miércoles, 18 de julio de 2018

LA CIUDAD DE DIOS Y LA CAIDA DE UN IMPERIO. SAN AGUSTIN



LIBRO DÉCIMO TERCERO. LA MUERTE, PENA DEL PECADO DE ADÁN

Capítulo primero. De la caída del primer hombre, por quien heredamos el ser mortales

Ya que hemos ventilado las escabrosas y difíciles cuestiones sobre el origen de nuestro siglo y del principio del humano linaje, parece exige el orden metódico que continuemos la disputa acerca de la caída del primer hombre, o, por mejor decir, de los primeros hombres; y del origen y propagación de la muerte del hombre. Porque no crió Dios a los hombres de la misma condición que a los ángeles, que, aunque pecasen, no pudiesen morir; sino de tal condición que, cumpliendo con la obligación de la obediencia, pudiesen alcanzar, sin intervención de la muerte, la inmortalidad angélica y la eternidad bienaventurada, y siendo desobedientes incurriesen en pena de muerte por medio de una justísima condenación, como lo insinuamos ya en el libro anterior.


Capítulo II. De la muerte que puede sufrir el alma, libre del cuerpo, y de aquella a que está sujeta el alma unida al cuerpo.

Paréceme llegado el momento de tratar con más exactitud y escrupulosidad de los dos géneros de muerte; pues aunque con verdad se dice que el alma del hombre es inmortal, sin embargo, padece también su peculiar muerte. Se dice inmortal porque en cierto modo nunca deja de vivir y sentir, y el cuerpo por eso es mortal, porque puede faltarle totalmente la vida, y por sí mismo no puede vivir de modo alguno. Así, que la muerte del alma sucede cuando la desampara el Señor, así como la del cuerpo cuando la deja el alma; por lo cual, la muerte del uno y del otro, esto es, de todo el hombre, sucede cuando el alma, desamparada de Dios, desampara al cuerpo; porque así ni ella vive con Dios, ni el cuerpo con ella.
A esta muerte de todo el hombre se sigue aquella a quien la autoridad de la Sagrada Escritura llama muerte segunda, la cual nos significó el Salvador cuando dice: <Temed a aquel que tiene potestad para arrojar para siempre al cuerpo y al alma en el infiemo>; lo cual, como no acontece antes que el alma se haya juntado con el cuerpo, sino después, de modo que no haya fuerza que pueda ya dividirlos y apartarlos, puede causar admiración que digamos que el cuerpo muere sin que le desampare el alma; antes si, estando animado y sintiendo, muere atormentado. Porque en aquella pena última y eterna (de la cual trataremos cuando sea conducente en su respectivo lugar), muy bien puede decirse que muere el alma porque no vive con Dios; pero que muera el cuerpo, ¿cómo puede suceder, si vive con el alma? No podría de otra conformidad sentir los tormentos corporales que ha de sufrir después de la resurrección. ¿Diremos, acaso, que por cuanto la vida, cualquiera que sea, es un singular bien, y el dolor un mal, por eso tampoco debe decirse que vive el cuerpo donde el alma no es causa del vivir, sino de padecer con dolor? Así que vive el alma con Dios cuando vive bien, porque no puede vivir bien si no es obrando Dios en ella lo que es bueno; pero el cuerpo vive con el alma cuando el alma vive en el cuerpo, ya viva ella, ya no viva con Dios. Porque la vida de los impíos en los cuerpos no es vida de las almas, sino de los cuerpos, la cual les pueden dar las almas aunque estén difuntas, esto es, desamparadas de Dios, sin que las deje la propia vida, cualquiera que sea, por la cual son también inmortales. Mas en la última y final condenación, aunque el hombre no dejará de sentir, con todo, porque el mismo sentido ni será suave por el deleite, ni saludable por la quietud, sino penoso por el dolor, no sin razón la llaman mejor muerte que vida, y por lo mismo segunda, porque es después de la primera, con que se hace la división de las naturalezas que estaban juntas, ya sea de Dios y del alma, ya sea del alma y del cuerpo; así que de la primera muerte del cuerpo puede decirse que es buena para los buenos y mala para los malos; pero la segunda, sin dada, que, como no es de ningún bien, así para ninguno es buena.


MUERTE DE SANTO DOMINGO
Capítulo III. Si la muerte, que por el pecado de los primeros hombres se comunicó a todos los hombres, es también en los santos pena del pecado.
Pero se ofrece una duda que no es razón omitir: si realmente la muerte, con que se dividen el alma y el cuerpo, es buena para los buenos. Porque si es así, ¿cómo podrá defenderse que ella sea también pena del pecado? Pues no incurrieran en ella seguramente los primeros hombres si no pecaran; ¿y de qué manera podrá ser buena para los buenos la que no pudo suceder sino a los malos? Y, por otra parte, si no podía suceder sino a los malos, ya no podía ser buena para los buenos, antes no la debieran sufrir; ¿pues para qué había de haber pena donde no había qué castigar? Por lo cual hemos de confesar que, aunque Dios crió a los primeros hombres de suerte que si no pecaran no incurrieran en ningún género de muerte, sin embargo, a éstos que primeramente pecaron, los condenó a muerte de modo que todo lo que naciese de su descendencia estuviese también sujeto al mismo castigo, puesto que no había de nacer de ellos otra cosa de lo que ellos habían sido. Pues la pena, según la gravedad de aquella culpa, empeoró la naturaleza de tal conformidad, que lo que precedió penalmente en los primeros hombres que pecaron, eso mismo siguiese como naturalmente en los demás que fuesen naciendo. Porque no se formó el hombre de otro hombre, así como se formó el hombre del polvo; pues el polvo para hacer el hombre sirvió de materia, pero el hombre para engendrar al hombre sirvió de padre. Por lo tanto, no es la carne lo que es la tierra, aunque de la tierra se hizo la carne; mientras que lo que es el hombre padre es también el hombre hijo. Todo el linaje humano que se había de propagar por medio de la mujer en sus hijos y generación existió en el primer hombre cuando los dos primeros casados recibieron la divina sentencia de su condenación; y lo que fue hecho el hombre, no cuando le crió Dios, sino cuando pecó y fue castigado, eso fue lo que engendró respecto al origen del pecado y de la muerte.
No quedó el hombre reducido con el pecado o con la pena a la ignorancia y debilidad del alma y cuerpo que observamos en los niños (que en esta ignorancia e imbecilidad quiso Dios que entrasen en la vida, como los hijos de las bestias, los tiernos hijos de los padres que había condenado a una vida y muerte propia de bestias, como lo dice la Sagrada Escritura: <El hombre, cuando vivía honrado en la justicia original, no entendió, no uso de la razón, y pecando, vino a ser semejante a las bestias, que no tienen discurso ni razón, siendo mortal como ellas>; y aún observamos en los niños que en el uso y movimiento de sus miembros, y en el sentido de apetecer o evitar, son aún más débiles e indolentes que los más tiernos hijos de los demás animales, como si la virtud humana con tanta mayor excelencia se aventajase sobre todos los demás animales, cuanto más se detiene en dilatar su imperio, retirándole atrás como saeta cuando se estiva el arco); así que no sólo cayó el primer hombre con aquella su ilícita y vana presunción, o le arrojaron y condenaron con justísimo decreto a la rudeza y flaqueza de niños, sino que la naturaleza humana quedó en él corrompida y mudada, de manera que padeciese en sus miembros la desobediencia y repugnancia de la concupiscencia, y quedase sujeta a la necesidad de morir, y así engendrase lo que vino a ser por su culpa y por la pena y castigo que en él hicieron, esto es, hijos sujetos al pecado y a la muerte. Y cuando los niños se libran de esta sujeción del pecado por la gracia, de Jesucristo, nuestro mediador y redentor; sólo pueden padecer la muerte que aparta y divide al alma del cuerpo, pero no pasan a aquella segunda de las penas eternas, porque están ya libres de la obligación del pecado.

Capítulo IV. Por qué a los que están absueltos del pecado por la gracia de la regeneración no los absuelven de la muerte; esto es, de la pena del pecado.
Pero si alguno dudase creer que sufren también esta muerte, si ésta es asimismo pena del pecado, aquellos cuya culpa se perdonó por la gracia, ya está tratada y averiguada esta cuestión en otro libro que intitulé del Bautismo de los niños, donde dije que la causa porque quedaba al alma el haber de pasar por la experiencia de la separación del cuerpo, aunque estuviese absuelta del vínculo del pecado, era porque si consiguientemente al sacramento de la regeneración se siguiera luego la inmortalidad del cuerpo, la misma fe perdiera su fuerza y vigor; la cual entonces es fe, cuando se aguarda con la esperanza lo que aún no se ve en la realidad. Y con la virtud y contraste de la fe en la edad madura habían de llegar a vencer los hombres el temor de la muerte, lo cual principalmente resplandeció en los santos mártires; pues de este contraste. y lucha no hubiera, sin duda, ni victoria ni gloria, porque tampoco pudiera haber este mismo contraste y batalla si después de la regeneración y bautismo no pudieran los santos padecer muerte corporal. ¿Y quién habría que, con los pequeñuelos que se han de bautizar, no acudiese a la gracia de Jesucristo, principalmente por no apartarse y dividirse del cuerpo? No se estimaría, pues, la fe por el premio invisible, ni sería ya fe hallando y recibiendo de contado el premio de sus fatigas.
Pero de esta otra conformidad con mucha mayor y más admirable ventaja de la gracia del Salvador, vemos la pena del pecado convertida en utilidad y aprovechamiento de la justicia; porque entonces dijo Dios al hombre: <morirás si pecares>, y ahora dice al mártir: <muere por que no peques>; entonces le dijo: <si quebrantaseis el mandamiento, moriréis de muerte>; ahora les dice: <si rehusareis la muerte, quebrantareis el precepto>. Lo que entonces debió ponerles freno y temor para no pecar, ahora lo deben admitir y abrazar para que no pequen; y de esta manera, por la inefable misericordia de Dios, la misma pena de los vicios se convierte y trueca en armas para la virtud, y viene a ser mérito del justo aun el castigo del pecador, porque entonces se ganó la muerte pecando, y ahora se cumple la justicia muriendo. Pero esto se entiende en los santos mártires, a quienes el tirano les propone una de dos, o que abjuren la fe o padezcan la muerte, porque los justos más quieren, creyendo, padecer lo que al principio, no creyendo, padecieron los pecadores; pues si éstos no pecaran, no murieran; pero aquéllos pecarán si no mueren Así que murieron aquéllos porque pecaron; éstos no pecan porque mueren; sucedió por culpa de aquéllos que incurriesen en el castigo; sucede por la pena de éstos que no caigan en la culpa; no porque la muerte se haya convertido en cosa buena, siendo antes mala, sino porque Dios dio tanta gracia a la fe, que la muerte, que, según es notorio, es contraria a la vida, se viniese a hacer instrumento por el cual se pudiese pasar a la vida.


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