SAN LEÓN MAGNO
XIII. LAS IDEAS DEL PAPA SAN LEÓN APROBADAS
POR
LOS PADRES GRIEGOS. E L «LATROCINIO» DE EFÉSO
En los
escritos y actos de León I ya no sólo vemos el germen del papado soberano, sino
al papado mismo manifestándose en toda la extensión de sus atribuciones.
Para
no mencionar sino el punto más importante, fue proclamada la misma doctrina de
la infalibilidad ex cathedra. San León afirma que la autoridad de la cátedra de San Pedro basta por
sí sola para resolver una cuestión dogmática fundamental, y pide al
concilio ecuménico, no que defina el dogma, sino que consienta, por la paz de
la Iglesia, en la definición dada por el Papa, el cual, por derecho divino, es
el legítimo guardián de la verdadera fe católica.
Si
esta tesis, que recientemente fue desarrollada por el concilio Vaticano (en su
constitutio dogmática de Ecdesia Christi), es una herejía, como entre nosotros
se ha pretendido, el Papa San León es un hereje manifiesto y hasta un heresiarca, puesto que
nadie antes que él había afirmado tal tesis de manera tan explícita, con tanta
fuerza y tanta insistencia.
Veamos,
pues, cómo acogió la Iglesia ortodoxa las autoritarias afirmaciones del Papa
San León. Tómela mas las actas de los concilios griegos contemporáneos de ese
Papa (los volúmenes V, VI y VII de la colección Mansi) y leamos los documentos.
Ante todo, hallamos una notable carta del obispo Pedro Crisólogo al
archimandrita Eutiquio. Cuando el patriarca de Constantinopla, San Flaviano,
después de haber condenado, de acuerdo con su sínodo, al archimandrita de uno
de los conventos de la capital griega, Eutiquio, por herejía, se dirigió al
Papa León para obtener de él la confirmación de la sentencia, Eutiquio,
siguiendo los consejos que le dieron en la corte imperial, donde tenía
poderosos protectores, trató de ganar a su causa algunos obispos ortodoxos.
Recibió entonces, de uno de ellos, Pedro Crisólogo, la siguiente respuesta : «Sobre todo, te
aconsejamos, venerable hermano, que te sujetes con la más grande confianza a
los escritos del bienaventurado Papa de la ciudad de Roma, porque el
bienaventurado apóstol Pedro, que vive y preside en su propia cátedra, da, a
aquellos que buscan, la verdad de la fe. En cuanto a nosotros, cuidadosos de la paz y de
la fe, no podemos conocer en causas que conciernan a la religión sin el
consentimiento del obispo de Roma» (1).
Pedro
Crisólogo, aunque griego y escribiendo a un griego, era, empero, obispo de
Ravena, y por ende occidental a medias. Pero pocas páginas más adelante
descubrimos la misma doctrina en el representante de la metrópoli oriental,
Flaviano, santo y confesor de la Iglesia ortodoxa: “Todo este asunto, escribe al Papa a propósito
de la herejía de Eutiquio, sólo necesita de vuestra única sentencia que puede
resolverlo todo para la paz y tranquilidad.
Y así,
la herejía que se ha levantado y las perturbaciones que han seguido quedarán
suprimidas por completo, con la ayuda de Dios, mediante vuestro grato escrito;
esto hará inútil la convocación de un concilio, tan difícil por lo demás» (2).
Después
del santo patriarca de Constantinopla oigamos al sapientísimo obispo de Cyra,
Teodoreto, beatificado por la Iglesia griega: «Si Pablo —escribe al Papa León—,
heraldo de la verdad, trompeta del Espíritu Santo, se remitió al grande Pedro,
nosotros, simples y pequeños, debemos tanto más recurrir a vuestro trono
apostólico para recibir de vos la curación de las llagas que afligen a las
Iglesias. Porque el primado por todas razones os pertenece. Vuestro trono está exornado por toda clase
de prerrogativas; pero, sobre todo, la de la fe, y el divino apóstol es seguro
testigo cuando exclama dirigiéndose a la Iglesia de Roma: —vuestra fe es
divulgada por todo el mundo es vuestra sede la que posee el depósito de los
Padres y Doctores de la verdad, Pedro y Pablo, que ilumina las almas de los
fieles. Esta pareja divina y tres veces bienaventurada apareció en Oriente y
distribuyó sus rayos por doquiera; pero fue en Occidente donde quiso recibir la
liberación de la vida y desde allí alumbra ahora al universo. Manifiestamente
ellos han iluminado vuestra sede y esto colma vuestro trono apostólico. Y
suplico y pido a Vuestra Santidad qué abra —para mí, el calumniado— Vuestro
recto y Justo Tribunal; ordenad tan sólo, y correré a recibir de Vos mi
doctrina, en la que sólo he querido seguir las huellas apostólicas» (4).
No
eran vanas palabras, ni frases de retórico, las que dirigían al Papa los
representantes de la ortodoxia.
Los
obispos griegos tenían buenas razones para sostener con firmeza la autoridad
suprema de la sede apostólica. El «latrocinio de Éfeso» acababa de mostrarles
ad oculos lo que podía ser un concilio ecuménico sin el Papa. Recordemos las
instructivas circunstancias de este suceso.
Desde
el siglo IV, la parte helenizada de la Iglesia sufría con la rivalidad y lucha
continuas entre dos centros jerárquicos: el antiguo patriarcado de Alejandría y
el nuevo de Constantinopla. Las fases exteriores de esta lucha dependían
principalmente de la posición que adoptaba la corte bizantina. Y si queremos
saber cómo era determinada esta posición del poder secular respecto de los dos
centros eclesiásticos de Oriente, comprobamos un hecho notable. Podría creerse
a priori que el Imperio bizantino tenía que escoger, desde el punto de vista
político, entre tres líneas de conducta : o sostener al nuevo patriarcado de
Constantinopla como criatura suya puesta siempre en sus manos y que no podía
llegar a obtener nunca independencia durable, o bien el cesarismo bizantino
(para no tener que reprimir en sus dominios las tendencias clericales y para
libertarse de un vínculo demasiado estrecho e importuno) prefería tener el
centro del gobierno eclesiástico algo más distante, pero siempre dentro de la
esfera de su poder, y con este objeto sostenía al patriarcado de Alejandría,
que llenaba ambas condiciones y tenía de su parte, además, para apoyar su
primado relativo (sobre Oriente) la razón tradicional y canónica, o bien, por
último, el gobierno imperial escogía el sistema del equilibrio, protegiendo ora
a una, ora a otra de las sedes rivales según las circunstancias políticas. Pero
vemos que, en realidad, no ocurría nada de eso.
Aun concediendo mucho a los accidente
individuales y a las relaciones puramente personales, debe reconocerse que
había una razón general determinante de la conducta de los emperadores bizantinos
en la lucha jerárquica de Oriente; pero esta razón era distinta de las tres
consideraciones políticas que acabamos de indicar. Si los emperadores variaban en sus relaciones
con los dos patriarcados, apoyando ora a uno, ora al otro, esas variaciones no
dependían del principio del equilibrio. La corte bizantina sostenía
siempre, no al más inofensivo de los dos jerarcas rivales en un momento dado,
sino a aquel que estaba equivocado desde el punto de vista religioso o moral.
Bastaba que un patriarca, ya de Constantinopla, ya de Alejandría, fuera hereje
o pastor indigno, para asegurarse por mucho tiempo, si no para siempre, la
protección enérgica del Imperio. Y, por el contrario, al subir a la cátedra
episcopal, en la ciudad de Alejandro como en la de Constantino, un santo o un
campeón de la verdadera fe debía prepararse por anticipado a los odios y a las
persecuciones imperiales, incluso al martirio.
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