Artículo
2º.- Las consecuencias de la enfermedad
Pero,
diréis, el mal, prolongándose, mi impide cumplir los
deberes de mi cargo, y ¿qué va a suceder? Sucederá lo que Dios quiera.
¿No tiene el derecho de disponer de nosotros en esto como en todas las cosas?
Todo el tiempo que vuestros Superiores, debidamente advertidos, juzguen
conveniente manteneros en el empleo, llenadle lo mejor que podáis y conservaos
en paz. De vuestra parte todo va bien, con tal de que hagáis la voluntad de
Dios, que tiene mil medios de suplir lo que hacéis si es tal su beneplácito.
Elige obreros según entiende que debe hacerlo, les da los medios que quiere,
deja a San Pablo consumirse en el fondo de una prisión durante dos años, en
tiempo en que la Iglesia naciente tenía mayor necesidad del Apóstol.
Por lo
menos, dirá alguno, si yo pudiera orar como antes, esto me consolaría en mi
impotencia. Mas, responde San Alfonso de Ligorio, «no hay mejor manera de servir a Dios que abrazar
con alegría su santa voluntad. Lo que glorifica al Señor no son nuestras obras,
sino nuestra resignación y la conformidad de nuestra voluntad con su
beneplácito». Por eso decía San Francisco de Sales que se da más
gloria a Dios en una hora de sufrimiento con filial sumisión que en muchos días
de trabajo con menos amor. Quejándose a él un enfermo de no poder entregarse a
la oración que sería sus delicias y su fuerza, le dijo: «No os entristezcáis, pues recibir los golpes
de la Providencia no es menor bien que meditar; es mejor estar en la cruz con
el Salvador que mirarle solamente.» Por lo demás un alma generosa
persevera fiel a sus prácticas diarias en cuanto le sea posible; y para llenar
su tarea acostumbrada le basta por lo regular distribuir bien el tiempo,
simplificar su oración y adaptarla a su estado actual. «Para un alma que ama -dice Santa Teresa- la
verdadera oración durante la enfermedad consiste en ofrecer a Dios lo que
sufre, en acordarse de Él, en conformarse con su santísima voluntad y en mil
actos de este género que se presentan; no se precisan grandes esfuerzos para
entrar en este trato íntimo.» Y San Alfonso añade: «No digamos a
Dios sino esta palabra: Fiat voluntas tua; repitámosla desde lo íntimo del
corazón, cien veces, mil, siempre. Agradaremos más a Dios con esta sola palabra
que con todas las mortificaciones y devociones posibles.»
Diréis,
en fin, que el malestar, las enfermedades, os hacen inútil, que sois una carga
para la Comunidad, que la escandalizáis no guardando las observancias. Con
seguridad que un enfermo se sacrifica cuanto puede; evita ocasionar demasiados
gastos, reclamar cuidados superfluos, parecer exigente, difícil para hacerse
servir; los cuidados que se le prodigan sabe pagarlos con el agradecimiento y
la docilidad.
Es
Nuestro Señor a quien se honra en su persona, y El se esfuerza en parecérsele.
Ansioso de adelantar siempre y de no perder el beneficio de tanta cruz, tiene
sin cesar presente a Dios y a su eternidad; observa generosamente lo que puede de
su Regla, compensando lo que le es imposible con la abnegación, la humildad y
el Santo Abandono. Sin él pensarlo, este enfermo edifica, es una bendición para
cuantos le rodean.
Mas en
definitiva, es la voluntad divina y no la suya la que pone sobre sus espaldas
la cruz de un mal pasajero o de prolongadas enfermedades. De éstas, es él quien
lleva la parte más pesada, quedando algo también para el enfermero, el superior
y la Comunidad. ¿Y
no tiene Dios derecho a servirse de nosotros como de otro cualquiera para pedir
un sacrificio a nuestros hermanos, e imponerles un deber? Los que
nos cuidan sabrán, con la gracia de Dios, abandonarse como nosotros a la
Providencia, y llenar para con nosotros las obligaciones que Ella les señale. Nuestra misión es
aceptar pacientemente la humillación y sentir que somos una carga; lo es
también aligerar la de nuestros hermanos con nuestro espíritu verdaderamente
religioso. Deber nuestro es imitar a aquella religiosa que no
pudiendo explicar su enfermedad, sufría al ver que no era útil, pero aceptaba
con humildad el beneplácito de Dios y se consolaba pensando que le quedaban
tres grandes medios de hacer el bien: la oración, el ejemplo y el perfecto cumplimiento de sus
Reglas. Un buen enfermo no es inútil sino en apariencia; en realidad
puede él hacerse de gran valor si quiere, porque lo que sobre todo aprovecha a
la Comunidad, no
son los brazos para los trabajos pesados, ni la inteligencia para los empleos
elevados; es la virtud, son las almas santamente ávidas de progresar en la
santidad y perfección, verdaderos contemplativos y verdaderos penitentes;
de nosotros depende ser así, con la divina gracia, en la enfermedad como en la
salud, aunque por medios diferentes. Dios estará satisfecho, y la Comunidad no podrá
menos de estarlo; y si alguno que otro, a pesar de nuestra buena voluntad, nos
juzga con algo de severidad, no habrá desedificación ninguna por nuestra parte;
sólo nos resta recibir humildemente la prueba de no ser comprendidos hasta el
día en que Dios nos justifique.
SAN BERNARDO
Nuestro
austero San Bernardo era de naturaleza extremadamente tierna y delicada;
escuchó más a su generosidad que a sus fuerzas, de suerte que casi al principio
de su vida religiosa enfermó y siempre anduvo así. Cuando se presentó al Obispo
de Chalons para recibir la bendición abacial, estaba del todo extenuado y
parecía un moribundo.
Púsose
por obediencia en manos de un practicante, que acabó de ponerle peor,
haciéndole servir platos que un hombre robusto y acosado de hambre apenas
hubiera querido tocar. El santo tomaba todo con indiferencia y todo lo hallaba igualmente
bueno. Una estrechura de garganta que casi no le permitía pasar más que
líquidos, el estómago muy delicado y el vientre en estado deplorable, eran sus
tres dolencias permanentes. A éstos venían accidentalmente a reunirse otros males.
Con frecuencia devolvía los alimentos como los había tomado, y lo poco que de
ellos conservaba sólo servía para torturarle. A pesar de tantos sufrimientos
como le extenuaban, maceraba su cuerpo con severos ayunos, con vigilias prolongadas,
con los más duros trabajos. Considerábase siempre como un principiante, y decía
que le hacía falta la regularidad de un novicio, la severidad de la Orden y el
rigor de la disciplina. Sin embargo, hubo de adoptar un régimen que su estómago
pudiese soportar, sin perder lo más mínimo el espíritu de sacrificio y la
pobreza. Con ánimo increíble asistía con la Comunidad al coro, al trabajo, a
todo. Si había faenas que él no supiera ejecutar, cavaba la tierra, cortaba
leña, la llevaba sobre sus espaldas; y cuando sus fuerzas le traicionaban,
cogía las ocupaciones más viles, a fin de compensar la fatiga con la humildad.
Sólo la necesidad era capaz de apartarle de los ayunos comunes. Fue, sin
embargo, preciso hacerlo, porque llegó tiempo en que, no pudiéndose sostener
sin gran trabajo en pie, permanecía casi de continuo sentado y muy rara vez se
movía. Lo que no podía hacer lo compensaba dándose más a la oración, a las
piadosas lecturas, al estudio y a la composición; dábase por entero a sus
religiosos por la predicación y la dirección. Y cuando la Iglesia tenía
necesidad de sus servicios, olvidaba su estado de agotamiento, afrontaba la
fatiga de los viajes, resolvía los asuntos, predicaba sin descanso y daba
solución a todo.
Volvía
luego aún más enfermo, pero también más hambriento de su amada vida de
penitencia y de contemplación. Tal existencia no era otra cosa que una muerte
continua y prolongada. «El Santo lo sentía, y sus religiosos le suplicaban tomase
algún alivio, pero ponía los ojos en Jesús ensangrentado en la cruz, cubierto
de llagas, y, más dócil a la lección del amor que a los consejos de la
prudencia, hacía callar la voz de la ternura filial y saboreaba más la amargura
del cáliz.» ¿Pudo la enfermedad impedirle ser un perfecto cisterciense más útil
que ninguno a su Comunidad y aun a la Iglesia entera? Nuestra Beata Aleida hubo
de soportar durante toda su vida los más crueles sufrimientos y una horrorosa
lepra.
Separada
de sus hermanas a causa de este terrible mal, sirvióse de ello para unirse a
Dios con oración más continua; gozábase en su dolorosa situación por amor de
Cristo su Esposo, en cuyas llagas acontecíale encontrar con frecuencia gozos y
una fuerza sobrenatural. Rica en dones celestiales, ilustre por sus milagros,
curó no pocos leprosos con la sola imposición de sus manos. Había, pues,
llegado a la cumbre, pero Nuestro Señor quiso elevarla a mayor altura. ¿Qué
hace? Prepárala un acrecentamiento de sufrimientos con las correspondientes
gracias, para hacerla crecer en la paciencia.
En la
fiesta de San Bernabé, parecía estar a las puertas de la muerte. Nuestro Señor
le anuncia que le queda un año de vida todavía y que durante este tiempo había
de soportar males más terribles que los anteriores, por amor de su Amado Esposo.
En efecto, su vista se apaga, sus manos se contraen, la piel de la cabeza y de
todo su cuerpo se cubre de úlceras, de las que manan sin cesar gusanos y carne
dañada. Estos crueles tormentos súfrelos la bienaventurada con inalterable paciencia,
hasta que llegado de nuevo el día de San Bernabé, exhala su purísima alma en
las manos de Cristo, su Esposo.
SANTA GERTRUDIS
Santa
Gertrudis, que floreció en Helfta, bajo las leyes de nuestra Orden, con Santa
Matilde, su maestra y amiga, tenía muy precaria salud. Por temporadas que a
veces eran largas, la enfermedad la obligaba a guardar cama. Sus frecuentes insomnios,
su ardor en la oración y sus raptos causábanle tal fatiga que llegaba al
agotamiento. Con frecuencia le era, pues, imposible tomar parte en el Oficio
divino, o bien no podía asistir a él sino permaneciendo sentada. Estábala
prohibido el ayuno aun en la Cuaresma, y hasta durante la noche se la obligaba
a tomar algo para poder sostenerse, o cuando el Oficio era demasiado largo.
Humillábase al verse sometida a tales necesidades, quejábase de no poder hacer
las reverencias del coro, sentíase inclinada a rehusar los alimentos que la
ofrecían, y Nuestro Señor enseñóla a recibir todo como venido de su mano, a
servirse de estos alivios para su adelantamiento espiritual. Una cosa la
afligía, y era molestia que causaba a sus compañeras, ¡servíanla éstas con tanto
afecto...! Y ella, ¿no les pagaba en justo retorno con sus incesantes
oraciones, sus consejos sobrenaturales y sus fraternales avisos? Felices
enfermedades que la procuraron entre otros bienes la dicha de vivir toda para
Dios en la contemplación, sin las que quizá no tendríamos sus escritos llenos
de unción tan penetrante.
Pudiéramos
citar otros muchos ejemplos tomados de la hagiografía de nuestra Orden, que nos
mostrarían cómo las enfermedades, lejos de ser obstáculo que cierra el camino,
son por el contrario un sendero que lleva a la santidad. Los enfermos
fervorosos caminan, corren, vuelan hacia el blanco de sus deseos, según el
grado de sus disposiciones. Los malos enfermos no hacen lo mismo, pero hay que
atribuirlo solamente a su falta de valor y de sumisión.
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