VIl. LAS MONARQUÍAS DE DANIEL. «ROMA» Y «AMOR»
CONTINUACIÓN
Ahora bien; sabemos que, por una parte, Cristo previo esta necesidad
de la monarquía eclesiástica confiriendo
a uno solo el poder supremo e indivisible en su Iglesia, y por otra, vemos que,
de todos los poderes eclesiásticos del mundo cristiano, no hay más que uno solo
y único que mantenga perpetua e invariablemente su carácter centra! y universal
y que, al mismo tiempo, según antigua y general tradición, esté especialmente
vinculado a aquel á quien Cristo dijo: “Tú eres Pedro, y sobre esta piedra
edificaré mi Iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella.»
La palabra de Cristo no podía dejar de cumplirse en la historia cristiana, y el
principal fenómeno de esta historia debía tener una causa suficiente en la palabra
de Dios. ¡Que se nos muestre, pues, para la palabra de Cristo a Pedro un efecto
correspondiente distinto de la cátedra de Pedro y que se descubra para esta
cátedra otra causa suficiente que no sea la promesa hecha a Pedro I
Las
verdades vivientes de la religión no se imponen a toda inteligencia como
teoremas geométricos.
Correría,
por lo demás, el riesgo de engañarse quien creyera que las mismas verdades
matemáticas son unánimemente aceptadas por todo el mundo tan sólo en razón de
su evidencia intrínseca; se concuerda en reconocerlas porque nadie está
interesado en rechazarlas.
No
tengo la ingenua pretensión ele convencer a espíritus que sientan más poderoso
atractivo por otras investigaciones que no sean la verdad religiosa. Al exponer
las pruebas generales del primado permanente de Pedro como base de la Iglesia
Universal, sólo me he propuesto ayudar al trabajo intelectual de aquellos que
se oponen a esa verdad no por intereses ni pasiones, sino solamente por errores
inconscientes y prejuicios hereditarios, Continuando esta tarea debo ahora, con
la mirada siempre fija en el luminoso faro de la palabra bíblica, abordar por
un momento el dominio obscuro y movedizo de la historia universal.
VIl.
LAS MONARQUÍAS DE DANIEL. «ROMA» Y «AMOR».
La
vida histórica de la humanidad comenzó en la confusión de Babel (Gen., XI) y concluirá
en la armonía perfecta de la Nueva Jerusalén (Apoc, XXI).
Entre
estos términos extremos, consignados en el primero y en el último libros de la
Escritura, se sitúa el proceso de la historia universal cuya imagen simbólica
nos es procurada por un libro sagrado que podría considerarse como transición
entre el Antiguo y el Nuevo Testamento, el libro del profeta Daniel (Dan., II,
31-36).
Como
quiera que la humanidad terrestre no es ni ha de ser jamás un mundo de puros
espíritus, necesita, para manifestar y desarrollar la unidad de su vida interior,
un organismo social externo que debe hallarse tanto más centralizado cuanto más
extenso y diferenciado llegue a ser. Así como la vida del espíritu humano
individual se manifiesta por medio del cuerpo humano organizado, de igual modo
el espíritu colectivo de la humanidad regenerada —la Iglesia invisible—exige
una organización social visible, imagen e instrumento de su unidad. Desde este
punto de vista la historia de la humanidad se presenta como la formación
sucesiva del ser social universal o de la iglesia una y católica, en el amplio
sentido de la palabra.
Esta
obra se divide necesariamente en dos partes principales: 1.°, la unificación
exterior de las naciones históricas o la formación del cuerpo universal de la
humanidad, mediante el trabajo más o menos inconsciente de los poderes
terrestres bajo la acción invisible e indirecta de la Providencia, y 2.°, la
animación de este cuerpo por el poderoso soplo del Hombre-Dios y su ulterior
desarrollo por la acción combinada de la gracia divina y las fuerzas humanas,
más o menos conscientes. Tenemos así, en otros términos, por un lado la
formación de la monarquía universal natural, y, por otro, la formación y
desarrollo de la monarquía espiritual o la Iglesia Universal, sobre la base y
en el cuadro de la organización natural correspondiente.
La
primera parte de la gran obra constituye esencialmente la historia antigua o
pagana. La segunda determina principalmente la historia moderna o cristiana.
Establece
la unión la historia del pueblo de Israel, que, bajo una acción especial del
Dios vivo, preparó el medio orgánico y nacional en que aparecía el Hombre-Dios,
que es el principio espiritual de unidad para el cuerpo universal y el centro
absoluto de la historia.
Mientras
la nación sagrada preparaba la corporeidad natural del Hombre-Dios individual,
las naciones profanas elaboraban el cuerpo social del Hombre-Dios colectivo, de
la Iglesia Universal. Como la obra del paganismo era producida por esfuerzos
puramente humanos que sólo indirecta e invisiblemente eran dirigidos por la
Providencia divina, era inevitable que procediera mediante ensayos y esbozos.
Así, antes de la efectiva monarquía universal, vemos surgir monarquías nacionales,
con pretensiones de universalidad, pero incapaces de lograrla.
Tras
de la monarquía asiriobabilónica (aquella cabeza de oro del más puro y
centralizado despotismo) viene la monarquía medopersa (porque el pecho y los brazos
de plata simbolizan un poder despótico menos centralizado, menos puro, pero
mucho más vasto en cambio), que encierra en sus brazos toda la escena histórica
de entonces, entre la Grecia por un lado y la India por otro. Luego viene la
monarquía macedónica de Alejandro el Grande, viene de cobre, que devora a la
Hélade y el Oriente. Pero, a pesar de su abundancia, en el orden de la cultura
intelectual y estética, el helenismo fue impotente en la acción práctica,
incapaz de crear un cuadro político y un centro de unidad para la muchedumbre
de naciones que había invadido.
Como
gobierno adoptó, sin cambio esencial ninguno, el absolutismo de los déspotas
nacionales que encontró en Oriente, y, aunque impuso al mundo conquistado la
unidad de su cultura, no pudo impedir que se dividiera en dos grandes Estados
nacionales helenizados a medias, el reino heleno-egipcio de los Ptolomeos y el
reino heleno-sirio de los Seléucidas. Ora en guerra encarnizada, ora en
inestable alianza por medio de los casamientos dinásticos, ambos reinos estaban
bien representados por los dos pies del coloso en que el hierro del despotismo
primitivo se mezclaba al barro blando de una cultura decadente.
De esa
manera el mundo pagano, dividido entre dos potencias rivales con dos centros
políticos e intelectuales —Alejandría y Antioquía—, carecía de base histórica
suficiente para la unidad cristiana.
Pero
existía una piedra —Capitolii immobile saxum—una pequeña ciudad de Italia, cuyo
origen estaba envuelto en fábulas misteriosas y significativos milagros y cuyo
mismo nombre verdadero se ignoraba.
Esta
piedra, lanzada por la Providencia de! Dios de la historia, fue a golpear los
pies de barro del mundo greco-bárbaro de Oriente, derribó y desmenuzó al impotente
coloso y se convirtió en un gran monte. El mundo pagano logró un centro real de
unidad. Se estableció una monarquía verdaderamente nacional y universal, que
abrazaba al Oriente y al Occidente. No sólo fue mucho más extensa que la más
vasta de las monarquías nacionales, contuvo no sólo muchos más elementos heterogéneos
(de nacionalidad y de cultura), sino que fue sobre todo poderosamente
centralizada y transformó a esos diversos elementos en un todo real y activo.
En lugar de un monstruoso simulacro compuesto de partes heterogéneas, la
humanidad se convirtió en cuerpo organizado y homogéneo: el Imperio Romano, con
un centro individual y vivo: César Augusto, depositario y representante de
todas las voluntades unidas del género humano.
Pero,
¿qué fue César y cómo llegó a representar el centro viviente de la humanidad?
¿En qué se fundó su poder? La larga y dolorosa experiencia convenció a los
pueblos de Oriente y Occidente que la división y la lucha continuas son un mal
y que es necesario un centro de unidad para fundar la paz del mundo.
Este
deseo vago, pero muy real de la paz y la unidad, echó al mundo pagano a los
pies de un aventurero que reemplazaba con éxito las creencias y los principios
con las armas de las legiones y con su propia audacia. La unidad del Imperio
tuvo así como fundamentos únicos la fuerza y la suerte.
Si el
primero de los Césares pareció ser digno del triunfo por su genio personal, si
el segundo lo justificó en cierta medida por su calculada piedad y su prudente
moderación, el tercero fue un monstruo y tuvo por sucesores idiotas y locos. El
Estado universal que debía ser encarnación de la misma Razón social fue
realizado en un hecho absolutamente irracional cuyo absurdo se sostuvo sólo con
la blasfemia de la apoteosis imperial.
El
Verbo divino, unido individualmente a la naturaleza humana y queriendo unir a
Sí socialmente el ser colectivo de la
humanidad, no podía establecer esta unión ni sobre la discordia de una turba
anárquica ni sobre la arbitrariedad de una tiranía. Sólo podía unirse a la
humana sociedad por medio de un poder fundado en la Verdad.
En el
dominio social no cuentan directamente y en primer lugar las virtudes ni
defectos personales.
Si
consideramos malo y falso al poder imperial de la Roma pagana, no es únicamente
a causa de los crímenes y locuras de un Tiberio y de un Nerón; sino sobre todo
porque el mismo poder imperial, representado, ya por Calígula, ya por Antonino,
se fundaba en la violencia y estaba coronado por la mentira. El emperador real
—criatura improvisada de los legionarios y pretorianos— era confirmado por la
fuerza ciega y grosera; el emperador ideal de la apoteosis era una ficción
impía.
Al
falso hombre-dios de la monarquía política opuso, el verdadero Dios-Hombre, el
poder espiritual de la monarquía eclesiástica basado en la Verdad y el Amor. La
monarquía universal, la unidad internacional debían subsistir, el centro de
unidad no debía cambiar de sitio; pero el propio poder central, su carácter, su
origen, su sanción, debían ser renovados.
Los
mismos romanos tenían el vago presentimiento de esa misteriosa transformación.
Si el nombre vulgar de Roma significaba en griego fuerza, y si un poeta de la
Hélade en decadencia saludaba a los nuevos señores en este nombre: «.Chaire moi
Roma, tkigater Áreos : Saludaré a Roma (la fuerza), hija de Marte» ; los
ciudadanos de la Ciudad Eterna, leyendo su nombre a la manera semítica, creían
descubrir su verdadera
Significación:
Amor. La antigua leyenda, rejuvenecida por Virgilio, vinculaba el pueblo romano
y en particular la dinastía de César, a la madre del Amor, y mediante ella, al
Dios supremo.
Pero
su Amor era servidor de la muerte y su Dios supremo un parricida. La piedad
romana, su principal título de gloria y el fundamento de su grandeza, era un
sentimiento verdadero referido a principios falsos.
Y
justamente se trataba de cambiar los principios.
Se
trataba de revelar la verdadera Roma, fundada en la verdadera religión. Al
reemplazar las innumerables triadas de dioses parricidas por la única Trinidad divina
consubstancial e indivisible, era necesario cambiar como fundamento a la
sociedad universal, en lugar del imperio de la Fuerza, una Iglesia del Amor.
¿Fue
pura casualidad el que, para proclamar su verdadera monarquía universal fundada
no ya en el servilismo de los súbditos y la arbitrariedad de un príncipe mortal,
sino en la libre adhesión de la fe y el amor humanos a la Verdad y la Gracia de
Dios, Jesucristo escogiera el momento de llegar con sus discípulos a los
confines de Cesárea de Filipo, la ciudad que un esclavo de los Césares dedicó
al genio de su amo? ¿Fue casualidad también cuando, para sancionar
definitivamente su obra fundamental, Jesús escogió las inmediaciones de Tiberiades
y, frente a los monumentos que hablaban del señor actual de la falsa Roma, consagró
al futuro señor de la verdadera Roma, indicándole el nombre místico de la ciudad
eterna y el principio supremo de Su nuevo Reino: Simón bar Jona, me AMAS más
que estos? ¿Por qué, empero, el Amor verdadero que ignora la envidia y cuya
unidad nada tiene de exclusivo, debe concentrarse en uno solo y revestir para
su obra social la forma monárquica de preferencia a las otras? Puesto que no se
trata de la Omnipotencia de Dios, que podría imponer exteriormente la verdad y
la justicia a los hombres, sino del amor divino del cruel el hombre participa
por libre adhesión, la acción directa de la divinidad debe estar reducida, al
mínimum.
Esta
no puede ser totalmente suprimida, porque todo hombre es mentira y porque
ningún ser humano, tanto individual como colectivo, entregado a sus propios medios,
podría mantenerse en relación constante y progresiva con la Divinidad. Pero el
fecundo Amor de Dios, unido a la Sabiduría divina quae in superfluis non
abundat, para ayudar a la humana debilidad y dejar al mismo tiempo obrar fas
fuerzas de la humanidad, escoge el camino en que la acción unificante y vivificante
de la verdad y la gracia sobrenaturales sobre la masa de la humanidad halla
menos obstáculos naturales y encuentra el medio social exteriormente conforme y
adaptado a la manifestación de la verdadera unidad. El camino que facilita la
unión divinohumana en el orden social y forma en la misma humanidad un órgano
central unificante, es el camino monárquico. Para reproducir en todo momento la
unidad espontánea sobre la caótica base de las opiniones independientes y de
las voluntades discordantes, sería menester cada vez una nueva acción inmediata
y manifiestamente milagrosa de la Divinidad, una operación ex nihilo que se
impusiera a los hombres y les privara de su libertad moral. Así como el Verbo
divino apareció en la tierra, no en su esplendor celeste, sino en la humildad
de la naturaleza humana, y como aún hoy para darse a los creyentes reviste la
humilde apariencia de las especies materiales, tampoco quiso gobernar
directamente con su poder divino la sociedad humana, y prefirió emplear como medio
regular de su acción social una forma de unidad que ya existiera en el género
humano: la monarquía universal.
Bastaba
para ello regenerar, espiritualizar, santificar esta forma social, poniendo en
lugar del principio de la muerte, la violencia y el fraude, el principio eterno
de la Gracia y la Verdad, En vez de un jefe de soldados que, con espíritu de
mentira, se pretendiera dios, hubo que poner al jefe de los creyentes, que, en espíritu
de verdad, reconoció y confesó a su Maestro como Hijo del Dios vivo. En vez de
un déspota furioso, que habría querido hacer del esclavizado género humano su
víctima sangrienta, hubo que exaltar al ministro amanúe del 7?/c5 que derramó
su sangre por la humanidad.
En los
confines de Cesárea y en la ribera del mar de Tiberiades, Jesús destronó a
César;- no al César del denario, ni al César cristiano del porvenir, sino al de
la apoteosis, al César soberano único, absoluto y autónomo del universo, Centro
de unidad supremo para eí género humano. Lo destronó creando un nuevo y mejor
centro de unidad, un nuevo y mejor soberano fundado en la fe y el amor, la
verdad y la gracia.
Y, al
destronar el falso e impío absolutismo de los Césares paganos, Jesús confirmó y
eternizó la monarquía universal de Roma dándole su verdadera base teocrática.
En
cierto modo fue sólo un cambio de dinastía; la dinastía de Julio César,
pontífice supremo y dios, fue reemplazada por la dinastía de Simón Pedro, pontífice
supremo y siervo de los siervos de Dios.
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