JUEVES SANTO
El Señor insistió, pues aunque la negativa de Pedro nacía
sin duda de respeto hacia su Maestro, también era debida a ignorancia: no
conocía los fines que pretendía el Señor, no se daba cuenta que quería expresar
con aquello la necesidad de limpieza interior antes de recibir el Cuerpo y la
Sangre que poco después les iba a dar. No es posible alcanzar la limpieza de
las propias culpas si Él mismo, no las lava con su propia Sangre. Todo esto
quería enseñar el Salvador a Pedro, que no veía más que lo de fuera; por eso
Jesús respondió: «Lo que Yo hago no lo entiendes ahora». Tengo razones
suficientes para hacerla, si las supieras no intentarías impedírmelo; pero como
ahora no las sabes, te opones; déjame ahora lavarte los pies como Yo quiero,
que «a su tiempo lo entenderás».
Pedro siguió negándose en su testarudez, quizá
pensaba que la única razón que el Señor decía era por darles ejemplo de
humildad, y él no podía consentir que se humillase a sus pies; de ahí que le
respondiera enérgicamente: «¡No me lavarás los pies ni ahora ni a su tiempo ni
nunca!», Ante la testarudez de Pedro, que no se quería dejar lavar los pies por
Aquel que iba a lavar todos sus pecados, le contestó con la misma energía: «Si
Yo no te lavo no tendrás parte de mi herencia». No intentes, Pedro, impedir que
quite los pecados a los hombres porque no lo puede hacer otro sino Yo, que «he
venido al mundo a servir y no a ser servido, y a dar mi vida como rescate por
todos los hombres» (Mt 20, 28); Y no exageres tu cortesía y educación hasta el
punto de hacerte daño a ti mismo porque, si no te lavo Yo, puedes despedirte de
mi amistad, y serás para mí como quien no tiene nada que ver conmigo.
Entonces se vio que la negativa de Pedro no nacía
sino de respeto y de humildad: al entender lo mucho que le importaba dejarse
lavar, se ofreció a que le lavase «no sólo los pies, sino las manos también, y
la cabeza». El Salvador le dijo: «El que se ha bañado no tiene necesidad de
lavarse más que los pies, que en todo lo demás está ya limpio» (Jn 13, 10).
Esto suele suceder, cuando uno sale del baño se ensucia un poco los pies, y se
los tiene que volver a limpiar. Cuando uno está limpio de pecados mortales, puede
ser que se ensucie un poco con pecados veniales, y es conveniente que se lave,
y es necesario que cada vez se purifique más para recibir el Cuerpo y la Sangre
de Cristo.
El Señor tenía clavada en el corazón la pérdida de
Judas, y no dejó escapar esta nueva ocasión; así que, para demostrarle su
sentimiento, para moverle a que se arrepintiera, como de paso, añadió:
«Vosotros estáis limpios, pero no todos». Porque como sabía quién le había de
entregar, por eso dijo: «No todos estáis limpios».
Luego, todos se dejaron lavar los pies, y ninguno se
atrevió a poner la más mínima resistencia después de oír lo que el Señor había
respondido a Pedro.
Ya que el Salvador dijo que hiciésemos con nuestros
hermanos lo que Él había hecho con nosotros, debemos estar muy atentos a lo que
Él hizo para saber lo que debemos nosotros hacer.
El Señor instituye el Santísimo Sacramento
Había llegado la hora en que Jesucristo nuestro Señor,
sumo y eterno sacerdote según el orden de Melquisedec, tenía que ofrecer su
Cuerpo y Sangre en un verdadero sacrificio. Con él iba a reconciliar a todo el
mundo con Dios. Ese mismo Cuerpo y Sangre, que sería sacrificado en la cruz,
quedó perpetuamente entre nosotros, bajo la apariencia de pan y de vino, para
que fuese nuestro sacrificio limpio y agradable que ofrecer
a Dios, bajo la nueva ley de la gracia. Jesucristo
está realmente presente en ese Sacramento, y nos da su Cuerpo como verdadera
comida, y su Sangre como verdadera bebida en prueba de su amor, para fortalecer
nuestra esperanza, para despertar nuestro recuerdo, para acompañar nuestra
soledad, para socorrer nuestras necesidades, y como testimonio de nuestra
salvación y de las promesas contenidas en el Nuevo Testamento. Amorosamente
preocupado por el futuro de su Iglesia, y ya a las puertas de su pasión y de su
muerte, no hacía otra cosa sino encomendar y ordenar las cosas de modo que no
faltase nunca ese Pan hasta el fin del mundo.
Estaban los apóstoles atentos y en tensión para ver
lo que iba a ocurrir con aquella nueva ceremonia. El Salvador «se vistió la túnica
que se había quitado, se sentó otra vez a la mesa» y, como si fuese a empezar
otra nueva cena, mandó a sus apóstoles que se reclinaran como Él. Todos expectantes,
les dijo: «Habéis visto lo que he hecho con vosotros. Me llamáis Maestro, y
Señor, y es verdad, porque lo soy; pues si Yo, que soy vuestro Maestro y
vuestro Señor, os he lavado los pies, quedáis obligados a hacer vosotros lo
mismo» con caridad y humildad, por dificultoso que os parezca y aunque os
desprecien. «Porque Yo os he dado el ejemplo, así que, como lo he hecho Yo, de
la misma manera lo tenéis que hacer vosotros; porque el siervo no es más que su
señor ni el enviado es más que el que le envía.
Si entendéis bien estas cosas, seréis felices cuando
lo hagáis». Es maravilloso advertir cómo el Salvador no perdía ocasión para
demostrar a Judas la tristeza que le causaba su traición, y quería hacer ver
que no iba a la muerte, sino porque quería; por eso añadió: «Os he dicho que
seréis felices, pero no lo digo por todos, porque sé bien a quiénes escogí. De
todos modos se ha de cumplir la Escritura: El que come a mi mesa me ha de
traicionar. Digo esto ahora y con tiempo, antes de que se haga, para que cuando
lo veáis cumplido creáis lo que os he dicho que soy».
Aunque el autor no diga expresamente más
que Cuerpo y Sangre, se entiende que se refiere también al alma y divinidad de
Jesucristo, presente en la Eucaristía. (N del T.)
Todos le miraban sobrecogidos, advirtiendo en su
cara y en su postura que trataba de hacer algo grande y desacostumbrado. El
Señor tomó un pan ácimo y sin levadura, de aquellos que sobraron de la primera
cena,
y levantó los ojos al cielo, hacia su Eterno Padre,
para que vieran que de Él venía el poder de realizar una obra tan grande. Dio las
gracias por todos los beneficios que había recibido y, especialmente, por el
que en aquel momento le era dado hacer a todo el mundo.
Bendijo el pan con unas palabras nuevas a fin de preparar
un poco a los apóstoles a aquella grandiosa novedad que quería hacer. Partió el
pan de modo que todos pudieran comer de él, y lo consagró con sus palabras: el
pan se convirtió en su Cuerpo, y parecía pan, y, a la vez, su mismo Cuerpo
estaba presente y también visible a los ojo de los apóstoles. Las palabras con
las que consagró el pan daban a entender claramente cuál era la comida que les
daba: «Tomad, comed, esto que os doy es mi Cuerpo, el mismo que ha de ser entregado
en la cruz por vosotros y por la salvación de todo el mundo». Dio a cada uno de
aquel pan consagrado, y todos lo tomaron y comieron, y sabían lo que era
aquello, porque el Salvador se lo dijo con palabras bien claras.
Había también sobre la mesa, entre otras, una copa
de vino mezclado con un poco de agua; tomó el Señor la copa o cáliz en sus
manos, dio gracias al Padre Eterno, lo bendijo también con una bendición nueva,
lo consagró con sus palabras y aquel vino se convirtió en su Sangre. Aquella
misma Sangre que corría por sus venas estaba realmente presente también en
aquella copa, y parecía vino. Las palabras con las que había consagrado el vino
fueron tan claras que los apóstoles entendieron bien lo que les daba a beber:
«Bebed todos de este cáliz, porque ésta es mi Sangre con la que confirmo el
Nuevo Testamento; la misma Sangre que derramaré por vosotros en la cruz para
que se os perdonen los pecados».
El Salvador había venido al mundo para hacer una
humanidad nueva, y para establecer con ella una nueva Alianza y un Testamento
mucho mejor que el Viejo Testamento que había establecido antes con los antiguos
judíos. Los mandatos de este Testamento Nuevo son más suaves y más perfectos; y
las promesas que se hacen, más grandes, porque ya no se refieren a bienes
temporales sino eternos. Y este Nuevo Testamento se confirmó no con sangre de
animales, como el Viejo, sino con la Sangre del Cordero sin mancha, que es Cristo.
La sangre que Jesucristo derramó en la cruz tuvo la eficacia de quitar todos
los pecados del mundo. Este fue el Testamento que instauró el Señor en su
última cena, y estaban presentes los doce apóstoles representando a la futura
Iglesia. Para dar mayor firmeza a lo que ordenaba, el Señor dio a beber su
Sangre con estas palabras: «Esta es mi Sangre con la que confirmo el Nuevo
Testamento; la misma Sangre que derramaré por vosotros en la cruz para que se
os perdonen los pecados».
El Señor pretendía que este Sacrificio y Sacramento
durase en su Iglesia hasta el fin del mundo, por eso, no sólo consagró Él mismo
el pan y el vino sino que dio ese poder a los apóstoles, para que ellos también
consagraran y transmitieran ese poder «hasta que Él viniese» a juzgar el mundo.
Les mandó expresamente que cuantas veces celebrasen este sacrificio lo hicieran
acordándose de Él, y del amor: con que moría por los hombres, Por eso se
quedaba entre los hombres y les dejaba un legado tan rico como es su Cuerpo y
su Sangre, y todos los tesoros de gracia que mereció con su Pasión; así nunca podrían
olvidarse de Él: «Siempre que hagáis esto, hacedlo acordándoos de Mí».
Este Pan está destinado al sustento de los hombres
que van como peregrinos por el mundo. Es tan grande y fuerte el fuego de su
amor, que hace a los hombres santos, los transforma con el amor de quien les
tiene tanto amor. Estas divinas palabras deben ser recibidas con fe y todo
agradecimiento. Aquel Señor que no engaña dijo: «Tomad y comed, que esto es mi
cuerpo. Bebed todos de este cáliz, que es mi sangre». Es grande su generosidad,
sólo digna de Dios.
¿Qué podré yo darte, Señor, por este beneficio? Diré
con todo el afecto de mi corazón: Mira, Señor, este es mi cuerpo; te lo ofrezco
en el dolor, en la enfermedad, en el cansancio y la fatiga, en la penitencia;
esta es mi sangre, te la ofrezco si Tú quieres que tenga que derramarla por tu
gloria; esta es mi alma, que quiere obedecer en todo Tu voluntad.
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