LIBRO DÉCIMO TERCERO. LA MUERTE, PENA DEL PECADO DE ADÁN
Capítulo primero. De la caída del primer hombre, por quien heredamos
el ser mortales
Ya que
hemos ventilado las escabrosas y difíciles cuestiones sobre el origen de
nuestro siglo y del principio del humano linaje, parece exige el orden metódico
que continuemos la disputa acerca de la caída del primer hombre, o, por mejor
decir, de los primeros hombres; y del origen y propagación de la muerte del
hombre. Porque no crió Dios a los hombres de la misma condición que a los
ángeles, que, aunque pecasen, no pudiesen morir; sino de tal condición que,
cumpliendo con la obligación de la obediencia, pudiesen alcanzar, sin
intervención de la muerte, la inmortalidad angélica y la eternidad
bienaventurada, y siendo desobedientes incurriesen en pena de muerte por medio
de una justísima condenación, como lo insinuamos ya en el libro anterior.
Capítulo II. De la muerte que puede sufrir el alma, libre del
cuerpo, y de aquella a que está sujeta el alma unida al cuerpo.
Paréceme
llegado el momento de tratar con más exactitud y escrupulosidad de los dos
géneros de muerte; pues aunque con verdad se dice que el alma del hombre es
inmortal, sin embargo, padece también su peculiar muerte. Se dice inmortal
porque en cierto modo nunca deja de vivir y sentir, y el cuerpo por eso es
mortal, porque puede faltarle totalmente la vida, y por sí mismo no puede vivir
de modo alguno. Así, que la muerte del alma sucede cuando la desampara el
Señor, así como la del cuerpo cuando la deja el alma; por lo cual, la muerte
del uno y del otro, esto es, de todo el hombre, sucede cuando el alma, desamparada de Dios, desampara al cuerpo; porque así ni ella vive con Dios, ni el
cuerpo con ella.
A esta
muerte de todo el hombre se sigue aquella a quien la autoridad de la Sagrada
Escritura llama muerte segunda, la cual nos significó el Salvador cuando dice:
<Temed a aquel que tiene potestad para arrojar para siempre al cuerpo y al
alma en el infiemo>; lo cual, como no acontece antes que el alma se haya
juntado con el cuerpo, sino después, de modo que no haya fuerza que pueda ya
dividirlos y apartarlos, puede causar admiración que digamos que el cuerpo
muere sin que le desampare el alma; antes si, estando animado y sintiendo,
muere atormentado. Porque en aquella pena última y eterna (de la cual
trataremos cuando sea conducente en su respectivo lugar), muy bien puede
decirse que muere el alma porque no vive con Dios; pero que muera el cuerpo,
¿cómo puede suceder, si vive con el alma? No podría de otra conformidad sentir
los tormentos corporales que ha de sufrir después de la resurrección. ¿Diremos,
acaso, que por cuanto la vida, cualquiera que sea, es un singular bien, y el
dolor un mal, por eso tampoco debe decirse que vive el cuerpo donde el alma no
es causa del vivir, sino de padecer con dolor? Así que vive el alma con Dios
cuando vive bien, porque no puede vivir bien si no es obrando Dios en ella lo
que es bueno; pero el cuerpo vive con el alma cuando el alma vive en el cuerpo,
ya viva ella, ya no viva con Dios. Porque la vida de los impíos en los cuerpos
no es vida de las almas, sino de los cuerpos, la cual les pueden dar las almas
aunque estén difuntas, esto es, desamparadas de Dios, sin que las deje la
propia vida, cualquiera que sea, por la cual son también inmortales. Mas en la
última y final condenación, aunque el hombre no dejará de sentir, con todo,
porque el mismo sentido ni será suave por el deleite, ni saludable por la
quietud, sino penoso por el dolor, no sin razón la llaman mejor muerte que
vida, y por lo mismo segunda, porque es después de la primera, con que se hace
la división de las naturalezas que estaban juntas, ya sea de Dios y del alma,
ya sea del alma y del cuerpo; así que de la primera muerte del cuerpo puede
decirse que es buena para los buenos y mala para los malos; pero la segunda,
sin dada, que, como no es de ningún bien, así para ninguno es buena.
MUERTE DE SANTO DOMINGO
Capítulo III. Si la muerte, que por el pecado de los primeros
hombres se comunicó a todos los hombres, es también en los santos pena del
pecado.
Pero
se ofrece una duda que no es razón omitir: si realmente la muerte, con que se
dividen el alma y el cuerpo, es buena para los buenos. Porque si es así, ¿cómo
podrá defenderse que ella sea también pena del pecado? Pues no incurrieran en
ella seguramente los primeros hombres si no pecaran; ¿y de qué manera podrá ser
buena para los buenos la que no pudo suceder sino a los malos? Y, por otra
parte, si no podía suceder sino a los malos, ya no podía ser buena para los
buenos, antes no la debieran sufrir; ¿pues para qué había de haber pena donde
no había qué castigar? Por lo cual hemos de confesar que, aunque Dios crió a
los primeros hombres de suerte que si no pecaran no incurrieran en ningún
género de muerte, sin embargo, a éstos que primeramente pecaron, los condenó a
muerte de modo que todo lo que naciese de su descendencia estuviese también
sujeto al mismo castigo, puesto que no había de nacer de ellos otra cosa de lo
que ellos habían sido. Pues la pena, según la gravedad de aquella culpa,
empeoró la naturaleza de tal conformidad, que lo que precedió penalmente en los
primeros hombres que pecaron, eso mismo siguiese como naturalmente en los demás
que fuesen naciendo. Porque no se formó el hombre de otro hombre, así como se
formó el hombre del polvo; pues el polvo para hacer el hombre sirvió de
materia, pero el hombre para engendrar al hombre sirvió de padre. Por lo tanto,
no es la carne lo que es la tierra, aunque de la tierra se hizo la carne;
mientras que lo que es el hombre padre es también el hombre hijo. Todo el
linaje humano que se había de propagar por medio de la mujer en sus hijos y
generación existió en el primer hombre cuando los dos primeros casados
recibieron la divina sentencia de su condenación; y lo que fue hecho el hombre,
no cuando le crió Dios, sino cuando pecó y fue castigado, eso fue lo que
engendró respecto al origen del pecado y de la muerte.
No
quedó el hombre reducido con el pecado o con la pena a la ignorancia y
debilidad del alma y cuerpo que observamos en los niños (que en esta ignorancia
e imbecilidad quiso Dios que entrasen en la vida, como los hijos de las
bestias, los tiernos hijos de los padres que había condenado a una vida y
muerte propia de bestias, como lo dice la Sagrada Escritura: <El hombre,
cuando vivía honrado en la justicia original, no entendió, no uso de la razón,
y pecando, vino a ser semejante a las bestias, que no tienen discurso ni razón,
siendo mortal como ellas>; y aún observamos en los niños que en el uso y
movimiento de sus miembros, y en el sentido de apetecer o evitar, son aún más
débiles e indolentes que los más tiernos hijos de los demás animales, como si
la virtud humana con tanta mayor excelencia se aventajase sobre todos los demás
animales, cuanto más se detiene en dilatar su imperio, retirándole atrás como
saeta cuando se estiva el arco); así que no sólo cayó el primer hombre con
aquella su ilícita y vana presunción, o le arrojaron y condenaron con justísimo
decreto a la rudeza y flaqueza de niños, sino que la naturaleza humana quedó en
él corrompida y mudada, de manera que padeciese en sus miembros la desobediencia
y repugnancia de la concupiscencia, y quedase sujeta a la necesidad de morir, y
así engendrase lo que vino a ser por su culpa y por la pena y castigo que en él
hicieron, esto es, hijos sujetos al pecado y a la muerte. Y cuando los niños se
libran de esta sujeción del pecado por la gracia, de Jesucristo, nuestro
mediador y redentor; sólo pueden padecer la muerte que aparta y divide al alma
del cuerpo, pero no pasan a aquella segunda de las penas eternas, porque están
ya libres de la obligación del pecado.
Capítulo IV. Por qué a los que están absueltos del pecado por la
gracia de la regeneración no los absuelven de la muerte; esto es, de la pena
del pecado.
Pero
si alguno dudase creer que sufren también esta muerte, si ésta es asimismo pena
del pecado, aquellos cuya culpa se perdonó por la gracia, ya está tratada y
averiguada esta cuestión en otro libro que intitulé del Bautismo de los niños,
donde dije que la causa porque quedaba al alma el haber de pasar por la
experiencia de la separación del cuerpo, aunque estuviese absuelta del vínculo
del pecado, era porque si consiguientemente al sacramento de la regeneración se
siguiera luego la inmortalidad del cuerpo, la misma fe perdiera su fuerza y
vigor; la cual entonces es fe, cuando se aguarda con la esperanza lo que aún no
se ve en la realidad. Y con la virtud y contraste de la fe en la edad madura
habían de llegar a vencer los hombres el temor de la muerte, lo cual
principalmente resplandeció en los santos mártires; pues de este contraste. y
lucha no hubiera, sin duda, ni victoria ni gloria, porque tampoco pudiera haber
este mismo contraste y batalla si después de la regeneración y bautismo no
pudieran los santos padecer muerte corporal. ¿Y quién habría que, con los
pequeñuelos que se han de bautizar, no acudiese a la gracia de Jesucristo,
principalmente por no apartarse y dividirse del cuerpo? No se estimaría, pues,
la fe por el premio invisible, ni sería ya fe hallando y recibiendo de contado
el premio de sus fatigas.
Pero
de esta otra conformidad con mucha mayor y más admirable ventaja de la gracia
del Salvador, vemos la pena del pecado convertida en utilidad y aprovechamiento
de la justicia; porque entonces dijo Dios al hombre: <morirás si
pecares>, y ahora dice al mártir: <muere por que no peques>; entonces
le dijo: <si quebrantaseis el mandamiento, moriréis de muerte>; ahora les
dice: <si rehusareis la muerte, quebrantareis el precepto>. Lo que
entonces debió ponerles freno y temor para no pecar, ahora lo deben admitir y
abrazar para que no pequen; y de esta manera, por la inefable misericordia de
Dios, la misma pena de los vicios se convierte y trueca en armas para la
virtud, y viene a ser mérito del justo aun el castigo del pecador, porque
entonces se ganó la muerte pecando, y ahora se cumple la justicia muriendo.
Pero esto se entiende en los santos mártires, a quienes el tirano les propone
una de dos, o que abjuren la fe o padezcan la muerte, porque los justos más
quieren, creyendo, padecer lo que al principio, no creyendo, padecieron los
pecadores; pues si éstos no pecaran, no murieran; pero aquéllos pecarán si no
mueren Así que murieron aquéllos porque pecaron; éstos no pecan porque mueren;
sucedió por culpa de aquéllos que incurriesen en el castigo; sucede por la pena
de éstos que no caigan en la culpa; no porque la muerte se haya convertido en
cosa buena, siendo antes mala, sino porque Dios dio tanta gracia a la fe, que
la muerte, que, según es notorio, es contraria a la vida, se viniese a hacer
instrumento por el cual se pudiese pasar a la vida.
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