Después
de un rato de silencio embarazoso el viejo reanudó su plática.
—La
virtud primordial de un religioso —prosiguió fray Plácido— es la obediencia,
porque, siendo hecha de humildad, encierra todas las otras. Obediencia no sólo
exterior, que es aparente, sino interior, que significa la renuncia a la propia
voluntad.
¿Y también
a la propia opinión?
—Sí,
también. Un religioso no realiza su fin sino cuando aniquila su personalidad y
viene a ser como una gota de agua en el mar; sin dimensiones, ni límites, ni elementos
exclusivos. Ella está en el mar y el mar está en ella.
—Así
lo haré —respondió fray Simón blandamente.
—Escucha
ahora una advertencia que no debes olvidar: sobre dos pilares se asienta la
vocación del sacerdote; mientras ellos resisten el edificio se mantiene.
Cuando
uno de ellos afloja, el otro no tarda en ceder y todo se derrumba.
—¿Cuáles
son esos pilares?
—Tú
pensarás en otras cosas más grandes y en apariencia más sublimes. Para mí esos
dos pilares son el rezo litúrgico y la devoción al papa, o con otras palabras, la oración
disciplinada y la infalible humildad.
Fray
Simón se estremeció, como aquel a quien de improviso le tocan una herida oculta.
Luego se arrodilló y besó los pies del viejo, calzados de sandalias.
El
superior se fue y él quedó solo en su celda, cuyas enjalbegadas paredes parecían
teñidas de púrpura, pues por sus cristales, que daban al huerto, penetraban los
rojos fulgores de un maravilloso crepúsculo.
Abrió
la ventana y respiró a pleno pulmón el oreado viento de la tarde.
—Señor,
Señor —exclamó, golpeándose el pecho a la manera del publicano—,me siento como
Daniel, hombre de deseos: ¡vir desideriorum es tu! Tengo la conciencia de que
llevo conmigo todas las energías de una nueva creencia. Mi misión es reconciliar al siglo con la religión
en el terreno dogmático, político y social. Me siento sacerdote hasta la
médula de los huesos; pero he recibido del Señor un secreto divino: la Iglesia de hoy no es sino
el germen de la Iglesia del porvenir, que tendrá tres círculos: en el primero
cabrán católicos y protestantes; en el segundo, judíos y musulmanes; en el
tercero, idólatras, paganos y aun ateos... Comenzaré yo solo, en mí mismo,
el perfecto Reino de Dios... Soy el primogénito de una
nueva alianza.
La
celda se llenó de azulada sombra. La campana, llamando al coro, lo sacó de su arrobamiento.
En el
coro había seis frailes. Más tarde, en el refectorio, reuniéronse hasta doce entre
profesos y coristas, y como fuese un día de gran fiesta, el cocinero añadió a
las coles hervidas y a las lechugas con aceite, que formaban su ordinario
sustento, un trozo de anchoa asada y un jarro de cerveza. Fray Plácido exultaba
viendo aquel tímido reflorecimiento de su congregación. ¡Pluguiera a Dios que
el arroyito que brotaba en el santuario se transformase en río caudaloso como
el de la visión de Ezequiel! Para descansar el cerebro fatigado, esa noche en
la celda se puso a leer un libro en que se contaba minuciosamente la muerte de
Voltaire, necio y desventurado personaje que en el espantoso trance
interesábase más por el destino más por el destino de su vieja osamenta, semiputrefacta
ya, que por el de su alma inmortal. Leyó las artimañas de que se valió para que
no se negara a su cuerpo la sepultura eclesiástica, que ansiaba sólo por la más
inexplicable y contradictoria vanidad. Para lograr ese propósito llamó al
confesor y consintió en firmar un documento retractándose de sus doctrinas.
Pero,
como mejorase de esa enfermedad y recobrara la salud, se arrepintió de su retractación,
y temiendo recaer en ella si volvía a enfermarse, levantó en presencia de un
notario una protesta contra una manifestación análoga que in artículo mortis pudiera
arrancarle otro confesor.
Pasaron
nada menos que treinta y cinco años; Dios lo esperaba con infinita paciencia.
Se halló de nuevo en trance de muerte, y preocupado siempre por el destino de
su cadáver, aceptó los auxilios de M. de Tersac —cura de San Sulpicio, su parroquia—
y extendió la retractación de ritual, sin la que ningún sacerdote tenía facultad
para absolverlo. Pero el cura sometió el caso al arzobispo, que no aceptó aquel
documento redactado con demasiada astucia, y exigió algo más categórico.
Voltaire,
aprovechando una fugaz mejoría, empezó a chicanear. De pronto llegó de veras la
muerte, y el filósofo expiró, no rodeado de flores y amigos y dialogando y sonriendo
filosóficamente, según lo imaginaban sus admiradores, sino blasfemando; desnudo,
porque su vientre inflamado no soportaba ni una hebra de hilo, y gritando que
le dieran un estanque de hielo para aplacar la sed.
Tales
llegaron a ser su tortura y su desesperación, que hundió las manos en el pus de
su vejiga y se llenó la boca, mientras los circunstantes, su sobrina la Denis,
su sobrino Villette, su criado Wagniéres, sus médicos Tronchin y Lorry,
transidos de horror, contemplaban la escena.
—Talis
vita, finis ita —dijo el fraile yendo a cerrar el libro.
Se
contuvo al ver una fecha: Voltaire había muerto el 30 de mayo de 1778, y esa noche
se cumplía el segundo centenario
— ¡Doscientos
años! —exclamó el superior—. Sucesión inacabable de sufrimientos. Y sin embargo
todavía su eternidad ni siquiera ha comenzado. ¿Qué misterios, Señor, los de
estas almas a las que disteis más luz que a las otras y que os han blasfemado
más? ¿Qué escondido deleite hay en el orgullo, que embriagó y perdió a la
tercera parte de los ángeles? Con estos pensamientos se puso a rezar, hasta que
lo venció el sueño y se durmió.
Debió
dormir apenas dos horas; un fuerte ruido le hizo abrir los ojos y vio por la ventana
que aún no había salido la luna. Plena oscuridad en la huerta, y en su celda un
resplandor extraño y un insufrible hedor.
Se
incorporó en el camastro y estiró la mano hacia su pila de agua bendita. Lo paralizó
una voz infinitamente dolorosa, que venía del rincón más alejado.
—Guárdate
de tocar esa agua, porque me harías huir. Guárdate de pronunciar exorcismos, si
quieres que te comunique los secretos del porvenir. Yo soy el desventurado
filósofo cuya muerte viste escrita; un sabio a los ojos de los necios, y hoy un
necio eterno a mis propios ojos... ¿Quieres oírme? Fray Plácido alcanzó a ver
la figura de un hombre desnudo, con las carnes calcinadas y consumidas;
evidentemente, la figura de Voltaire.
— ¡Habla
en nombre de Cristo! No bien pronunció esta palabra, oyó el crujir de aquellos
huesos, los vio doblarse hasta arrodillarse sobre las baldosas y escuchó un
lamento:
— ¿Por
qué lo llamaste? ¿No sabes que cuando suena ese nombre todos los habitantes del
cielo y del infierno se arrodillan? Tú no puedes ni siquiera imaginarte el
suplicio que es para mí, que solamente lo llamo “el Infame”, adorarlo cada vez
que otros lo nombran con su verdadero nombre.
— ¡Habla;
no lo nombraré más! —dijo el fraile, temeroso de espantar aquella sombra a la
que deseaba arrancar sus secretos.
Y al
advertir el rictus de la desdentada calavera, le preguntó, perplejo:
— ¿Te
ríes, Voltaire?
—Esta
risa es mi condenación. Yo he hecho reír a los hombres para que no creyeran en
la divinidad del Infame. ¡Y yo creía! Creía y temblaba, sabiendo que un día nos
encontraríamos frente a frente. Me sentía dotado de una inteligencia portentosa,
mayor que la de todos los hombres después de Salomón, y pude elegir entre
servir a Dios o alzarme con ella contra Él y ser su enemigo eternamente.
—Y
dijiste, como Luzbel: ¡Non serviam!
— ¡Sí!
Y Él me dio, en cambio, larguísima vida, para que tuviese tiempo de arrepentirme.
— ¿Y
ahora te arrepientes de no haberla aprovechado?
— ¡No!
Arrepentirse es humillarse, cosa imposible en la miserable condición de mi
alma. Si yo volviera a vivir, volvería a condenarme...
— ¡Explícame
ese horrible misterio!
—Durante
sesenta años fui festejado y aplaudido como un rey. Poetas, filósofos, príncipes,
mujeres, se pasmaban de admiración ante la más trivial de mis burlas.
— ¿Y
tú, te admirabas también a ti mismo?
—Yo, a
medida que avanzaba la vejez, tenía mayor asco del objeto de aquella admiración
de hombres y mujeres, pues cada vez que abría mi boca, antes que ellos sintieran
el rumor de mis palabras, yo olía el hedor de mi aliento. Pero si era nauseabunda
la fetidez de mi boca, era incomparablemente peor la hediondez de mis pensamientos.
— ¡Infeliz!
—Ellos
me consideraban un semidiós y yo los despreciaba, sintiendo pudrirse mi carne,
envoltura del alma inmortal. ¡Ay de mí! Durante 84 años esa carne, que iba disolviéndose,
fue mi única defensa contra el Infame. Mientras yo, es decir, mi voluntad,
subsistiera atrincherada en esa carne, podría seguir lanzando mi grito de guerra:
¡Aplastad al Infame!
— ¡Cristo
vive, Cristo reina, Cristo impera! —exclamó, horrorizado, el viejo, sin pensar
en las consecuencias de esa triple alabanza.
— ¡Ay!
—dijo Voltaire con indescriptible lamento; y otra vez se oyó el siniestro crujir
de sus rodillas quemadas que se doblaron hasta el suelo; y se vio a la macabra figura
postrarse de hinojos—. Éste es mi tormento mayor: ¡confesar su divinidad!
—In
nomine Jesu —murmuró el fraile para sí mismo—, omne genu flectatur coelestium,
terrestrium et infernorum.
Y
añadió en voz alta:
— ¿Acaso
no temías a Dios?
— ¡Oh,
sí, lo temía! ¡Oh, miseria y contradicción de mi soberbia! Cuando pensaba en la
muerte me aterraba, y hubiera dado mi fortuna, mi fama y mis libros por un solo
grano de humildad, la semilla del arrepentimiento. Pero la humildad no es
natural; es sobrenatural. Un hombre sin ojos podría ver más fácilmente que un
hombre soberbio decir: “Pequé, Señor; perdón.” Ver sin ojos es contranatural;
una fuerza natural puede modificarse por otra fuerza natural. Pero arrepentirse
sin humildad es contra lo sobrenatural, infinitamente más allá de las fuerzas
del hombre. Se necesita la gracia divina.
— ¿Y,
por ventura, Dios no te la dio?
— ¡Sí,
a torrentes! Pluguiera el cielo que no se me hubieran dado tantas gracias.
Pues, al juzgarnos en esta sombría
región, se tienen más en cuenta las gracias rechazadas que los pecados
cometidos.
— ¡Sigue, Voltaire! Te escucho con ansiedad
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