Cómo la
pureza de la indiferencia se ha de practicar en las acciones del amor sagrado.
Uno
de los mejores músicos del mundo, que tocaba el laúd a la perfección!
ensordeció tanto, en poco tiempo perdió enteramente el uso del oído.
Sin embargo
no dejó, por esta causa de cantar y de pulsar delicada y maravillosamente su
instrumento, merced a la gran habilidad que en ello tenía, y que su sordera no
le había arrebatado. Mas, porque no sentía ningún placer en su canto ni en su
música, pues, privado del oído, no podía darse cuenta de la dulzura y de la belleza
de los sonidos, sólo cantaba y tocaba el laúd para contentar a un príncipe, del
cual había nacido súbdito y a quien se sentía muy inclinado a complacer,
obligado, además, como estaba, por haberse criado, durante su juventud, en su
casa.
Por
este motivo, sentía un placer sin igual en darle gusto, y, cuando su príncipe
daba muestras de complacerse en su canto, quedaba transportado de alegría. Más
acaecía, a veces, que el príncipe, para poner a prueba el amor de este amable
músico, le mandaba cantar, y en seguida lo dejaba en su cámara y se iba de
caza; pero el deseo que el cantor tenía de acomodarse al gusto de su señor,
hacía que continuase cantando con la misma atención que si el príncipe hubiese
estado presente, aunque, en verdad, no sentía en ello ningún gusto; porque ni sentía
el placer de la melodía, porque le privaba de él la sordera, ni el de agradar
al príncipe, porque estaba ausente y no podía gozar de la dulzura de sus hermosos
cantos.
A
la verdad, el corazón humano es el verdadero cantor del himno del amor sagrado,
y es también el arpa y el salterio. Este cantor se escucha por lo regular, a sí
mismo, y siente una gran complacencia en oír la melodía de su canto. En otros
términos: cuando nuestro corazón ama a Dios, saborea las delicias de este amor
y recibe un contento indecible de amar un objeto tan amable. Y en esto estriba
la variación a saber, en que, en lugar de amar
este santo amor porque tiende a Dios, que es el amado, lo amamos porque procede
de nosotros, que somos los amantes. ¿Quién no ve que, haciéndolo así, no
buscamos a Dios, sino que nos volvemos hacia nosotros mismos, amando el amor en
lugar de amar al amado, es decir, amando este amor, no por el contento y
beneplácito de Dios, sino por el placer y el contento que de este amor sacamos?
Luego, el cantor que, al principio, cantaba a Dios y para Dios, canta ahora más
a sí mismo y para sí mismo que para Dios; si se complace en cantar, no es tanto
para alegrar los oídos de Dios, cuanto para alegrar los suyos. Y, puesto que el
cántico del amor divino es el más excelente de todos, lo ama también más, no
por causa de las divinas excelencias que en él son alabadas, sino porque el
aire del canto es, por ello, más delicioso y agradable.
Manera de conocer el
cambio en el sujeto este santo amor
Fácilmente
conocerás esto, Teótimo, porque si este ruiseñor canta para agradar a Dios, cantará
el himno que sabrá que es más agradable a la divina Providencia. Pero, si canta
por el placer que siente en la melodía de su canto, no cantará el cántico que
es más agradable a la celestial bondad, sino el que más le guste a él y en el
cual crea que podrá encontrar mayor deleite.
Bien
podrá ocurrir que de dos cantos verdaderamente divinos, el uno se cante porque
es divino y el otro porque es agradable. El cántico es divino, pero el motivo
que nos hace cantar es el deleite espiritual que en él buscamos.
¿No
ves - diremos a un obispo - que Dios quiere que cantes el himno pastoral del
divino amor en medio de tu grey, que este mismo autor te mandó, por tres veces,
apacentar, en la persona del apóstol San Pedro, el primero de todos los
pastores? ¿Qué responderás a esto? Que en Roma y en París hay más deleites
espirituales, y que el divino amor se puede practicar allí con más suavidad. ¡Dios
mío! no es por vuestro agrado que este hombre quiere cantar, sino por el gusto
que siente en ello; no os busca a Vos en el amor, sino el contento que le causa
el ejercicio de este amor. Los religiosos desearían cantar el cántico de los
prelados, y los casados el de los religiosos, con el fin, según dicen ellos, de
poder mejor amar y servir a Dios. iAh! os engañáis a vosotros mismos, mis
queridos amigos; no digáis que es para mejor amar y servir a Dios, sino para
servir vuestro propio contento, al que amáis' más que al contento de Dios.
También en la enfermedad se encuentra la voluntad de Dios, y, ordinariamente,
más que en la salud. Si amamos, pues, la salud, no digamos que es para mejor
servir a Dios; porque ¿quién no ve que lo que buscamos no es la voluntad de
Dios en la salud, sino la salud en la voluntad de Dios? Es sin duda, muy
difícil amar a Dios sin amar a la vez, el placer que causa el amarle:
pero, no obstante, hay mucha diferencia
entre el contento que produce el amor a Dios porque es bello, y el que produce
el amarle porque su amor nos es agradable. Debemos, pues, buscar en Dios el
amor de su belleza, y no el placer que hay en la belleza de su amor. El que,
cuando ruega a Dios, se da cuenta de que ruega no atiende perfectamente a la
oración, porque distrae su atención de Dios, a quien ruega, para pensar en la
oración, por lo cual ruega. El mismo cuidado que muchas veces ponemos en no
distraernos es, con frecuencia, causa de grandes distracciones. La simplicidad,
en las acciones espirituales, es lo más recomendable. ¿Quieres contemplar a
Dios? Contémplale y atiende a esto porque, si reflexionas y vuelves los ojos
hacia ti para ver cómo le contemplas, ya no contemplas a Él, sino que contemplas
tu actitud, a ti mismo. El que ora, con fervor, no sabe
si ora o no ora, porque no piensa en la oración que hace, sino en Dios, a quien
la hace. El que ama con ardor no vuelve su corazón sobre sí mismo, para mirar
lo que hace, sino que lo detiene y lo ocupa en Dios, a quien aplica su amor. El
cantor celestial se complace tanto en dar gusto a Dios, que no recibe ningún
goce de la melodía de su voz, sino porque ésta agrada a su Dios. ¿Ves, Teótimo,
a este hombre que ruega a Dios, y al parecer con tanta devoción, y que es tan
fervoroso en los ejercicios del amor celestial? Aguarda un poco y verás si es
Dios a quien ama. ¡Ah! , en cuanto cese la suavidad y la satisfacción que
sentía en el amor, y lleguen las sequedades, lo dejará todo y no rogará sino
como de paso. Pues bien, si era Dios a quien amaba, ¿por qué ha dejado de
amarle, ya que Dios siempre es el mismo? Amaba la
consolación de Dios, y no el Dios de la consolación. Muchos, ciertamente, no se complacen en el amor divino, sino
cuando es confitado con el azúcar de alguna suavidad sensible, y fácilmente
harían como los niños, los cuales cuando se les da miel sobre un pedazo de pan,
lamen y chupan la miel, y echan, después, el pan; porque si la suavidad pudiese ser separada del amor, dejarían
el amor y se quedarían con la suavidad. Estas personas están expuestas a
muchos peligros o al peligro de volver atrás, cuando los gustos y los consuelos
faltan, o al de gozarse en vanas suavidades, bien ajenas al verdadero amor.
De la perplejidad
del corazón que ama sin que sepa que agrada al Amado
Muchas veces no sentimos ningún consuelo en los ejercicios del amor
sagrado, y, como los cantores sordos, no oímos nuestra propia voz, ni podemos
gozar de la suavidad de nuestro canto al contrario, aparte de esto, nos
sentimos acosados de mil temores, turbados de mil ruidos, que el enemigo hace
en torno de nuestro corazón sugiriéndonos el pensamiento de que quizá no somos
agradables a nuestro Señor de que nuestro amor es inútil y aun falso y vano,
pues no nos causa ningún consuelo.
Entonces trabajamos no sólo sin placer sino con gran tedio, no viendo ni el
fruto de nuestro trabajo ni el contento de Aquel por quien trabajamos.
Es cuando es menester dar pruebas de invencible fidelidad al
Salvador, sirviéndole puramente por amor a su voluntad, no sólo sin placer, sino
también entre este diluvio de tristezas, de horrores, de espantos y de ataques,
como lo hicieron su gloriosa Madre y San Juan,
el día de su pasión, los cuales, entre tantas blasfemias, dolores y angustias
mortales permanecieron firmes en el amor, aun en aquellos momentos en que el
Salvador, habiendo retirado todo su santo gozo a la cumbre de su espíritu, no
irradiaba alegría ni consuelo alguno de su divino rostro, y en que sus ojos,
cubiertos de obscuridad de muerte, no despedían sino miradas de dolor, como el
sol despedía rayos de horror y espantosas tinieblas.
Cómo el alma, en
medio de estos trabajos interiores, no conoce el amor que tiene a Dios, y de la
muerte amabilísima de la voluntad.
El alma que anda muy cargada de penas interiores si bien puede
creer, esperar y amar a Dios, y, en realidad, así lo haga, sin embargo no tiene
fuerza para discernir ni cree, espera y ama a su Dios, pues la angustia la
llena y la abate tan fuertemente, que no puede volver sobre sí misma para ver
lo que hace; por esta causa, figura que no tiene fe, ni esperanza, ni caridad,
sino tan sólo fantasmas e inútiles impresiones de estas virtudes que siente sin
sentirlas, y como extrañas, mas no como familiares de su alma.
Las
angustias espirituales, hacen el amor enteramente puro y limpio; porque, cuando
estamos privados de todo goce, por el cual podríamos estar obligados a Dios,
nos une a Dios inmediatamente, voluntad con voluntad, corazón con corazón, sin
que anden de por medio ningún consuelo o pretensión. ¡Qué
afligido está el pobre corazón, cuando, como abandonado por el amor, mira en
todas direcciones y no lo encuentra, según le parece! ¿Qué podrá, pues, hacer
el alma que vive en este estado? En tales momentos, Teótimo, no sabe
cómo sostenerse, entre tantas congojas, y sólo tiene fuerza para dejar morir su
voluntad en las manos de la voluntad de Dios, a imitación del dulce Jesús, el
cual, cercado a la muerte, exhalando el último suspiro, dijo con una gran voz y
con muchas lágrimas: Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu palabras que fueron las
últimas de todas y por las cuales el Hijo muy amado dio la prueba suprema de su
amor al Padre. Nosotros, cuando las convulsiones de las penas espirituales nos
priven de toda suerte de alivio y de los medios de resistir, pongamos nuestro espíritu en manos del eterno Hijo, que es
nuestro verdadero padre, y bajando la cabeza en señal de asentimiento a su
beneplácito, entreguémosle toda nuestra voluntad.
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