miércoles, 16 de febrero de 2022

YO ASISTI A TRES GUERRAS: LA DE 1914, LA DE 1939 Y LA 1960 EL CONCILIO VATICANO II. MONS. MARCEL LEFEBVRE. (CONTINUACION)

 

EN EL FRENTE DE BATALLA (CONTINUACION)

El 27 de marzo, en presencia del Padre Bugnini, el pobre Car­denal Larraona expuso ante los Padres el plan de reforma del Or­dinario de la Misa.

Mientras que los Lercaro, Dópfner y otros lo aprobaban encan­tados, los Cardenales «romanos» contraatacaron: Godfrey analizó el texto, refutó algunos de sus sofismas y rechazó, una tras otra, todas las supresiones y modificaciones propuestas. Ottaviani profirió un non placet contundente:

Hay tal cantidad de cambios que parece una reforma revolu­cionaria y causará asombro en el pueblo cristiano.

Browne afirmó el principio:

La santificación del hombre [...] se realiza en la Misa por el ejercicio mismo del acto de oblación o del sacrificio, acto su­premo de la virtud de religión. Los Innovadores han olvidado esta verdad y han hecho hincapié en la lectura de la palabra de Dios y en la celebración de la cena.

En cuanto al Padre Philippe, explicó que la concelebración, a la luz de la doctrina propuesta por Pío XII, atenuaba el papel único y jerárquico del sacerdote, identificado en la Misa con Cristo Sacerdote; y disminuía el fruto principal de propiciación e impetración por los vivos y difuntos, porque ese fruto «no era el mismo en una sola Misa concelebrada que en varias Misas celebradas por varios sacerdotes». Al dar su voto, Monseñor Lefebvre dijo primero: Placet juxta MODUM según las observaciones de los eminentísi­mos Cardenales Godfrey, Ottaviani, Browne y del Padre Philippe.

Era un «sí» a una reforma, la de la antemisa, pero un «no» a una revolución. La comisión de la reforma —dijo luego— tenía que obrar bajo la autoridad del Papa, pero en cuanto se hicieran los cambios, había que detenerse ahí por un cierto tiempo, porque el cambio continuo produce menor estima de la dignidad y del valor de los ritos litúrgicos de la Igle­sia, tanto entre los sacerdotes como entre los fieles.

El 30 de marzo de 1962 se opuso a las innovaciones en la litur­gia de los países de misión, propuestas en el esquema del Cardenal Agagianian, porque destruían la unidad del rito y de la lengua litúr­gica, que es, para nuestros fieles de las regiones de misión, un argumento muy fuerte a favor de la fe, frente a la diversidad de los ritos de los protestantes, que es señal de su división.

Ilustró esa verdad con dos hechos:

Cuando la Congregación de Propaganda Fide nos dio la fa­cultad de traducir a la lengua vernácula los cantos de la Misa solemne (Kyrie, Gloria, Credo, etc.), todos los sacerdotes, en es­pecial los sacerdotes del clero indígena, negaron con vehemencia la utilidad de aquella traducción, porque tanto ellos como sus feligreses conocían perfectamente esos cantos y sabían que la lengua latina es un signo de la unidad en la fe. Con motivo del congreso panafricano de Dakar, los Pre­sidentes de los Gobiernos civiles (Senghor de Senegal, Tsirana de Madagascar, Maga de Dahomey y Yameogo del Alto Volta), reunidos en la catedral en la Misa solemne, cantaban unánime­mente y a viva voz todos los cánticos latinos, incluso el gradúale, y después de la Misa nos manifestaron expresamente su alegría por esa unanimidad.

¡Qué gran ejemplo de unidad y fraternidad en la oración y en el culto ante todos los católicos presentes! Así pues, si se acepta el principio de que las conferencias episcopales pueden actuar y legislar en materia de liturgia y de ritos sacramentales, aunque sea con la aprobación de la Santa Sede, se produce una verdadera vuelta a las liturgias y ritos na­cionales; se desvanecen todos los esfuerzos de dos siglos por fo­mentar la unidad litúrgica, y se desmoronan el arte y la música gregoriana. [...] «Hay un peligro de anarquía».

El apostolado de los laicos y Cristo Rey

Vayamos a la séptima y última sesión preparatoria. El Arzo­bispo defendió vigorosamente el Reinado de Cristo Rey incluso so­bre las cosas temporales.

El 18 de junio, a propósito del apostolado de los laicos, pidió que se afirmara su dependencia del apostolado sacerdotal, y para ello distinguió, como San Pío X, dos grados de dependencia, se­gún que se trate de un apostolado en sentido amplio «por la san­tificación de la profesión y de la ciudad», en el que los laicos están «sometidos a la vigilancia de los Obispos», o bien de un apostolado en sentido estricto, en el que los laicos «dependen sin ninguna duda directa e inmediatamente de la autoridad de los Obispos y de los sa­cerdotes designados por los Obispos, porque entonces trabajan en la misión confiada por Cristo a los Obispos». Después de hacer esa luminosa distinción, Monseñor Lefebvre precisó que, sin embargo, no se podía separar el orden temporal del orden espiritual, porque por un lado el orden sobrenatural engloba también de hecho lo temporal, y por otro lado los clérigos no pue­den quedar excluidos del cuidado y posesión de las cosas tempora­les. Finalmente, denunció como «ruina del verdadero apostolado» el falso principio de «Restauremos primero el orden natural para que luego se vuelva sobrenatural».

Nuestro Señor Jesucristo —dijo— nunca enseñó ese prin­cipio, siendo El mismo la restauración del orden tanto natural como sobrenatural, puesto que su gracia sana y eleva a la vez.

Duplicidad del Papa Juan

Pero Juan XXIII introdujo en la batalla preparatoria un se­gundo caballo de Troya: la acción del joven Léon-Joseph Suenens, Arzobispo de Malinas, al que acababa de nombrar miembro de la Comisión Central Preparatoria, y al que iba a crear Cardenal.

A partir de marzo de 1962 Suenens se quejó ante Juan XXIII de la cantidad «abusiva» de esquemas: no menos de setenta. Juan XXIII, que no había dado ninguna línea directriz a la obra prepara­toria, y que no quería enfrentarse a Ottaviani, le encargó a Suenens que despejara secretamente el terreno. El plan de Suenens consistió en volver a utilizar todos los esquemas preparatorios y reelaborarlos dentro de un marco bipartito: lo que la Iglesia tenía que decir a sus hijos ad intra, y lo que le tenía que decir al mundo ad extra. La se­gunda parte era, evidentemente, una novedad revolucionaria.

El proyecto, listo a fines de abril, le gustó al Papa y fue comu­nicado a mediados de mayo, según sus órdenes, a algunos Cardena­les influyentes que Juan XXIII deseaba que se sumaran a la idea: los Cardenales Dópfner, Montini, Siri, Liénart y Lercaro. ¿No era eso iniciar el abandono de los esquemas preparatorios? De ese modo, Juan XXIII destruía con una mano lo que construía con la otra: de­jaba que las comisiones preparatorias continuaran con sus trabajos, y al mismo tiempo programaba su destrucción por medio de otras.

El Espíritu Santo se encargaría de arreglar las cosas, pensaba Juan, si nos atenemos a lo que el Obispo de Tulle les contó a sus fe­ligreses sobre su conversación del 7 de mayo de 1962 con el Papa, acerca de los trabajos de la Comisión Central: 

El Santo Padre los sigue con profundo interés y un espíritu de fe que causa gran admiración. Se ve que el Santo Padre puso todas sus esperanzas en el Espíritu Santo y no en cálculos hu­manos.

Eso no era todo. El Secretariado para la Unidad no permaneció inactivo. Pidió a los expertos de sus diez subcomisiones que ela­boraran sugerencias o esquemas sobre temas que también trataban las demás comisiones, pero concebidos desde el punto de vista ecu­ménico, y tres esquemas especiales sobre el ecumenismo, la libertad religiosa (Ese tema figuró muy pronto en la lista del Secretariado; Schmidt no lo menciona. El Padre Jéróme Hamer, O.P., cuenta la génesis del esquema y la elaboración de su primer texto, el «documento de Friburgo», desde el 27 de noviembre de 1960 en el obispado de Friburgo: la subcomisión reunió ese día a Sus Excelencias Francjois Charriére y Émile de Smedt, al Canónigo Bavaud y al Padre Hamer. Cfr. Vadean II, La liberté religieuse, Unam Sanctam, Cerf, 1967, pp. 53-57.)   y la cuestión de los judíos.

El Secretariado comunicó los proyectos que trataban esos tres primeros temas a la Comisión Teológica de Ottaviani, que trató de tomarlas en cuenta lo menos posible. Por esta razón, el Cardenal Bea pidió que se constituyera (como lo había hecho antes con otras comisiones preparatorias) una comisión mixta con la Comisión Teológica. Ottaviani se negó a ello.

Para soslayar esa diferencia de fondo sin resolverla él mismo, Juan XXIII decidió, el Io de febrero de 1962, que los dos últimos esquemas del Secretariado, entre ellos el de la libertad religiosa, fue­ran comunicados directamente a la Comisión Central Preparatoria sin pasar por «otras comisiones».

Un enfrentamiento dramático

Así fue como el 19 de junio, penúltimo día de la última se­sión, hubo dos esquemas opuestos en el programa de la Comisión Central. El primero, capítulo IX del esquema «Sobre la Iglesia», pre­parado por la Comisión Teológica y directamente por el Cardenal Ottaviani, trataba «Sobre las relaciones entre la Iglesia y el Estado y la tolerancia religiosa»; tenía nueve páginas de texto y catorce no­tas que se referían, con numerosas citas, al magisterio pontificio desde Pío IX a Pío XII. El otro, redactado por el Secretariado para la Unidad del Cardenal Bea (Más concretamente, por la subcomisión presidida por Monseñor Charriére, Obispo de Friburgo y compuesta por Monseñor Emil de Smedt, Obispo de Brujas, el belga Jetóme Hamer, O.P., el canadiense A. Baum, A.A., y el esta­dounidense Weigel, S.J.), se titulaba «Sobre la libertad religiosa»; consistía en quince páginas de texto y cinco de notas, sin ninguna referencia al magisterio de la Iglesia.

Cuando recibió con anticipación estos dos textos, Monseñor Lefebvre se dijo a sí mismo:

El primero trata acerca de la Tradición Católica, pero ¿qué es lo que pretende el segundo? ¡Nada menos que introducir en la Iglesia el liberalismo, la Revolución Francesa y la constitución de los derechos del hombre! ¡Eso es imposible! Vamos a ver lo qué es lo que pasa en la sesión.

No se equivocó. El Cardenal Ottaviani comenzó la exposición de su esquema atacando abiertamente el esquema opuesto:

Al exponer la doctrina de las relaciones entre el Estado cató­lico y las demás religiones, me parece que hay que señalar que el Santo Sínodo [el Concilio] debe seguir la doctrina indiscutible o propia de la Iglesia, y no la que más les gustaría a los no católi­cos o cedería a sus peticiones. Por eso, pienso que se debe elimi­nar de la discusión la constitución propuesta por el Secretariado para la Unidad de los cristianos, ya que refleja clarísimamente la influencia de contactos con los no católicos.

Y después de ilustrar esa influencia con algunos ejemplos, ex­puso su esquema, dominado totalmente por la preocupación de proteger la fe católica y salvaguardar el bien común temporal, fun­dado en la unanimidad de los ciudadanos en la religión verdadera. Distinguía luego las distintas situaciones de los pueblos: nación en­teramente católica, nación con pluralidad de religiones y Estado no católico.

En el primer caso, los principios se aplicaban de manera inte­gral en un régimen de unión entre la Iglesia y el Estado, con el reconocimiento y la protección civil de la verdadera religión y, llegado el caso, de una cierta tolerancia de los falsos cultos; en el segundo mo­delo, la Iglesia gozaría del derecho común reconocido por el Estado a todas las religiones que no son contrarias a la ley natural; en la última configuración, la Iglesia pediría la simple libertad de acción.

El Cardenal Bea se levantó a su vez para presentar su noción de libertad religiosa, que valía para las tres hipótesis anteriores y para todo hombre, incluso para el que «yerra sobre la fe». Hasta entonces, la Iglesia sólo había defendido los derechos para sus hijos; ¿los reivindicaría ahora para los adherentes de todos los cultos? De eso se trataba, explicó seguidamente el Cardenal Bea, resaltando el significado ecuménico del tema:

Hoy en día es un asunto de enorme interés para los no ca­tólicos, que recriminan continuamente a la Iglesia por ser into­lerante donde es mayoría y exigir la libertad religiosa donde es minoría. Esa objeción perjudica en alto grado todos los esfuer­zos desplegados para conducir a los no católicos a la Iglesia. Al elaborar este esquema en virtud de su cargo, el Secretariado ha tenido ante sus ojos todas esas circunstancias y se ha preguntado cuál es el deber de la Iglesia sobre la libertad religiosa y cómo debe ejercerse esta última.

¡Cuánta razón tenía Ottaviani! Así, este esquema había sido forjado para satisfacer los reclamos de los no católicos, y pretendía que su exigencia se convirtiera en doctrina católica. ¿Cómo habría podido Ottaviani prestar su colaboración a semejante intento? Por lo demás, la lectura del esquema le mostraba su filosofía completa­mente subjetivista, que defendía lo contrario del realismo de la sana filosofía tomista.

El hombre sincero —se leía ahí— quiere cumplir con la vo­luntad de Dios; ahora bien, esta voluntad la percibe por medio de su conciencia; por lo tanto, tiene «el derecho de seguir los dicta­dos de su conciencia en materia religiosa»; ahora bien, la naturaleza del hombre le exige que exprese su conciencia de manera exterior y colectiva; por lo tanto, el hombre tiene el derecho de expresar su religión sin que ninguna coacción se lo impida, solo o en grupo, a menos que eso se oponga al derecho cierto de un tercero o de la so­ciedad en su conjunto. Finalmente, esta libertad religiosa «debe ser sancionada por un derecho categórico, y expresada por la igualdad civil de los cultos».

Así se acababa con los Estados católicos en nombre de una li­bertad de conciencia expresada en toda su crudeza.

Para justificar sus afirmaciones frente a la práctica contraria universal pasada del mundo católico, todavía en vigor en varios paí­ses, el eminentísimo Bea no dudó en sostener que «en las condicio­nes actuales ninguna nación puede decirse propiamente “católica”, [...] y que ninguna puede considerarse como sola y separada de las demás», lo que sugería un régimen internacional común de libertad religiosa (Pío XII (alocución Ci riesce, 6 de diciembre de 1953) había aceptado la legitimidad de un régimen de tolerancia religiosa común a una comunidad de Estados, cuyos pueblos se diferenciaran según el credo religioso, por el bien de la paz. No obstante, el derecho civil que de este modo se les reconocería a los miem­bros de falsos cultos sólo se fundamentaría en las exigencias del bien común y no en un derecho natural de la conciencia. Cfr. Davies, apéndice VI. En cambio, el Cardenal Bea promovía un derecho natural a la libertad religiosa civil).

Además, agregaba, «el Estado en cuanto tal no conoce la existencia y la vigencia del orden sobrenatural» (Desde 1951, el jesuíta Estadounidense John C. Murray había sostenido, en The American Ecclesiastical Review (mayo de 1951, 327-352), que la distinción entre la verdadera y las falsas religiones no podía entrar directamente en la esfera constitucional. Fue combatido en la misma revista por el Padre Joseph C. Fenton (AER, junio de 1951, 451 ss.) y en Roma por el Cardenal Ottaviani (alocución en el Ateneo Pontificio de Letrán, 3 de marzo de 1953, en Ottaviani, L’Eglise et la Cité, ed. poligl. Vat. 1963, p. 276).

Finalmente, el Pontífice reinante quería «un aggiornamento», «es decir, la adaptación a las condiciones actuales de vida, y no el restablecimiento de lo que había sido posible, e incluso necesario, en otras estructuras sociológicas» Y Bea concluía:

Nuestros dos informes [...] no están de acuerdo en cuanto a los elementos fundamentales expuestos en los números 3 y 8. Co­rresponde a la ilustrísima asamblea pronunciarse sobre el tema.

Irritado por la relativización historicista que su adversario hacía del derecho público de la Iglesia, que él había enseñado durante veinte años, el Cardenal Ottaviani estimó adecuado responder con palabras que resaltaban enérgicamente la oposición:

La Comisión del Secretariado para la Unidad debería ha­ber remitido su esquema (que concierne a la doctrina y no úni­camente a la sociología, puesto que esta «sociología» tiene un fundamento en la doctrina) a la Comisión Doctrinal para ver si concordaba con la Comisión Doctrinal. Vemos ahora que hay algunas cuestiones sobre las cuales no estamos de acuerdo, ¡y son cuestiones doctrinales!

Así estaban —comentaría Monseñor Lefebvre—, los dos de pie. Nosotros, sentados, veíamos a dos Cardenales que se oponían, dos eminentes Cardenales que se enfrentaban sobre una tesis tan fundamental (Cagnon. Los mejores observadores subrayaron la gravedad de esa opo­sición frontal, cuya discusión llena 54 páginas infolio de las Acta: primero las largas tomas de postura de los Cardenales, y luego los votos de todos los miem­bros. Cfr. Schmidt, 469).

Los Cardenales que hablaron a continuación se dividieron en­tre los dos campos.

Frings consideró que «la Iglesia ya no tenía necesidad del brazo secular para proteger la fe católica contra la difusión de los errores religiosos; el Estado —agregó— no puede impedir la divulgación de una religión distinta si el bien común temporal no está en juego».

Léger creyó poder explicar sabiamente, inspirado por el Padre Murray, que «sólo las personas pueden profesar una religión, no el Estado, puesto que es una función; [...] el Estado no tiene ninguna competencia para determinar cuál es la verdadera religión».

Por el contrario, Ottaviani, realista, vaticinó que «la libertad religiosa daba armas a los protestantes para conquistar la América latina».

Ruffini declaró: «La libertad, en sí misma, nos es dada para la verdad y la virtud, no para el error y el vicio; pero en la práctica, por caridad, es necesaria la tolerancia; y en lo que se refiere al Estado [...] y lo que ha afirmado el eminentísimo Cardenal Bea, es decir, que el Estado como tal no puede ni debe conocer y reconocer la religión, considero que es falsísimo».

Larraona opinó que era «ingenuo» creer que se podía atraer a los no católicos reconociéndoles la misma libertad que a nosotros.

Finalmente, Browne dijo: «Me parece un infantilismo suponer que la doctrina expuesta por León XIII en su encíclica Immortale Dei sea una doctrina contingente».

El Cardenal Ruffini pidió «que la cuestión se resolviera con­sultando a nuestro Santo Padre el Papa». Sin embargo, se pasó a la votación, y de este modo Monseñor Lefebvre pudo expresarse:

De la libertad religiosa: non placet [...] pues se funda en prin­cipios falsos solemnemente reprobados por los Sumos Pontífices, por ejemplo, Pío IX, que llama «delirio» a este error (Dz 1690). De la Iglesia, capítulos IX-X: placet. Pero la presentación de los principios fundamentales podría hacerse más en relación a Cristo Rey, como en la encíclica Quas primas. [...] Nuestro Concilio tendría como objetivo predicar a Cristo a todos los hombres y afirmar que sólo a la Iglesia Católica le corresponde predicar auténticamente a Cristo: Cristo, salvación y vida de los individuos, de las familias, de las asociaciones profesionales y de las demás sociedades civiles.

El esquema sobre la libertad religiosa no predica a Cristo, y por lo tanto parece falso. El esquema de la Comisión teoló­gica expone la doctrina auténtica a la manera de una tesis, y no muestra de modo suficiente el fin de esa doctrina, que no es sino el Reino de Cristo. [...] Desde el punto de vista de Cristo, fuente de salvación y de vida, todas las verdades fundamentales podrían exponerse de manera «pastoral», como suele decirse, y de esa manera serían expulsados incluso los errores del laicismo, del naturalismo, del materialismo, etc.

 

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