San Antonio Abad
Nebridio,
en cambio, había cedido a nuestra amistad, auxiliando en la enseñanza a nuestro íntimo y común amigo Verecundo,
ciudadano y gramático de Milán, que deseaba con vehemencia y nos pedía, a
título de amistad, un fiel auxiliar de entre nosotros, del que estaba muy
necesitado.
No
fue, pues, el interés lo que movió a ello a Nebridio – que mayor lo podría
obtener si quisiera enseñar la letras-, sino que no quiso este amigo dulcísimo
y mansísimo desechar nuestro ruego en obsequio a la amistad.
Más
hacía esto muy prudentemente, huyendo de ser conocido de los grandes personajes
del mundo, evitando con ello toda preocupación de espíritu, que él quería tener
libre y lo más desocupado posible para investigar, leer u oír algo sobre la
sabiduría.
14. Más
cierto día que estaba ausente Nebridio-no sé por qué causa vino a vernos a
casa, a mí y a Alipio, un tal Ponticiano, ciudadano nuestro en cualidad de
africano, que servía en un alto cargo de palacio. Yo no sé qué era lo que
quería de nosotros.
Sentámonos
a hablar, y por casualidad clavó la vista en un códice que había sobre la mesa
de juego que estaba delante de nosotros. La Tomo, la abrió, y halló ser, muy
sorprendentemente por cierto, el apóstol Pablo, porque pensaba que sería alguno
de los libros cuya explicación me preocupaba. Entonces, sonriéndose y mirándome
gratulatoriamente, me expresó su admiración de haber hallado por sorpresa
delante de mis ojos aquellos escritos, y nada más que aquéllos, pues era
cristiano y fiel, y muchas veces se postraba delante de ti, ¡oh Dios nuestro!,
en la iglesia con frecuentes y largas oraciones.
Y como
yo le indicara que aquellas Escrituras ocupaban mi máxima atención, tomando él
entonces la palabra, comenzó a hablarnos de Antonio, monje de Egipto, cuyo
nombre era celebrado entre tus fieles y nosotros ignorábamos hasta aquella
hora. Lo que como él advirtiera, detúvose en la narración, dándonos a conocer a
tan gran varón, que nosotros desconocíamos, admirándose de nuestra ignorancia.
Estupefactos
quedamos oyendo tus probadísimas maravillas realizadas en la verdadera fe e
Iglesia católica y en época tan reciente y cercana a nuestros tiempos. Todos
nos admirábamos: nosotros, por ser cosas tan grandes, y él, por sernos tan
desconocidas.
15. De
aquí pasó a hablarnos de las muchedumbres que viven en monasterios, y de sus
costumbres, llenas de tu dulce perfume, y de los fértiles desiertos del yermo,
de los que nada sabíamos. Y aun en el mismo Milán había un monasterio,
extramuros de la ciudad, lleno de buenos hermanos, bajo la dirección de
Ambrosio, y que también desconocíamos.
Alargábase
Ponticiano y se extendía más y más, oyéndole nosotros atentos en silencio. Y de
una cosa en otra vino a contarnos cómo en cierta ocasión, no sé cuando, estando
en Tréveris, salió él con tres compañeros, mientras el emperador se hallaba en
los juegos circenses de la tarde, a dar un paseo por los jardines contiguos a
las murallas, y que allí pusiéronse a pasear juntos en dos al azar, uno con él
por un lado y los otros dos de igual modo por otro, distanciados.
Caminando
éstos sin rumbo fijo, vinieron a dar en una cabaña en la que habitaban ciertos
siervos tuyos, pobres de espíritu, de los cuales es el reino de los cielos. En
ella hallaron un códice que contenía escrita la Vida de San Antonio, la cual
comenzó uno de ellos a leer, y con ello a admirarse, encenderse y a pensar,
mientras leía, en abrazar aquel género de vida y, abandonando la milicia del
mundo, servirte a ti solo.
Eran
estos dos cortesanos de los llamados agentes de negocios. Lleno entonces
repentinamente de un amor santo y casto pudor, airado contra sí y fijos los
ojos en su compañero, le dijo: «Dime, te ruego, ¿adónde pretendemos llegar con
todos estos nuestros trabajos? ¿Qué es lo que buscamos? ¿Cuál es el fin de
nuestra milicia? ¿Podemos aspirar a más en palacio que a amigos del César? Y
aun en esto mismo, ¿qué no hay de frágil y lleno de peligros? ¿Y por cuántos
peligros no hay que pasar para llegar a este peligro mayor? Y aun esto, ¿cuándo
sucederá? En cambio, si quiero, ahora mismo puedo ser amigo de Dios.» Dijo
esto, y turbado con el parto de la nueva vida, volvió los ojos al libro leía y
se mudaba interiormente, donde tú le veías, y desnudábase su espíritu del
mundo, como luego se vio.
Porque
mientras leyó y se agitaron las olas de su corazón, lanzó algún bramido que
otro, y discernió y decretó lo que era mejor y, ya tuyo, dijo a su amigo: «Yo he roto ya con
aquella nuestra esperanza y he resuelto dedicarme al servicio de Dios, y esto
lo quiero comenzar en esta misma hora y en este mismo lugar. Tú, si no quieres
imitarme, no quieras contrariarme.»
Respondió
éste que «quería juntársela y ser compañero de tanta merced y tan gran
milicia». Y ambos tuyos ya comenzaron a edificar la torre evangélica con las
justas expensas del abandono de todas las cosas y de tu seguimiento.
Entonces
Poniticiano y su compañero que paseaban por otras partes de los jardines,
buscándoles, dieron también en la misma cabaña, y hallándoles les advirtieron
que retornasen, que era ya el día vencido.
Entonces
ellos, refiriéndoles su determinación y propósito y el modo cómo había nacido y
confirmándose en ellos tal deseo, les pidieron que, si no se les querían
asociar, no les fueran molestos. Mas éstos, en nada mudados de lo que antes
eran, lloráronse a sí mismos, según decía, y les felicitaron piadosamente y se
encomendaron a sus oraciones; y poniendo su corazón en la tierra se volvieron a
palacio; mas aquéllos, fijando el suyo en el cielo, se quedaron en la cabaña.
Y los
dos tenían prometidas; pero cuando oyeron éstas lo sucedido, te consagraron
también su virginidad.
VII,16.
Narraba estas cosas Ponticiano, y mientras él hablaba, tú, Señor, me
trastocabas a mí mismo, quitándome de mi espalda, adonde yo me había puesto
para no verme, y poniéndome delante de mi rostro para que viese cuán feo era,
cuán deforme y sucio, manchado y ulceroso.
Veíame
y llenábame de horror, pero no tenía adónde huir de mí mismo. Y si intentaba
apartar la vista de mí, con la narración que me hacía Ponticiano, de nuevo me
ponías frente a mí y me arrojabas contra mis ojos, para que descubriese mi
iniquidad y la odiase. Bien la conocía, pero la disimulaba, y reprimía, y
olvidaba.
17.
Pero entonces, cuanto más ardientemente amaba a aquellos de quienes oía relatar
tan saludables afectos por haberse dado totalmente a ti para que los sanases,
tanto más execrablemente me odiaba a mí mismo al compararme con ellos. Porque
muchos años míos habían pasado sobre mí - unos doce aproximadamente - desde que
en el año diecinueve de mi edad, leído el Hortensio, me había sentido excitado
al estudio de la sabiduría, pero difería yo entregarme a su investigación,
despreciada la felicidad terrena, cuando no ya su invención, pero aun sola su investigación
debería ser antepuesta a los mayores tesoros y reinos del mundo y a la mayor
abundancia de placeres.
Mas
yo, joven miserable, sumamente miserable, había llegado a pedirte en los
comienzos de la misma adolescencia la castidad, diciéndote: «Dame la castidad y
continencia, pero no ahora», pues temía que me escucharas pronto y
me sanaras presto de la enfermedad de mi concupiscencia, que entonces más
quería yo saciar que extinguir. Y continué por las sendas perversas de la
superstición sacrílega, no como seguro de ella, sino como dándole preferencia
sobre las demás, que yo no buscaba piadosamente, sino que hostilmente combatía.
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