El
modelo occidental, basado en el capitalismo y en cierta forma
de democracia, ya no logra defender el interés general
ni garantizar la soberanía popular, dos fracasos que
constituyen los ingredientes de una revolución generalizada.
Históricamente,
la crisis de Occidente comenzó con la crisis del capitalismo estadounidense,
en 1929. En aquella época, la mayoría de los libros y los diarios
afirmaban que la concentración del capital esterilizaba la economía al
impedir en muchos sectores la competencia entre las empresas. En aquel
momento, mientras el hambre asolaba Estados Unidos, la prensa
proponía tres modelos políticos como posibles salidas del estancamiento
económico:
El
propio Lenin percibió el fracaso de su teoría económica en tiempos de guerra
civil. Así que liberalizó el comercio exterior e incluso autorizó algunas
empresas privadas en la Unión Soviética, en el marco de su Nueva Política
Económica (NEP). El fascismo sólo logró desarrollarse imponiendo una
terrible represión y fue barrido durante la Segunda Guerra Mundial.
El llamado progresismo se mantuvo en vigor hasta los
años 1980, cuando fue cuestionado por la desregulación (también llamada liberalización o desreglamentación)
impulsada por el presidente estadounidense Ronald Reagan y por la
primer ministro británica Margaret Thatcher.
En el
momento actual, ese cuarto modelo –la desregulación– se ve cuestionado
a su vez por la destrucción de la clase media, consecuencia de
la globalización. Después de la desaparición de la URSS,
el presidente estadounidense George Bush padre estimó que
la rivalidad militar entre Washington y Moscú debía dejar paso a la
búsqueda de la prosperidad económica y autorizó ciertas grandes empresas
estadounidenses a establecer alianzas con el Partido Comunista Chino y a
trasladar a China sus fábricas y medios de producción. A pesar
de su pobre formación, el costo de la fuerza trabajo china era 20 veces
inferior al de la fuerza de trabajo estadounidense y aquellas empresas
amasaron beneficios colosales, que les permitieron imponer en ciertos
sectores una concentración del capital muy superior a la que se había
registrado en 1929. Además, la parte fundamental de las ganancias de
esas empresas ya no venía de la producción de bienes y servicios sino de
la acumulación de sus propios fondos. De esa manera, el capitalismo
cambió nuevamente de naturaleza, dejando de ser capitalismo productivo para
convertirse en capitalismo financiero.
La
fuerza de trabajo china, con trabajadores formados en pleno proceso de
producción, ha pasado a ser tan costosa como la fuerza de trabajo
estadounidense, lo cual implica que las instalaciones productivas están
comenzando a “emigrar” desde China, cuyas empresas deslocalizan la
producción en Vietnam y en la India. Volvemos así al punto de partida.
Las
empresas estadounidenses que se llevaron a China los puestos de
trabajo de Estados Unidos, financiarizando así sus actividades, lograron
amalgamar su ideología de la «globalización económica» con la
mundialización del uso de nuevas técnicas, dos cosas no vinculadas
entre sí. Las nuevas técnicas pueden ser utilizadas en cualquier
lugar del mundo, pero no pueden ser utilizadas en todas partes a la vez
ya que requieren grandes volúmenes de energía y de materias primas.
Debido a
ello, esas empresas convencieron a Donald Rumsfeld, el secretario de Defensa
del presidente George Bush hijo, para dividir el mundo en dos
partes, creando una zona de consumo global –alrededor de Estados Unidos,
Rusia y China– y una segunda zona encargada de alimentar a la primera
sirviéndole de simple “reserva” o “depósito” de recursos. El Pentágono
decidió entonces destruir los Estados en los países del «Medio Oriente
ampliado» (o «Gran Medio Oriente») para que los pueblos de
esos países tuviesen menos posibilidades de organizarse para oponerse a tal
proyecto y a la explotación de sus recursos –es lo que George
Bush hijo llamó la «guerra sin fin». Así comenzaron guerras
que se eternizan en Afganistán, Irak, Libia, Siria y Yemen,
conflictos que tienen todos causas supuestamente diferentes… pero donde siempre
aparecen los mismos agresores: los yihadistas.
En 2017,
el presidente estadounidense Donald Trump y el presidente chino Xi Jinping
decidieron –en el mismo momento– luchar contra la fuga de las empresas
productoras de bienes. Trump decidió hacerlo a través del nacionalismo proteccionista mientras
que Xi Jinping optaba por el nacionalismo
económico.
En Estados
Unidos, el Congreso rechazó la reforma fiscal que Trump proponía: la Border
Ajustment Act, que preveía liberalizar las exportaciones e imponer
gravámenes de un 20% a todas las importaciones.
En
China, en ocasión del 19º Congreso del Partido Comunista, el presidente Xi
Jinping creó el Frente Unido, un órgano encargado de verificar que los
objetivos de las empresas corresponden a los objetivos de la nación, e
introdujo un representante del Estado en el consejo de administración de todas
las grandes empresas.
El
fracaso de su intento de lograr que se adoptara su proyecto fiscal ha
llevado a Trump a tratar de obtener los mismos resultados con una guerra de
derechos de aduana contra China. El Partido Comunista de China
respondió desarrollando el mercado interno chino y orientando hacia Europa el
excedente de la producción china.
Resultado:
Europa está viéndose afectada por las políticas económicas de Washington y de
Pekín. Y, como siempre, cuando los gobernantes no tienen
en cuenta los problemas de sus pueblos, el problema
económico genera una crisis política.
La crisis de la democracia
Contrariamente
a una idea preconcebida basada sólo en las apariencias, lo que provoca
revoluciones no es tanto una decisión premeditada de crear un nuevo
régimen sino más bien la defensa de los intereses colectivos. En el mundo
moderno, se trata siempre de un patriotismo. Quienes se rebelan
siempre piensan, con razón o no, que sus gobernantes están
al servicio de intereses externos y que han dejado de ser sus
aliados para convertirse en enemigos.
El orden
internacional que se instauró después de la Segunda Guerra Mundial
supuestamente debía estar al servicio del interés general, a través
de una forma de democracia o de una forma de dictadura del proletariado. Pero
ese sistema no podía funcionar de forma duradera
en Estados sin soberanía, como los de los países miembros
de la OTAN o los del desaparecido Pacto de Varsovia.
Los dirigentes de esos Estados acabaron viéndose llevados
a traicionar a sus pueblos para servir al Estado líder de
su bloque militar: Estados Unidos o la URSS. Aquel sistema fue
aceptado por el tiempo durante el cual las partes creían,
con razón o sin ella, que era lo indispensable para vivir
en paz. Hoy en día, esa justificación ya no existe… pero
la OTAN sigue existiendo, aunque ha perdido aquella apariencia de
legitimidad.
La OTAN,
que constituye una especie de Legión Extranjera al servicio de
Estados Unidos y del Reino Unido, concibió e instauró lo que hoy es
la Unión Europea. Al principio, el objetivo era anclar el oeste
de Europa en el campo occidental. Hoy en día, en virtud de los
tratados, la Unión Europea subordina su defensa a la OTAN. En
la práctica, para los pueblos de la UE, la OTAN es la rama
militar de un todo cuya rama civil es la Unión Europea. La OTAN
impone sus normas a la UE, ordena construir la infraestructura que
necesita para la actividad militar y se hace financiar por la Unión
Europea a través de mecanismos opacos. Todo esto sucede
a espaldas de los pueblos de la Unión Europea, a quienes se
les explica –por ejemplo– que el Parlamento Europeo vota
las normas, cuando en realidad ese Parlamento sólo ratifica los
textos de la OTAN que le son presentados a través de la
Comisión Europea.
No cabe
duda de que, aunque sufren su actuación sin rebelarse, la ciudadanía
de los Estados miembros de la Unión Europea no acepta esa organización,
lo cual queda demostrado por el hecho que los pueblos europeos
siempre han rechazado la idea de adoptar una Constitución europea.
De forma
paralela, el concepto mismo de democracia ha sido sometido a una profunda
transformación. Ya no se trata de garantizar el «poder del pueblo»
sino de someterse al «estado de derecho», dos conceptos incompatibles
entre sí. Ahora los magistrados deciden, en lugar del pueblo,
quiénes tendrán derecho a representarlo y quiénes no. Ese traspaso de
la soberanía, de las manos del pueblo a los sistemas judiciales,
resulta indispensable para mantener el predominio de los anglosajones sobre
los miembros de la Unión Europea. Eso explica el empeño de Bruselas en
imponer el «estado de derecho» a Polonia y Hungría.
La revuelta
La caída
del nivel de vida de los estadounidenses modestos que se registró bajo la
administración Obama dio lugar a la elección de Donald Trump. La
aceleración de las deslocalizaciones de Europa como consecuencia de la guerra
aduanera entre Estados Unidos y China dio lugar
al surgimiento del movimiento de los Chalecos Amarillos en Francia.
Esta
revuelta popular se materializó en las primeras semanas de ese movimiento
–con el reclamo de la instauración del Referéndum de Iniciativa Ciudadana
(RIC), propuesto por Etienne Chouard. En el caso de Francia, esta revuelta
se inscribe en la tendencia iniciada –en 1981– con la candidatura
del humorista Coluche, que tuvo como lema «Todos juntos para darles por
el culo», y más recientemente –en 2007– por las manifestaciones
alrededor del humorista italiano Beppe Grillo, con una consigna muy similar: «Vaffanculo»,
o sea «Que les den». La burla viene cada vez más
a menudo acompañada de una cólera que se hace más y más fuerte y
obscena.
Es muy
importante entender que la cuestión del rechazo de la dominación militar
estadounidense llegó antes que el tema de la globalización económica,
pero que ha sido este último el que dio inicio a la revuelta.
Al mismo
tiempo, hay que distinguir los reclamos patrióticos de los Chalecos
Amarillos, quienes suelen enarbolar la bandera francesa, de las consignas
de los trotskistas, que rápidamente se apoderaron del movimiento y
lo desviaron arremetiendo contra símbolos de la Nación y cometiendo
actos vandálicos contra el Arco del Triunfo.
En
resumen, la revuelta actual es a la vez el fruto de 75 años de
dominación anglosajona sobre los miembros de la Unión Europea y de la
híper concentración del capital globalizado. Esas dos crisis
conjugadas constituyen una bomba de tiempo que, de no ser desactivada,
estallará en detrimento de todos. Esta revuelta ha alcanzado
ahora el estatus de una verdadera toma de conciencia del problema, pero
no tiene aún la madurez que necesitaría para evitar que los gobernantes
europeos lleguen a subvertirla.
Al
evitar ocuparse de resolver los problemas planteados, los gobernantes
europeos sólo esperan seguir gozando de sus privilegios por el mayor tiempo
posible, sin tener que asumir las responsabilidades que
les corresponden. Al adoptar esa actitud, no les queda otra
opción que empujar los pueblos a la guerra o exponerse
ellos mismos al peligro de ser derrocados en medio de un
estallido de violencia.