SÁBADO SANTO
vísperas de la resurrección
(FIN DEL LIBRO)
Los sacerdotes principales y los fariseos siguieron
en su obstinada dureza para no creer, y permanecieron ciegos. No contentos con
haber visto morir en la cruz al que odiaban sin motivo, seguían poniendo todos
los medios para borrar su nombre de la memoria de los hombres.
Sin embargo, aun muerto, le temían. Los discípulos
seguían escondidos por miedo a los sacerdotes, escribas y fariseos; y los fariseos,
escribas y sacerdotes tenían miedo de los discípulos de Jesús. Temían que
aquellos pocos discípulos, asustados, fueran a pregonar por todas partes que
aquel muerto había resucitado, porque Él lo dijo, aumentando así, según ellos,
sus embustes.
Los amigos se habían olvidado de la promesa de
Jesús, parecían no creer en el cumplimiento de su promesa: «al tercer día resucitaré».
En cambio sus enemigos se acordaban bien, y temían que fuese verdad. Y no
podían permitir que eso ocurriera, que, de nuevo, todos creyeran en Él y
restablecieran su título de Rey.
Ellos lo habían dicho: «No queremos que ése reine sobre
nosotros» (Le 19, 14).
«Al otro día, al día siguiente a la Preparación, los
sumos sacerdotes y los fariseos se reunieron ante Pilato (Mt 27, 62). No les importó
para eso que fuera sábado y el día más solemne de la pascua. Solamente les
preocupaba su odio contra Jesús, que no permitía dilación. Los más grandes
celadores de la observancia del sábado, que se escandalizaban de que se curara
a un enfermo en sábado, ahora, para calumniar a un muerto, no les importaba
faltar a lo prescrito por la Ley, a eso no le llamaban quebrantar el sábado. Su
odio sí que podía quebrantar el sábado, la misericordia de Jesús con los pobres
y enfermos, no.
Dice el Evangelio que se presentaron «ante Pilato».
Esta vez no se preocuparon de quedar impuros, no le
hicieron bajar al patio del pretorio, sino que entraron dentro. E
hipócritamente le llamaron «señor», al que odiaban por ser representante de la
dominación romana le llamaron señor; así pretendían adularle para conseguir su
petición.
«Señor, recordamos que este impostor dijo cuando aún
vivía: "Al tercer día resucitaré". Manda, pues, que quede asegurado
el sepulcro hasta el tercer día, no sea que vengan sus discípulos, lo roben, y
digan luego al pueblo: "Resucitó entre los muertos", y la última impostura
sea peor que la primera» (Mt 27,64).
Señor, las mentiras de ese hombre fueron tantas, que
aun después de muerto nos preocupan. Necesitamos poner guardias en su sepulcro.
Es verdad que debíamos haberlo pedido nada más ponerle allí, pero ¿quién puede
acordarse de todo? Ahora, dándole vueltas al asunto, nos hemos acordado de que,
mientras vivía, dijo al pueblo que había de morir crucificado, pero que al
tercer día iba a resucitar. Así tenía engañado al pueblo; les hizo creer que
era profeta porque les anunció con tiempo que iba a morir en la cruz, pero ya
sabía él que la merecía por sus delitos; y ahora los tiene embaucados con la
esperanza de que va a resucitar al tercer día. Pero pronto se desengañarán
cuando vean que no resucita al tercer día.
Por esto, señor, te pedimos que mandes poner guardia
en el sepulcro hasta que pase el tercer día porque no nos extrañaría que sus
discípulos, para que parezca verdad su mentira, lo roben y luego digan que ha
resucitado. No se atreverán a venir a decírnoslo a nosotros, pero lo irán
pregonando entre la gente ignorante y lo creerán.
Es cierto que nosotros no lo creemos ni nos preocupan
las habladurías del pueblo; pero no nos deja de preocupar que se extiendan esas
mentiras: debemos velar por la fe y la pureza de nuestro pueblo. Fíjate, señor,
que eran tantos los que le seguían mientras vivía que llegamos a temer la
ruina... moral de nuestro país.
Si esto ocurría mientras estaba vivo, ¿qué ocurrirá
si engañan al pueblo y todos creen que ha resucitado? El daño sería mucho peor
que el de antes.
Conviene, señor, prevenir las cosas con prudencia.
Te rogamos que pongas guardia en el sepulcro porque
aún estamos a tiempo de evitar este grave inconveniente.
Pilato escuchó a los sacerdotes y fariseos y se dio
cuenta de que todavía le odiaban. Se sorprendió de que no les bastara con ver
muerto a su enemigo, pero no quiso enemistarse con gente tan ladina y odiosa y
les concedió lo que querían. Pero él también lo hizo de una manera muy sagaz y
prudente.
Pilato no les negó los soldados que le pedían para
que no pudieran decir, si no lo hacía, que los romanos tenían la culpa de lo
que sucediese. Pero tampoco dio la orden a los soldados, así no podían decir
que los había puesto de acuerdo con los discípulos de Jesús para que les
impidieran robar el cuerpo. A tanto tuvo que llegar la sutileza de Pilato para
no quedar enredado en la maraña de aquellos envidiosos hipócritas.
Les dijo: «Tenéis guardia, id y aseguradlo como sabéis»
(Mt 27,65). Ya tenéis guardia, bastante la habéis usado para vuestros fines;
hasta mis soldados os obedecen. Mandadles, vosotros sabéis hacerla mejor que
yo.
Parece que Pilato quería burlarse veladamente de su
crueldad, con su ironía. Y demostraba también que estaba harto de ellos y de
todo aquel asunto en que le habían envuelto.
«Ellos fueron y aseguraron el sepulcro, sellando la
piedra y poniendo la guardia» (Mt 27,66). Ellos mismos fueron como soldados, quisieron
asegurarse por sí mismos. El sepulcro no tenía más que una entrada, solamente
por allí podían robar el cuerpo, y sobre la entrada estaba ya puesta una gran
piedra. Sin duda rodaron la piedra, que era redonda como una piedra de molino
antiguo. Era fácil de hacer correr porque estaba apoyada sobre un declive y
José tapó la entrada fácilmente; pero quizá era más difícil destapar la entrada
porque había que correr la piedra en sentido contrario al declive, subiéndola
por él. Pero lo hicieron para asegurarse de que el cuerpo del muerto seguía
allí. Luego volvieron a cerrar y «sellaron la piedra». Quizá lo hicieran con
cuerdas, y poniendo en las ranuras cera con el sello del Sanedrín. Y dejaron
los muchos soldados que trajeron bien distribuidos: unos junto a la puerta del
sepulcro y otros alrededor, para ver al que se acercaba y prohibírselo.
No era necesaria tanta cosa por miedo a los discípulos,
que ni se les había ocurrido juntarse para robar el cuerpo. Tenían miedo de ser
vistos en público. Tuvo el Señor que buscados y mandados a llamar, cuando
resucitó. Pero era necesario esta seguridad que pusieron los mismos judíos para
que supiéramos bien a ciencia cierta que había resucitado, para que sus mismos
enemigos no tuvieran motivo alguno para no creer.
Ellos mismos habían buscado sus propios testigos,
los soldados, si no les creyeron luego fue sólo culpa suya; fueron los hombres
que ellos mismos eligieron quienes les dijeron aquella mañana que Jesús había
resucitado, no los discípulos.
¡Desdichados y miserables judíos! -dice San Atanasio-.
El que rompió las cadenas de la muerte, ¿no iba a poder romper los sellos de la
sepultura? Daos prisa en guardar el sepulcro, sellad la piedra, poned soldados,
de esta manera engrandecéis más la maravilla de la resurrección; pusisteis
centinelas que fueron testigos y pregoneros de la Resurrección del Señor.
La Virgen María
espera la Resurrección de su Hijo
El día anterior la Virgen se había ido del huerto
donde enterraron a su Hijo haciéndose a sí misma mucha fuerza para arrancarse
de allí. Probablemente vivía durante aquellos días en casa del amigo de Jesús
que le cedió el comedor para que celebraran la cena de pascua.
Volvió aquella tarde camino de la Ciudad. Pasó de
nuevo por el Calvario y se le removió el corazón de dolor con el recuerdo. Juan
la acompañaba. Oscurecía; por las calles donde pasaban había su Hijo arrastrado
su dolor con la cruz a cuestas; pero Juan, al darse cuenta, la llevó por otro
sitio a la casa.
Mucha gente la reconocía, al pasar, como la Madre
del crucificado a quien vieron llorar al pie de la cruz. Todos seguían
comentando el suceso, y unos le defendían y otros le condenaban; por eso
también la llevó Juan por un camino más solitario, para que no oyera cosas que
la harían sufrir.
¿Quién es ésa?, dirían. Es la madre de Jesús, y hablarían
de ella. ¡Pobre madre!, dirían en voz baja. ¡Tener un hijo así...! Otros al
veda se detendrían, y se sentirían obligados a decirle alguna palabra de
consuelo.
Ella lo agradecía emocionada, «guardando todas estas
cosas en su corazón».
Llegaron a la casa, y allí, que nadie la miraba, rompió
a llorar. Vio la mesa en que había cenado Jesús con sus discípulos, y ninguno
de ellos estaba allí, sólo Juan la acompañaba.
Dijo que quería retirarse a su habitación. Y se fue
a llorar y a rezar a solas, puesto su corazón en Dios, en la esperanza alegre
del nuevo día.
Vinieron después las otras mujeres y preguntaron por
ella; Juan les dijo que estaba en su cuarto y que no la molestaran.
La Virgen, sola, esperaba. Sola en su fe, rezaba a
Dios. «Dondequiera que esté el cuerpo, allí se congregarán las águilas» (Mt 24,
28). La Virgen, como un águila real, que solía levantar su vuelo a lo más Alto
y mirar el Sol de hito en hito, estaba ahora abrazada al amor de este cuerpo
muerto de Jesús.
Le parecía todavía ver a su Hijo, allí mismo, donde
la noche antes se despidió de ella. Pasaba por su memoria todo aquel día de
dolor, yendo y viniendo con Él a los tribunales, la presencia de su Hijo cuando
Pilato le presentó al pueblo azotado, coronado de espinas, sangrando; vio la
mirada de su Hijo en aquel encuentro camino del Calvario, las largas horas
viéndole morir al pie de la cruz. Se repetía a sí misma la admiración por su
silencio, su obediencia al Padre Eterno, su amor a los hombres, y todo lo
repetía admitiéndolo y grabándolo en su corazón. Recordaba todas aquellas cosas
extasiadas, le venía a la memoria cada detalle, y lo valoraba como se valora un
tesoro, porque aquél era realmente su Tesoro.
No podía hacer otra cosa si aquel era su Amor: oía
sus gemidos en la cruz, le llegaba aún el eco de sus divinas palabras, y sus
lágrimas y su sangre parecía que le quemaban el corazón. Sus manos y sus pies
heridos cuando le bajaron de la cruz, ¡cómo deseaba abrazarle de nuevo!
¡Pronto! Cuánto tardaban las horas en pasar.
Veía cómo se llevaron sus amigos aquel cuerpo
muerto, y pedía con lágrimas al Eterno Padre que lo resucitara. Sabía de su
Hijo la seguridad que tenía en su Padre Dios, una vez había dicho: «Padre, Yo
sé que Tú siempre me escuchas» (Jn 11, 42), creía sin el menor resquicio de
duda que Jesús iba a resucitar, y su alma perdía el dolor y se alegraba en la
esperanza de ver pronto a su Hijo vivo, y de abrazarle. Se llenaba de alegría
imaginándose ya al Hijo resucitado.
Pero luego pensaba en los discípulos de su Hijo que
habían huido, y se preocupaba por ellos, deseaba tenerlos cerca, deseaba que
estuvieran presentes con ella a la Resurrección de Jesús.
Pasó la noche, y al día siguiente, sábado, decidió
resolver su preocupación de la noche anterior y, con maternal solicitud, habló
a sus amigas, seguidoras de Jesús.
Algunas, como sabemos eran madres de los apóstoles
de Jesús: Salomé, madre de Santiago; María, madre de Santiago el menor y de
José, que era discípulo, y estaba también allí la madre de Simón y de Judas
Tadeo, que quizá fuera la misma María. Habló con ellas, que como madres,
también sentían con la Virgen la cobardía de sus hijos. Decidieron buscarles y
encontrarles. ¿Dónde estarían? Quizá Juan lo supiera, quizá la Virgen supiera
dónde estaba Pedro, pues había ido a ella para pedirle perdón.
Todos volvieron a su Madre. Podían estar contentos y
agradecidos de que fuera su Madre quien intercedía por ellos, y se había
preocupado de buscarles. Se sentían avergonzados y le rogaron que perdonara su
cobardía, que hablara bien de ellos a Jesús, para que también les perdonara. Su
Madre empezó a hablar de otra cosa y les abrazó como a su Hijo.
Ni los apóstoles ni los discípulos terminaban de
creer en la Resurrección de Jesús. Pero la Virgen, que les vio tan débiles y
asustados, intentó animarles y hacerles creer. No podía ver que los hombres que
su Hijo había elegido para la conquista del mundo estuvieran tan acobardados y
sin fe. Sabía la Virgen María que su Hijo los amaba, le habían contado que la
noche del jueves mandó a los que venían a prenderle que les dejaran ir sin
molestarles, y, además, había sido nombrada Madre de ellos. Ya les quería hacía
tiempo, algunos incluso eran parientes suyos, [cómo no les iba a querer y
tanto! Mientras el Señor no resucitara, ella era la encargada de esta familia.
Ella tenía que proteger con su fe y su esperanza, con el amor de su Hijo, esta
naciente Iglesia, débil, asustada. Nació así la Iglesia: al abrigo de nuestra
Madre.
Pasaron todos el sábado junto a la Virgen María,
«descansaron según la Ley» (Le 23,56). Todos querrían saber cómo habían
ocurrido las cosas desde que ellos le abandonaron huyendo. Y ella se lo
contaría, les diría cómo su Hijo había sido afrentado y azotado por ellos, cómo
había muerto por su amor, y, para animarles a creer, les diría que toda la
gente se marchó del Calvario arrepentida, golpeándose el pecho, cómo el
centurión romano lo llamó Hijo de Dios en voz alta, les recordó que, mañana,
iba a resucitar. Pero ellos no acababan de creer, aunque no dijeran nada para
no herirla. La Virgen María se había como olvidado de su pena para acudir a la
necesidad de los apóstoles, quería que no fueran débiles, que no tuvieran ya
miedo, y les insistía: ¡Mi Hijo lo ha dicho, «al tercer día resucitaré»! Aun
con todo, ellos no acaban de creer. Ella era la única luz encendida sobre la
tierra, nuestra esperanza, en quien había nacido la Sabiduría. Madre sin temor,
amable, del buen consejo, prudente. Ella era la Virgen fuerte y fiel. Nuestra
alegría. El refugio de los pecadores que no acaban de creer.
La Estrella de la mañana, radiante de alegría, vio
cómo aquellas mujeres iban camino del sepulcro, aún muy «de madrugada, cuando
todavía estaba oscuro» (Jn 20, 1).
Con esa solicitud de un alma
amante, con ese deseo de darle los últimos auxilios al que ya no estaba en el
sepulcro. Almas amantes cuyo ejemplo de amor al señor no encuentra emulantes
hoy por hoy porque la caridad ha alcanzado niveles tan bajos que se han
olvidado de la máxima divina: “Amaos los unos a los otros, ejemplo os he dado”
porque el amor es diligente, odia la pereza, odia a los presuntuosos y los
sabios de este siglo como ya se ha visto a lo largo de las páginas de la pasión
y se da plenamente a los humildes de corazón muestras de esta gran verdad también
se vieron y quedaron como para ejemplo nuestro. Pero el hombre de hoy ya no
quiere ser humilde, sencillo y simple en su persona y ama lo condenado por el
Señor, las cosas de ese siglo y sino odia el sacrificio lo acepta de mala gana
como una molestia que debe evitarse de se posible y pocos muy pocos realmente
entienden la misión sublime del Redentor del genero humano quien dio su vida
por nosotros.
Hoy muchos rezan por la paz,
pero, ¿A qué paz se refieren? Ciertamentente
no a la de DIOS SINO A LA DEL HOMBRE ¿Cuánto puede durar esta? Lo que tarda el
humo al ser disuelto por el viento, nada. Otros se la piden a Dios, pero no dejan
de ofenderle con sus pecados, aberraciones y diría aun mas con sus obsesiones
en el error respecto a la ÚNICA VERDAD, en fin son pocos los que piden la
verdadera Paz como Dios lo quiere, pero ello no basta para impedir el castigo.
Los bienaventurados en el
cielo lo piden, este gran castigo recordemos lo escrito en el apocalipsis de
San Juan, la humanidad lo necesita para purificarla de todo lo que ofende a
Dios, por desgracia son muchísimos y lo piden las almas que aun le aman con corazón
recto y sin doblez porque sienten perderse en este mundo descristianizado.
No hay quien pueda impedir el castigo que se cierne
sobre la humanidad, nadie. Este ciertamente vendrá y hará su primera limpieza,
pero, como dijo nuestra Señora en Fátima en 1917, no será el fin.
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