San Frncisco de Sales y Santa Juana fremiol de chantal
8. LOS ESFUERZOS EN EL ABANDONO
Para
hacer posible el abandono, ha debido el alma establecerse con antelación en la santa indiferencia;
le queda persistir en ella mediante la práctica ardua de la mortificación cristiana,
que es trabajo de toda la vida.
Antes
de los sucesos el alma se pone en manos de Dios por una simple y general
expectación, sin que excluya la prudencia; por esta causa, ¡cuánto hay que
hacer, por ejemplo, en la dirección de una casa; en el desempeño de un cargo
para evitar sorpresas y desengaños; en el gobierno de nuestra alma para
prevenir las faltas, la tentación, las arideces! Todas estas providencias
pertenecen a la voluntad de Dios significada y no se deben omitir so pretexto
de abandono, pues no podemos dejar a Dios el cuidado de hacer lo que nos ha
ordenado cumplir por nosotros mismos.
Durante
los sucesos es necesario ante todo someterse. En el
Santo Abandono llámase esta adhesión confiada y filial y amorosa al beneplácito
de Dios. Quizá haya que luchar un tanto para elevarse a esta altura y
mantenerse en ella; mas, aun cuando la sumisión fuese tan pronta y fácil como
plena y afectuosa, y por sencillamente que nuestra voluntad se someta a la de
Dios, siempre hay en esto un acto o disposición voluntaria. En el Santo
Abandono la caridad es la que está en ejercicio y la que pone en juego otras
virtudes. Y así dice Bossuet: «Es una mezcla y un
compuesto de actos de fe perfectísima, de esperanza entera y confiada, de amor purísimo
y fidelísimo». Si aun después de someterse a la decisión final, se juzga
oportuno pedir a Dios desde el principio que aleje este cáliz, como hay derecho
a hacerlo, esto constituye de la misma manera un acto o una serie de actos.
Después
de los sucesos se pueden temer consecuencias desagradables para los demás o
para nosotros mismos en lo temporal o en lo espiritual, como sucede en las
calamidades públicas, en la persecución, en la ruina de la fortuna, en las calumnias,
etc. Si está en nuestra mano apartar estas eventualidades
o atenuarías, haremos lo que de nosotros dependa, sin aguardar una acción
directa de la Providencia, porque Dios habitualmente se reserva obrar por estas
causas segundas, y puede ser que precisamente cuente con nosotros en esta
circunstancia, lo que con frecuencia nos impondrá deberes que cumplir.
Después
de los sucesos, por ser manifestaciones del beneplácito divino, hay que hacer
brotar también de ellos los frutos que Dios mismo espera para su gloria y para
bien nuestro: si acontecimientos felices, el agradecimiento, la confianza, el
amor; si desgraciados, la penitencia, la paciencia, la abnegación, la humildad,
etc.; cualquiera que sea el resultado, un acrecentamiento en la vida de la
gracia, y por consiguiente un aumento de la gloria eterna.
La
voluntad de Dios significada no pierde por esto sus derechos, y salvo las
excepciones y legítimas dispensas, es necesario continuar guardándola; los
deberes que ella nos impone forman la trama de nuestra vida espiritual, el
fondo sobre el que el santo abandono viene a aplicar la riqueza y variedad de
sus bordados. Además esta amorosa y filial conformidad no impide la iniciativa
para la práctica de las virtudes: las Reglas y la Providencia le ofrecen de
suyo cada día mil ocasiones; y, ¿quién nos impide provocar otras muchas, sobre
todo en nuestro trato íntimo con Dios? A la verdad que no somos sobradamente
ricos para desdeñar este medio de subir de virtud en virtud: el salario de nuestra tarea ordinaria, por opulento que se le
suponga, no debe hacernos despreciar el magnífico acrecentamiento de beneficios
que puede merecernos dicha actitud.
Henos
así bien lejos de una pura pasividad, en que Dios lo haría todo y el alma se
limitaría a recibir. En otra parte diremos que esta pasividad se encuentra en
diverso grado en las vías místicas, en cuyo caso es preciso secundar la acción
divina y guardarse de ir en contra. Pero aun en estos caminos místicos la mera
pasividad es excepción muy rara. Por poco que se haya entendido la economía del
plan divino y por poca experiencia que se tenga de las almas, se ha de convenir
en que el abandono no es una espera ociosa, ni un
olvido de la prudencia, ni una perezosa inercia. El alma conserva en él plena
actividad para cuanto se refiere a la voluntad de Dios significada; y en cuanto a los acontecimientos que dependen del divino
beneplácito, prevé todo cuanto puede prever, hace cuanto de ella depende. Mas,
en los cuidados que ella toma, confórmase con la voluntad de Dios, se adapta a
los movimientos de la gracia, obra bajo la dependencia y sumisión a la
Providencia. Siendo Dios dueño de conceder el éxito o de rehusarlo, el alma
acepta previa y amorosamente cuanto El decida, y por lo mismo se mantiene
gozosa y tranquila antes y después del suceso. Fuera, pues, la indolente
pasividad de los quietistas, que desdeña los esfuerzos metódicos, aminora el espíritu
de iniciativa y debilita la santa energía del alma.
Los
quietistas pretenden apoyarse en San Francisco de Sales, pero falsamente.
Preciso fuera para eso, entrecortar acá y allá en los escritos del piadoso
Doctor palabras y frases, aislarlas del contexto y alterar su sentido.
No
podemos citarlo íntegramente. Nos compara a la Santísima Virgen, dirigiéndose
al templo unas veces en los brazos de sus padres, otras andando por sus propios
pies: «Así -dice-, la divina bondad quiere conducirnos
por nuestro camino, pero quiere que también nosotros demos nuestros pasos, es
decir, que hagamos de nuestra parte lo que podamos con su gracia». Como
rompe a andar un niño cuando su madre le pone en el suelo para que camine, y se
deja llevar cuando lo quiere traer en sus brazos, «no
de otra manera el alma que ama el divino beneplácito se deja llevar y, sin
embargo, camina haciendo con mucho cuidado cuanto se refiere a la voluntad de
Dios significada». Este hombre tan lleno del santo abandono escribía a
Santa Juana de Chantal, que no lo estaba menos: «Nuestra Señora no ama sino los
lugares ahondados por la humildad, ennoblecidos por la simplicidad, dilatados
por la caridad; estáse muy a gusto al pie del pesebre y de la cruz... Caminemos
por estos hondos valles de las humildes y pequeñas virtudes; allí veremos la
caridad que brilla entre los afectos, entre los lirios de la pureza y entre las
violetas de la mortificación. De mí sé decir que amo
sobre manera estas tres virtudes: la dulzura de corazón, la pobreza del
espíritu, la sencillez de la vida... No estamos en este mundo sino para recibir
y llevar al dulce Jesús, en la lengua, anunciándolo al mundo; en los brazos,
practicando buenas obras; sobre las espaldas, soportando su yugo, sus sequedades,
sus esterilidades.» ¿Es éste el lenguaje de una indolente pasividad? ¿No
es más bien la plena actividad espiritual? «Yo -decía
Santa Teresa del Niño Jesús- desearía un ascensor que me elevase hasta Jesús;
pues soy muy pequeñita para trepar por la ruda escalera de la perfección. El ascensor
que ha de levantarme hasta el cielo son vuestros brazos, ¡oh Jesús! » Mas
no se apresuren los quietistas a celebrar su triunfo.
Expresión
es ésta de amor, de confianza y sobre todo de humildad, pues la santa no se
propone en manera alguna permanecer en una indolente pasividad, hasta que el
Señor venga a tomarla y conducirla en sus brazos; antes bien, trabaja con una
grande actividad. «Por eso -añade- no tengo yo
necesidad de crecer, es necesario que permanezca y me haga cada vez más
pequeña.» Y de hecho ella se labrará con la gracia una humildad que se
desconoce en medio de los dones, una obediencia de niño, un abandono
maravilloso en medio de las pruebas, la caridad de un ángel de paz y como remate
de todo, un amor incomparable para Dios, pero un amor «que sabe sacar partido
de todo», un amor que, creyendo por su humildad no poder hacer nada grande, no quiere
«dejar escapar ningún sacrificio, ninguna mirada, ninguna
palabra, y quiere aprovecharse de las menores acciones y hacerlas por amor
padecer por amor y hasta alegrarse por amor».
¿Habrá
necesidad de añadir que todas las almas verdaderamente santas, en vez de
esperar que Dios las lleve y cargue con ellas y con su tarea, se dan mil mañas
para aumentar su actividad espiritual y sacar de todos los acontecimientos su
propia ganancia? Ejemplo palpable y evidente de esto lo tenemos en la vida de
Sor Isabel de la Trinidad.
Santa Teresita del Niño Jesús
9. LA SENSACIÓN DEL SUFRIMIENTO EN EL ABANDONO
La
sensación de las penas y sufrimientos es cosa que, más o menos, forzosamente ha
de existir en la simple resignación y aun en el perfecto abandono. En efecto,
nuestras facultades orgánicas no pueden dejar de ser impresionadas del mal sensible,
como tampoco se quedarán nuestras facultades superiores sin su parte de fatiga,
que de gana o por fuerza habrán de padecer y sentir. Porque es cierto que
estamos en un estado de decadencia donde coexisten el atractivo del fruto prohibido
y la aversión al deber penoso, y como consecuencia, la tirantez y el dolor de
la lucha. Supongamos que nos exige Dios el sacrificio de un gusto o el
padecimiento de una tribulación por amor suyo; en seguida se verá que, no obstante
la adhesión total y resuelta de nuestra voluntad al querer divino, es muy posible
que la parte inferior sienta las amarguras del sacrificio. Lo cual ha de
ocurrir a cada paso; pues Dios, ocupado por completo en
purificarnos, en despegarnos y enriquecernos quiere en especial curar nuestro orgullo
por las humillaciones y nuestra sensualidad por las privaciones y el dolor; y,
pues el mal es tenaz, el remedio habrá de aplicársenos por mucho tiempo y a
menudo.
Es
cierto que podremos contar con la unción de la gracia y con la virtud
adquirida, las cuales suavizarán y reforzarán, respectivamente, el dolor y la
voluntad, como con razón lo proclama San Agustín cuando dice que «donde reina el amor no hay dolor, y que de haberlo, se ama».
Cabe, pues, que subsista al trabajo en la sensibilidad: a pesar de las más
altas disposiciones de la voluntad. Empero, no hay regla fija, y tan pronto nos
embriagará la abundancia de los consuelos y nos transportará la fuerza del amor
y se perderá entre las alegrías la sensibilidad del dolor, como se velará y
empañará el gozo, y se desvanecerá la paz al retirarse a la parte superior del
alma la generosidad, indicio del verdadero amor: con lo
que el desasosiego, el tedio, el hastío invadirán el alma y la reducirán a
mortal tristeza. A veces también, después de sobrellevar las más rudas pruebas
con serenidad admirable, turbase uno de buenas a primeras por un quítame allá
esas pajas. ¿Cómo así? Era que estaba la copa rebosante y una sola
gotita bastó para hacerla desbordar, o bien que Dios, deseoso de conservarnos
humildes cuando hemos conseguido importantes victorias, hace que conozcamos
luego nuestra flaqueza en una simple escaramuza. Como quiera que sea, el acatamiento
filial es fruto de la virtud, no de la insensibilidad; toda vez que el paraíso
no puede ser permanente aquí abajo, ni aun para los santos.
Asimismo
decía el piadoso Obispo de Ginebra a sus hijas: «No
reparemos en lo que sentimos o dejamos de sentir, como tampoco creamos que en
lo tocante a las virtudes de indiferencia y abandono no vamos a tener nunca
deseos contrarios a los de la voluntad de Dios, o que nuestra naturaleza jamás
va a experimentar repugnancias en los sucesos del divino beneplácito; porque es
cosa que muy bien pudiera acontecer. Dichas virtudes tienen su asiento en la región
superior del alma y por lo regular, nada entiende en ellas la inferior; por lo
que no hay que andarse en contemplaciones, y sin atender a lo que quiere hemos
de abrazarnos y unirnos a la voluntad divina, mal que nos pese.»
Por
otra parte, el piadoso Doctor ha considerado siempre como una quimera la
imaginaria insensibilidad de los que no quieren sufrir el ser hombres; preciso
es pagar primero tributo a esta parte inferior y después dar lo que se le debe
a la superior, donde asienta como en su trono el espíritu de fe, que nos ha de
consolar en nuestras aflicciones y por nuestras aflicciones.
Así lo
practicaba él mismo: «Me encamino -escribía- a esta bendita visita, en la que
veo a cada instante cruces de todo género.
»Mi carne
se estremece, pero mi corazón las adora... Sí, yo os
saludo, grandes y pequeñas cruces, y beso vuestros pies, como indigno de ser
honrado con vuestra sombra». A la muerte de su madre y de su joven
hermana experimenta, según él mismo confiesa, «un grandísimo sentimiento por la
separación, más un sentimiento, al par que vivo, tranquilo...; el beneplácito
divino -añade- es siempre santo y las disposiciones suyas amabilísimas»; en
fin, el Santo Doctor abrazará sin cesar el partido de la divina Providencia.
Pero, si en sus grandes pruebas ha reportado brillantes victorias, en cambio,
un asunto sin importancia le hizo perder el sosiego hasta el punto de pasar dos
horas de insomnio; reíase de su debilidad, y no dejaba de ver que era una
inquietud pueril y, con todo, le era imposible desentenderse de ella. «Dios quería -dice- darme a entender que si los grandes
embates no me turban, no soy yo quien esto hace, sino la gracia de mi Salvador.»
Juana
de Chantal es una santa que sobresale por su energía de espíritu y por el santo
abandono, y no obstante, necesita que su piadoso director la sostenga sin cesar
y la conforte repetidas veces en medio de sus penas interiores.
Muestra
a la muerte de los suyos el más intenso dolor.
Cuando
pierde a su hija mayor, tiene el valor de asistirla piadosamente hasta el
último suspiro; después desmaya y, vuelta en sí, permanece largas horas
aplanada. A la muerte de San Francisco de Sales no cesa de llorar hasta el día siguiente;
sin embargo, «si supiera que sus lágrimas habían de ser
desagradables a Dios, no derramaría ni una sola».
Hacíase
violencia hasta el extremo de enfermar, por detenerlas; y por obediencia
dejábalas correr de nuevo. «¡Recio es el golpe! -dice-,
mas ¡qué dulce y qué paternal la mano
que lo ha dado!; la beso y la quiero con toda mi alma, inclinando la cabeza y
rindiendo todo mi corazón bajo su santísima voluntad que adoro y reverencio con
todas mis fuerzas.»
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