CAP. 7
Ninguno
en esto se engañe, ni se fíe de castidad pasada o presente, aunque sienta su
ánima muy fuerte, y dura contra este vicio como una piedra; porque gran verdad dijo
el experimentado Jerónimo, que: «Animas de hierro, la lujuria las doma.» Y San
Agustín no quiso morar con su hermana, diciendo: «Las que conversan con mi hermana no son mis
hermanas.» Y por este camino de recatamiento han caminado todos los
santos, a los cuales debemos seguir si queremos no errar. Por tanto, doncella de
Cristo, no seáis en esto descuidada; mas oíd y cumplid lo que San Bernardo
dice: «Que las vírgenes que verdaderamente son
vírgenes, en todas las cosas temen, aun en las seguras.» Y las que así
no lo hacen, presto se verán tan miserablemente caídas, cuanto primero estaban
con falsa seguridad miserablemente engañadas.
Y
aunque por la penitencia se alcance el perdón del pecado, no se alcanza la
corona de la virginidad perdida, y «cosa fea es, dice San Jerónimo, que la doncella que esperaba
corona pida perdón de haberla perdido», como lo sería si tuviese el
Rey una hija muy amada, y guardada para la casar conforme a su dignidad, y
cuando el tiempo de ello viniese, le dijese la hija que le pedía perdón de no
estar para casarse, por haber perdido malamente su virginidad. «Los remedios de la
penitencia, dice San Jerónimo, remedios de desdichados son», pues
que ninguna desdicha o miseria hay mayor que hacer pecado mortal, para cuyo
remedio es menester la penitencia. Y por tanto, debéis trabajar con toda
vigilancia por ser leal al que os escogió, y guardar lo que prometisteis,
porque no probéis por experiencia lo que está escrito (Jerem., 2, 19): Conoce y
ve cuan mala y amarga cosa es haber dejado al Señor Dios tuyo, y no haber
estado su temor en ti; mas gocéis del fruto y nombre de casta esposa, y de la corona
que a tales está aparejada.
CAPITULO 8
Por qué medios suele engañar él demonio a los hombres
espirituales con este enemigo de nuestra carne; y del modo que se debe tener
para no dejarnos engañar.
Debéis
estar advertida, que las caídas de las personas devotas no son al principio
entendidas de ellos, y por esto son más de temer. Paréceles primero, que de comunicarse
sienten provecho en sus ánimas, y fiados de esto usan, como cosa segura,
frecuentar más veces la conversación, y de ella se engendra en sus corazones un
amor que los cautiva algún tanto, y les hace tomar pena cuando no se ven, y
descansan con verse y hablarse. Y tras esto viene el dar a entender el uno al
otro el amor que se tienen; en lo cual y en otras pláticas, ya no tan espirituales
como las primeras, se huelgan estar hablando algún rato; y poco a poco la
conversación que primero aprovecharía a sus ánimas, ya sienten que las tienen
cautivas, con acordarse muchas veces uno de otro, y con el cuidado y deseo de
verse algunas veces, y de enviarse amorosos presentes y dulces encomiendas o cartas;
«las cuales
cosas, con otras semejantes blanduras, como San Jerónimo dice, el santo amor no
las tiene.» Y de estos eslabones de uno en otro suelen venir tales
fines, que les da muy a su costa a entender qué los principios y medios de la
conversación, que primero tenían por cosa de Dios, sin sentir mal movimiento ninguno,
no eran otro (otra cosa) que falsos engaños del astuto demonio, que primero los
aseguraba, para después tomarlos en el lazo que les tenía escondido. Y así,
después de caídos, aprenden que «hombre y mujer no son sino fuego y estopa», y que
el demonio trabaja por los juntar; y juntos, soplarles con mil maneras y artes,
para encenderlos aquí en fuegos de carne, y después llevarlos a los del
infierno.
Por
tanto, doncella, huid familiaridad de todo varón, y guardad hasta el fin de la
vida la buena costumbre que habéis tomado, de nunca estar sola con hombre
ninguno, salvo con vuestro confesor; y esto, no más de cuanto os confesáis, y
aun entonces decir con brevedad lo que es menester, sin meter otras platicas:
temiendo la cuenta que de la habla que hablaréis o que oyereis habéis de dar al
estrecho Juez. Y tanto más habéis de evitar esto en la confesión, cuanto más es
para quitar los pecados hechos y no para cometer otros de nuevo, ni para enfermar
con la medicina. Y la Esposa de Cristo, especialmente si es moza, no fácilmente
ha de elegir confesor, mas mirando que sea de muy buena y aprobada vida, y
fama, y de madura edad. Y de esta manera estará vuestra conciencia segura
delante de Dios, y vuestra fama clara y sin mancha delante de los hombres;
porque tened entendido que entrambas cosas habéis menester para cumplir con el
alteza del estado de virginidad.
Y
cuando tal confesor hallaréis, dad gracias a nuestro Señor, y obedecedle y
amadle como a cosa que Él os dio.
Mas
mirad mucho que aunque el amor sea bueno por ser espiritual, puede haber exceso
en ello por ser demasiado, y puede poner en peligro al que lo tiene; porque
fácil cosa es el amor espiritual pasar en carnal. Y si en esto no tenéis freno,
vendréis a tener un corazón tan ocupado, como lo tienen las mujeres casadas con
sus maridos e hijos. Y ya vos veis que esto sería gran desacato contra la
lealtad que debéis a nuestro Señor, que por Esposo tomasteis. Porque, como dice
San Agustín: «Todo
aquel lugar ha de ocupar en vuestro corazón Jesucristo, que si os casares había
de ocupar el marido.» No tengáis, pues, metido en lo más dentro de vuestro
corazón a vuestro Padre espiritual, mas tenedle cerca de vuestro corazón, como
a amigo del Desposado, no como a esposo. Y la memoria que de él tengáis sea para
obrar su doctrina, sin parar más en él, teniéndole por cosa que Dios os dio
para que os ayudase a juntaros toda con vuestro celestial Esposo, sin que él se
entremeta en la junta. Y debéis estar aparejadas a carecer de él con paciencia,
si Dios lo ordenare, en el cual sólo ha de estar colocada vuestra esperanza y arrimo.
Y lo que en San Jerónimo leemos del amor y familiaridad que entre él y Santa
Paula hubo, conforme a estas reglas fue. Aunque muchas cosas son lícitas y seguras
a los que tienen santidad y edad madura, que no lo son a quien les falta lo uno
o lo otro, o entrambas cosas. De esta manera, pues, os habéis de haber con el Padre
espiritual que eligieres, siendo tal cual os he dicho.
Mas si
tal no lo halláres, muy mejor es que os confeséis y comulguéis en el año dos o
tres veces y tengáis cuenta con Dios y con vuestros buenos libros en vuestra
celda, que no, por confesar muchas veces, poner vuestra fama a algún riesgo.
Porque si, como dice San Agustín: «La buena fama nos es necesaria a todos para con los
prójimos», ¿cuánto más necesaria será a las doncellas de Cristo? La
fama de las cuales es muy delicada, según San Ambrosio dice; y tanto, que tener
confesor a quien falte alguna calidad de las dichas pone una mancha en su fama
de ellas, que por ser en paño tan preciado y delicado parece muy fea, y en
ninguna manera se debe sufrir. Y porque las que se contentan con decir: «No hay mal ninguno;
limpia está mi conciencia», y tienen en poco la fama de su
honestidad, no se pudiesen favorecer de que a la sacratísima Virgen María le hubiesen
impuesto alguna infamia de acuestas, quiso su benditísimo Hijo que ella fuese
casada, eligiendo antes que lo tuviesen a Él por hijo de José, no lo siendo,
que no que dijesen los hombres alguna cosa siniestra de su sacratísima Madre,
si la vieran tener hijo y no ser casada.
Y por
tanto, las que estos escándalos no curan de quitar, busquen con quien se
amparar; que lo que de la sacratísima Virgen María y de las santas mujeres
pueden aprender es limpieza de dentro, y buena fama y buen ejemplo de fuera,
con todo recatamiento en la conversación. Y aunque de las demasiadas
conversaciones ninguna cosa de éstas se siguiera, aun se debían huir; porque
con pensamientos que traen, quitan la libertad del ánima para libremente volar
con el pensamiento a Dios. Y quitándole aquella pureza que el secreto lugar del
corazón, donde Cristo solo quiere morar, había de tener, parece que no está tan
solo y cerrado a toda criatura como a tálamo de tan alto Esposo conviene estar;
ni del todo parece haber perfecta pureza de castidad, pues hay en él memoria de
hombre.
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