LA ASCENSIÓN DEL
SEÑOR
Hoy domingo IV después de pascua el Evangelio nos
trae el relato sobre la venida del Espíritu Santo tercera persona de la
trinidad augusta, pero como para el tiempo de Pentecostés hablare ampliamente
lo dejare para más adelante y hablaremos sobre la ascensión del Señor.
La ascensión del Señor a los cielos es un artículo
de fe, que se lee en las más antiguas formas del Símbolo. Pues a exponerlo se
ordena esta cuestión de Santo Tomás, que en seis artículos declara el hecho de
la ascensión, su naturaleza y su causalidad.
En el curso de su vida pública, varias veces anunció
el Salvador a los discípulos su vuelta al Padre. Después de anunciar el
misterio de la Eucaristía, respondiendo a los que de ello se escandalizaban,
dijo:
¿Esto os escandaliza? ¿Pues qué sería si vierais al Hijo del hombre subir a donde
estaba antes? Después de la promesa del Espíritu Santo, el evangelista hace
esta declaración: Esto dijo del Espíritu que habían de recibir los que creyeran
en El, pues aun no había sido dado el Espíritu, porque Jesús no había sido
glorificado (Jo. 7,39). Glorificado fue Jesús por la resurrección; pero aquí,
sin duda, mira el evangelista a la glorificación de la ascensión. En su último
discurso dice el Salvador: Mas ahora voy al que me ha enviado, y nadie de
vosotros os me pregunta:
¿Adónde vas? Antes, porque os hablé estas cosas, vuestro corazón se
llenó de tristeza. Pero os digo la verdad, os conviene que yo me vaya (Jo. I6,5-7).
Después de la resurrección dice a la Magdalena, que pensaba haber recobrado al
Maestro en el mismo ser de antes: Deja ya de tocarme, porque aun no he subido al: Padre; pero
ve a mis hermanos y diles: Subo a mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y a
vuestro Dios (Jo. 20,I7).
La ejecución de este anuncio nos lo refiere San
Lucas. Primero, en el evangelio en forma compendiosa: Los llevó hasta cerca de Betania y, levantando
las manos, los bendijo, y mientras los bendecía se alejaba de ellos y era
llevado al cielo. Ellos se postraron ante El, y se volvieron a Jerusalén con
grande gozo, y estaban de continuo en el templo bendiciendo a Dios (Lc.
26,50-53)
Si atendiéramos al texto, considerado a primera
vista, diríamos que esto sucedió el mismo día de la resurrección. Más no
podemos olvidar ni los relatos de los otros evangelistas, que nos hablan de
varias apariciones en Galilea, ni el relato de los Actos, que pone este
misterio cuarenta días después de la resurrección. En efecto, según nos refiere
el mismo San Lucas, por espacio de cuarenta días se les aparecía en muchas
ocasiones, hablándoles del reino de Dios. Al fin los reunió en Jerusalén, comió
con ellos, les ordenó no apartarse de la ciudad hasta ser bautizados en el
Espíritu Santo y les trazó el programa de su ministerio, que consistiría en dar
testimonio de Él en Jerusalén, en toda la Judea, en Samaria y hasta los
extremos de la tierra, Diciendo esto y viéndolo ellos, se elevó, y una nube le
ocultó a sus ojos. Mientras estaban mirando al cielo, fija la vista
en El, que se iba, dos varones con hábitos blancos se les pusieron delante y
les dijeron: Varones
galileos, ¿qué estáis mirando al cielo? Ese Jesús que ha sido rebatado de entre
vosotros al cielo, vendrá así como le habéis visto ir al cielo.
Entonces se volvieron del monte, llamado Olivos, a Jerusalén; que dista de allí
el camino de un sábado (Act. 1,3-13). En el final de San Marcos (16,19) se nos
ofrece en compendio este relato: El Señor, después de haber hablado con ellos, fue levantado a
los cielos y está sentado a la diestra de Dios.
Hasta aquí no tenemos más que la historia del
misterio. Sólo el texto de San Marcos nos indica lo que el relato histórico nos
deja entrever y éste será el sentido del misterio. Para entenderlo conviene que
volvamos la vista atrás. Según la doctrina católica, Jesús fue desde el
principio comprehensor, a la vez que viador. Con la muerte terminó su camino, y
su alma toda quedó glorificada. En la resurrección recibió la glorificación del
cuerpo, dé que gozaba mientras en la tierra conversaba con los discípulos, instruyéndolos
sobre el reino de Dios, La Sagrada Escritura nos habla del cielo como de la
morada de Dios. La teología aceptó como interpretación de estos textos la
existencia del cielo empíreo, sentencia que Santo Tomás dice se funda en la
autoridad de Valefrido Estrabón, de San Beda y también de San Basilio, y que él
mismo parece aceptar como lugar conveniente a la manifestación de la gloria de
Dios en beneficio de los santos. Pero este cielo empíreo, desapareció ante la
nueva ciencia astronómica, y habremos de decir con San Agustín que el cielo
está en Dios... y que, si los cuerpos de los santos necesitan un lugar, éste es
muy accidental para su gloria, ignorando, por lo demás dónde se halla. Lo que
nos interesa es conocer la dignidad que Jesucristo recibe en su resurrección, y
esto nos 10 declaran los apóstoles de diversos modos.
En efecto, San Pedro, en las actas de los Apóstoles,
nos dice que Jesús, después de resucitado, fue exaltado a la diestra de Dios y,
recibida del Padre la promesa del Espíritu Santo,
le derramó sobre
los que habían creído en El (2,33).
En otro lugar declara que a Jesús, a quien los judíos
dieron muerte suspendiéndolo en un madero, lo levanto Dios a su diestra por Príncipe y Salvador; para
dar a Israel penitencia y la remisión de los pecados (5,30s). Por esto
San Esteban, mirando al cielo, vio la gloria de Dios y a Jesús a su diestra en
pie, dispuesto para prestarle ayuda en aquel gran momento (7,55): San Pedro nos
dice en otra parte que Dios le resucito de entre los muertos y le dio la gloria
(Petr. 1,21). En otro lugar declara esta gloria diciendo que, una vez sometidos a Él
los ángeles, las potestades y las virtudes, subió al cielo y está sentado a la
diestra de Dios (1 Petr. 3,22). San Pablo dice que Cristo subió
sobre todos los cielos (d. 4,10); lo que parece ser el resumen de cuanto dijo
anteriormente ponderando la grandeza del poder que del Padre ejerció en Cristo,
resucitándolo de
entre los muertos y sentándole a su diestra en los cielos, por encima de todo
principado, virtud y dominación Y de todo cuanto tiene nombre, no sólo en este
siglo, sino también en el venidero. Y a El sujetó todas las cosas bajo sus
pies; y le puso por cabeza de todas las cosas en la Iglesia, que es su cuerpo,
la Plenitud del que lo acaba todo en todos (Eph, 1,20-23). La misma
idea expone el apóstol escribiendo a los colosenses (Col8; 2,10). Remate de
esta doctrina son las palabras de San Pablo a los filipenses al declarar que
Dios premió la obediencia de su Hijo exaltándole Y otorgándole un nombre (dignidad) sobre todo nombre,
para que al nombre de Jesús doble toda rodilla cuanto hay en los cielos, en la
tierra y en los abismos, y toda lengua confiese que Jesucristo es Señor para
gloria de Días Padre (Phil. ,9-tr).
Tal es la dignidad, la gloria que Jesucristo mereció
para sí y que recibió del Padre desde el momento de su resurrección. De manera
que, cuando se aparecía a los discípulos, se hallaba ya en la plena posesión de
esa gloria, aunque a ellos no se la mostrase, pues no podrían soportarla. De
ella gozaba también cuando se apartaba de los discípulos, sin que sepamos dónde
se hallaba. La ascensión, que el Señor quiso hacer sensible, en la forma que
San Lucas nos describe, consistió pata vosotros en romper las relaciones
sensibles con sus fieles, para no tener otras que las de la fe. Para El la
ascensión no le trajo ningún aumento de gloria, espiritual o corporal, en cuanto
a sus esencia, fuera de la occidentalísima que le pudiera venir del lugar que
ocupase su cuerpo.
Todo esto pertenecía a Jesucristo primeramente por
razón de la unión hipostática de su naturaleza, humana con la persona divina.
La divinidad es la primera causa de la ascensión y exaltación de Jesucristo. La
otra causa es el alma glorificada en el grado más elevado, cual correspondía a
su gracia y a sus merecimientos.
De la causalidad de la ascensión del Señor sobre
nosotros, hemos de de decir lo que dijimos de la resurrección, Como ésta, la ascensión
no implica merecimiento alguno, como la pasión. Pero la ley de la semejanza se
aplica aquí como en la resurrección. La ascensión nos muestra mejor el fin de
nuestra vida y levanta nuestro corazón hacia el Señor, de quien formamos más
alta idea al considerarlo sentado a la diestra del Padre.
La fe, la reverencia, el amor, el deseo de acompañar
al que es nuestra cabeza, sentimientos todos que el Espíritu Santo infunde en
nuestra alma, convierten la ascensión de Cristo en causa instrumental de la
ascensión de nuestra mente al cielo y de la futura ascensión de nuestro cuerpo
glorificado (2 Coro 4,14; 5,l-lO; 1 Thes. 5,l4; Phil. 3,20; Col. 3,l-4; Eph.
2,6). Por donde nuestra esperanza no es vana porque se consumó la ascensión y
con ella la alegría nuestra se aviva al considerar y meditar en esta realidad
aunque siga siendo un misterio de los más hermosos que nos ofrece la Santa
Iglesia. Qué decir de las demás virtudes teologales, son de tal manera enriquecidas
con la ascensión que todos nuestros anhelos quedan completos y, es lógico, que
con su ascensión nuestra pobre alma llegue al colmo de su gozo y sea arrebatada
a los cielos de donde no querríamos regresar, pero los ángeles nos advierten de
la realidad cuando dan esa respuesta a los discípulos del Señor: “Varones de
Galilea que estáis mirando al cielo…” Más ellos el lugar de entristecerse por
la ida del Maestro nos narra la Escritura Sagrada que se regresaron gozosos al cenáculo
donde perseveraron en oración junto con la Virgen Maria y las demás mujeres
esperando la dichosa venida del Espíritu Santo. Por donde concluimos que el
Señor se presenta con sus fabulosos dones ahí donde en verdad le esperan y
desean, somos nosotros de esas almas que anhelamos esta dichosa venida? Muy lejos
estamos de aquellos primeros cristianos por desgracia, pues somos como aquellos
hombres que el Señor llamo a su banquete de nupcias; unos fueron a conocer los
terrenos que habían comprado, otros se casan y otros quieren probar las yuntas
de bueyes que compraron. No sin sobrada razón el Padre de familia los desecha
porque tampoco estuvieron en la ascensión del Señor ni siguieron el consejo de
estar en oración con toda razón el Padre de familia hecho de las bodas al
hombre que no tenía el vestido nupcial. Quiera Dios en su infinita bondad
separarnos de estos tipos de almas y concedernos la gracia de una ferviente oración
a fin de que siempre estemos preparados para recibir en nuestra alma al
santificador de las mismas el Espíritu Santo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario