En las Islas Marías
Uno de
los martirios que idearon los perseguidores romanos contra los cristianos de la
primitiva Iglesia, y que a pesar del olvido o la ignorancia en que se han
quedado muchos de los nombres de aquellos gloriosos héroes del Cristianismo, la
historia ha recogido en globo, y referido a las generaciones futuras, para
mayor esplendor de la Iglesia Católica, es la relegación de los cristianos a
los duros trabajos de las minas en lejanos países, únicamente por el delito de
adorar a Jesucristo como a Dios, Rey y Señor del mundo.
Aquellos
tiranos, muchas veces cuando en su poder caía algún cristiano de gran estima
por su virtud o su cargo en la Iglesia, como el Pontífice Romano, solían añadir
al destierro y el castigo de los trabajos forzados, la feroz crueldad de
cortarles los tendones de la corva izquierda, a fin de que por la cojera e
inutilidad de su pierna, fuera más penoso el trabajo, aunque públicamente declaraban
que aquel suplicio era para evitar que el cristiano condenado a la mina, se
fugara fácilmente. ¡Siempre la mentira y la hipocresía! ¡Señal indudable de la
acción diabólica! Los tiranuelos mexicanos, en cuyo haber ni siquiera podemos
encontrar algo, por poco que sea, de la grandeza material de los forjadores de
aquel gran Imperio Romano, los igualaron y muchas veces los superaron en
sadismo y brutalidad. Y no hay que extrañarse de ello, pues una de las
aspiraciones ilusorias del comunismo moderno, es el odio a la civilización, y
el retorno de las sociedades a la época de la barbarie, de la que sacó al mundo
la doctrina de Cristo, aplicada y enseñada por la Iglesia Católica.
Los
comunistas de la primera hora, como Weishaupt, Babeuf, Bakunin, Marx y otros de
su laya, afirman seriamente en sus escritos y prédicas, que el triunfo del
comunismo, se señalará por la destrucción de las ciudades, de las obras de
arte, de las ideas religiosas, de la propiedad individual, del respeto a la
persona humana y, en una palabra, de todo cuanto constituye el orden, nacido de
las ideas cristianas. Y si en la Rusia actual no se ha llegado a tanta enormidad,
es porque el comunismo de los Stalin, Litvinoff, Molotov y compinches, del
auténtico comunismo no conserva sino la esencia, el fondo mismo de ataque a la
idea cristiana, de destrucción del orden moral cristiano; y en los disfraces
con que se cubrían los fautores de la revolución comunista, han hecho tales
cambios, que se ha convertido en un capitalismo, mucho más feroz que el
capitalismo liberal, pero capitalismo al fin.
La
esclavitud de los campos de concentración dedicados a los trabajos forzados, es
ya conocida de todos los que voluntariamente no cierran los ojos y los oídos a
los testimonios que nos llegan de aquella misma infeliz Rusia y sus países
satélites.
El
comunismo mexicano de la época de Calles, como ya lo oímos por el testimonio de
un extranjero, Mr. Francis MacCullagh, iba llenando las prisiones de las
ciudades con católicos, que por único delito tenían el haber asistido a misa o
haber hecho alguna otra demostración de ser católicos, en el mismo interior de
sus hogares, cuyas garantías constitucionales eran violadas descaradamente por
aquellos que se decían cumplidores y defensores de la ley.
Y un
buen día, el 8 de mayo de 1929, corrió la voz entre los afligidos católicos, de
que aquellos "criminales", que habían oído Misa y rezado el Rosario, y
estaban por ello recluidos en las cárceles de la capital, iban a ser llevados en
cuerda, como los auténticos asesinos y salteadores, al penal de las Islas Marías.
Entre
esos ilustres presos por Cristo y su causa, había personas de todas las clases
sociales, ancianos, jóvenes profesionistas, estudiantes de porvenir, señoras,
señoritas acostumbradas a otra clase de vida, que la que habían llevado,
durante meses quizás, en los infectos calabozos de las comisarías o inspecciones
de policía.
Aquellos
calabozos habían sido durante esos largos meses teatro glorioso de la
paciencia, la caridad, la humildad, la piedad sincera y el valor cristiano, que
infunde en los corazones la fe y el amor a Jesucristo.
Nada,
ni una apostasía, ni una debilidad en acceder a las proposiciones impías de los
verdugos y carceleros, habían deshonrado a esa legión de verdaderos discípulos
de Cristo.
¿Sus
nombres? ¡Ay! no tengo la lista completa de ellos, y por nada de este mundo
quisiera omitir en estas páginas, de modo que pareciera menosprecio, a uno solo
de ellos.
Dios
los conoce a todos, pero yo tendré que contentarme tan sólo con los que figuran
expresamente en los fragmentarios relatos que poseo.
Pero
lo que en elogio de éstos digo, puede y debe aplicarse a todos los que sufrieron
el mismo martirio.
A las
doce de la noche del 8 de mayo de 1929 los jefes de las prisiones dieron la
orden a todos los católicos prisioneros, que se dispusieran a salir de viaje,
pues iban a llevarlos al Penal de las Islas Marías, por decreto de los cumplidores
de la ley, aunque sin proceso alguno previo, ni sentencia de juez, ni nada de
lo que la misma ley, con ser tan desastrosa, previene para garantía de los
prisioneros.
Y el
convoy salió por un tren, que tenía por destino final el puerto de Manzanillo.
A su paso por las estaciones del ferrocarril iría recogiendo a otros católicos,
igualmente prisioneros hacía meses, por los mismos delitos, en las prisiones de
los Estados.
En la
Cuerda que salió de México iba entre otras la célebre Madre Concepción de la
Llata. En Guadalajara se le unieron tres de aquellas heroínas de las brigadas
femeninas, de que ya he hablado: las señoritas Adela López, Trinidad Preciado y
María de Jesús Vargas, que ya llevaban en sus cuerpos virginales las cicatrices
de las heridas causadas por los bárbaros tormentos, a que las sometiera el
coronel Rafael Rubio, inspector de Policía de la capital de Jalisco. La
señorita Preciado hacía tres días que había perdido el conocimiento en uno de
aquellos tormentos, y para poderla sacar de la cárcel, sus verdugos lograron
que volviera en sí, con un procedimiento que nadie hasta entonces había usado.
. . ¡ mordiéndola como perros rabiosos, en los brazos y las piernas!
Siguió
el tren su camino y en todas las estaciones iban subiendo, y subiendo sin fin,
los presos católicos. En Colima, a donde llegó el convoy como a las tres de la
tarde, subieron a la señora María del Carmen Cruz de la población de Cómala. En
Coquimatlán la señora Marciana Contreras de San Jerónimo, y las señoritas María
Salomé Ortega y Marcelina Camarena y el joven Urbano Rocha.
Inmediatamente,
todas ellas gozosas como los apóstoles de Cristo, "porque habían sido
juzgadas dignas de padecer con El y por El", se unían al rezo del Santo
Rosario, que en voz alta recitaban con gran frecuencia los presos y presas
durante el largo camino, interrumpiéndolo con cánticos religiosos.
A la
media noche llegó la cuerda al puerto de Manzanillo. Allí los esperaba otra
prisión infecta, mientras llegaba el vapor Washington, que hasta el día 13 los
recibió en sus malolientes y húmedas bodegas.
A las
doce de aquel día, entre dos filas de soldados, habían llegado al embarcadero,
y el pueblo entero los esperaba, para hacerles una manifestación de despedida,
que no pudo menos de conmoverlos y de producir en los esbirros de la tiranía
callista, el furor más espantoso.
"¡Adiós,
benditos soldados de Cristo!" "¡Adiós, dichosos mártires que sufrís
por Cristo Rey!". . . "¡Adiós, adiós. . .!" '-¡Que el Señor os
dé fuerzas para sufrir por El! . . .¡ Adiós. . . !".
Eran
las cuatro de la tarde del 14 de mayo, cuando el vapor atracaba en el
embarcadero de la Isla María Madre, y en seguida fueron conducidos a un
jacalón, antesala de la cárcel.
No era
la primera vez que aquel triste penal recibía cuerdas de católicos. Del 29 de
mayo de 1927 al 24 de julio del mismo año habían sido recluidos allí, trece
católicos, entre los cuales había dos ancianos. Y es, de una carta de uno de
ellos, de donde voy a tomar los siguientes extractos, para dar idea de lo que
allí padecían los mártires.
"El
domingo 29 de mayo amanecimos —dice—, frente a la Isla María Madre y a las
nueve de la mañana nos bajaron del barco y nos llevaron al muelle donde nos
tuvieron hasta las doce del día".
Lleváronlos,
por fin, al jacalón, juntos y revueltos con otros criminales; y continúa la
carta: "Pasaban uno a uno a un cuartito en donde estaba Barba, y allí eran
desnudados y solamente les dejaban los calzoncillos y eran echados fuera.
Ni yo,
ni nadie sabíamos a dónde iban aquellos infelices, descalzos, sin sombrero, sin
camisa, y a cada momento se oían los azotes que en el cuartito daba el capataz,
porque no se desvestían pronto; se escuchaban los lamentos de las víctimas, y
todo eso nos hacía estremecer. Otras veces a puntapiés y golpes eran recibidos
los que entraban a desvestirse... los católicos fuimos los últimos en pasar.
Yo, para evitar exigencias y azotes, violentamente pregunté qué me quitaba, y
me contestó el cabo: 'todo, menos los calzones.
Lo
hice en el acto y entregué el dinero que en efectivo llevaba. Salí sin saber
para dónde, y sólo me guiaba por el camino que los anteriores tomaban.
Me di
cuenta que el destino era la cárcel. Esta era una pieza de cuatro metros por
lado; la pared formada por piedras filudas, oscura, húmeda y con mucho lodo y
piedras abajo; la aglomeración hacía producir un calor asfixiante. . . Sin
comer estábamos desde la víspera. . . Pasamos aquella noche en nuestra barraca,
repegados unos a otros, sin cobijas, ni ropa, sino tal como andábamos. . . Al
día siguiente a las cuatro de la mañana se oyó la diana, y se escucharon voces
que decían: arriba, bribones, se acabó la buena vida.
Nos
formamos y fuimos al rancho, que tampoco tomamos. Ordenó el director que
fuéramos al baño. . . nos tuvieron esa mañana de asueto... A las tres de la
tarde nos llevaron a cargar adobes, que pesaban 25 kilos cada uno. . . la
distancia es de más de seiscientos metros. . . Fue aquella tarde terrible; de a
dos adobes debía cargar cada uno, y al trote de coyote, con los capataces
vigilando y golpeando al que no podía hacerlo. . . Todos creíamos que nos
íbamos a morir allí; no se nos permitía tomar agua, ni mucho menos descansar; todo
era tristeza, sufrimiento, angustia; ya ni quien se acordara de que había
vivido entre la buena sociedad, en el seno de una familia honorable; se acabó
desde entonces la noción de hombres; se convirtió en la de parias, brutos ...
el preso que se atrevía a hablar, era tirado al suelo a golpes e insultado; el
individuo que no pudiendo con los adobes descansaba, era azotado y obligado a
cargar en adelante tres, y así aumentaba la carga, tantas veces cuanto
descansaba . . . Para nosotros los insultos abundaban ... El capataz me dijo:
¡Hola, fanático fifí; éntrele parejo, a ver si es lo mismo estar con los curas
que trabajar!. . El Lic.... (un anciano)
no podía ya con los adobes en el hombro, y los llevaba recargados en la
cintura. El Sr. D. Juan, tenía ya una llaga en el cuello. ..; a las 5 de la
tarde ya no era posible andar, aquello era terrible. Al día siguiente a las
cuatro de la mañana otra vez a los adobes; no nos podíamos ni levantar por lo
adoloridos del cuerpo. Entonces el tiempo fue mayor que la víspera, pues
trabajamos sin parar hasta las doce. . . y así duramos hasta el miércoles, en
que nos cambiaron el trabajo para componer un camino, lo que fue tal vez peor:
se trataba de trabajar con zapapicos y palas para levantar peñascos", etc.
Naturalmente todos estos trabajos sólo podían soportarlos los hombres.
En
cuanto a las mujeres, fueron destinadas a hacer la comida de los presos, revueltas
con la flor y nata de la canalla de su sexo, allí confinada por otros enormes
delitos. Otras, aun de la mejor condición social, fueron convertidas en sirvientas
de los empleados del gobierno, en aquel horrible penal.
Sólo
habían de ser superados estos trabajos en la Rusia de nuestros días, en donde
hasta las religiosas católicas y misioneras, de los países en que domina el
comunismo, son deportadas y encerradas en los campos de concentración de
Siberia, y las obligan a trabajar como los hombres, haciéndolas cargar sobre
sus débiles hombros rieles pesadísimos, para la construcción de puentes, etc.
Cuando
se llevaron por fin a cabo los arreglos entre el Gobierno y los Prelados,
Excmos. Sres. Ruiz y Díaz, volvieron los deportados a sus casas, exhaustos,
enfermos, tristes y angustiados, por no haber alcanzado con sus sufrimientos
inauditos la verdadera paz que desearon con toda su alma, para la causa de
Cristo Rey.
Y
¡quién sabe! acaso éste fue, para algunos de ellos por lo menos, un martirio
más doloroso que todos los que durante tantos meses habían sufrido en las Islas
Marías.
No hay comentarios:
Publicar un comentario