemos contemplándote junto a la cuna del Niño que viene a amarnos, uniendo tu gloria a la de Juan y a la de los Inocentes! Apóstol como aquel y sencillo como los hijos de Raquel, haz que nuestro corazón esté siempre al lado de tan feliz compañía; y que conozca por fin, cuán suave es el yugo del Emmanuel y ligera su carga. Enciende nuestras almas en el fuego de tu amor; alienta en ellas el deseo de la perfección. Doctor de los caminos del espíritu, introdúcenos  en esa santa Vía cuyas leyes trazaste; aviva en nuestros corazones el amor del prójimo, sin el cual sería inútil que pretendiéramos alcanzar, el amor de Dios; inícianos en tu celo por la salvación de las almas; enséñanos la paciencia y el perdón de las injurias, para que nos amemos todos, como dice San Juan, no sólo de boca y de palabra, sino de obra y de verdad. (I S. Juan, III, 18.) Bendice a la Iglesia de la tierra; tu memoria está tan fresca en ella como si acabaras de dejarla por la del cielo, porque no eres ya únicamente el Obispo de Ginebra, sino el objeto del amor y de la confianza del mundo entero.  Apresura la conversión general de los secuaces de la herejía calvinista. Tus oraciones han iniciado ya la obra del retorno, de manera que  en la protestante Ginebra se ofrece ahora públicamente el sacrificio del Cordero. Realiza lo antes posible el triunfo de la Iglesia Madre. Extirpa los últimos vestigios de la herejía janseniana que quedan entre nosotros, de esa herejía que se disponía a sembrar su cizaña cuando el Señor te sacaba de este mundo. Limpia nuestras provincias de las máximas y costumbres peligrosas heredadas de los tiempos en que triunfaba esta perversa secta. Bendice con toda la ternura de tu paternal corazón a la sagrada Orden que fundaste, y que consagraste a María, bajo el título de su Visitación. Consérvala de manera que sirva de edificación para la Iglesia; auméntala y dirígela para que se mantenga tu espíritu en esa familia de la que eres padre. Protege al Episcopado del que eres ornato y modelo; pide a Dios, para su Iglesia Pastores formados en tu escuela, abrasados de tu celo, imitadores de tu santidad. Acuérdate, finalmente de Francia, a la que te has unido con tan estrechos vínculos. Conmovió se ella con la fama de tus virtudes, codició tu apostolado y te proporcionó tu más fiel cooperadora; por tu parte enriqueciste su lengua con tus admirables escritos; de su seno saliste para marchar a Dios; considérala, pues, desde lo alto del cielo como tu propia patria.

"Presencia de Satan en el Mundo Moderno"

Algunos luciferianos o
abogados de Lucifer.

Boullan y los Maviavitas En el presente capítulo, desearíamos dar algunos ejemplos recientes de lucifenanismo. El primero será el del abate Boullan. Jean-Antoine Boullan nació el 18 de febrero de 1824, en Saint Porchaire (Charente-Maritime), y murió en Lyon el 4 de enero de 1893. Sabemos poca cosa de su carrera, aparte de que se hizo sacerdote en 1848. Frecuentó a escritores ocultistas, vivió en un medio que él mismo definió, en su "Confesión", como de mujeres "locas y demoníacas, según el juicio que uno puede formarse". Una de estas mujeres es, además, epiléptica. Ahora bien, en esa misma "Confesión" reconoce que "no tenía aptitudes" para dirigir a las mujeres.

Parece mucho más probable que fuese "dirigido" por ellas. Es, no obstante, inteligente. Pero está trabajando por una curiosidad malsana a la vez que por inclinaciones sensuales que llegan hasta la obsesión. Explica él mismo sus faltas en la forma siguiente: "Mis pecados — escribe — tienen una triple fuente, origen y principio: en primer lugar, la debilidad y la fragilidad de mi naturaleza corrompida; las ilusiones del demonio propias a engañarme y extraviar mi espíritu; por fin, mi modo de entender las cosas, que me arrastra a varias cosas dignas de censura y reprensión." Seguimos de cerca aquí las páginas que le son dedicadas en Satán de los Estudios carmelitanos, completándolas con algunos datos extraídos de la Enciclopedia católica. Semejante confesión presenta las marcas de la sinceridad. El abate Boullan reconoce entonces sus errores y sus faltas. Existe en él una mezcla de buenas intenciones, mediante las cuales se ciega, y de acciones culpables sobre las cuales intenta ilusionarse. Pretende haber querido sanar a posesos. Para ello ha tratado de estudiar los efectos del pecado y los límites de la acción del diablo en el transcurso de sus "experiencias" con mujeres perversas. Se deja

—podemos creerlo
— convertir por Satán al punto de considerarse "Juan Bautista vuelto a descender sobre la tierra". Se hace sucesor del herético Vintras, quien "se consideraba una reencarnación del profeta Elías".

Sabemos que en el Evangelio, Juan Bautista está presentado como un nuevo Elías. Un sucesor de Vintras no podía ser, pues, sino Juan Bautista. Desde el momento que es esto, tiene una misión. Ha nacido reformador. Necesita agrupar a su alrededor discípulos para levantar el "poder de Dios" contra la Iglesia Romana. Según él, la Iglesia Romana está librada a Satán. Los sacerdotes católicos son, de acuerdo con su expresión, "los demonios del sacerdocio".

La cuestión dinero le preocupa en grado sumo. Su "Confesión" nos lo muestra "ganando mucha plata" en París, antes de fundar su obra. No dice de dónde viene este dinero. Pero se le va a la cabeza. Compra un castillo y gasta en él sumas considerables. En su espíritu el bien y el mal se han convertido en algo tan confuso que comete una estafa en 1861 y, después de ser enjuiciado, pasa tres años en la cárcel (1861-1864). La investigación judicial establece que utilizaba sus seudoconocimientos sobrenaturales para explotar a las almas crédulas y substraerles dinero. Este dinero, por otra parte, no lo guardaba.

Tenía el placer extraño de recibirlo de unos para repartirlo entre otros. En su "Confesión", pronuncia anatemas incendiarias contra los "demonios del sacerdocio" que lo han denunciado a Roma para hacerlo condenar junto con su amiga la ex religiosa Adéle Chevalier, quien fué objeto de un milagro en La Salette y que después cayó en el vicio, arrastrando al abate Boullan junto con ella era su caída.

Será llevado ante los tribunales eclesiásticos romanos y encarcelado en las prisiones del Santo Oficio, de donde lo liberará la invasión de los piamonteses en 1870. A todos los que lo persiguieron, el abate Boullan les prometía las penas del infierno, eternas o temporales, como asimismo la prisión en la torre de Babel, o el castigo de pagarle todas sus deudas. Sus extravagancias son tales que los mismos discípulos de Vintras lo excluyen de su círculo. La historia de este sacerdote extraviado, que fue víctima del ocultismo y el erotismo, sería sencillamente lamentable y común si no hubiera pertenecido a una cadena y dejado una continuación. Perteneció a una cadena y su caso nos da una vislumbre afligente de todo un mundo de manifestaciones y de intrigas tenebrosas.


LOS LUCIFERIANOS: BOULLAN Y LOS MARIAVITAS



Ocultismo de Eliphas Lévi, el ilusionismo de Vintras, ésta reencarnación de Elías, la teosofía de Madame Blavatsky, las creaciones de Guaita, luego de csár Péladan, bajo el título de Rosa-Cruz, y quizá también, en un plano más amplio todavía, los ritos misteriosos de la francmasonería "iniciática" — condenando el ateísmo del Gran Oriente de Francia — no son más que una cantidad determinada de estas doctrinas esotéricas que se agitan en las profundidades de nuestras sociedades modernas. Y en todo esto no es indudablemente justo ver formas del satanismo actual. Pero el abate Boullan ha dejado también una descendencia: el cisma de los Mariavitas.

¿Qué son los Mariavitas? Los Mariavitas son una secta seudomística fundada en Polonia, en 1906, por un sacerdote excomulgado, Jan Kowalski, y por una visionaria, Francisca Kozlowska (1862-1922). Ahora bien, los fundadores se inculaban estrechamente con el abate Boullan. Habían pertenecido a sus obras, participado en su actuación, compartido su ilusionismo. Kowalski y su colega Procnievski eran ambos franciscanos. María Francisca Kozlowska era una religiosa franciscana. Habían pertenecido a la clientela del abate Boullan y de su profetiza, la ex religiosa Adéle Chevalier, la que fué objeto de un milagro en La Salette. Se los encuentra en este medio sospechoso entre 1888 y 1893. En esta fecha el abate Boullan muere. Los polacos regresan, entonces, a su país. En 1894, empiezan los vaticinios de María Felicitas, a quien pronto llamarán la Matouchka: la madre.

El nuevo movimiento profesa una devoción particular por la Virgen María. No hablan, muy piadosamente, sino de "imitar la vida de la Virgen María" —Mariae vitam imitari—. De ahí el nombre de Mariavitas. María Francisca Kozlowska no teme atribuirse a sí misma la "inhabitación de la Virgen". En 1903, el santo papa Pío X los condenan. Lejos de someterse, los Mariavitas se separan en masa de la Iglesia. Se ha calculado en casi un millón el número de sus adherentes, y en trescientos el de los sacerdotes y religiosas que los dirigen o fanatizan, en la época de la fundación oficial del cisma, en 1906. Kowalski se convierte en patriarca de la secta. Obtiene, para él y algunos colegas, la consagración episcopal — válida — por parte del episcopado viejo-católico y jansenista de Utrecht, en 1909.

En diciembre de 1910, la condenación con la cual el papa Pío X los ha marcado es confirmada y publicada en el Acta Sanctae Sedis. Pero pronto estalla el escándalo. En la secta se tiene la presunción de autorizar la práctica de los "casamientos místicos" y jactarse de ello, plagiado, como el resto, del abate Boullan. Estos casamientos están destinados, se asegura, a obtener "la procreación sin concupiscencia de hijos que, en esta forma, no tendrán el pecado original". Del "casamiento místico" se pasa muy rápido a la "poligamia mística" o "poligamia espiritual". Los viejo católico, entonces, protestan y se enfadan. En el Congreso Internacional de su secta, en 1924, en Berna, excomulgan a toda la Iglesia Mariavita, que cuenta aún en esa fecha con seiscientos mil fieles. Desde esa época el patriarca y varios de sus obispos han tenido que responder, en su país, por graves acusaciones sobre cuestiones de costumbre, y la Corte de Justicia los ha sentenciado a condenas ruidosas. Según la Enciclopedia Católica, en el vocablo Mariaviti, tomo VIII, de 1952, su número no pasaba entonces de los cincuenta mil, con un arzobispo, tres obispos, treinta sacerdotes y quinientas hermanas. Los Mariavitas viven, según ellos, de acuerdo con las Reglas de San Francisco: los sacerdotes obedecen a la primera Regla, las religiosas a la segunda y los fieles a la de la Tercera Orden de nuevo ahí el satanismo se limita a "parodiar" las organizaciones ortodoxas. ¡Ensucia al franciscanismo, por falta de poder hacer mejor!

El caso inquietante de Léon Bloy ¿Habrá que aproximar al caso del ex abate Boullan y los exaltados del mariavitismo, el del célebre escritor Léon Bloy? Plantear la cuestión, hace aún poco tiempo, hubiera parecido una especie de sacrilegio; en todo caso una actitud insoportable. Pero ocurrió que en 1957 apareció una obra sorprendente firmada por R. Barbeau, y que llevaba este título algo ruidoso: Un profeta luciferiano, Léon Bloy (París, Ediciones Montaigne, Aubier). Justo es dejar la palabra a su autor para que nos diga sus intenciones y nos participe sus descubrimientos. Durante más de tres años — dice — formó parte de un "Círculo Léon Bloy", dirigido en Montreal por el R. P. Guy Courteau, S. J., que veía en Bloy al hombre más capaz de sacar de la apatía a los "burgueses" y abrir a los intelectuales los senderos de la Iglesia. Sabemos, en efecto, que la influencia de Léon Bloy fué considerable al principio de este siglo; que hombres como Maritain (y su mujer), Pierre von der Meer de Walcheren, Léopold Levaux, etc., proclamaron a toda voz que le debían su conversión ai catolicismo. Tuvo por amigos — muy generosos — a Pierre Termier, René Martineau, Jacques Debout y otros más. Sus admiradores son hombres como Hubert Colleye, que escribió, en 1930, El alma de Léon Bloy; M. J. Lory, El pensamiento religioso de Léon Bloy, 1951; Stanislas Fumet, Misión de Léon Bloy, 1935; Albert Béguin, Bloy, místico del dolor, 1948, etc.



jueves, 28 de enero de 2016

Sermones del Cura de Ars

SERMÓN SOBRE  EL ORGULLO
(continuación)


EGOLATRIA




El orgulloso nunca quiere ser reprendido, en todo le asiste el derecho; todo cuanto dice está bien dicho; todo cuanto hace esta bien hecho. En cambio, le veréis constantemente preocuparse de la conducta de los demás todo lo encuentra defectuoso: nada está bien hecho ni bien dicho.. Una acción realizada con las mejores intenciones del mundo, su lengua viperina la convierte en cosa mala. ¿Cuántos hay, también, que mienten o inventan par causa del orgullo? Si les ocurre narrar sus dichos o sus hechos, ponen mucho más de lo que hay en realidad. En cambio, otros mienten por temor de la humillación. En otras palabras: los viejos se vanaglorian de lo que no hicieron; si hemos de dar oídos a sus palabras, diremos que fueron los más valerosos conquistadores de la tierra; parece como si hubiesen recorrido el universo entero; y los jóvenes alábense de lo que no harán nunca; todos mendigan, todos corren detrás de una boqueada de humo, que ellos llaman honor. Tal es el mundo de hoy; explorad vuestra conciencia, poned la mano sobre el corazón, y, forzosamente tendréis que reconocer la verdad de lo que os digo.

Pero lo más triste y lamentable es que este pecado sume al alma en tan espesas tinieblas, que nadie se cree culpable del mismo. Nos damos perfecta cuenta de las vanas alabanzas de los demás, conocemos muy bien cuando se atribuyen elogios que jamás merecieron; mas nosotros creemos ser siempre merecedores de los que se nos tributan. Y yo os digo que quién busca la estimación de los hombres es ciego. —¿Por que, me diréis?— He aquí la razón, amigo mío. Ante todo, no diré que pierda todo el mérito de cuanto hace, que todas sus limosnas, sus oraciones y sus penitencias no sean más que motivo de condenación. El creerá haber hecho algo bueno, y todo estará estropeado por el orgullo. Pero os digo yo que es un ciego. Para merecer la estimación de Dios y de los hombres, lo más seguro es huir de los honores en vez de procurarlos; no hay más que persuadirse de que nada somos, nada merecemos; y estemos ciertos de que lo tendremos todo. En todo tiempo se ha visto que cuanto más una persona quiere ensalzarse, tanto más permite Dios su humillación; y cuanto más empeño pone en esconderse, mayor es el brillo que Dios concede a su fama. Mirad: no tenéis más que poner la mano y los ojos sobre la verdad para reconocerla. Una persona, es decir, un orgulloso, corre a mendigar las alabanzas de los hombres; ¡y veréis que apenas si es conocido en una parroquia! Mas aquel que hace cuanto puede para ocultarse, que se desprecia a si mismo y se tiene en nada, hallareis que en veinte o cincuenta leguas a la redonda son elogiadas y conocidas sus buenas cualidades. En una palabra: su fama se esparce par las cuatro partes del mundo; cuanto más se oculta, más conocido es; mientras que cuanto más el otro quiere hacerse visible, más profundamente se hunde en las tinieblas, lo cual hace que nadie le conozca, y él mucho menos que los demás.

Si el fariseo, según habéis visto, es el verdadero retrato del orgulloso, el publicano es una imagen visible del corazón sinceramente penetrado de su pequeñez, de su nada, de su escaso mérito y de su gran confianza en Dios. Jesús nos lo presenta como un modelo cumplido, al cual podemos tomar seguramente por guía. El publicano, nos dice San Lucas, echa en olvido todo el bien que ha podido hacer durante su vida, para ocuparse solamente de su indignidad y de su miseria espiritual; no se atreve a comparecer delante de un Dios tan santo. Lejos de imitar al fariseo, que se situó en un lugar donde podía ser visto de todo el mundo y recibir sus alabanzas, el pobre publicano apenas se atreve a entrar en el templo, corre a ocultarse en un rincón, se considera como si estuviese sólo ante su juez, la faz en tierra, el corazón quebrantado de dolor y los ojos bañados en lágrimas; tanta es su confusión al considerar sus pecados y la santidad de Dios, delante del cual se considera tan indigno de comparecer, que ni se atreve a mirar el altar. Con el corazón lleno de amargura, exclama: «¡Dios mío, dignaos tener piedad de mi, pues soy un gran pecador!» (Luc., XVIII, 13.). Esta humildad movió de tal manera el corazón de Dios, que, no solamente le perdonó sus pecados, sino que le alabó públicamente diciendo que aquel publicano, aunque pecador, le había sido más agradable por su humildad que no el fariseo con la aparatosa ostentación de sus buenas obras: «Pues os digo, afirma Jesucristo, que aquel publicano regresó a su casa libre de pecado, mientras que el fariseo regresó más culpable que antes de entrar en el templo. De donde deduzco que quién se exalta será humillado, y quién se humilla será exaltado». Hasta aquí hemos visto en qué consiste el orgullo, cuan horrible es este vicio, cuanto ofende a Dios y cuan duramente lo castiga el Señor. Vamos a ver ahora lo que sea su virtud contraria, a saber, la humildad.

III.- «Si el orgullo es la fuente de toda clase de vicios» (Eccli, X, 15.), podemos también afirmar que la humildad es la fuente y el fundamento de toda clase de virtudes (Prov., XV, 33.); es la puerta por la cual pasan las gracias que Dios nos otorga; ella es la que sazona todos nuestros actos, comunicándoles tanto valor, y haciendo que resulten tan agradables a Dios; finalmente, ella nos constituye dueños del corazón de Dios, hasta hacer de Él, por decirlo así, nuestro servidor; pues nunca ha podido Dios resistir a un corazón humilde (1 Petr., V, 5.).- Pero, me diréis, ¿en qué consiste esa humildad, que tantas gracias nos merece? -Helo Aquí, amigo mío. Escúchame: has podido conocer ya si realmente estabas dominado por el orgullo, y ahora vas a ver si tienes la dicha de poseer esta tan rara como hermosa virtud; si la posees en toda su integridad, tienes segura la gloria del cielo. La humildad, nos dice San Bernardo, es una virtud que nos hace conocer a nosotros mismos, y nos inclina a concebir un constante desprecio de cuanto procede de nuestra persona. La humildad es una antorcha que presenta a la luz del día nuestras imperfecciones; no consiste, pues, en palabras ni en obras, sino en el conocimiento de sí mismo, gracias al cual descubrimos en nuestro ser un cúmulo de defectos que el orgullo nos ocultara hasta el presente. Y digo que esta virtud nos es absolutamente necesaria para ir al cielo; oíd, si no, lo que nos dice Jesucristo en el Evangelio: «Si no os volvéis como niños, no entrareis en el reino de los cielos. En verdad os digo que, si no os convertís, si no apartáis esos sentimientos de orgullo y de ambición, tan naturales al hombre, nunca llegaréis al cielo (Matth., XVIII, 3.). «Sí, nos dice el Sabio, la humildad todo lo alcanza» (Ps. Cl, 18.). ¿Queréis alcanzar el perdón de los pecados? Presentaos ante vuestro Dios en la persona de sus ministros, y allí, llenos de confusión, considerándoos indignos de obtener el perdón que imploráis, podéis tener la seguridad de alcanzar misericordia. ¿Sois tentados? Corred a humillaros, reconociendo que por vuestra parte no podéis hacer más que perderos: y tened por cierto que os veréis libres de la tentación. ¡Oh, hermosa virtud, cuan agradables son a Dios las almas que lo poseen! El mismo Jesucristo no pudo darnos más hermosa idea de sus méritos que manifestándonos que había querido tomar «la forma de esclavo» (Philip., 11, 7.) la más vil condición a que puede llegar un hombre. ¿Qué es lo que tan agradable hizo a la Santísima Virgen ante los ojos de Dios sino la humildad y el desprecio de si mismo?

Leemos en la historia (Vida de los Padres del desierto, 1, p. 52.) que San Antonio tuvo una visión en la que Dios le presentó el mundo cubierto con una red cuyos cuatro extremos estaban sostenidos por demonios. «¡Ah!, exclamo el Santo, ¿Quién podrá escapar de esta red?» «Antonio, le dijo el Señor, basta tener humildad: es decir, si reconoces que de tu parte nada mereces, que de nada eres capaz con tus solas fuerzas, entonces saldrás triunfante». Un amigo de San Agustín le preguntó cual era la virtud que debía practicar para ser más agradable a Dios. El Santo le contesta: «Te basta la sola humildad. En vano he trabajado en buscar la verdad; para conocer el camino que más seguramente lleve a Dios, nunca he sabido hallar otro». Escuchad lo que nos cuenta la historia (Vida de los Padres del desierto, San Macario de Egipto, t. 11, p. 358.). San Macario, un día que regresaba a su morada con un haz de leña, halló al demonio empuñando un tridente de fuego, el cual le dijo: «Oh, Macario, cuanto sufro por no poderte maltratar; ¿por que me haces sufrir tanto?, pues cuanto haces, lo practico yo mejor que tú: si tú ayunas, yo no como nunca; si tú pasas las noches en vela, yo no duermo nunca; solamente me aventajas en una cosa, y con ella me tienes vencido». ¿Sabéis cual era la cosa que tenía San Macario y el demonio no? ¡Ah!, amados míos, la humildad. ¡Oh, hermosa virtud, cuan dichoso y cuan capaz de grandes cosas es el mortal que la posee!