jueves, 9 de agosto de 2018

EL SANTO ABANDONO. DOM VITAL LEHODEY




Artículo 2º.- Las consecuencias de la enfermedad
Pero, diréis, el mal, prolongándose, mi impide cumplir los deberes de mi cargo, y ¿qué va a suceder? Sucederá lo que Dios quiera. ¿No tiene el derecho de disponer de nosotros en esto como en todas las cosas? Todo el tiempo que vuestros Superiores, debidamente advertidos, juzguen conveniente manteneros en el empleo, llenadle lo mejor que podáis y conservaos en paz. De vuestra parte todo va bien, con tal de que hagáis la voluntad de Dios, que tiene mil medios de suplir lo que hacéis si es tal su beneplácito. Elige obreros según entiende que debe hacerlo, les da los medios que quiere, deja a San Pablo consumirse en el fondo de una prisión durante dos años, en tiempo en que la Iglesia naciente tenía mayor necesidad del Apóstol.
Por lo menos, dirá alguno, si yo pudiera orar como antes, esto me consolaría en mi impotencia. Mas, responde San Alfonso de Ligorio, «no hay mejor manera de servir a Dios que abrazar con alegría su santa voluntad. Lo que glorifica al Señor no son nuestras obras, sino nuestra resignación y la conformidad de nuestra voluntad con su beneplácito». Por eso decía San Francisco de Sales que se da más gloria a Dios en una hora de sufrimiento con filial sumisión que en muchos días de trabajo con menos amor. Quejándose a él un enfermo de no poder entregarse a la oración que sería sus delicias y su fuerza, le dijo: «No os entristezcáis, pues recibir los golpes de la Providencia no es menor bien que meditar; es mejor estar en la cruz con el Salvador que mirarle solamente.» Por lo demás un alma generosa persevera fiel a sus prácticas diarias en cuanto le sea posible; y para llenar su tarea acostumbrada le basta por lo regular distribuir bien el tiempo, simplificar su oración y adaptarla a su estado actual. «Para un alma que ama -dice Santa Teresa- la verdadera oración durante la enfermedad consiste en ofrecer a Dios lo que sufre, en acordarse de Él, en conformarse con su santísima voluntad y en mil actos de este género que se presentan; no se precisan grandes esfuerzos para entrar en este trato íntimo.» Y San Alfonso añade: «No digamos a Dios sino esta palabra: Fiat voluntas tua; repitámosla desde lo íntimo del corazón, cien veces, mil, siempre. Agradaremos más a Dios con esta sola palabra que con todas las mortificaciones y devociones posibles.»
Diréis, en fin, que el malestar, las enfermedades, os hacen inútil, que sois una carga para la Comunidad, que la escandalizáis no guardando las observancias. Con seguridad que un enfermo se sacrifica cuanto puede; evita ocasionar demasiados gastos, reclamar cuidados superfluos, parecer exigente, difícil para hacerse servir; los cuidados que se le prodigan sabe pagarlos con el agradecimiento y la docilidad.
Es Nuestro Señor a quien se honra en su persona, y El se esfuerza en parecérsele. Ansioso de adelantar siempre y de no perder el beneficio de tanta cruz, tiene sin cesar presente a Dios y a su eternidad; observa generosamente lo que puede de su Regla, compensando lo que le es imposible con la abnegación, la humildad y el Santo Abandono. Sin él pensarlo, este enfermo edifica, es una bendición para cuantos le rodean.
Mas en definitiva, es la voluntad divina y no la suya la que pone sobre sus espaldas la cruz de un mal pasajero o de prolongadas enfermedades. De éstas, es él quien lleva la parte más pesada, quedando algo también para el enfermero, el superior y la Comunidad. ¿Y no tiene Dios derecho a servirse de nosotros como de otro cualquiera para pedir un sacrificio a nuestros hermanos, e imponerles un deber? Los que nos cuidan sabrán, con la gracia de Dios, abandonarse como nosotros a la Providencia, y llenar para con nosotros las obligaciones que Ella les señale. Nuestra misión es aceptar pacientemente la humillación y sentir que somos una carga; lo es también aligerar la de nuestros hermanos con nuestro espíritu verdaderamente religioso. Deber nuestro es imitar a aquella religiosa que no pudiendo explicar su enfermedad, sufría al ver que no era útil, pero aceptaba con humildad el beneplácito de Dios y se consolaba pensando que le quedaban tres grandes medios de hacer el bien: la oración, el ejemplo y el perfecto cumplimiento de sus Reglas. Un buen enfermo no es inútil sino en apariencia; en realidad puede él hacerse de gran valor si quiere, porque lo que sobre todo aprovecha a la Comunidad, no son los brazos para los trabajos pesados, ni la inteligencia para los empleos elevados; es la virtud, son las almas santamente ávidas de progresar en la santidad y perfección, verdaderos contemplativos y verdaderos penitentes; de nosotros depende ser así, con la divina gracia, en la enfermedad como en la salud, aunque por medios diferentes. Dios estará satisfecho, y la Comunidad no podrá menos de estarlo; y si alguno que otro, a pesar de nuestra buena voluntad, nos juzga con algo de severidad, no habrá desedificación ninguna por nuestra parte; sólo nos resta recibir humildemente la prueba de no ser comprendidos hasta el día en que Dios nos justifique.
SAN BERNARDO

Nuestro austero San Bernardo era de naturaleza extremadamente tierna y delicada; escuchó más a su generosidad que a sus fuerzas, de suerte que casi al principio de su vida religiosa enfermó y siempre anduvo así. Cuando se presentó al Obispo de Chalons para recibir la bendición abacial, estaba del todo extenuado y parecía un moribundo.
Púsose por obediencia en manos de un practicante, que acabó de ponerle peor, haciéndole servir platos que un hombre robusto y acosado de hambre apenas hubiera querido tocar. El santo tomaba todo con indiferencia y todo lo hallaba igualmente bueno. Una estrechura de garganta que casi no le permitía pasar más que líquidos, el estómago muy delicado y el vientre en estado deplorable, eran sus tres dolencias permanentes. A éstos venían accidentalmente a reunirse otros males. Con frecuencia devolvía los alimentos como los había tomado, y lo poco que de ellos conservaba sólo servía para torturarle. A pesar de tantos sufrimientos como le extenuaban, maceraba su cuerpo con severos ayunos, con vigilias prolongadas, con los más duros trabajos. Considerábase siempre como un principiante, y decía que le hacía falta la regularidad de un novicio, la severidad de la Orden y el rigor de la disciplina. Sin embargo, hubo de adoptar un régimen que su estómago pudiese soportar, sin perder lo más mínimo el espíritu de sacrificio y la pobreza. Con ánimo increíble asistía con la Comunidad al coro, al trabajo, a todo. Si había faenas que él no supiera ejecutar, cavaba la tierra, cortaba leña, la llevaba sobre sus espaldas; y cuando sus fuerzas le traicionaban, cogía las ocupaciones más viles, a fin de compensar la fatiga con la humildad. Sólo la necesidad era capaz de apartarle de los ayunos comunes. Fue, sin embargo, preciso hacerlo, porque llegó tiempo en que, no pudiéndose sostener sin gran trabajo en pie, permanecía casi de continuo sentado y muy rara vez se movía. Lo que no podía hacer lo compensaba dándose más a la oración, a las piadosas lecturas, al estudio y a la composición; dábase por entero a sus religiosos por la predicación y la dirección. Y cuando la Iglesia tenía necesidad de sus servicios, olvidaba su estado de agotamiento, afrontaba la fatiga de los viajes, resolvía los asuntos, predicaba sin descanso y daba solución a todo.
Volvía luego aún más enfermo, pero también más hambriento de su amada vida de penitencia y de contemplación. Tal existencia no era otra cosa que una muerte continua y prolongada. «El Santo lo sentía, y sus religiosos le suplicaban tomase algún alivio, pero ponía los ojos en Jesús ensangrentado en la cruz, cubierto de llagas, y, más dócil a la lección del amor que a los consejos de la prudencia, hacía callar la voz de la ternura filial y saboreaba más la amargura del cáliz.» ¿Pudo la enfermedad impedirle ser un perfecto cisterciense más útil que ninguno a su Comunidad y aun a la Iglesia entera? Nuestra Beata Aleida hubo de soportar durante toda su vida los más crueles sufrimientos y una horrorosa lepra.
Separada de sus hermanas a causa de este terrible mal, sirvióse de ello para unirse a Dios con oración más continua; gozábase en su dolorosa situación por amor de Cristo su Esposo, en cuyas llagas acontecíale encontrar con frecuencia gozos y una fuerza sobrenatural. Rica en dones celestiales, ilustre por sus milagros, curó no pocos leprosos con la sola imposición de sus manos. Había, pues, llegado a la cumbre, pero Nuestro Señor quiso elevarla a mayor altura. ¿Qué hace? Prepárala un acrecentamiento de sufrimientos con las correspondientes gracias, para hacerla crecer en la paciencia.
En la fiesta de San Bernabé, parecía estar a las puertas de la muerte. Nuestro Señor le anuncia que le queda un año de vida todavía y que durante este tiempo había de soportar males más terribles que los anteriores, por amor de su Amado Esposo. En efecto, su vista se apaga, sus manos se contraen, la piel de la cabeza y de todo su cuerpo se cubre de úlceras, de las que manan sin cesar gusanos y carne dañada. Estos crueles tormentos súfrelos la bienaventurada con inalterable paciencia, hasta que llegado de nuevo el día de San Bernabé, exhala su purísima alma en las manos de Cristo, su Esposo.
SANTA GERTRUDIS
Santa Gertrudis, que floreció en Helfta, bajo las leyes de nuestra Orden, con Santa Matilde, su maestra y amiga, tenía muy precaria salud. Por temporadas que a veces eran largas, la enfermedad la obligaba a guardar cama. Sus frecuentes insomnios, su ardor en la oración y sus raptos causábanle tal fatiga que llegaba al agotamiento. Con frecuencia le era, pues, imposible tomar parte en el Oficio divino, o bien no podía asistir a él sino permaneciendo sentada. Estábala prohibido el ayuno aun en la Cuaresma, y hasta durante la noche se la obligaba a tomar algo para poder sostenerse, o cuando el Oficio era demasiado largo. Humillábase al verse sometida a tales necesidades, quejábase de no poder hacer las reverencias del coro, sentíase inclinada a rehusar los alimentos que la ofrecían, y Nuestro Señor enseñóla a recibir todo como venido de su mano, a servirse de estos alivios para su adelantamiento espiritual. Una cosa la afligía, y era molestia que causaba a sus compañeras, ¡servíanla éstas con tanto afecto...! Y ella, ¿no les pagaba en justo retorno con sus incesantes oraciones, sus consejos sobrenaturales y sus fraternales avisos? Felices enfermedades que la procuraron entre otros bienes la dicha de vivir toda para Dios en la contemplación, sin las que quizá no tendríamos sus escritos llenos de unción tan penetrante.
Pudiéramos citar otros muchos ejemplos tomados de la hagiografía de nuestra Orden, que nos mostrarían cómo las enfermedades, lejos de ser obstáculo que cierra el camino, son por el contrario un sendero que lleva a la santidad. Los enfermos fervorosos caminan, corren, vuelan hacia el blanco de sus deseos, según el grado de sus disposiciones. Los malos enfermos no hacen lo mismo, pero hay que atribuirlo solamente a su falta de valor y de sumisión.


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