El
patriarca de Ferney prosiguió así, entre secos y horripilantes sollozos:
—Cuando
uno ha rechazado obstinadamente durante veinte años, treinta años, medio siglo,
los auxilios sobrenaturales de la gracia, Dios lo abandona a sus simples fuerzas
naturales, la inteligencia y la voluntad. Yo veía mi destino si no me humillaba;
pero humillarme habría sido un milagro. Y mi orgullo me embriagaba diciéndome
que yo, hediondo y agusanado, podía por mi libre albedrío resistir a la gracia,
complacerme en mi fuerza y luchar contra Dios. ¡Qué delirio, hacer lo imposible aun para las estrellas
de los cielos y los mismos arcángeles: resistir a Dios!
Tenía
el frenesí de la blasfemia y del sacrilegio. Por burlarme del Infame comulgué muchas veces
sacrílegamente delante de mis criados; y mis amigos me aplaudían y me
imitaban. Y así llegué al día del espanto.
—La
hora de la venganza —dijo el fraile, horrorizado—. Effunde frameam. Desenvaina
tu espada, Señor.
—Así
fue; llegó el turno de Dios, y desenvainó la espada sobre mí.
—Cuéntame
tus últimos momentos.
—Los hombres no sospechan los misterios
de esa hora, especialmente del postrer momento en que las potencias del alma,
la memoria, el entendimiento, la voluntad, adquieren una agudeza
inconmensurable.
—¿Cuánto
dura eso?
—Supón
que sólo sea un segundo; pero en ese segundo cabe mucho más que toda tu vida,
por larga que fuera; allí cabe tu eternidad. En ese instante puede tu voluntad fijarle
el rumbo. ¡Desventurado de mí! La obstinación de ochenta años, transformada en
impenitencia final, es como un muro de bronce incandescente que rodea el alma y
aguanta el último asalto de la misericordia, temblando, ¡oh, contradicción!, de
ser derrotada, y espantándose de antemano de lo que será su propio triunfo. ¡Ay
de mí! Yo triunfaba. Los rayos de la gracia se rompían sobre mi corazón como
flechas de marfil contra una roca.
— ¿Triunfa
la gracia alguna vez?
—Millares de veces, porque es la virtud de la Sangre. ¡Cuántas
retractaciones inesperadas, que quedan en el secreto del más allá! Pero si
vieras la dureza de los que pecaron contra el Espíritu... de los desesperados,
de los irónicos que por lograr un chiste arrojaron una blasfemia, de los que
vendieron al orgullo su última hora, de los apóstatas. Para asistir y vigilar
la impenitencia final de ésos, el diablo abandona toda otra ocupación. Y se
mete en sus venas y hay como una transfusión del orgullo diabólico en el alma
del renegado.
—Los
hombres no conocen las profundidades de Satanás —murmuró fray Plácido.
—Si el
diablo pudiera arrepentirse, ése sería el momento de su conversión, cuando por
fortalecer la soberbia de un alma se ha empobrecido de la suya transfundiéndosela.
¡Ay!, cuando se llega a esas profundidades, el alma se hunde voluntariamente en
su destino.
— ¿Voluntariamente?
—interrogó el fraile.
— ¿Te
sorprende? Escucha: yo he
firmado con mi propia mano mi eterna condenación. Y la volvería a firmar cien
veces, con pleno discernimiento, antes de humillarme y decir ¡Pequé, Señor;
perdóname!
—No
cabe en mi mente —replicó fray Plácido aterrado— que sea verdad el que si volvieras
a vivir volverías a merecer tu condenación.
— ¡Sí,
cien y mil veces! En el último instante de mi vida, cuando por aliviar mi sed
me llené la boca de inmunda materia y arrojé aquel espantoso alarido que ha quedado
en mi historia; cuando mis ojos se cuajaron, todos me creyeron muerto. Pero yo
estaba vivo, arañando el barro podrido de mi carne que todavía, por unos segundos,
me libraba de caer en manos de Dios.
— ¿Todavía
podías arrepentirte?
—Sí, Y
se me apareció el Infame con su corona de espinas y las llagas abiertas en manos
y pies; el pecho ensangrentado y un papel sin firma, que era mi sentencia.
“Yo, que te redimí con mi sangre”, me
dijo, “no la firmaré; pero te la entrego a ti para que
tu libertad disponga.” Durante un segundo, en que vi mi pasado y mi
porvenir, sopesé las consecuencias. Ya ni siquiera tenía que pedir perdón. El
Infame se adelantaba a ofrecérmelo; bastábame aceptarlo confesando que pequé.
El mundo ignoraría hasta el día del juicio mi retractación, y yo me salvaría.
¡Imposible! Durante sesenta años había combatido contra el Infame. Si ahora
aceptaba su perdón, la victoria sería suya. Si lo rechazaba, yo, gusano de la
tierra que no tenía más que medio minuto de vida, me levantaría hasta Él y
haría temblar los cielos con mis eternas blasfemias. Pero era tal el horror de
mi destino que vacilé. ¡Quién me hubiera dado un grano de humildad en ese
instante!
— ¿No
lo habrías rechazado, acaso?
Voltaire
guardó silencio y luego respondió, con voz cavernosa.
— ¡Sí,
lo habría rechazado! Entonces cogí la sentencia que Él no quería firmar, y yo
fui mi propio juez y la firmé con esta mano que escribió La Pucelle y que ahora
derrite el bronce... ¡Mira! Voltaire alargó aquella mano que tantas blasfemias
inmundas había escrito con extrema agudeza y rozó un candelero de bronce, en
una alacena de la pared.
El
duro utensilio se derritió como se habría derretido una vela puesta en la boca
de un horno. Las gotas del metal cayeron sobre las baldosas y allí se
aplastaron.
—Sabe, pues —prosiguió Voltaire— que ninguna condenación lleva la
firma del Cordero. ¡Todas llevan la nuestra! Sonó
una campana. Voltaire se estremeció.
—Las
campanas me aterran. Todo lo que mide el tiempo me aterra. Un año. Diez años.
Doscientos años. ¿Cuándo se acabará el tiempo y empezará la eternidad desnuda?
— ¿Cuándo?
—interrogó el superior— ¿Acaso no se divisan ya las últimas etapas del
Apocalipsis?¿No ha saltado ya el sexto sello del libro de los siete sellos? La
luna brillaba entre los cipreses de la huerta. Voltaire miró hacia las cruces plantadas
en la tierra a la cabecera de los muertos en el Señor, y volvió los ojos con angustia.
—Un
día no lejano florecerá el lapacho en el fondo de la huerta; y se levantarán los
muertos a recibir a su Señor; tú, que no morirás hasta su venida, subirás con
ellos los resucitados en los aires, para acompañar al que vendrá a juzgar a los
vivos y a los muertos. Pero antes... —se detuvo.
El
fraile temió que se callara en el momento de la revelación, y lo instó con
estas palabras:
—Antes
habrá venido el Anticristo...
—Sí
—exclamó Voltaire con diabólico entusiasmo—. Ésa será la época en que el Infame
será vencido en el catolicismo y en sus santos... Vosotros los frailes creéis invencible
al catolicismo. ¡No! ¡Sabe que será vencido! —Ya lo sé —respondió fray Plácido—
es de fe que será vencido, mas sólo por un tiempo. El Apocalipsis anuncia que
la Bestia del Mar, o sea el Anticristo, dominará todos los pueblos, lenguas y
naciones, y hará guerra a los santos y los vencerá, lo cual le será permitido
durante cuarenta y dos meses. Pero, ¿eso tardará mucho todavía? ¿Quiénes se
equivocan: los que creen que faltan miles y miles de años para la venida del
Anticristo, o los que creen que estamos ya tocando su reino?
— ¿Tú
qué crees?
—Yo
creo —respondió fray Plácido— que el Anticristo vendrá pronto, y que esa venida
ocurrirá antes del período de paz religiosa durante la cual el diablo estará preso
y atado con una gran cadena y encerrado en el abismo.
— ¿No
sabes que esa no es la opinión de la mayoría de vuestros intérpretes?
—Sí,
lo sé —dijo el fraile—. La mayoría de los intérpretes modernos sostienen que el
fin del mundo aún dista millares de siglos, y que el Anticristo vendrá en las vísperas
del día grande y horrible del Señor, cuando Satanás salga de su prisión y sea desatado
por un poco de tiempo. Pero yo pienso lo contrario: que aunque el mundo pueda
físicamente durar millones de años, la humanidad está ya próxima a conocer al más
grande enemigo de...
— ¡No
lo nombres! Ya te comprendo.
—Y que
ese enemigo, que llamamos el Anticristo, será una persona; un hombre de perdición,
como dice San Pablo, y no una sociedad ni una secta, como sostienen algunos.
—Piensas
con verdad: será un hombre, pero no estará solo; se encarnará en una orden
religiosa cuyo superior será su falso profeta.
— ¿Qué
orden?
—Dentro
de diez años lo adivinarás sin que yo te lo diga.
—Y
creo —prosiguió el fraile— que los judíos lo recibirán como al Mesías, y por lo
tanto que su venida será antes de la conversión de los judíos, en medio de una
gran persecución de todas las naciones contra el pueblo de Israel. De modo que
la verdadera señal de la aproximación del Anticristo no será la persecución
universal de los cristianos, sino la persecución de los judíos.
— ¡Esa
es la verdad! —dijo Voltaire.
—Y
pienso también que esto ocurrirá pronto, y que sólo después de la muerte del Anticristo
se convertirán los judíos y Jerusalén será restaurada, con un rey de la estirpe
de David.
— ¡Así
será! —confirmó Voltaire
— ¿Está
pues próximo a nacer el Anticristo?
—Ha
nacido ya.
— ¿Dónde?
¿De qué raza? —interrogó ansiosamente fray Plácido; pero la desconfianza lo
turbó—. ¿Cómo voy a creerte, si eres hijo de la mentira?
—El
Señor me manda decir verdad: el Anticristo, que nació en 1966, es de la tribu de
Dan; y lo proclamarán su rey no solamente los judíos, sino también los musulmanes.
— ¿Será
grande su imperio?
—Sí:
el número de sus jinetes será de doscientos millones, según el cómputo del Apocalipsis.
— ¿Y
su capital cuál será?
—La
ciudad de su nacimiento, la mayor y más gloriosa y más santa ciudad del mundo.
— ¿Jerusalén,
entonces?
—No:
Roma.
— ¿Roma,
cuna y capital del Anticristo? —exclamó estupefacto el fraile—. ¿Por qué, pues,
los intérpretes dicen que nacerá en Babilonia?
—Roma
es Babilonia. Vuelve a leer el final de la primera epístola de Pedro Apóstol y
hallarás la explicación. Todo está en las Escrituras. Todo está profetizado.
—Sí
—dijo el fraile—. El profeta Amós ha dicho: “El Señor no hará nada que no haya
revelado a sus siervos los profetas.” Pero los intérpretes disputan sobre el sentido
de las profecías. Centenares de años han pasado discutiendo lo que simbolizan
las siete cabezas de la Bestia del Mar, que tienen diadema... ¡Explícame eso!
—Está
en el Apocalipsis, y tú lo sabes. Son siete reyes, que lo han sido, materialmente
o moralmente, por la influencia que ejercieron entre los hombres.
Cinco
de ellos pasaron ya: Nerón, Mahoma, Lutero; el cuarto fui yo, y el quinto Lenin.
— ¿Y
los que no han pasado todavía?
—El
sexto ya es: el emperador del Santo Imperio Romano Germánico.
No hay comentarios:
Publicar un comentario