4. EL ABANDONO EN LOS BIENES NATURALES DEL CUERPO Y DEL
ESPÍRITU (continuación)
Si soporta esta prueba sin
inquietud, sin deseos, obedeciendo a los médicos y a sus Superiores, si se
mantiene tranquila, resignada en la voluntad de Dios, es señal de que hay en
ella un gran fondo de virtud.
Mas,
¿qué pensar de un enfermo que se queja de los pocos cuidados que de los otros
recibe, de sus sufrimientos que encuentra insoportables, de la ineficacia de
los remedios, de la ignorancia del médico y que llega a veces hasta murmurar contra
Dios mismo, como si le tratase con demasiada dureza?» ¿Seremos del número de
los sabios, que no abundan, que no se preocupan ni de la salud ni de la
enfermedad, y que saben sacar de ambas todo el provecho posible? O bien, ¿no llegaremos
a convertir la salud en un escollo y la enfermedad en causa de ruina? Nada
podemos asegurar, pues sólo Dios lo sabe. Por lo pronto, nada hay mejor que
establecerse en una santa indiferencia y entregarnos al beneplácito divino, sea
cual fuere. Es la condición necesaria, para mantenernos siempre dispuestos a
recibir con amor y confianza lo que la Providencia tuviera a bien enviarnos, la
plenitud de las fuerzas, la debilidad, la enfermedad o los achaques.
Sin
embargo, el abandono no quita sino la preocupación; no dispensa en manera
alguna de las leyes de la prudencia, ni siquiera excluye un deseo moderado.
Nuestra salud puede ser más o menos necesaria a los que nos rodean, de ella necesitamos
para desempeñar nuestras obligaciones. «No es, pues, pecado sino virtud -dice
San Alfonso tener de la misma un cuidado razonable, encaminado al mejor
servicio de Dios.»
Aquí
se han de temer dos escollos: las muchas y las pocas precauciones. No tenemos
derecho a comprometer inútilmente nuestra salud por excesos o culpables
imprudencias. Mas, por el contrario, añade San Alfonso, «habrá pecado en cuidar
de ella en demasía, visto sobre todo que bajo la influencia del amor propio se
pasa fácilmente de lo necesario a lo superfluo». Este segundo escollo es mucho
más de temer que el primero, por lo que San Bernardo se muestra enérgico contra
los sobrado celosos discípulos de Epicuro e Hipócrates: Epicuro no piensa sino
en la voluptuosidad; Hipócrates, en la salud; mi Maestro me predica el
desprecio de la una y de la otra y me enseña a perder, si es necesario, la vida
del cuerpo para salvar la del alma, y con esta palabra condena la prudencia de
la carne que se deja llevar hacia la voluptuosidad, o que busca la salud más de
lo necesario.
Santa
Teresa compadece amablemente a las personas preocupadas con exceso de su salud,
que pudiendo asistir al coro sin peligro de ponerse más enfermas, dejan de
hacerlo
«un
día porque les duele la cabeza, otro porque les dolió, y dos o tres días más
por temor de que les duela». La santa misma no evitó siempre este escollo,
según lo declara en su Vida: «Que no nos matarán estos negros cuerpos que tan concertadamente
se quieren llevar para desconcertar el alma; y el demonio ayuda mucho a
hacerlos inhábiles. Cuando ve un poco de temor no quiere él más para hacernos
entender que todo nos ha de matar y quitar la salud; hasta en tener lágrimas nos
hace temer de cegar. He pasado por esto y por eso lo sé; y yo no sé qué mejor
vista o salud podemos desear que perderla por tal causa. Como soy tan enferma,
hasta que me determiné en no hacer caso del cuerpo ni de la salud, siempre estuve
atada sin valer nada; y ahora tengo bien poco. Mas como quiso que entendiese
este ardid del demonio, y como me ponía delante el perder la salud, decía yo:
"poco va en que me muera... ¡Sí!
¡El descanso! ... No he menester descanso, sino cruz". Ansí otras cosas.
Vi claro que en muy muchas, aunque yo de hecho soy harto enferma, que era
tentación del demonio o flojedad mía, que después que no estoy tan mirada y
regalada tengo mucha más salud».
Bien
persuadidos de que la santidad es el fin y la salud un medio accesorio,
opongamos a todos los artificios del enemigo la valiente respuesta de Gemma
Galgani: «Primero el alma, después el cuerpo»; y no olvidemos este importante
aviso de San Alfonso: «Temed que, tomando muy a pecho el cuidado de vuestra
salud corporal, pongáis en peligro la salud de vuestra alma, o por lo menos la
obra de vuestra santificación.
Pensad
que si los santos hubieran como vos cuidado tanto de su salud, jamás se
hubieran santificado.»
Cuando
la enfermedad, la debilidad, los achaques nos visiten, ¿nos será permitido
exhalar quejas resignadas, formular deseos moderados y presentar súplicas
sumisas? Seguramente que sí.
San
Francisco de Sales consiente a su querido Teótimo repetir todas las
lamentaciones de Job y de Jeremías, con tal que lo más alto del espíritu se
conforme con el divino beneplácito. Sin embargo, se burla finamente de los que
no cesan de quejarse, que no hallan suficientes personas a quienes referir por
menudo sus dolores, cuyo mal es siempre incomparable, mientras que el de los
otros no es nada. Jamás se le vio hacer personalmente el quejumbroso: decía sencillamente
su mal sin abultarlo con excesivos lamentos, sin disminuirlo con engaños. Lo
primero le parecía cobardía; lo segundo, doblez.
«No os
prohíbo -dice San Alfonso descubrir vuestros sufrimientos cuando son graves.
Mas poneros a gemir por un pequeño mal y querer que todos vengan a lamentarse a
vuestro alrededor, lo tengo por debilidad... Cuando los males nos afligen con
vehemencia, no es falta pedir a Dios nos libre de ellos. Más perfecto es no
quejarse de los dolores que se tienen, y lo mejor es no pedir ni la salud ni la
enfermedad, sino abandonarnos a la voluntad de Dios, a fin de que El disponga de
nosotros como le plazca. Si con todo necesitamos solicitar nuestra curación,
sea por lo menos con resignación y bajo la condición de que la salud del cuerpo
convenga a la del alma; de otra suerte, nuestra oración sería defectuosa y sin
efectos, ya que el Señor no escucha las oraciones que no se hagan con
resignación.» «Paréceme -dice Santa Teresa- que es una grandísima imperfección
quejarse sin cesar de pequeños males. No hablo de los males de importancia,
como una fiebre violenta, por más que deseo que se soporten con paciencia y
moderación, sino que me refiero a esas ligeras indisposiciones que se pueden
sufrir sin dar molestias a nadie. En cuanto a los grandes males por sí mismos
se compadecen y no pueden ocultarse por mucho tiempo. Sin embargo, cuando se
trate de verdaderas enfermedades, deben declararse y sufrir que se nos asista
con lo que fuere necesario» En una palabra, los doctores y los santos admiten
quejas moderadas y oraciones sumisas; tan sólo condenan el exceso y la falta de
sumisión. Más prefieren inclinarse, como San Francisco de Sales, «hacia donde
hay señales más ciertas del divino beneplácito», y decir con San Alfonso:
«Señor, no deseo ni curar, ni estar enfermo; quiero únicamente lo que Vos queréis».
San Francisco de Sales permite a sus hijas pedir la curación a Nuestro Señor
como a quien nos la puede conceder, pero con esta condición: si tal es su
voluntad. Mas personalmente, jamás oraba para ser librado de la enfermedad; era
demasiada gracia para él, decía; sufrir en su cuerpo a fin de que, como no
hacía mucha penitencia voluntaria, siquiera hiciese alguna necesaria. Léese
asimismo en el oficio de San Camilo de Lelis, que teniendo cinco enfermedades
largas y penosas, las llamaba «las misericordias del Señor», y se guardó muy
bien de pedir el ser librado de ellas.
Lejos
de nosotros el pensamiento de condenar al que ruega para obtener la curación o
alivio de sus males, con tal de que lo haga con sumisión. Nuestro Señor ha
curado a los enfermos que se apiñaban en torno suyo; y con frecuencia
recompensa con milagros a los que afluyen a Lourdes. A no dudarlo, hay en ello
una magnífica demostración de fe y confianza gloriosa en Dios, impresionante
para el pueblo cristiano. Mas he aquí otro enfermo despegado de sí mismo, tan
unido a la voluntad divina y tan dispuesto a todo cuanto Dios quiera enviarle,
que se limita a manifestar a su Padre celestial su rendimiento y su confianza,
y sea cual fuere la voluntad divina, la abraza con magnanimidad y se contenta
con cumplir santamente con su deber. Este enfermo generoso, ¿no muestra tanto
como los otros, y aún más, su fe, confianza, amor, sumisión y humilde
abnegación? Cada cual puede pensar y tener sus preferencias y seguir su
atractivo, pero en cuanto a nosotros, ninguna opinión nos agrada tanto como la
de San Francisco de Sales y de San Alfonso.
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