Pbro. D. Félix Castañeda.
En los Turbios Fondos del Agrarismo
La
triste historia de la conspiración anticristiana o comunista como se la conoce
ahora, tiene en su desenvolvimiento en Rusia, especialmente en la época de
Lenin, episodios reveladores que pueden ilustrar mucho, a primera vista, los
increíbles sucesos de la persecución mexicana.
Bien
sabemos cómo de la manera más astuta e hipócrita, los comunistas se esforzaban
por aparecer como redentores de los obreros de las industrias, para resolver,
ellos, el innegable y urgente problema de la cuestión social. Y una vez que los
obreros, alucinados por las deslumbrantes promesas de bienestar que se les
ofrecían, fueron el apoyo más firme y el escalón más seguro para subir al
poder, de que se sirvieron los conspiradores de la revolución social contra el
orden cristiano, continuaron y continúan los infelices engañados, en ese lugar
de escalón o pedestal, con que desde un principio los usaron, sin haberlos
mejorado en nada, pues al capitalismo patronal ha sustituido el capitalismo
estatal, que comenzando en la famosa NEP de Lenin, se llama ahora el
stalinismo.
No
fueron solamente los obreros de la industria, los escogidos para la empresa
anticristiana. Había otra masa de hombres, la más numerosa por cierto, y si por
una parte la más maleable a causa de su incultura, por otra parte, más difícil
de conquistar por su amor a la tierra y por su sencilla pero ardiente fe religiosa:
los campesinos agricultores. La lucha contra los kulaks
o campesinos ricos, muy abundantes en Rusia, llena con sus atrocidades y crímenes,
muchas páginas de la historia del comunismo ruso. Y la táctica empleada contra
ellos fue, como siempre, el engaño y las falsas promesas, a los humildes peones
de lo que nosotros llamamos las "haciendas" de cultivo.
Promesas
de despojar a los amos de esas haciendas de sus amadas tierras, para
repartirlas entre los asalariados trabajadores, o sea el Agrarismo o robo, disimulado
con máscara de justicia, de las propiedades de los latifundistas, por grandes o
pequeñas que fueran esas propiedades.
En el,
caso de los obreros evidentemente el capitalismo liberal, con su olvido de las
leyes de justicia y caridad, había creado una situación de inferioridad y
malestar imposible de aprobarse para los trabajadores; especialmente
desde que la Revolución Francesa, primer estallido de la moderna conspiración
anticristiana, había disuelto los antiguos gremios o corporaciones de
obreros. Y esa situación se prestaba como expresamente creada para el caso, a
los mentidos intentos de reforma de los conspiradores, y la supieron aprovechar
bien.
En el problema agrario, el ideal ciertamente era que todos poseyeran
su pejugalito o parcela propia para cultivarla con todo el empeño y diligencia que
se usa en mejorar lo que le pertenece, pero
tropezaba con otras dificultades técnicas de no fácil resolución; aunque no sea
más que ésta: cierta clase de productos agrícolas, para ser costeables
necesitan grandes extensiones de terreno, agua en abundancia, descanso
periódico de una parte del campo, mientras otra se trabaja intensamente, etc.
Dividir esos latifundios, sin tener en cuenta estas exigencias de la misma
naturaleza de la tierra, sería provocar una baja lamentable y peligrosa para la
misma nación, de su gran nodriza: la agricultura.
Pero a
los conspiradores contra el orden cristiano, lo que les importaba era otra cosa:
soliviantar los ánimos de los campesinos, tradicionalmente religiosos, provocar
por medio de ellos el desorden y la revolución, que había de conducir a la
ruina de la civilización y paz cristiana de las sociedades y
después. . .¡ ya se vería!. . . ¡Cínica y textual afirmación de Lenin! El
Agrarismo en México participó desde el principio del pecado original del
comunismo: su espíritu anticristiano; y las consecuencias, las estamos ahora
palpando, especialmente los mismos engañados campesinos. Díganlo si no los
infelices "espaldas mojadas".
Por
eso, con verdadero asombro de muchos, que no han conocido los turbios fondos
del agrarismo mexicano, entre los verdugos de los católicos mexicanos en la
persecución callista, se encuentran campesinos mexicanos, (cosa increíble, hará
poco más de medio siglo), individuos y aun grupos enteros de agraristas,
completamente envenenados por las intrigas de los fautores del comunismo.
No
faltaron en nuestro abnegado clero rural, dignísimos sacerdotes, que
descubrieron a tiempo esos turbios fondos, y trataron por todos los medios a su
alcance, de impedir el contagio de la peste comunista entre nuestros rancheros.
Pbro.
Crescenciano Aguilar.
Así el
año de 1925, cuando ya se perfilaba en el horizonte de nuestra patria la gran
persecución, el señor cura de Capilla del Castillo, en las cercanías de
Juanacatlán, estado de Jalisco, Don Crescenciano Aguilar, inició una campaña
perfectamente de acuerdo con los postulados de la doctrina cristiana,
sosteniendo en sus sermones a las masas campesinas, la siguiente tesis: "o
tierras, o sacramentos"; esto es, que los afiliados a las ideas
agro-comunistas no podían recibir los sacramentos de la Iglesia con buena
conciencia, ni los ministros del Señor podían impartírselos.
El
señor cura Aguilar era un pastor celosísimo, un ilustrado sacerdote esclavo de
su deber y abnegado en su ministerio, y por eso era sumamente querido en
aquella región de Juanacatlán y aun en Guadalajara.
Y sin
embargo un grupo de campesinos, movidos por sus funestos líderes agraristas,
que comprendieron tenían en el esforzado sacerdote un digno adversario de sus
ideas disolventes y anticristianas, la noche del 13 de septiembre de ese año de
1925, invadieron su casa y lo asesinaron cobardemente.
Así
fue una de las primeras víctimas del odio comunista, contra la doctrina de
justicia y de paz de Jesucristo, que él predicaba; y bien merece contarse en
este catálogo de nuestros mártires mexicanos.
Así se
comenzaba a cumplir la orden del presidente de los Estados Unidos, el funesto
Mr. Wüson, a su acólito y agente Mr. Lind, de ayudar a la Revolución Mexicana
especialmente en la destrucción de la influencia "política" (esto es
católica) y económica, de los hacendados de nuestra patria.
Lo que
quería decir en sustancia: "fomentar por todo medio posible las ideas y
triunfo del agrarismo mexicano".
Más
tarde, cuando ya rugía potente la persecución, se ha de señalar otra víctima
ilustre y santa del agrarismo, el señor cura de Juanchorrey, del mismo Jalisco,
Pbro. D. Félix Castañeda.
Oriundo
de Zacatecas, de padres muy humildes pero muy cristianos, el niño Félix, se
sintió llamado por Dios al sacerdocio, y a costa de sacrificios muy grandes,
logró entrar primero en la escuelita de la Purísima, anexa al Seminario, en la
que siempre obtuvo las mejores calificaciones de conducta y de estudios. Pasó
al seminario en octubre de 1892 y allí terminó su carrera sacerdotal, siempre
con las calificaciones de "sobresaliente", en 1903 en que fue
ordenado sacerdote. No era pues un adocenado o inculto sino un hombre muy
versado en las ciencias divinas y humanas y al que no era fácil engañar.
Vicario
en varias parroquias y por un poco de tiempo párroco de Valparaíso, fue también
uno de los que trataba con gran celo de preservar a nuestros pobres campesinos
de las intrigas mendaces de los agraristas descubriéndoles sus perversas
intenciones. Así es que, los líderes funestos de esas ideas, esparcidos por
toda la extensión de la República lo consideraban como un adversario digno de
tomarse en cuenta.
La
suspensión de los cultos, decretada por el Venerable Episcopado, le sorprendió
en su vicaría de Juanchorrey, y como los demás sacerdotes, tuvo que refugiarse
en casa particular, que fue la de Don Teodoro Hernández, en aquella misma
ranchería. No quería por motivo alguno abandonar por completo a las ovejas que
Dios le había confiado y retirarse a lugar más seguro. Allí en efecto continuó
sus ministerios con los campesinos y celebraba el culto en privado.
A
fines de abril de 1927 celebró allí un matrimonio cristiano, que como era
natural llegó a conocimiento de muchos, y entre ellos de algún líder agrario
quien no tardó en denunciarlo a las autoridades callistas de Tepetongo.
El l 9
de mayo siguiente, en que ya se celebraba en nuestro país la gran fiesta
comunista, llamada "día del trabajo", para celebrarla dignamente los
agraristas con apoyo de la autoridad militar llegaron a la casa del señor Hernández
y aprehendieron al padre Castañeda, en los momentos en que acababa de celebrar
la Santa Misa, llevándolo en seguida a la cárcel de Tepetongo. Justo es decir
que el Presidente Municipal del pueblo, don Urbano Miramontes, hizo todo lo
posible para salvar al padre, que era
buen
amigo suyo. Pero en la población había un tal José Orozco al que unos llaman
licenciado, y otros presentan como jefe militar. Este pobre hombre había sido
condiscípulo del padre Castañeda en el seminario, del cual salió como por la
misma época salió del suyo en Rusia, Stalin con la misma neta de perversidad y
rebeldía, que el célebre bolchevique.
Este
hombre al saber la prisión del padre Castañeda dio órdenes de que fuera
trasladado a Jerez y llevado a su presencia. Don Urbano Miramontes con la
esperanza de poder libertar al padre, en su calidad de Presidente Municipal, lo
acompañó.
-Allí
le esperaba Orozco, y sin más ni más con un arma punzocortante acaso una
bayoneta de un soldado, hirió al P. Castañeda en ambas mejillas y en la barba.
Sorprendido
el padre, con toda mansedumbre, le dijo a su vil agresor:
—No
seas ingrato: acuérdate de que fuimos amigos y condiscípulos en el seminario.
¿Por qué me hieres? Y la respuesta del bribón fue abofetearlo y después,
cortarle él mismo la lengua. Verdadera manifestación de posesión diabólica de
aquel infeliz.
Incontinenti
dio otra orden: "llévenlo al panteón y fusílenlo allí mismo".
Los
soldados, aunque de mala gana, obedecieron, y D. Urbano, por más que alegaba
sus derechos para juzgar él al sacerdote, y de este modo poder salvarlo, se
convirtió en objeto de burlas de los malvados.
Formado
el cuadro, el sacerdote sin poder hablar y casi desfallecido por la enorme
pérdida de sangre, que brotaba d? su mutilada lengua; fue colocado enfrente del
pelotón por los soldados, quienes en parte conmovidos por aquella horrible
situación, en parte por las objeciones del Presidente Municipal
se
negaban a disparar.
Mas
había acompañado a los verdugos un grupito de agraristas, quienes en el cateo
de la casa se habían apoderado de los ornamentos sacerdotales del mártir y
revistiéndoselos por burla, «entre blasfemias y denuestos, penetraban entre los
soldados aterrados y con filosos cuchillos herían al sacerdote, que sostenía,
sin encontrar otro modo de ayudarle en su azoro, el presidente Don Urbano.
Llegó
en esto a presenciar el horrendo crimen, Orozco.
—¡Qué
circo es éste! —exclamó ante aquel espectáculo. Y acordándose de sus tiempos
del Seminario, quiso el infame hacer una parodia de la degradación de un
sacerdote, condenado a muerte, y ordenó a uno de aquellos perversos, que con su
cuchillo cortara la piel de la coronilla y desollara las
manos del desfallecido ministro de Dios que se contentaba con mirar compasivo,
y como perdonándolo, a su antiguo condiscípulo.
Y una
vez hecho aquello, el mismo Orozco, llegó hasta él y le dio una puñalada mortal,
que abrió la puerta del cielo al invicto mártir.
La
consternación de los buenos habitantes de Tepetongo al saber aquello que había
sucedido en el cementerio de Jerez es imposible de describir.
La
pobre señora madre del monstruo Orozco, al saber que su hijo se había hecho un
asesino de sacerdotes, perdió la razón.
Por mi
parte, no ha sido sino con gran repugnancia como he escrito esta semblanza, a
causa de la deshonra de esos pobres hermanos míos engañados agraristas. . .
Pero tengo ante la vista, tres relatos distintos e impresos de aquella horrible
tragedia que, con breves variantes que ya señalé, coinciden en todo lo
demás. . . Tocará al tribunal eclesiástico que espero ha de formarse, para
juzgar las causas de nuestros mártires, aquilatar los datos y detalles, dados
por testigos presenciales, de los hechos aquí narrados.
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