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jueves, 23 de marzo de 2017

LOS MÁRTIRES MEXICANOS



En las Islas Marías

Uno de los martirios que idearon los perseguidores romanos contra los cristianos de la primitiva Iglesia, y que a pesar del olvido o la ignorancia en que se han quedado muchos de los nombres de aquellos gloriosos héroes del Cristianismo, la historia ha recogido en globo, y referido a las generaciones futuras, para mayor esplendor de la Iglesia Católica, es la relegación de los cristianos a los duros trabajos de las minas en lejanos países, únicamente por el delito de adorar a Jesucristo como a Dios, Rey y Señor del mundo.
Aquellos tiranos, muchas veces cuando en su poder caía algún cristiano de gran estima por su virtud o su cargo en la Iglesia, como el Pontífice Romano, solían añadir al destierro y el castigo de los trabajos forzados, la feroz crueldad de cortarles los tendones de la corva izquierda, a fin de que por la cojera e inutilidad de su pierna, fuera más penoso el trabajo, aunque públicamente declaraban que aquel suplicio era para evitar que el cristiano condenado a la mina, se fugara fácilmente. ¡Siempre la mentira y la hipocresía! ¡Señal indudable de la acción diabólica! Los tiranuelos mexicanos, en cuyo haber ni siquiera podemos encontrar algo, por poco que sea, de la grandeza material de los forjadores de aquel gran Imperio Romano, los igualaron y muchas veces los superaron en sadismo y brutalidad. Y no hay que extrañarse de ello, pues una de las aspiraciones ilusorias del comunismo moderno, es el odio a la civilización, y el retorno de las sociedades a la época de la barbarie, de la que sacó al mundo la doctrina de Cristo, aplicada y enseñada por la Iglesia Católica.
Los comunistas de la primera hora, como Weishaupt, Babeuf, Bakunin, Marx y otros de su laya, afirman seriamente en sus escritos y prédicas, que el triunfo del comunismo, se señalará por la destrucción de las ciudades, de las obras de arte, de las ideas religiosas, de la propiedad individual, del respeto a la persona humana y, en una palabra, de todo cuanto constituye el orden, nacido de las ideas cristianas. Y si en la Rusia actual no se ha llegado a tanta enormidad, es porque el comunismo de los Stalin, Litvinoff, Molotov y compinches, del auténtico comunismo no conserva sino la esencia, el fondo mismo de ataque a la idea cristiana, de destrucción del orden moral cristiano; y en los disfraces con que se cubrían los fautores de la revolución comunista, han hecho tales cambios, que se ha convertido en un capitalismo, mucho más feroz que el capitalismo liberal, pero capitalismo al fin.
La esclavitud de los campos de concentración dedicados a los trabajos forzados, es ya conocida de todos los que voluntariamente no cierran los ojos y los oídos a los testimonios que nos llegan de aquella misma infeliz Rusia y sus países satélites.


El comunismo mexicano de la época de Calles, como ya lo oímos por el testimonio de un extranjero, Mr. Francis MacCullagh, iba llenando las prisiones de las ciudades con católicos, que por único delito tenían el haber asistido a misa o haber hecho alguna otra demostración de ser católicos, en el mismo interior de sus hogares, cuyas garantías constitucionales eran violadas descaradamente por aquellos que se decían cumplidores y defensores de la ley.
Y un buen día, el 8 de mayo de 1929, corrió la voz entre los afligidos católicos, de que aquellos "criminales", que habían oído Misa y rezado el Rosario, y estaban por ello recluidos en las cárceles de la capital, iban a ser llevados en cuerda, como los auténticos asesinos y salteadores, al penal de las Islas Marías.
Entre esos ilustres presos por Cristo y su causa, había personas de todas las clases sociales, ancianos, jóvenes profesionistas, estudiantes de porvenir, señoras, señoritas acostumbradas a otra clase de vida, que la que habían llevado, durante meses quizás, en los infectos calabozos de las comisarías o inspecciones de policía.
Aquellos calabozos habían sido durante esos largos meses teatro glorioso de la paciencia, la caridad, la humildad, la piedad sincera y el valor cristiano, que infunde en los corazones la fe y el amor a Jesucristo.
Nada, ni una apostasía, ni una debilidad en acceder a las proposiciones impías de los verdugos y carceleros, habían deshonrado a esa legión de verdaderos discípulos de Cristo.
¿Sus nombres? ¡Ay! no tengo la lista completa de ellos, y por nada de este mundo quisiera omitir en estas páginas, de modo que pareciera menosprecio, a uno solo de ellos.
Dios los conoce a todos, pero yo tendré que contentarme tan sólo con los que figuran expresamente en los fragmentarios relatos que poseo.
Pero lo que en elogio de éstos digo, puede y debe aplicarse a todos los que sufrieron el mismo martirio.
A las doce de la noche del 8 de mayo de 1929 los jefes de las prisiones dieron la orden a todos los católicos prisioneros, que se dispusieran a salir de viaje, pues iban a llevarlos al Penal de las Islas Marías, por decreto de los cumplidores de la ley, aunque sin proceso alguno previo, ni sentencia de juez, ni nada de lo que la misma ley, con ser tan desastrosa, previene para garantía de los prisioneros.
Y el convoy salió por un tren, que tenía por destino final el puerto de Manzanillo. A su paso por las estaciones del ferrocarril iría recogiendo a otros católicos, igualmente prisioneros hacía meses, por los mismos delitos, en las prisiones de los Estados.
En la Cuerda que salió de México iba entre otras la célebre Madre Concepción de la Llata. En Guadalajara se le unieron tres de aquellas heroínas de las brigadas femeninas, de que ya he hablado: las señoritas Adela López, Trinidad Preciado y María de Jesús Vargas, que ya llevaban en sus cuerpos virginales las cicatrices de las heridas causadas por los bárbaros tormentos, a que las sometiera el coronel Rafael Rubio, inspector de Policía de la capital de Jalisco. La señorita Preciado hacía tres días que había perdido el conocimiento en uno de aquellos tormentos, y para poderla sacar de la cárcel, sus verdugos lograron que volviera en sí, con un procedimiento que nadie hasta entonces había usado. . . ¡ mordiéndola como perros rabiosos, en los brazos y las piernas!
Siguió el tren su camino y en todas las estaciones iban subiendo, y subiendo sin fin, los presos católicos. En Colima, a donde llegó el convoy como a las tres de la tarde, subieron a la señora María del Carmen Cruz de la población de Cómala. En Coquimatlán la señora Marciana Contreras de San Jerónimo, y las señoritas María Salomé Ortega y Marcelina Camarena y el joven Urbano Rocha.
Inmediatamente, todas ellas gozosas como los apóstoles de Cristo, "porque habían sido juzgadas dignas de padecer con El y por El", se unían al rezo del Santo Rosario, que en voz alta recitaban con gran frecuencia los presos y presas durante el largo camino, interrumpiéndolo con cánticos religiosos.
A la media noche llegó la cuerda al puerto de Manzanillo. Allí los esperaba otra prisión infecta, mientras llegaba el vapor Washington, que hasta el día 13 los recibió en sus malolientes y húmedas bodegas.
A las doce de aquel día, entre dos filas de soldados, habían llegado al embarcadero, y el pueblo entero los esperaba, para hacerles una manifestación de despedida, que no pudo menos de conmoverlos y de producir en los esbirros de la tiranía callista, el furor más espantoso. 
"¡Adiós, benditos soldados de Cristo!" "¡Adiós, dichosos mártires que sufrís por Cristo Rey!". . . "¡Adiós, adiós. . .!" '-¡Que el Señor os dé fuerzas para sufrir por El! . . .¡ Adiós. . . !".
Eran las cuatro de la tarde del 14 de mayo, cuando el vapor atracaba en el embarcadero de la Isla María Madre, y en seguida fueron conducidos a un jacalón, antesala de la cárcel.
No era la primera vez que aquel triste penal recibía cuerdas de católicos. Del 29 de mayo de 1927 al 24 de julio del mismo año habían sido recluidos allí, trece católicos, entre los cuales había dos ancianos. Y es, de una carta de uno de ellos, de donde voy a tomar los siguientes extractos, para dar idea de lo que allí padecían los mártires.
"El domingo 29 de mayo amanecimos —dice—, frente a la Isla María Madre y a las nueve de la mañana nos bajaron del barco y nos llevaron al muelle donde nos tuvieron hasta las doce del día".
Lleváronlos, por fin, al jacalón, juntos y revueltos con otros criminales; y continúa la carta: "Pasaban uno a uno a un cuartito en donde estaba Barba, y allí eran desnudados y solamente les dejaban los calzoncillos y eran echados fuera.
Ni yo, ni nadie sabíamos a dónde iban aquellos infelices, descalzos, sin sombrero, sin camisa, y a cada momento se oían los azotes que en el cuartito daba el capataz, porque no se desvestían pronto; se escuchaban los lamentos de las víctimas, y todo eso nos hacía estremecer. Otras veces a puntapiés y golpes eran recibidos los que entraban a desvestirse... los católicos fuimos los últimos en pasar. Yo, para evitar exigencias y azotes, violentamente pregunté qué me quitaba, y me contestó el cabo: 'todo, menos los calzones.
Lo hice en el acto y entregué el dinero que en efectivo llevaba. Salí sin saber para dónde, y sólo me guiaba por el camino que los anteriores tomaban.
Me di cuenta que el destino era la cárcel. Esta era una pieza de cuatro metros por lado; la pared formada por piedras filudas, oscura, húmeda y con mucho lodo y piedras abajo; la aglomeración hacía producir un calor asfixiante. . . Sin comer estábamos desde la víspera. . . Pasamos aquella noche en nuestra barraca, repegados unos a otros, sin cobijas, ni ropa, sino tal como andábamos. . . Al día siguiente a las cuatro de la mañana se oyó la diana, y se escucharon voces que decían: arriba, bribones, se acabó la buena vida.

Nos formamos y fuimos al rancho, que tampoco tomamos. Ordenó el director que fuéramos al baño. . . nos tuvieron esa mañana de asueto... A las tres de la tarde nos llevaron a cargar adobes, que pesaban 25 kilos cada uno. . . la distancia es de más de seiscientos metros. . . Fue aquella tarde terrible; de a dos adobes debía cargar cada uno, y al trote de coyote, con los capataces vigilando y golpeando al que no podía hacerlo. . . Todos creíamos que nos íbamos a morir allí; no se nos permitía tomar agua, ni mucho menos descansar; todo era tristeza, sufrimiento, angustia; ya ni quien se acordara de que había vivido entre la buena sociedad, en el seno de una familia honorable; se acabó desde entonces la noción de hombres; se convirtió en la de parias, brutos ... el preso que se atrevía a hablar, era tirado al suelo a golpes e insultado; el individuo que no pudiendo con los adobes descansaba, era azotado y obligado a cargar en adelante tres, y así aumentaba la carga, tantas veces cuanto descansaba . . . Para nosotros los insultos abundaban ... El capataz me dijo: ¡Hola, fanático fifí; éntrele parejo, a ver si es lo mismo estar con los curas que trabajar!. .  El Lic.... (un anciano) no podía ya con los adobes en el hombro, y los llevaba recargados en la cintura. El Sr. D. Juan, tenía ya una llaga en el cuello. ..; a las 5 de la tarde ya no era posible andar, aquello era terrible. Al día siguiente a las cuatro de la mañana otra vez a los adobes; no nos podíamos ni levantar por lo adoloridos del cuerpo. Entonces el tiempo fue mayor que la víspera, pues trabajamos sin parar hasta las doce. . . y así duramos hasta el miércoles, en que nos cambiaron el trabajo para componer un camino, lo que fue tal vez peor: se trataba de trabajar con zapapicos y palas para levantar peñascos", etc. Naturalmente todos estos trabajos sólo podían soportarlos los hombres.
En cuanto a las mujeres, fueron destinadas a hacer la comida de los presos, revueltas con la flor y nata de la canalla de su sexo, allí confinada por otros enormes delitos. Otras, aun de la mejor condición social, fueron convertidas en sirvientas de los empleados del gobierno, en aquel horrible penal.
Sólo habían de ser superados estos trabajos en la Rusia de nuestros días, en donde hasta las religiosas católicas y misioneras, de los países en que domina el comunismo, son deportadas y encerradas en los campos de concentración de Siberia, y las obligan a trabajar como los hombres, haciéndolas cargar sobre sus débiles hombros rieles pesadísimos, para la construcción de puentes, etc.
Cuando se llevaron por fin a cabo los arreglos entre el Gobierno y los Prelados, Excmos. Sres. Ruiz y Díaz, volvieron los deportados a sus casas, exhaustos, enfermos, tristes y angustiados, por no haber alcanzado con sus sufrimientos inauditos la verdadera paz que desearon con toda su alma, para la causa de Cristo Rey.
Y ¡quién sabe! acaso éste fue, para algunos de ellos por lo menos, un martirio más doloroso que todos los que durante tantos meses habían sufrido en las Islas Marías.


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