"Bienaventurados los pobres de
espíritu porque de ellos es el reino de los cielos".
Esa es
la verdadera pobreza de espíritu...
La
pobreza de espíritu es la pobreza que ha penetrado en nuestro corazón, en
nuestro espíritu, con su aguijón, con su herida, y gracias a nuestra aceptación
voluntaria de la providencia con fe, esperanza y en la caridad.
El sólo
buscar el reino de Dios, las riquezas del Cielo, de Dios es lo que debemos
desear.
"Señor
- rezaba por su lado San Agustín -, cuando medito en vuestra pobreza, como
quiera que la considere, me resulta vil toda adquisición mía...dadme lo que es
eterno, concededme lo que permanece. Dadme vuestra Sabiduría, dadme vuestro
Verbo, Dios de Dios, dadme a Vos, Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo".
Por eso
la pobreza, puede alcanzarlos en la salud, en la enfermedad, debilidades de
todo tipo; en el afecto, por la soledad, la falta de cariño, de comprensión; en
la edad, por la declinación de nuestras fuerzas, la belleza se marchita y el
tiempo que nos queda se nos escapa como el agua entre los dedos... Pobreza en
el futuro, por el fracaso de planes y ambiciones justas, en el hogar, en la
carrera, en el trabajo... La pobre del error y del pecado...
Y hay
así pobres que no lo son de espíritu y por eso son ricos: son los que sin tener dinero, rechinan
los dientes y envidian y odian por no tener, son los que rechazan y maldicen su
pobreza. Todos estos son ricos en orgullo.
Están
también los que tiene dinero y lo aman, y son los avaros, los que se esfuerzan
en conseguirlo.
Hay por
último quienes gozan de las riquezas, los poderosos que ambicionas crecer en la
riqueza.
Sobre
ellos Cristo nos va a enseñar a lo que lleva su orgullo, ambición y codicia:"¡Ay
de vosotros los que estáis hartos de los bienes de la tierra, porque padeceréis
hambre!" (Lc. 6,25).
Por eso
San Bernardo afirmaba que
Quien a
expresado y compendiado mejor esta bienaventuranza es Santa Teresa de Jesús en
aquellos versos que todos conocemos:
Nada
te turbe, nada te espante...
Quien
a Dios tiene Nada le falta
Todo
lo alcanza...Sólo Dios basta.
Las
riquezas dividen a los hombres, engendran peleas, violencias y hasta
guerras, desatan las pasiones, y es
necesario luchar contra todo ello.
De
allí que Jesús nos de la segunda
lección:
"Bienaventurados los mansos, porque ellos
poseerán la tierra".
Así fue
como venció San Francisco de Sales, el santo de la mansedumbre, la furia de un
hombre que lo aborrecía y que cierto día lo injurió de mil maneras. Al
preguntarle como había hecho, contestó: "mi lengua y yo hemos hecho un
pacto inviolable, y hemos convenido en que, mientras mi corazón esté en
emoción, la lengua no tiene que decir nada. ¿Podía yo enseñar mejor a este
pobre hombre ignorante el modo de poseerse que callando? Y su cólera ¿podía
apaciguarse por otro medio que con el silencio?".
La
mansedumbre nos hace gratos a Dios y a los hombres y nos asemeja a Cristo que
dijo: "Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón" (Mt. 11,
29).
El tema
de la mansedumbre ocupa un lugar importante en las Escrituras, y del texto del
párrafo anterior resulta que ella se nos muestra como una cualidad de Cristo.
En el salmo 34, se invita a al hombre "a gustar y ver cuán suave es el
Señor", y en el libro de la Sabiduría se enseña que el maná en el desierto
"era el alimento que mostraba la dulzura de Dios hacia sus hijos"
(Sab. 16,21).
Sin
embargo existe una dificultad al pretender comprender la paradoja que encierra,
y ello porque lo primero que aparece en nosotros respecto a la mansedumbre es
una idea que la aleja de la fortaleza y del vigor. En lo moral, un hombre manso
nos lleva a pensar en que tiene una mujer mandona y él un pobre sin carácter
que a todo dice sí... Y el símbolo de la mansedumbre es el cordero que está
hecho para ser trasquilado, y al final, para ser llevado al matadero.
Terminamos separando, aislando la mansedumbre de la fortaleza, de la energía...
Y por cierto el tema tiene su importancia porque está en juego la virilidad, la
reciedumbre, el valor de nuestra fe, de la moral cristiana. Parecería que el
católico no está llamado a luchar en la vida, enfrentar las dificultades en la
sociedad en que vive...para encontrar luz, debemos recurrir a la experiencia, y
particularmente a la experiencia de nuestra vida interior:
¿Quién
no experimentado la violencia que debe hacerse uno mismo- cuando sentimos que
la cólera se levanta, cuando la envidia nos aguijonea, cuando se excita en
nosotros cualquier otra pasión- para conservar un poco de sangre fría, de
dominio de sí, de esa mansedumbre frente a los demás que un resto de razón nos
aconseja?.
Así
lejos de asociarse con la debilidad, la verdadera mansedumbre es más un
coronamiento de un largo combate contra la violencia desordenada de nuestros
sentimientos. La mansedumbre encierra pues, una gran fuerza interior, un gran
vigor..., dominio de sí, generosidad, bondad frente a los demás... Hay ciertamente diversos grados de
mansedumbre y también por tanto de bienaventuranza: están los que hablan a
todos con corazón y palabras mansas, los que quebrantan la ira ajena con la
respuesta dulce, quienes sufren
mansamente las injurias y robos, los que se alegran en Cristo en tales daños,
en fin, los que vencen la malicia de los enemigos y su rabia con su mansedumbre
y beneficios hasta ganarlos como amigos.
Enseña
San Agustín que "manso es aquel que en todas sus obras y en todo lo que
hace de bueno, procura agradar sólo a Dios, y aunque tenga que sufrir adversidades
no desagrada a Dios".
Y un
teólogo añade que mansos "son los que no juzgan temerariamente, que no ven
en su prójimo a un rival a quien hay que hacer a un lado, sino a un hermano a
quien socorrer, a un hijo de su mismo Padre celestial..., los que no se
obstinan con terquedad en el propio juicio".
No se
trata entonces de una blandura que no choca con nadie por tener miedo de todos;
la mansedumbre supone un gran amor de Dios y del prójimo porque es la flor de la caridad.
Su
premio es la posesión de la tierra, posesión que San Jerónimo interpreta por el
cielo, que es la patria de los que
verdaderamente viven, y Santo Tomás ve significada por la estabilidad de los
bienes eternos.
Mientras
que el mundo considera la felicidad en una vida de placeres, Cristo le opone su
enseñanza tercera:
"Bienaventurados los que lloran, porque ellos
serán consolados".
Esta
tercera bienaventuranza nos invita a ser hombres y no niños a quien se protege
contra los espectáculos turbadores y penosos. Nos invita a mirar la vida como
ella es, con sus dolores, sufrimientos, con sus lágrimas, para lo cual se
requiere una gran fuerza vital: en la lucha es cuando uno más se afirma y más
progresa...
Pero aún podemos penetrar un poco más en la paradoja
de esta bienaventuranza... No es sólo soportar, se trata de ver cómo sacar del
sufrimiento alegría...
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