XII, SAN LEÓN EL GRANDE Y EL PODER PAPAL
Según
esa noción del poder soberano de Pedro que se perpetúa en la Iglesia romana,
San León no podía considerarse de otro modo que como ¡(rector del universo
cristiano» (1), responsable de la paz y del buen orden en todas las Iglesias
(2). «Velar asiduamente por esta inmensa tarea era para él deber religioso».
«La
razón de la piedad (ratio pietatis), escribe a los obispos de África, exige que
con la solicitud que debemos, por institución divina, a la Iglesia Universal,
Nos esforcemos por conocer la verdad cierta de las cosas.
Porque
el estado y el orden de toda la familia del Señor serían quebrantados sí algo
de que el cuerpo necesita no se hallara en la cabeza» (3).
Igual
sentimiento se expresa con más desarrollo en la epístola a los obispos de
Sicilia: «Nos somos solicitados por los preceptos divinos y las admoniciones
apostólicas para que velemos con activo afecto por el estado de todas las
Iglesias. Y sí se encontrara en ellas algo reprensible debemos con diligente
cuidado advertir al culpable ya de ignorancia imprudente, ya de presuntuosa
usurpación. Bajo el imperio de la palabra del Señor, que penetró al
bienaventurado Pedro con la triple repetición de la sanción mística para que
aquel que ama a Cristo apaciente las ovejas de Cristo la reverencia de su sede
que ocupamos, por la abundancia de la gracia divina, Nos obliga a evitar cuanto
podamos el peligro de la pereza; para que no se busque en vano en Nos la
profesión del Santo Apóstol, con la que se manifestó como discípulo del Señor.
Porque aquel que con negligencia apacienta el rebaño transmitido tantas veces,
queda convicto de no amar al soberano pastor. (4).
En su
epístola al patriarca de Constantinopla, San Flaviano, el Papa, se atribuye el
deber de conservar intacta la fe católica, amputando las disensiones, de
advertir con su autoridad (nostra auctoritate) a los defensores del error y de
fortificar a aquellos cuya fe es probada (5).
Cuando
el emperador Teodosio II quiso interceder ante San León en favor del
archimandrita Eutiquio (iniciador de la herejía monofisita), el Soberano
Pontífice respondió que Eutiquio podía ser perdonado si retractaba las
opiniones condenadas por el Papa. Este decide definitivamente en la cuestión
dogmática. «En cuanto a lo que la Iglesia católica cree
y enseña sobre el misterio de la encarnación del Señor, ello está plena mente
contenido en el escrito que he enviado a mi hermano y coepíscopo Flaviano»
(6).
San
León no admitía que el concilio ecuménico decidiera sobre el dogma que ya había
sido definido por el Papa (7). En la instrucción que el Papa dio a su legado,
el obispo Pascasino, le indicó su epístola dogmática a Flaviano como la fórmula
completa y definitiva de la verdadera fe (8). En otra carta al emperador
Marciano, San León se declara instruido por el espíritu de Dios para aprender y
enseñar la verdadera fe católica (9). En una tercera carta al mismo, hace saber
que sólo ha pedido la convocación del concilio para restablecer la paz de la
Iglesia oriental (10), y en la epístola dirigida al mismo concilio, dice que lo
acepta solamente (¡reservando el derecho y el honor que corresponde a la sede
del bienaventurado Pedro el Apóstol», y exhorta a los obispos orientales a excluir
enteramente la audacia de disputar contra la fe divinamente inspirada», según
él la ha determinado en su epístola dogmática. «No es permitido, dice, defender
lo que no es lícito creer, puesto que en nuestras cartas enviadas al obispo
Flaviano, de bienaventurada memoria, Nos hemos ya explicado muy completamente y
con la mayor claridad (plenissime et lucidissime), según las autoridades
evangélicas, las palabras proféticas y la doctrina apostólica, cual es la
piadosa y pura confesión tocante al misterio de la encarnación de Nuestro Señor
Jesucristo» (11).
Véase
ahora los términos en que San León participa a los obispos galos el resultado
del concilio de Calcedonia"; «Al adherir el Santo Sínodo, con gran
unanimidad, a los escritos de nuestra humildad reforzados por la autoridad y el
mérito de monseñor el bienaventurado apóstol Pedro, ha borrado este oprobio
abominable de la Iglesia de Dios» (la herejía de Eutiquio y de Dióscoro (12).
Pero,
aparte de este resultado aprobado por el Papa, se sabe que el concilio de
Calcedonia se señaló por un acto de distinto género: en una sesión regular, los
obispos orientales sometidos al patriarca de Constantinopla, promulgaron el
célebre canon vigésimo octavo, por el cual discernieron a su jerarca el primado
de Oriente en detrimento de los patriarcas de Alejandría y de Antioquía. Es
cierto que ellos mismos declararon provisional a dicho canon y lo
sometieron humildemente al juicio de San León. Este lo rechazó indignado, y se
valió de esta nueva ocasión para afirmar sus principios jerárquicos y la
extensión de su potestad.
En su
carta al emperador hace notar, en primer término, que las pretensiones del
patriarca constantinopolitano, por fundarse en consideraciones políticas, no
tienen nada de común con el primado de San Pedro, que es institución divina. «Una es la razón de las cosas seculares y petra la de las
cosas divinas, y fuera de la Roca única que el Señor colocó por fundamento
ninguna construcción será estable. Que le baste (al patriarca Anatolio) haber
obtenido el episcopado de tan gran ciudad con la ayuda de vuestra piedad y por
el asentimiento de mi favor. No debe él desdeñar la ciudad real, a la que no
puede transformar en sede apostólica, y que en modo alguno espere poder
aumentar su dignidad con ofensa de los otros. Que piense bien en esto, puesto
que a mí es a quien está confiado el Gobierno de la Iglesia. Yo sería
responsable sí las reglas eclesiásticas fueran violadas por causa de
complacencia mía (¡lejos esto de mí!), y si la voluntad de un solo hermano
tuviera más valor ante mí que la común utilidad de la casa universal del Señor»
(13).
«Las convenciones de los obispos que repugnan a los santos cánones
de Nicea, Nos las declaramos nulas, y con la autoridad del bienaventurado
apóstol Pedro, las anulamos enteramente por definición general » (actualmente podrían ser las conferencias
episcopales) (14).
En su
respuesta a la súplica de los obispos del cuarto concilio, el papa confirma su
aprobación del decreto dogmático (formulado según su epístola a Flaviano), así
como la anulación del canon vigesimoctavo. «Con qué reverencia —les escribe— la
sede apostólica observa las reglas de los Santos Padres, vuestra santidad podrá
apreciarlo leyendo mis escritos en que he rechazado las pretensiones del obispo
constantinopolitano, y comprenderéis que soy, con la ayuda del Señor, el
guardián de la fe católica y de las constituciones paternales (15).
Aun
cuando San León, según acabamos de verlo, no pensara que después de las
definiciones de su epístola fuese necesario un concilio ecuménico en interés de
la verdad dogmática, lo juzgaba muy deseable desde el punto de vista de la paz
de la Iglesia, y la adhesión espontánea y unánime del concilio a sus decretos
lo llenó de gozo. Esta libre unidad realizaba, a su entender, el ideal de las
relaciones jerárquicas. «El mérito
del
oficio sacerdotal —escribía al obispo Teodoreto de Cira— adquiere grande
esplendor donde quiera que la autoridad de los superiores es conservada de tal
modo que en forma alguna aparezca disminuida la libertad de los inferiores
(16). El Señor no ha permitido que sufriéramos detrimento en nuestros hermanos,
sino lo que antes definió El por nuestro ministerio lo confirmó en seguida por
el inmodificable sentimiento de la fraternidad universal; para mostrar que de
Él procedía en verdad el «acto dogmático» que, emitido primero por la primera
de todas las sedes, fue recibido por el juicio de todo el universo cristiano;
para que también en eso los miembros estuvieren acordes con la cabeza (17).
Es
sabido que el sabio Teodoreto, acusado de nestorianismo, fue disculpado en el concilio
de Calcedonia, pero él mismo consideraba provisional esta decisión se dirigió
al Papa para obteneT de él una sentencia definitiva. San León le declaró
ortodoxo en estos términos: «En nombre de nuestro Dios bendito, cuya invencible
verdad te mostró puro de toda mancha de herejía, según el juicio de la sede
apostólica», y agrega: «Nos reconocemos el especialisimo cuidado que tiene de
todos nosotros el bienaventurado Pedro, quien, después de haber afirmado el
juicio de su sede en la definición de la fe, ha justificado a las personas
injustamente condenadas» (18).
Al
reconocer en el libre acuerdo el ideal de la unidad eclesiástica, San León
distinguía claramente en esta unidad el elemento de la autoridad del elemento
de consejo: la Santa Sede que decide y el concilio ecuménico que consiente. Tal
consentimiento de la fraternidad universal lo exige el ideal de la Iglesia. La
vida eclesiástica es incompleta sin la unanimidad de todos; pero sin el acto
decisivo del poder central el consentimiento universal mismo carece de base
real y no podría surtir su efecto, como lo prueba suficientemente la historia
de la Iglesia.
La
última palabra en toda cuestión de dogma, la definitiva confirmación de todo
acto eclesiástico corresponde a la sede de San Pedro. Por esto, escribiendo al
patriarca de Constantinopla, Anatonio, a propósito de un clérigo
constantinopolitano, Ático, quien debía retractar sus opiniones heréticas y
someterse al cuarto concilio, San León establece una diferencia esencial entre
la parte que le es propia en las decisiones del concilio ecuménico y la parte
que toca al patriarca griego: «El (Ático) debe profesar
que mantendrá en todos los puntos la definición de la fe del concilio
calcedonio, en la que tu caridad consintió al suscribirla y que fue confirmada
por la autoridad de ¡a sede apostólica» (19).
No
podría formularse mejor el principio constitutivo del gobierno eclesiástico que
distinguiendo en él, como lo hace San León, la autoridad que confirma de la
caridad que consiente. No es, por cierto, una primacía honorífica la que el
Papa reivindicaba con esas palabras. Lejos de ello, San León admitía
perfectamente la igualdad de honor entre todos los obispos; desde este punto de
vista, todos eran para él hermanos y coepíscopos. Era, por el contrario, la
diferencia, de poder lo que animaba en términos explícitos. Para él la
fraternidad de todos no excluye la autoridad de uno sólo.
Escribiendo
a Anastasio, obispo de Salónica, sobre asuntos que habían sido confiados a su
fraternidad por la autoridad del bienaventurado apóstol Pedro (20), resume así
la noción del principio jerárquico: Entre los mismos bienaventurados apóstoles
existió, dentro de la similitud de honor, una diferencia de poder, y si para
todos era igual la elección, con todo, a uno sólo fue dada la preeminencia
sobre los demás. De esta manera vino también la distinción de los obispos, y
quedó dispuesto, según un admirable orden providencial, que todos no pudieran
arrogarse toda cosa, sino que en cada provincia hubiera alguno que poseyera
sobre los hermanos el primado de jurisdicción (literalmente): la primera
sentencia y de nuevo en las ciudades más grandes fueron instituidos aquellos que recibieron más extensa
carga, y por esto el cuidado de la Iglesia Universal corresponde a la sede
única de Pedro, y nada debe separarse de su cabeza» (21).
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