Todos
los domingos salíamos después de la doctrina a jugar al campo, y esto qué buen
resultado me dio para conocer a los muchachos y disciplinarlos.
En la
noche asistían a la escuela. El 31 de agosto me invitó mi hermano Leopoldo a un
paseo al río, cerca de Terrero, y que llevara mis muchachos. En autos nos
transportamos allá desde muy temprano, o sea después de almorzar; nos acompañó
el señor cura. Nos bañamos, jugaron, cantaron y se divirtieron muy felices.
Comimos y por la tarde nos volvimos a la población, llenos de contento. Cuando
esto sucede, parece que toda la vida es cajeta, mas yo creo que nuestro Señor
con esto nos va preparando para el sacrificio que consigo lleva toda obra suya.
Quién había de pensar en ese hermoso día que ése era el único paseo que
tendríamos antes de la persecución que ya se preparaba. Ese día con seguridad
que ni siquiera nos imaginábamos la cárcel que poco tiempo después tendríamos
que ocupar; ni mucho menos nos imaginamos que uno que más tarde debía ser
nuestro párroco debía de sufrir el martirio por la misma Asociación Católica de
la Juventud Mexicana. Altos juicios de nuestro Señor.
Tiempo
después logramos comunicarnos con el Comité Diocesano, quien nos dirigió al
Comité Central de Méjico.
Los
muchachos se entusiasmaron con las fiestas dramáticas y lograron dar algunas de
paga, pero vino la colisión de fiestas y hubo competencia y ya no se pudo hacer
gran cosa.
En el
mes de septiembre, aniversario de mi ordenación sacerdotal y cantamisa, de mi
cumpleaños, día de mi llegada a ésta y del día de mi santo, los días 3, 12, 15,
23 y 27, vi en mi derredor a todos aquellos con quienes había trabajado. Yo
tengo para mí que éste fue el apogeo de mis trabajos sacerdotales en este
pueblo.
Nuevo
año Entró, precedido de una horrenda lluvia de 480 horas casi continuas en esta
población y grande parte de la región, el año de 1926. Esto era sin duda un
anuncio de lo que serían nuestros tiempos en delante. Las casas del pueblo se
derrumbaron en un 95 por ciento, las pérdidas fueron considerables y todos creímos
que ya íbamos a terminar. Esta lluvia terminó el 3 de enero.
En lo
político estábamos completamente mal. El presidente de la República, general Plutarco
Elías Calles, masón del grado 33 y bolchevique, se había rodeado de elementos enteramente
impíos y, como presagio de sus malos intentos, vino el aumento de
contribuciones, tan altas que hicieron casi imposible todo trabajo, sobre todo
la minería.
En
distintos estados de la Nación empezaron a aparecer leyes locales reglamentando
el artículo 130 y queriendo obligar a los sacerdotes a inscribirse en los
registros civiles. Ya desde enero de 1925 se había declarado un cisma, siendo
patriarca de él un desgraciado sacerdote, Joaquín Pérez, en Méjico y, si bien
fracasó, con todo comprendimos, por la ayuda que le dio el gobierno, que todo
esto entraba en sus proyectos diabólicos en contra de la Iglesia.
Los
más previsores comprendieron luego que estábamos en vísperas de una gran conflagración
nacional y que la persecución religiosa era un hecho, y los comités centrales de
las agrupaciones dieron el toque de alarma.
Entre
tanto, nosotros nos organizábamos a gran prisa sin salirnos nada de nuestro programa,
por más que los enemigos decían que preparábamos una revolución.
Hicimos
las elecciones. Ya las de la Asociación Católica de la Juventud Mexicana habían
quedado hechas definitivamente en la fiesta oficial de Nuestra Señora de
Guadalupe y quedaban como presidente y vicepresidente, respectivamente, Lucilo
J. Caldera y Francisco González. En el sindicato quedaron don Ángel Reyes y don
Sabino Cordero, y en la unión, Victoria Márquez y María Trinidad Arroyo.
En el
sindicato se abrió la caja de ahorros y todo nos sonreía, pero no comprendíamos
hasta dónde iríamos a dar.
Aumenta
la persecución Como en todas partes tomaba auge la persecución según las
noticias de la prensa, los temores aumentaron, y lo que antes era sólo
previsión de los directores intelectuales del pueblo, pasaba a confirmarse con
los hechos.
El
ilustrísimo y reverendísimo señor doctor don Jesús Manríquez y Zárate, heroico obispo
de Huejutla, dio, con intervalo de tiempo, seis cartas pastorales en las que
con verdadero espíritu cristiano defendía los intereses de la Iglesia, advertía
los errores del gobierno al pueblo y daba instrucciones para no apartarse ni un
ápice de la doctrina salvadora de la misma Iglesia. Sus palabras, llenas de
valentía y unción, electrizaron al pueblo católico, y sus cartas fueron acogidas
no sólo por su grey sino también por todos los católicos.
Esto
sirvió para preparar y orientar al pueblo, pues el Episcopado nada había dicho.
En
cambio, el gobierno las interpretó hostilmente, procesó al ilustrísimo señor,
lo aprehenden, lo conducen a pie gran parte del camino y lo recluyen en la
cárcel de Pachuca. Allí recibió la adhesión de muchísimos católicos, recibe
telegramas de todas partes de la República confortándolo y felicitándolo por su
valentía y hasta una carta especial le llega del ilustrísimo señor arzobispo de
Durango. Esto pasaba por los meses de julio y agosto, y ya desde junio. La
prensa daba la noticia de detenciones de sacerdotes en varias partes de la
República, así como de prominentes católicos seglares. Manifiesto a la Nación Viendo
que las cosas iban tomando un cariz muy negro para los intereses de los
católicos, los directores del pueblo católico forman una Liga Defensora de la
Libertad Religiosa, siendo presidente el notable zacatecano católico don Rafael
Ceniceros y Villarreal, quien se rodeó de otros sabios católicos como el joven
René Capistrán Garza y otros.
Lanzan
al público su programa, el que es recibido con entusiasmo por el pueblo, y uno
de sus primordiales trabajos, ya en serio, fue lanzar a la Nación un manifiesto
en el que, apoyados en la misma Constitución, se pedía al Congreso de la Unión
la derogación de los artículos acatólicos.
La
Asociación Católica de la Juventud Mexicana se encarga, juntamente con los centros
sucursales de la liga, de pedir y recoger firmas en toda la República para
hacer tal petición al Congreso. Y por esto son aprehendidos, en varias partes
de la Nación, muchos acejotaemeros [que] se entregaban a tal trabajo.
Nuevo
párroco en Valparaíso. Aprehensiones El ilustrísimo señor Plasencia removió al
señor Ibarra, así que el día 1. º de marzo de 1926 llegó a la población, en el
camión de Fresnillo, el señor cura don Mateo Correa.
Ese
mismo día por la noche recibió la parroquia. Otro día a las 6 de la mañana
salió para Huejuquilla el Alto el señor Ibarra.
A la
una de la tarde va conmigo un acejotaemero, J. Guadalupe Flores, y me dice: “padre,
acaba de llegar un auto grande que parece que en él viene Ortiz”, yo me
sorprendí un poco pero no le di mayor importancia a su llegada.
Los
jóvenes Vicente Rodarte y Pascual Padilla andaba[n] recogiendo firmas para el manifiesto
a la Nación, y como luego que llegó Ortiz le dieron cuenta de eso,
inmediatamente se llenó de ira infernal y ordenó que se aprehendiera a los
sacerdotes y a los jóvenes.
El
teniente Alfonso Fuentes, con dos soldados, se presentó en mi residencia
provisional, Parroquia 4 y, acompañado también de Lucilo J. Caldera, presidente
de la Asociación Católica de la Juventud Mexicana, pidiéndome una carta de
México y el manifiesto. El mismo Lucilo entregó dicha carta, que era la del
Comité Central, donde les daban orden a los muchachos de recoger las firmas;
pidió el nombre o nombres de los que andaban recogiendo las firmas y luego me
intimó la orden de que juntamente con el señor cura me presentara al general
Ortiz. De ahí pasamos a la casa del señor cura, le dijo lo mismo; luego nos
dirigimos a ver al general. La gente empezó a darse cuenta y a formar grupos y
los soldados impiden que nos sigan, lo mismo quiere hacer las señoras, e
igualmente las estorban, y cuando llegamos con el general, él mismo con palabras
soeces retira a los hombres y mujeres que se reunían. Este jefe estaba en casa
de la señora doña Santos Medina viuda de González, pero no nos pasaron a la
casa sino que el general nos llevó al frente, a la escuela oficial de niñas, y
allí, recargado en el contramarco de la puerta, nos habló. Dice al señor cura:
“¿cuál es su labor aquí?”. Él contesta: “labor de paz”. “Sí, de paz”, dice
Ortiz; “ésta es labor de paz”; decía esto señalando la carta y el manifiesto.
El
señor cura no conocía el manifiesto, así que enteramente ignoraba de qué se
trataba.
Entonces
dije: “el señor cura no conoce el manifiesto, pues él acaba de llegar”. Dice
Ortiz: “sí, no lo conoce…, llegando y haciendo lumbre”. Ya estuvo interrogando
al señor cura sobre el lugar de donde venía. Me pregunta cuál es mi oficio, y
respondiéndole yo que era ayudante del párroco en el ministerio, “no”, nos
dice, “se preparan porque los voy a llevar para Zacatecas, para ponerlos presos
por sediciosos, ¿tienen en qué ir?”. “No, señor”, contestamos, y él dice: “pues
irán a pie”. “Como guste mi general”, dice el señor cura. Sin más se retira y
nos dejó allí hasta que Fuentes le preguntó si nos íbamos y respondió: “sí, que
se vayan, ya quedamos”, y se fue diciendo quién sabe cuántas cosas.
Como
antes había aprehendido a Lucilo, ya le había puesto su refresco Ortiz con sus
palabras tan abundantes y este muchacho tuvo este rasgo de fe que aquí
consigno: le dice Ortiz: “¿tú eres católico?”. “Sí, señor”, contesta el joven.
“De modo que tú crees que si por eso yo te matara ahorita, ¿te ibas al cielo?”.
“Creo que sí”, contestó, “con la ayuda de Dios”.
Aprehendidos
los otros jóvenes, Rodarte y Padilla, fueron recluidos en la cárcel, a donde
fueron a felicitarlos, desde la reja, los acejotaemeros Francisco González,
Juan Manuel López y muchos más. López hasta pidió permiso a Ortiz de dormir en
la cárcel para acompañar a sus compañeros. Tumulto del pueblo El pueblo, ¿qué
hacía? Los agraristas un poco se extrañaron, pero en todo cumplieron las órdenes
del tirano, sobre todo el mentecato presidente municipal, Epigmenio Talamantes,
a quien habían elevado al poder los obreros católicos, principalmente, dizque
por bueno (?). Les había prometido, en cambio, que sería con ellos; otro tanto
había prometido respecto a la Asociación Católica de la Juventud Mexicana, y a
mí especialmente había prometido estar pronto juntamente con el Ayuntamiento
para ayudar a los sacerdotes en cualquier circunstancia difícil, como sería un
atentado de los enemigos nuestros ya declarados. Bellas promesas que yo nunca
creí y que en verdad no se realizaron.
El
pueblo católico sí se alarmó y empezaron en grupos a visitarnos y pedir
instrucciones.
Toda
la tarde fue nuestro trabajo, del señor cura y mío, el estar calmándolos, pues
tomaban ya determinaciones hostiles, que, si no las hubiéramos impedido, no
había salido con vida Ortiz y sus 15 soldados que lo acompañaban.
Con
todo, enviaron correos para todas las rancherías, al grado de que al amanecer
ya se sabía hasta Ábrego y Mezquitic. Amaneció la población repleta de gente,
más que en las solemnidades, y por las orillas del pueblo había gente armada,
pues habían acordado que, si nos llevaba Ortiz, se echarían sobre él para
libertarnos. Dios no lo permitió.
Por la
noche del día de nuestra aprehensión se presentó una comisión de las
principales damas de la población pidiendo a Ortiz no nos llevara. El general
las recibió bien, pero les peroró largamente sus ideas anticatólicas, queriendo
demostrarles lo inmoral que éramos los sacerdotes. Y resultado: les concedió no
irnos con él, pero que después nos presentaríamos solos en Zacatecas, y lo más
pronto posible.
El día
3, muy silenciosamente, como a las 7 de la mañana salió Ortiz. Unos dicen que
tuvo miedo a la multitud, el hecho es que ni siquiera se desayunó, quedando el
desayuno prevenido.
Los
acejotaemeros fueron puestos en libertad tan luego como se fueron, pero con la
consigna de presentarse juntamente con nosotros. ¿A Zacatecas? De la Hacienda
de San Mateo mandó una orden Ortiz a Talamantes, diciéndole que nos dijera que
nos esperaba en Zacatecas a todos los detenidos.
Unos,
dizque los más prudentes (?), aprobaban que fuéramos, pues de lo contrario se
comprometía el pueblo… Otros negaban. Nosotros estábamos por no ir si no nos
llevaban, pues no habíamos tenido ningún arreglo con Ortiz.
En
esto acuerdan las señoras que una comisión de ellas pase a Zacatecas a ver si
Ortiz,
ya
calmado, nos deja en paz. En coche especial salen luego las señoras doña Santos
Medina,
doña Cenobia Cosío y las señoritas María López y Rosa Rivas.
Llegan
a Zacatecas y logran ver a Ortiz en su casa, las recibe muy mal, con su
vocabulario y, sin más, ordena que nos presenten dentro dos días, pues de lo
contrario mandaría por nosotros. Hablan con el gobernador interino, su paisano
don Leonardo Recéndez Dávila y, sin ningunas esperanzas favorables, aprueba que
nos manden llevar y que lleguemos a su casa para ver si él logra calmar un
tanto a la fiera.
El
lunes 8, con gran zozobra, sin prever lo que sucedería, fui yo a San Miguel
dizque a darles misa el día siguiente. Por la tarde estaba confesando cuando oí
el silbato y ruido de automóvil que se paró en la puerta del atrio. Al momento
presentí algo malo, salí y vi a Lucilo, quien me notificó que María López y
Cenobia habían vuelto de Zacatecas con la orden de presentarnos y con permiso
del señor obispo, pero nada me mandaba decir el señor cura. ¿Qué hacer? Titubié
mucho y al fin determiné irme. Cogí mi sombrero, al sacristán le dije que al
día siguiente temprano mandaran por mí para darles la misa y partimos para
Valparaíso.
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