EN EL FRENTE DE BATALLA (CONTINUACION)
El 27 de marzo, en presencia del Padre
Bugnini, el pobre Cardenal Larraona expuso ante los Padres el plan de reforma
del Ordinario de la Misa.
Mientras que los Lercaro, Dópfner y otros lo
aprobaban encantados, los Cardenales «romanos» contraatacaron: Godfrey analizó
el texto, refutó algunos de sus sofismas y rechazó, una tras otra, todas las
supresiones y modificaciones propuestas. Ottaviani profirió un non placet
contundente:
Hay tal cantidad de cambios que parece una
reforma revolucionaria y causará asombro en el pueblo cristiano.
Browne afirmó el principio:
La santificación del hombre [...] se realiza
en la Misa por el ejercicio mismo del acto de oblación o del sacrificio, acto
supremo de la virtud de religión. Los Innovadores han olvidado esta verdad y
han hecho hincapié en la lectura de la palabra de Dios y en la celebración de
la cena.
En cuanto al Padre Philippe, explicó que la concelebración, a la luz de la doctrina propuesta por Pío XII, atenuaba el papel único y jerárquico del sacerdote, identificado en la Misa con Cristo Sacerdote; y disminuía el fruto principal de propiciación e impetración por los vivos y difuntos, porque ese fruto «no era el mismo en una sola Misa concelebrada que en varias Misas celebradas por varios sacerdotes». Al dar su voto, Monseñor Lefebvre dijo primero: Placet juxta MODUM según las observaciones de los eminentísimos Cardenales Godfrey, Ottaviani, Browne y del Padre Philippe.
Era un «sí» a una
reforma, la de la antemisa, pero un «no» a una revolución. La comisión de la
reforma —dijo luego— tenía que obrar bajo la autoridad del Papa, pero en cuanto
se hicieran los cambios, había que detenerse ahí por un cierto tiempo, porque
el cambio continuo produce menor estima de la dignidad y del valor de los ritos
litúrgicos de la Iglesia, tanto entre los sacerdotes como entre los fieles.
El 30 de marzo de 1962 se
opuso a las innovaciones en la liturgia de los países de misión, propuestas en
el esquema del Cardenal Agagianian, porque destruían la unidad del rito y de la
lengua litúrgica, que es, para nuestros fieles de las regiones de misión, un
argumento muy fuerte a favor de la fe, frente a la diversidad de los ritos de
los protestantes, que es señal de su división.
Ilustró esa verdad con
dos hechos:
Cuando la Congregación de
Propaganda Fide nos dio la facultad de traducir a la lengua vernácula
los cantos de la Misa solemne (Kyrie, Gloria, Credo, etc.), todos los
sacerdotes, en especial los sacerdotes del clero indígena, negaron con
vehemencia la utilidad de aquella traducción, porque tanto ellos como sus
feligreses conocían perfectamente esos cantos y sabían que la lengua latina es
un signo de la unidad en la fe. Con motivo del congreso panafricano de Dakar,
los Presidentes de los Gobiernos civiles (Senghor de Senegal, Tsirana de
Madagascar, Maga de Dahomey y Yameogo del Alto Volta), reunidos en la catedral
en la Misa solemne, cantaban unánimemente y a viva voz todos los cánticos
latinos, incluso el gradúale, y después de la Misa nos manifestaron
expresamente su alegría por esa unanimidad.
¡Qué gran ejemplo de unidad y fraternidad en la oración y en el culto ante todos los católicos presentes! Así pues, si se acepta el principio de que las conferencias episcopales pueden actuar y legislar en materia de liturgia y de ritos sacramentales, aunque sea con la aprobación de la Santa Sede, se produce una verdadera vuelta a las liturgias y ritos nacionales; se desvanecen todos los esfuerzos de dos siglos por fomentar la unidad litúrgica, y se desmoronan el arte y la música gregoriana. [...] «Hay un peligro de anarquía».
El
apostolado de los laicos y Cristo Rey
Vayamos a la séptima y
última sesión preparatoria. El
Arzobispo defendió vigorosamente el Reinado de Cristo Rey incluso sobre las
cosas temporales.
El 18 de junio, a propósito del apostolado de los laicos, pidió que se afirmara su dependencia del apostolado sacerdotal, y para ello distinguió, como San Pío X, dos grados de dependencia, según que se trate de un apostolado en sentido amplio «por la santificación de la profesión y de la ciudad», en el que los laicos están «sometidos a la vigilancia de los Obispos», o bien de un apostolado en sentido estricto, en el que los laicos «dependen sin ninguna duda directa e inmediatamente de la autoridad de los Obispos y de los sacerdotes designados por los Obispos, porque entonces trabajan en la misión confiada por Cristo a los Obispos». Después de hacer esa luminosa distinción, Monseñor Lefebvre precisó que, sin embargo, no se podía separar el orden temporal del orden espiritual, porque por un lado el orden sobrenatural engloba también de hecho lo temporal, y por otro lado los clérigos no pueden quedar excluidos del cuidado y posesión de las cosas temporales. Finalmente, denunció como «ruina del verdadero apostolado» el falso principio de «Restauremos primero el orden natural para que luego se vuelva sobrenatural».
Nuestro Señor Jesucristo
—dijo— nunca enseñó ese principio, siendo El mismo la restauración del orden
tanto natural como sobrenatural, puesto que su gracia sana y eleva a la vez.
Duplicidad del Papa Juan
Pero Juan XXIII introdujo
en la batalla preparatoria un segundo caballo de Troya: la acción del joven
Léon-Joseph Suenens, Arzobispo de Malinas, al que acababa de nombrar miembro de
la Comisión Central Preparatoria, y al que iba a crear Cardenal.
A partir de marzo de 1962
Suenens se quejó ante Juan XXIII de la cantidad «abusiva» de esquemas: no menos
de setenta. Juan XXIII, que no había dado ninguna línea directriz a la obra
preparatoria, y que no quería enfrentarse a Ottaviani, le encargó a Suenens
que despejara secretamente el terreno. El plan de Suenens consistió en volver a
utilizar todos los esquemas preparatorios y reelaborarlos dentro de un marco
bipartito: lo que la Iglesia tenía que decir a sus hijos ad intra, y lo
que le tenía que decir al mundo ad extra. La segunda parte era,
evidentemente, una novedad revolucionaria.
El proyecto, listo a
fines de abril, le gustó al Papa y fue comunicado a mediados de mayo, según
sus órdenes, a algunos Cardenales influyentes que Juan XXIII deseaba que se
sumaran a la idea: los Cardenales Dópfner, Montini, Siri, Liénart y Lercaro.
¿No era eso iniciar el abandono de los esquemas preparatorios? De ese modo,
Juan XXIII destruía con una mano lo que construía con la otra: dejaba que las
comisiones preparatorias continuaran con sus trabajos, y al mismo tiempo
programaba su destrucción por medio de otras.
El Espíritu Santo se
encargaría de arreglar las cosas, pensaba Juan, si nos atenemos a lo que el
Obispo de Tulle les contó a sus feligreses sobre su conversación del 7 de mayo
de 1962 con el Papa, acerca de los trabajos de la Comisión Central:
El Santo Padre los sigue
con profundo interés y un espíritu de fe que causa gran admiración. Se ve que
el Santo Padre puso todas sus esperanzas en el Espíritu Santo y no en cálculos
humanos.
Eso no era todo. El
Secretariado para la Unidad no permaneció inactivo. Pidió a los expertos de sus
diez subcomisiones que elaboraran sugerencias o esquemas sobre temas que
también trataban las demás comisiones, pero concebidos desde el punto de vista
ecuménico, y tres esquemas especiales sobre el ecumenismo, la libertad
religiosa (Ese tema figuró muy pronto en la lista del Secretariado;
Schmidt no lo menciona. El Padre Jéróme Hamer, O.P., cuenta la génesis del
esquema y la elaboración de su primer texto, el «documento de Friburgo», desde
el 27 de noviembre de 1960 en el obispado de Friburgo: la subcomisión reunió
ese día a Sus Excelencias Francjois Charriére y Émile de Smedt, al Canónigo
Bavaud y al Padre Hamer. Cfr. Vadean II, La liberté religieuse, Unam
Sanctam, Cerf, 1967, pp. 53-57.) y la cuestión
de los judíos.
El Secretariado comunicó
los proyectos que trataban esos tres primeros temas a la Comisión Teológica de
Ottaviani, que trató de tomarlas en cuenta lo menos posible. Por esta razón, el
Cardenal Bea pidió que se constituyera (como lo había hecho antes con otras
comisiones preparatorias) una comisión mixta con la Comisión Teológica.
Ottaviani se negó a ello.
Para soslayar esa
diferencia de fondo sin resolverla él mismo, Juan XXIII decidió, el Io
de febrero de 1962, que los dos últimos esquemas del Secretariado, entre ellos
el de la libertad religiosa, fueran comunicados directamente a la Comisión
Central Preparatoria sin pasar por «otras comisiones».
Un enfrentamiento dramático
Así fue como el 19 de
junio, penúltimo día de la última sesión, hubo dos esquemas opuestos en el
programa de la Comisión Central. El primero, capítulo IX del esquema «Sobre la
Iglesia», preparado por la Comisión Teológica y directamente por el Cardenal
Ottaviani, trataba «Sobre las relaciones entre la Iglesia y el Estado y la
tolerancia religiosa»; tenía nueve páginas de texto y catorce notas que se
referían, con numerosas citas, al magisterio pontificio desde Pío IX a Pío XII.
El otro, redactado por el Secretariado para la Unidad del Cardenal Bea (Más
concretamente, por la subcomisión presidida por Monseñor Charriére, Obispo de
Friburgo y compuesta por Monseñor Emil de Smedt, Obispo de Brujas, el belga
Jetóme Hamer, O.P., el canadiense A. Baum, A.A., y el estadounidense Weigel,
S.J.), se titulaba «Sobre la libertad religiosa»; consistía en quince
páginas de texto y cinco de notas, sin ninguna referencia al magisterio de la
Iglesia.
Cuando recibió con
anticipación estos dos textos, Monseñor Lefebvre se dijo a sí mismo:
El primero trata acerca
de la Tradición Católica, pero ¿qué es lo que pretende el segundo? ¡Nada menos
que introducir en la Iglesia el liberalismo, la Revolución Francesa y la constitución de los derechos del
hombre! ¡Eso es imposible! Vamos a ver lo qué es lo que pasa en la sesión.
No se equivocó. El
Cardenal Ottaviani comenzó la exposición de su esquema atacando abiertamente el
esquema opuesto:
Al exponer la doctrina de
las relaciones entre el Estado católico y
las demás religiones, me parece que hay que señalar que el Santo Sínodo [el
Concilio] debe seguir la doctrina indiscutible o propia de la Iglesia, y no la
que más les gustaría a los no católicos o cedería a sus peticiones. Por eso,
pienso que se debe eliminar de la discusión la constitución propuesta por el
Secretariado para la Unidad de los cristianos, ya que refleja
clarísimamente la influencia de contactos con los no católicos.
Y después de ilustrar esa
influencia con algunos ejemplos, expuso su esquema, dominado totalmente por la
preocupación de proteger la fe católica y salvaguardar el bien común temporal, fundado
en la unanimidad de los ciudadanos en la religión verdadera. Distinguía luego
las distintas situaciones de los pueblos: nación enteramente católica, nación
con pluralidad de religiones y Estado no católico.
En el primer caso, los
principios se aplicaban de manera integral en un régimen de unión entre la
Iglesia y el Estado, con el reconocimiento y la protección civil de la
verdadera religión y, llegado el caso, de una cierta tolerancia de los falsos
cultos; en el segundo modelo, la Iglesia gozaría del derecho común reconocido
por el Estado a todas las religiones que no son contrarias a la ley natural; en
la última configuración, la Iglesia pediría la simple libertad de acción.
El Cardenal Bea se
levantó a su vez para presentar su noción de libertad religiosa, que valía para
las tres hipótesis anteriores y para todo hombre, incluso para el que «yerra
sobre la fe». Hasta entonces, la Iglesia sólo había defendido los derechos para
sus hijos; ¿los reivindicaría ahora para los adherentes de todos los cultos? De
eso se trataba, explicó seguidamente el Cardenal Bea, resaltando el significado
ecuménico del tema:
Hoy en día es un asunto
de enorme interés para los no católicos, que recriminan continuamente a la
Iglesia por ser intolerante donde es mayoría y exigir la libertad religiosa
donde es minoría. Esa objeción perjudica en alto grado todos los esfuerzos
desplegados para conducir a los no católicos a la Iglesia. Al elaborar este
esquema en virtud de su cargo, el Secretariado ha tenido ante sus ojos todas
esas circunstancias y se ha preguntado cuál es el deber de la Iglesia sobre la
libertad religiosa y cómo debe ejercerse esta última.
¡Cuánta razón tenía
Ottaviani! Así, este esquema había sido forjado para satisfacer los reclamos de
los no católicos, y pretendía que su exigencia se convirtiera en doctrina
católica. ¿Cómo habría podido Ottaviani prestar su colaboración a semejante
intento? Por lo demás, la lectura del esquema le mostraba su filosofía completamente
subjetivista, que defendía lo contrario del realismo de la sana filosofía
tomista.
El hombre sincero —se
leía ahí— quiere cumplir con la voluntad de Dios; ahora bien, esta voluntad la
percibe por medio de su conciencia; por lo tanto, tiene «el derecho de seguir
los dictados de su conciencia en materia religiosa»; ahora bien, la naturaleza
del hombre le exige que exprese su conciencia de manera exterior y colectiva;
por lo tanto, el hombre tiene el derecho de expresar su religión sin que
ninguna coacción se lo impida, solo o en grupo, a menos que eso se oponga al
derecho cierto de un tercero o de la sociedad en su conjunto. Finalmente, esta
libertad religiosa «debe ser sancionada por un derecho categórico, y expresada
por la igualdad civil de los cultos».
Así se acababa con los
Estados católicos en nombre de una libertad de conciencia expresada en toda su
crudeza.
Para justificar sus
afirmaciones frente a la práctica contraria universal pasada del mundo
católico, todavía en vigor en varios países, el eminentísimo Bea no dudó en
sostener que «en las condiciones actuales ninguna nación puede decirse
propiamente “católica”, [...] y que ninguna puede considerarse como sola y
separada de las demás», lo que sugería un régimen internacional común de
libertad religiosa (Pío XII (alocución Ci riesce, 6 de diciembre de
1953) había aceptado la legitimidad de un régimen de tolerancia religiosa común
a una comunidad de Estados, cuyos pueblos se diferenciaran según el credo
religioso, por el bien de la paz. No obstante, el derecho civil que de este modo
se les reconocería a los miembros de falsos cultos sólo se fundamentaría en
las exigencias del bien común y no en un derecho natural de la conciencia. Cfr.
Davies, apéndice VI. En cambio, el Cardenal Bea promovía un derecho natural a
la libertad religiosa civil).
Además, agregaba, «el
Estado en cuanto tal no conoce la existencia y la vigencia del orden
sobrenatural» (Desde 1951, el jesuíta Estadounidense John C. Murray había
sostenido, en The American Ecclesiastical Review (mayo de 1951,
327-352), que la distinción entre la verdadera y las falsas religiones no podía
entrar directamente en la esfera constitucional. Fue combatido en la misma
revista por el Padre Joseph C. Fenton (AER, junio de 1951, 451 ss.) y en
Roma por el Cardenal Ottaviani (alocución en el Ateneo Pontificio de Letrán, 3
de marzo de 1953, en Ottaviani, L’Eglise et la Cité, ed. poligl. Vat.
1963, p. 276).
Finalmente, el Pontífice
reinante quería «un aggiornamento», «es decir, la adaptación a las
condiciones actuales de vida, y no el restablecimiento de lo que había sido
posible, e incluso necesario, en otras estructuras sociológicas» Y
Bea concluía:
Nuestros dos informes
[...] no están de acuerdo en cuanto a los elementos fundamentales expuestos en
los números 3 y 8. Corresponde a la ilustrísima asamblea pronunciarse sobre el
tema.
Irritado por la
relativización historicista que su adversario hacía del derecho público de la
Iglesia, que él había enseñado durante veinte años, el Cardenal Ottaviani
estimó adecuado responder con palabras que resaltaban enérgicamente la
oposición:
La Comisión del
Secretariado para la Unidad debería haber remitido su esquema (que concierne a
la doctrina y no únicamente a la sociología, puesto que esta «sociología»
tiene un fundamento en la doctrina) a la Comisión Doctrinal para ver si
concordaba con la Comisión Doctrinal. Vemos ahora que hay algunas cuestiones
sobre las cuales no estamos de acuerdo, ¡y son cuestiones doctrinales!
Así estaban —comentaría
Monseñor Lefebvre—, los dos de pie. Nosotros, sentados, veíamos a dos
Cardenales que se oponían, dos eminentes Cardenales que se enfrentaban sobre
una tesis tan fundamental (Cagnon. Los mejores observadores subrayaron la
gravedad de esa oposición frontal, cuya discusión llena 54 páginas infolio de
las Acta: primero las largas tomas de postura de los Cardenales, y luego
los votos de todos los miembros. Cfr. Schmidt, 469).
Los Cardenales que
hablaron a continuación se dividieron entre los dos campos.
Frings consideró que «la
Iglesia ya no tenía necesidad del brazo secular para proteger la fe católica
contra la difusión de los errores religiosos; el Estado —agregó— no puede
impedir la divulgación de una religión distinta si el bien común temporal no
está en juego».
Léger creyó poder
explicar sabiamente, inspirado por el Padre Murray, que «sólo las personas
pueden profesar una religión, no el Estado, puesto que es una función; [...] el
Estado no tiene ninguna competencia para determinar cuál es la verdadera
religión».
Por el contrario,
Ottaviani, realista, vaticinó que «la libertad religiosa daba armas a los
protestantes para conquistar la América latina».
Ruffini declaró: «La
libertad, en sí misma, nos es dada para la verdad y la virtud, no para el error
y el vicio; pero en la práctica, por caridad, es necesaria la tolerancia; y en
lo que se refiere al Estado [...] y lo que ha afirmado el eminentísimo Cardenal
Bea, es decir, que el Estado como tal no puede ni debe conocer y reconocer la
religión, considero que es falsísimo».
Larraona opinó que era
«ingenuo» creer que se podía atraer a los no católicos reconociéndoles la misma
libertad que a nosotros.
Finalmente, Browne dijo:
«Me parece un infantilismo suponer que la doctrina expuesta por León XIII en su
encíclica Immortale Dei sea una doctrina contingente».
El Cardenal Ruffini pidió
«que la cuestión se resolviera consultando a nuestro Santo Padre el Papa». Sin
embargo, se pasó a la votación, y de este modo Monseñor Lefebvre pudo
expresarse:
De la libertad
religiosa: non placet [...] pues se funda en principios falsos solemnemente
reprobados por los Sumos Pontífices, por ejemplo, Pío IX, que llama «delirio» a
este error (Dz 1690). De la Iglesia, capítulos IX-X: placet. Pero la
presentación de los principios fundamentales podría hacerse más en relación a
Cristo Rey, como en la encíclica Quas primas. [...] Nuestro Concilio
tendría como objetivo predicar a Cristo a todos los hombres y afirmar que sólo
a la Iglesia Católica le corresponde predicar auténticamente a Cristo: Cristo,
salvación y vida de los individuos, de las familias, de las asociaciones
profesionales y de las demás sociedades civiles.
El esquema sobre la
libertad religiosa no predica a Cristo, y por lo tanto parece falso. El esquema
de la Comisión teológica expone la doctrina auténtica a la manera de una tesis,
y no muestra de modo suficiente el fin de esa doctrina, que no es sino el Reino
de Cristo. [...] Desde el punto de vista de Cristo, fuente de salvación y de
vida, todas las verdades fundamentales podrían exponerse de manera «pastoral»,
como suele decirse, y de esa manera serían expulsados incluso los errores del
laicismo, del naturalismo, del materialismo, etc.
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