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A los católicos
que sienten que
se están operando
transformaciones radicales les resulta difícil resistir la insistente
propaganda, común a todas las revoluciones. Se les dice : "Ustedes no
aceptan el cambio, pero la vida es cambio. Ustedes permanecen aferrados a cosas fijas,
pero lo que
era bueno hace
cincuenta años ya
no conviene a
la mentalidad actual ni al género
de vida que llevamos. Ustedes se atienen al pasado y no son capaces de modificar
sus costumbres". Muchos católicos
se sometieron a la reforma para no incurrir en esos reproches pues no
encontraban argumentos para defenderse de acusaciones infamantes como éstas:
"Ustedes son retrógrados, anticuados, no viven con su época”. El cardenal
Ottaviani decía ya refiriéndose a los
obispos: "Tienen miedo de parecer viejos".
Pero los
católicos nunca nos
hemos negado a
aceptar ciertos cambios, ciertas adaptaciones que atestiguan
la vitalidad de la Iglesia. En materia litúrgica los hombres de mi edad
asistieron a varias re formas; yo acababa de nacer cuando Pío X se preocupó por aportar mejoras,
especialmente dando más importancia al ciclo temporal, al adelantar la edad de
la primera comunión y al restaurar el canto litúrgico que había sufrido un
eclipse. Luego Pío XII
redujo la duración del ayuno eucarístico a causa de las dificultades inherentes a la vida
moderna, autorizó por el mismo motivo la celebración de la misa por la tarde, reemplazó
el oficio de la vigilia pascual en la tarde del Sábado Santo, remodeló los oficios
de la semana santa. Juan XXIII agregó por su parte algunos retoques al rito
llamado de san Pío V antes del concilio.
Pero nada de todo esto se aproximaba poco ni mucho a
lo que se verificó en 1969, a saber, una nueva concepción de la misa. Se nos
reprocha también que nos aferremos a formas exteriores y secundarias, como por
ejemplo, la lengua latina. Se proclama que es una lengua muerta que nadie
comprende, como si el pueblo cristiano la hubiera comprendido más en el siglo XVII o en el siglo XIX, ¡Qué negligencia
la de la
Iglesia, según los
innovadores, al esperar
tanto tiempo para suprimir el latín! Yo creo que la
Iglesia tenía sus razones. No ha de asombrarnos que los católicos experimenten la
necesidad de comprender mejor
textos admirables de
los cuales pueden obtener alimento espiritual, ni que deseen
asociarse más íntimamente a la acción que se desarrolla ante sus ojos. Sin
embargo, no se satisfacen esas necesidades
adoptando las lenguas
vernáculas de punta
a cabo del Santo Sacrificio. La lectura en francés de la
Epístola y del Evangelio constituye una mejora y se la practica cuando conviene
en Saint- Nicolas-du-Chardonnet así como en
los prioratos de la Fraternidad
que yo fundé. Por lo demás, lo que se ganaría estaría fuera de toda proporción con
lo que se perdería, pues la inteligencia de los textos no es el fin último de
la oración, ni el único medio de poner
el alma en oración, es decir, en unión con Dios. Si se presta una atención
demasiado grande al sentido de los
textos, eso puede constituir hasta un obstáculo para la oración.
Me
maravilla que no
se lo comprenda,
cuando al mismo
tiempo se predica
una religión del corazón, una religión menos intelectual y más
espontánea. La unión con Dios se obtiene por obra de un
canto religioso y celestial, por obra de un ambiente
general de la acción litúrgica,
por la piedad y el recogimiento del lugar, por su belleza arquitectónica, por el
fervor de la comunidad cristiana, por la nobleza y la piedad del celebrante, la
decoración simbólica, el perfume del incienso, etcétera. Poco importa el
estribo con tal que el alma se eleve.
Cualquiera puede tener
esta experiencia si
franquea los umbrales
de una abadía benedictina de esas que conservaron el
culto divino en todo su esplendor.
Esto en nada
disminuye la necesidad de tratar de
comprender mejor los rezos,
las oraciones y los himnos, así como la necesidad de una participación
más íntima; pero es un error creer que mediante el empleo puro y simple de la
lengua vernácula y la supresión total de la
lengua universal de la Iglesia,
consumada desgraciadamente casi en todas partes del mundo, se puede llegar a esos
fines. Basta ver
el éxito de
las misas, por
más que estén dichas según el nuevo orden, en las
cuales se conservó el canto d el Credo, del Sanctus y del Agnus Dei. Pues el
latín es una
lengua universal. Al
emplearlo, la liturgia
nos pone en una
comunión universal, es decir, católica. En cambio, si la liturgia se localiza,
se individualiza, pierde esa dimensión que marca profunda mente a las almas, Para
no incurrir en semejante error bastaba observar los ritos católicos orientales
en los cuales los actos litúrgicos se expresan desde hace
mucho tiempo en lengua vulgar. En esas comunidades se comprueba el aislamiento
de los
miembros. Cuando están dispersas fuera de su país de origen, dichas
comunidades necesitan sacerdotes propios
para la
misa, como para los sacramentos, como para toda ceremonia y construyen
iglesias especiales que apartan a dichas comunidades, por la fuerza de las cosas,
del resto del pueblo católico.
¿Obtienen de esto algún beneficio? No se manifiesta de manera
evidente que la lengua litúrgica particular haya hecho a
estas comunidades más fervientes y practicantes que a aquellas beneficiadas
por una
lengua universal, incomprendida de muchos tal
vez, pero susceptible de ser traducida. Si consideramos la situación
fuera de la Iglesia, ¿cómo logró el islamismo asegurar su cohesión al
difundirse en regiones tan
diferentes y entre pueblos de razas
tan diversas como Turquía, África del Norte, Indonesia o el África
negra? Al imponer en todas partes el árabe como lengua del Alcorán. En África
veía yo cómo los morabitos hacían aprender de memoria los suras a niños que no
podían entender una sola palabra.
Y hay algo más, el islamismo llega a prohibir la
traducción de su libro santo. Hoy es de buen tono admirar la religión de Mahoma
a la que, según me entero, se han convertido millares de franceses, y pedir
dinero en las iglesias para construir mezquitas en Francia. Sin embargo n os
hemos guardado bien de inspirarnos en el único ejemplo que podía tenerse en cuenta:
la persistencia de una lengua única para la oración y para el culto. El hecho
de que el latín sea una lengua muerta habla en favor de su mantenimiento - , en esas
condiciones es el
mejor medio de proteger la expresión
de la fe
contra las variaciones
lingüísticas que naturalmente se dan en el curso de los siglos. Desde hace unos
años el
estudio de la
semántica se ha
difundido mucho y
hasta se lo
introdujo en los programas de francés de los colegios.
¿No es uno de los objetos de la semántica el estudio
del cambio de significación de las
palabras, de los
desplazamientos de sentido
observados con el
correr del tiempo
y a veces en períodos muy breves?
Saquemos pues partido de esta ciencia para comprender el peligro que supone
confiar el caudal de la fe a modos de decir que no son estables. ¿Habría sido
posible conservar durante
dos mil años,
sin corrupción alguna,
la formulación de las verdades eternas, intangibles, con lenguas que evolucionaran sin cesar y fueran diferentes
según los países
y hasta según
las regiones? Las
lenguas vivas son cambiantes y móviles. Si se confía la
liturgia a la lengua del momento, habrá que adaptarla continuamente atendiendo a la
semántica. No es sorprendente que haya
que constituir sin cesar nuevas comisiones ni que los sacerdotes ya no tengan
tiempo de decir la misa. Cuando fui a ver a Su Santidad Pablo VI en Castelgandolfo, en 1976, le dije:
"No sé si sabéis, Santo Padre, que ahora
hay trece oraciones eucarísticas oficiales en Francia". El Papa,
entonces, levantando en alto los
brazos me replicó: " ¡Pero
muchas más, monseñor, muchas más!"
De manera que tengo razón al formularme una pregunta:
¿existirían tantas oraciones eucarísticas si los liturgistas estuvieran
obligados a componerlas en latín? Además de esas fórmulas puestas
en circulación después
de haber sido
impresas aquí o
allá, habría que hablar
también de los
cánones improvisados por
el sacerdote en
el momento de la celebración y
de todos los
elementos incidentales que
el oficiante introduce
desde la "preparación de la
penitencia" hasta la "despedida de la asamblea".¿Podría
producirse esto si se oficiara en latín? Otra forma exterior contra la cual se
levantó cierta opinión es el uso de la sotana, no tanto en la iglesia o en las
visitas al Vaticano, sino en la vida de todos los días... La cuestión no es
esencial, pero tiene una gran importancia. Cada vez que el Papa lo ha recordado — y Juan
Pablo II por su parte lo ha hecho con insistencia- se registraron protestas indignadas en
las filas del clero. Leía no
hace mucho en un
diario de París las declaraciones que
sobre este punto hizo un sacerdote de vanguardia: "Eso es puro folklore... En Francia, el
uso de una vestimenta reconocible no tiene sentido porque no hay ninguna necesidad de
reconocer a un
sacerdote en la
calle. En cambio,
la sotana o
el traje del pastor
protestante provocan aislamientos... El
sacerdote es un
hombre como los
demás. Verdad es que preside la Eucaristía".
Ese "presidente" expresaba aquí ideas
contrarias al Evangelio y a realidades sociales bien confirmadas. En todas
las religiones, los jefes
religiosos llevan signos distintivos. La
antropología, de la que tanto caso se hace, está allí para atestiguarlo. Entre
los musulmanes , los sacerdotes utilizan
vestidos diferentes, collares
y anillos. Los
budistas llevan una vestimenta teñida de azafrán y se afeitan
la cabeza de cierta manera. En las calles de París y de otras grandes ciudades
se puede observar a jóvenes adeptos a esa doctrina y su aspecto no suscita
ninguna crítica. La sotana garantiza el carácter especial del clérigo, del
religioso o de la religiosa, así como el
uniforme garantiza la condición del militar o del agente del orden, pero con una diferencia, estos últimos, a l usar las
ropas civiles, tornan a ser ciudadanos como los demás, en tanto que el
sacerdote debe conservar su hábito distintivo en todas las circunstancias de la
vida social. En efecto, el carácter sagrado que adquirió en la ordenación debe
hacerlo vivir en el mundo, sin ser del mundo. Así lo leemos en san Juan:
"Vosotros no sois del mundo... mi elección os ha sacado
del mundo" (NV, 19). El hábito del sacerdote debe ser distintivo y al
mismo tiempo elegido con un espíritu de modestia, de discreción y de pobreza. Una
segunda razón es el deber que tiene el sacerdote de dar testimonio de Nuestro Señor:
"Vosotros seréis mis testigos", "No se pone la lámpara bajo el
celemín".
La religión no debe permanecer encerrada en las
sacristías, como lo decretaron hace mucho tiempo los dirigentes de los países
del Este, pues Cristo nos ha mandado exteriorizar nuestra fe,
hacerla visible por un testimonio
que ha de
ser visto y
oído por todos.
El testimonio de la
palabra, que ciertamente
es más importante
en el sacerdote
que el testimonio del hábito, se
ve empero grandemente facilitado por la manifestación bien clara del
sacerdocio, como es el uso de la sotana. La separación de la Iglesia
y del Estado, aceptada y considerada a veces como
la mejor solución, ha
hecho penetrar poco
a poco el
ateísmo en todos
los dominios de la actividad y
debemos admitir que
buen número de
católicos y hasta
de sacerdotes ya no tienen una
idea exacta del
lugar que ocupa
la religión católica
en la sociedad
civil. El laicismo lo invadió
todo.
El sacerdote que vive en una sociedad de este tipo
tiene la impresión cada vez más profunda de
ser extraño a esa sociedad, luego de ser
molesto, de ser el testimonio
de un pasado llamado a desaparecer.
Siente que su presencia es sólo tolerada, por lo menos así lo considera. De ahí
su deseo de integrarse en el mundo laicizado, su deseo de fundirse en la masa.
A esta clase de sacerdote le falta haber viajado por países menos
descristianizados que el nuestro, y sobre todo le falta una fe profunda en su
sacerdocio. Además no tiene en cuenta el
sentido religioso que aun existe en nuestro país. Se supone muy
gratuitamente que aquellos
con los que
debemos tratar en
relaciones de negocios o en
relaciones fortuitas son no religiosos.
Los jóvenes sacerdotes que salen de Ecóne y todos los
que no se han entregado a la corriente del anonimato lo comprueban todos los
días. ¿Aislamiento? Todo lo contrario. La gente los aborda en la calle, en las
estaciones, para hablarles; a veces lo hace sencillamente para manifestarles su
alegría de ver sacerdotes. En la nueva Iglesia se preconiza el diálogo. ¿Cómo
iniciar un diálogo si comenzamos por disimularnos a los ojos de los posibles
interlocutores? En las dictaduras comunistas, una de las primeras medidas de
los amos del momento fue prohibir la sotana; ése es uno de los medios
destinados a ahogar la religión. ¿Podría creerse que también lo inverso es
cierto? El sacerdote que se muestra como tal por obra de su apariencia exterior
es predicación viva. La ausencia de sacerdotes
reconocibles en una
gran ciudad marca
un retroceso grave
en la predicación del Evangelio;
ésa es la continuación de la obra nefasta de la Revolución y de las leyes de
separación.
Agreguemos que
la sotana protege al sacerdote del
mal, le impone
una actitud, le recuerda en todo momento su misión en la tierra, lo
guarda de las tentaciones. Un sacerdote vestido con su sotana no experimenta ninguna crisis de identidad.
En cuanto a los fieles, saben con quién están tratando; la sotana
es una garantía de autenticidad del sacerdocio. Algunos
católicos me manifestaron
la dificultad que experimentaban al confesarse con un sacerdote que
llevaba chaqueta pues tenían la impresión de que confesaban los secretos de su
conciencia a un cualquiera. La confesión
es un acto judicial; ¿por qué,
pues, la justicia civil siente la
necesidad de hacer llevar la toga a sus magistrados?
CONTINUA...
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