domingo, 23 de diciembre de 2018

SERMON SOBRE LAS BIENAVENTURANZAS



"Bienaventurados los pobres de espíritu porque de ellos es el reino de los cielos".

       
        Esa es la verdadera pobreza de espíritu...
        La pobreza de espíritu es la pobreza que ha penetrado en nuestro corazón, en nuestro espíritu, con su aguijón, con su herida, y gracias a nuestra aceptación voluntaria de la providencia con fe, esperanza y en la caridad.
       
        El sólo buscar el reino de Dios, las riquezas del Cielo, de Dios es lo que debemos desear.
         
        "Señor - rezaba por su lado San Agustín -, cuando medito en vuestra pobreza, como quiera que la considere, me resulta vil toda adquisición mía...dadme lo que es eterno, concededme lo que permanece. Dadme vuestra Sabiduría, dadme vuestro Verbo, Dios de Dios, dadme a Vos, Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo".
        Por eso la pobreza, puede alcanzarlos en la salud, en la enfermedad, debilidades de todo tipo; en el afecto, por la soledad, la falta de cariño, de comprensión; en la edad, por la declinación de nuestras fuerzas, la belleza se marchita y el tiempo que nos queda se nos escapa como el agua entre los dedos... Pobreza en el futuro, por el fracaso de planes y ambiciones justas, en el hogar, en la carrera, en el trabajo... La pobre del error y del pecado...
        Y hay así pobres que no lo son de espíritu y por eso son  ricos: son los que sin tener dinero, rechinan los dientes y envidian y odian por no tener, son los que rechazan y maldicen su pobreza. Todos estos son ricos en orgullo.
        Están también los que tiene dinero y lo aman, y son los avaros, los que se esfuerzan en conseguirlo.
        Hay por último quienes gozan de las riquezas, los poderosos que ambicionas crecer en la riqueza.
        Sobre ellos Cristo nos va a enseñar a lo que lleva su orgullo, ambición y codicia:"¡Ay de vosotros los que estáis hartos de los bienes de la tierra, porque padeceréis hambre!" (Lc. 6,25).
        Por eso San Bernardo afirmaba que
        Quien a expresado y compendiado mejor esta bienaventuranza es Santa Teresa de Jesús en aquellos versos que todos conocemos:
                Nada te turbe, nada te espante...
                Quien a Dios tiene Nada le falta
                Todo lo alcanza...Sólo Dios basta.

        Las riquezas dividen a los hombres, engendran peleas, violencias y hasta guerras,  desatan las pasiones, y es necesario luchar contra todo ello.
        De allí  que Jesús nos de la segunda lección:

"Bienaventurados los mansos, porque ellos poseerán la tierra".

       
       
        Así fue como venció San Francisco de Sales, el santo de la mansedumbre, la furia de un hombre que lo aborrecía y que cierto día lo injurió de mil maneras. Al preguntarle como había hecho, contestó: "mi lengua y yo hemos hecho un pacto inviolable, y hemos convenido en que, mientras mi corazón esté en emoción, la lengua no tiene que decir nada. ¿Podía yo enseñar mejor a este pobre hombre ignorante el modo de poseerse que callando? Y su cólera ¿podía apaciguarse por otro medio que con el silencio?".
        La mansedumbre nos hace gratos a Dios y a los hombres y nos asemeja a Cristo que dijo: "Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón" (Mt. 11, 29).
        El tema de la mansedumbre ocupa un lugar importante en las Escrituras, y del texto del párrafo anterior resulta que ella se nos muestra como una cualidad de Cristo. En el salmo 34, se invita a al hombre "a gustar y ver cuán suave es el Señor", y en el libro de la Sabiduría se enseña que el maná en el desierto "era el alimento que mostraba la dulzura de Dios hacia sus hijos" (Sab. 16,21).
        Sin embargo existe una dificultad al pretender comprender la paradoja que encierra, y ello porque lo primero que aparece en nosotros respecto a la mansedumbre es una idea que la aleja de la fortaleza y del vigor. En lo moral, un hombre manso nos lleva a pensar en que tiene una mujer mandona y él un pobre sin carácter que a todo dice sí... Y el símbolo de la mansedumbre es el cordero que está hecho para ser trasquilado, y al final, para ser llevado al matadero. Terminamos separando, aislando la mansedumbre de la fortaleza, de la energía... Y por cierto el tema tiene su importancia porque está en juego la virilidad, la reciedumbre, el valor de nuestra fe, de la moral cristiana. Parecería que el católico no está llamado a luchar en la vida, enfrentar las dificultades en la sociedad en que vive...para encontrar luz, debemos recurrir a la experiencia, y particularmente a la experiencia de nuestra vida interior:
        ¿Quién no experimentado la violencia que debe hacerse uno mismo- cuando sentimos que la cólera se levanta, cuando la envidia nos aguijonea, cuando se excita en nosotros cualquier otra pasión- para conservar un poco de sangre fría, de dominio de sí, de esa mansedumbre frente a los demás que un resto de razón nos aconseja?.
        Así lejos de asociarse con la debilidad, la verdadera mansedumbre es más un coronamiento de un largo combate contra la violencia desordenada de nuestros sentimientos. La mansedumbre encierra pues, una gran fuerza interior, un gran vigor..., dominio de sí, generosidad, bondad frente a los demás...     Hay ciertamente diversos grados de mansedumbre y también por tanto de bienaventuranza: están los que hablan a todos con corazón y palabras mansas, los que quebrantan la ira ajena con la respuesta dulce,  quienes sufren mansamente las injurias y robos, los que se alegran en Cristo en tales daños, en fin, los que vencen la malicia de los enemigos y su rabia con su mansedumbre y beneficios hasta ganarlos como amigos.
        Enseña San Agustín que "manso es aquel que en todas sus obras y en todo lo que hace de bueno, procura agradar sólo a Dios, y aunque tenga que sufrir adversidades no desagrada a Dios".
        Y un teólogo añade que mansos "son los que no juzgan temerariamente, que no ven en su prójimo a un rival a quien hay que hacer a un lado, sino a un hermano a quien socorrer, a un hijo de su mismo Padre celestial..., los que no se obstinan con terquedad en el propio juicio".
        No se trata entonces de una blandura que no choca con nadie por tener miedo de todos; la mansedumbre supone un gran amor de Dios y del prójimo porque  es la flor de la caridad.
        Su premio es la posesión de la tierra, posesión que San Jerónimo interpreta por el cielo,  que es la patria de los que verdaderamente viven, y Santo Tomás ve significada por la estabilidad de los bienes eternos.
       
       
        Mientras que el mundo considera la felicidad en una vida de placeres, Cristo le opone su enseñanza tercera:

"Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados".

        Esta tercera bienaventuranza nos invita a ser hombres y no niños a quien se protege contra los espectáculos turbadores y penosos. Nos invita a mirar la vida como ella es, con sus dolores, sufrimientos, con sus lágrimas, para lo cual se requiere una gran fuerza vital: en la lucha es cuando uno más se afirma y más progresa...
Pero aún podemos penetrar un poco más en la paradoja de esta bienaventuranza... No es sólo soportar, se trata de ver cómo sacar del sufrimiento alegría...


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