Memorable historia
para dar bien a entender en qué estriba la fuerza y la excelencia del sagrado
amor. (continuación)
Es,
pues, muy cierto, mi querido Teótimo, que no nos basta amar a Dios más que a
nuestra propia vida, si no le amamos de una manera liberal y absoluta, y sin
excepción alguna sobre lo que amamos o podemos amar.
Pero
me dirás: ¿Acaso nuestro Señor no nos dio a conocer cuál sea el colmo del amor,
cuando dijo que nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus
amigos? Es verdad que entre los actos y testimonios del amor divino, lo hay
otro mayor que el de arrastrar la muerte por la gloria de Dios. Sin embargo,
también es verdad que, aunque sea uno solo el acto y uno solo el testimonio que
merezca el nombre de obra maestra de la caridad, con todo, además de éste, son
muchos los otros actos que la caridad exige de nosotros, y los exige con tanto
mayor ardor y energía, cuanto que son actos más fáciles más comunes y ordinarios
para todos los amantes y más generalmente necesarios para la conservación del
santo amor. ¡Oh miserable Sapricio! ¿Te atreverías a decir que amabas a Dios
cual conviene amarle, cuando posponías su voluntad a la pasión de odio y de
rencor que sentías contra el pobre Nicéforo? Querer morir por Dios es el más
grande, pero no el único acto de amor que le debemos; y querer este solo acto:
rechazando los demás, no es caridad sino vanidad, La caridad no es fanfarrona,
y lo sería en extremo, si queriendo complacer al Amado en cosas dificultosas,
le desagradase en las fáciles. ¿Cómo podrá morir por Dios el que no quiere
vivir según Dios?
Un
espíritu bien equilibrado, deseoso de dar la vida por un amigo, estaría, sin
duda, dispuesto a padecer cualquiera otra cosa por él, pues ha de haber
despreciado todas las cosas el que antes ha despreciado la muerte. Pero el
espíritu humano es débil, inconstante y caprichoso; ésta es la causa por la cual
los hombres prefieren, a veces, morir, a soportar penas más ligeras, y dan gustosamente
su vida en aras de ciertas satisfacciones sumamente necias, pueriles y vanas.
Habiendo sabido Agripina que el hijo que llevaba en su seno sería emperador, pero que le daría muerte: Que me mate - dijo -, con tal que llegue a reinar. Mira el desorden de este corazón locamente maternal: prefiere el encumbramiento de su hijo a su propia vida. Catón y Cleopatra antes eligieron la muerte que ver el contento y la gloria que sus enemigos hubieran recibido de su prisión; y Lucrecia se dio cruelmente la muerte, para no tener que soportar injustamente la vergüenza de un hecho en el cual, según parece, no había tenido parte. ¡Cuántas personas hay que morirían con gusto por sus amigos, pero que se negarían a ponerse a su servicio y a someterse a su voluntad! Muchas expondrían su vida, pero jamás expondrían su bolsa. Y, aunque son muchos los que comprometen su vida en la defensa de un amigo, sólo se encuentra uno en cada siglo que esté dispuesto. a comprometer su libertad y a perder una onza de la reputación, o de la fama más varia e inútil del mundo, por quienquiera que sea.
Habiendo sabido Agripina que el hijo que llevaba en su seno sería emperador, pero que le daría muerte: Que me mate - dijo -, con tal que llegue a reinar. Mira el desorden de este corazón locamente maternal: prefiere el encumbramiento de su hijo a su propia vida. Catón y Cleopatra antes eligieron la muerte que ver el contento y la gloria que sus enemigos hubieran recibido de su prisión; y Lucrecia se dio cruelmente la muerte, para no tener que soportar injustamente la vergüenza de un hecho en el cual, según parece, no había tenido parte. ¡Cuántas personas hay que morirían con gusto por sus amigos, pero que se negarían a ponerse a su servicio y a someterse a su voluntad! Muchas expondrían su vida, pero jamás expondrían su bolsa. Y, aunque son muchos los que comprometen su vida en la defensa de un amigo, sólo se encuentra uno en cada siglo que esté dispuesto. a comprometer su libertad y a perder una onza de la reputación, o de la fama más varia e inútil del mundo, por quienquiera que sea.
Cómo debemos amar a
la divina bondad sumamente y más que a nosotros mismos.
El
amor de Dios, sin embargo, precede a todo amor a nosotros mismos, aun por
inclinación natural de nuestra voluntad, tal como queda declarado en el libro
primero.
La
voluntad está de tal manera dedicada y consagrada a la, bondad, que, si una
bondad infinita le es mostrada claramente, es imposible, sin un milagro, que no
la ame sumamente. Así,
Los
bienaventurados se sienten arrebatados e impelidos, aunque no forzados, a amar
a Dios, cuya suma bondad contemplan con toda claridad.
Mas,
en esta vida mortal, no nos sentimos apremiados todos a amarle tan
soberanamente, pues no le conocemos tan perfectamente. En el ciclo, donde le
veremos cara a cara, le amaremos de corazón a corazón, es decir, al ver todos,
si hacen cada uno según su medida, la infinita hermosura con una visión
extremadamente clara, seremos arrebatados por el amor de su infinita bondad,
con un encanto tan fuerte, que no querremos ni podremos hacerle jamás
resistencia. Pero, en esta tierra, donde no vemos esta soberana bondad en su
belleza, sino que tan sólo la entrevemos en medio de nuestras obscuridades, nos
sentimos inclinados y atraídos, pero no arrebatados a amarle más que a nosotros
mismos; sino antes al contrario, aunque tenemos esta santa inclinación a amar a
la Divinidad sobre todas las cosas, no tenemos, empero, fuerza para ponerla en
práctica, si esta misma divinidad no derrama sobrenaturalmente sobre nuestros
corazones su santísima caridad.
Es
verdad, no obstante, que, así como la clara visión de la Divinidad produce
infaliblemente la necesidad' de amarla más que a nosotros mismos, a su vez, la
visión velada, es decir, el conocimiento natural de la Divinidad, produce
infaliblemente la ternura y la inclinación a amarla también más que a nosotros
mismos.
Porque,
dime, Teótimo, ¿es posible que la voluntad destinada a amar el bien, pueda
conocer, siquiera un poco, el bien sumo, sin sentirse al mismo tiempo
inclinada, aunque sólo sea un poco, a amarle extraordinariamente? Entre todos
los bienes que no son infinitos, nuestra voluntad preferirá siempre, en su
amor, el que más de cerca le toque, y, sobre todo, el propio bien; pero hay tan
poca proporción entre lo infinito y lo finito, que nuestra voluntad, que conoce
un bien infinito, se siente indudablemente conmovida, inclinada e incitada a
preferir la amistad del abismo de esta bondad infinita a toda otra suerte de
amor, y aun al de nosotros mismos.
Pero
esta inclinación es principalmente fuerte en nosotros, porque estamos más en
Dios que en nosotros mismos; vivimos más en El que en nosotros, y somos de tal
manera de Él, por Él y para
Él,
que no podemos pensar serenamente lo Que nosotros somos con respecto a .Él y lo
que El es con respecto a nosotros, sin que nos veamos forzados a exclamar: Soy
vuestro Señor, y no he de ser sino para Vos; mi alma es vuestra, y no debe
vivir sino para Vos; mi amor es vuestro, y no ha de tender sino hacia Vos. Debo
amaras como a mi primer principio, pues vengo de Vos; he de amaras como a mi
fin y mi reposo, pues soy para.
Vos;
he de amaras más que a mi ser, pues mi ser subsiste por Vos; he de amaras más
que a mí mismo, pues soy tojo vuestro y estoy todo en Vos.
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