SOLOVIEV
(CONTINUACIÓN)
Desde este
punto de vista, la enorme importancia histórica de
Lenin consiste en haber cerrado el ciclo abierto por ese cardenal de Richelieu
contra el cual se levantó la indignación cristiana, además de española, de Quevedo
y Saavedra Fajardo, y que tan certeramente ha sido calificado por Belloc como
destructor de la unidad católica de Europa. La labor del comunismo ruso se
reduce a someter al imperio de la lógica la vida política moderna. No se puede
combatir contra él con paliativos, ni mucho menos aun adoptando sus propios
métodos, como se quiere decir por ahí que Tania espíritu pseudocrístiano. Por lo visto, considera la lucha entre las dos
ideologías más extremadas y trascendentales que han aparecido en el escenario
de la Historia como simple contienda de personas. No. El remedio contra la G.
P. U. no es la Gestapo, ni contra la Gestapo, la violación, en nombre de la
libertad, de los principios fundamentales de la justicia y del derecho. Así
como el comunismo, proyección social, la más violenta y extremada, del ateísmo
no reconoce, al fin de cuentas, más adversario real que el cristianismo, es
sólo recurriendo a la forma más integral —íbamos a decir también más violenta y
extremada— de cristianismo, a la católica, apostólica, romana, vivida en, su
plenitud, cómo podrá vencerse al comunismo. Mientras esta gran verdad no se
convierta en clima histórico de hogaño, habrá que seguir desconfiando, por no
decir desesperando, de la salvación de Europa. Este es el grande, el trágico
fracaso de Solovief. Espíritu de envergadura análogas a de Dostoievski, pensó,
al igual de él, que su patria se encontraba en vísperas de una catástrofe
interior, eso sí, que a consecuencias de contiendas internacionales. Hasta le
señaló de antemano, con categórica segundad, sus futuros —ahora pasados y
vencidos— adversarios. Las derrotas militares provocarían, según él, la
anarquía interna, a cuyo término, su optimismo incorregible le hacía ver, como
iris de paz, la integración de esa patria purificada por el dolor, en la
cristiandad de A pesar de todo, persistimos en la idea del fracaso, y de un
fracaso que, a no mediar algún milagro de la Providencia, no lleva trazas de
rectificación. Es que en el pensamiento de Solovief, la anarquía anunciada debía
cumplir respecto de su patria misión semejante a la desempeñada por el dolor en
la vida sobrenatural del cristiano, actuando a modo de aquellas noches místicas
con que el Espíritu Santo va purificando las almas destinadas por Él mismo a
los más excelsos grados de perfección: bajo la presión de tanto sufrimiento, la
nación moscovita reconocería prácticamente sus errores, resolviéndolos en la
aceptación fervorosa de la unidad. Es aquí donde comienza el fracaso de nuestro
pensador. La anarquía hizo presa, efectivamente, en Rusia, pero —y esto es lo
gravísimo—no la postró. Al contrario, dentro de ella ha encontrado el pueblo
ruso esas inagotables energías que le han permitido triunfar en la contienda
más colosal que han presenciado los hombres, a la vez que más decisiva para su
porvenir histórico nacional. Hoy día el Imperio ruso, borradas por sendos
triunfos las derrotas que en 1905 y 1917 le habían infligido, respectivamente,
Japón y Alemania, se presenta ante los ojos de la burguesía aterrorizada más
fuerte y amenazante que nunca. Es él, principalmente, quien venció al III
Reich, conquistando de este modo para sí propio la hegemonía en el Viejo Mundo.
Y naturalmente que tales circunstancias, lejos de redimirlo de la catástrofe moral
en que se halla sumido, sólo pueden contribuir a confirmarlo más y más en ella,
porque no ha de ser la victoria conseguida en virtud de ciertos y determinados
principios lo que ha de decidir a abandonarlos a un pueblo que sólo se deja
convencer por el testimonio de la fuerza.
¿Cómo pudo un
espíritu tan lúcido engañarse hasta ese extremo? Para centrar la cuestión hay
que tener en cuenta que, en sus años de juventud, Solovief militó en el partido
de los eslavófilos, donde no pudieron menos de cobrar bríos, no obstante la
amplitud de criterio que le bebió, en el ambiente del hogar, las inveteradas preocupaciones
nacionalistas que todo ruso, sólo por serlo, lleva ya ahincadas en su espíritu.
Utópico sería exigirle a un nacionalista de cualquier país comprensión del
extranjero en cuanto tal y posición objetiva e imparcial (lo cual no es lo
mismo que «indiferente») respecto de la tierra de sus mayores. En el error de Solovief,
como casi en todo error histórico, hay ante todo falsa perspectiva frente a un
hecho real. Si comparamos, en efecto, la Rusia de los zares con una Alemania presa
en su mayor parte de la herejía; con una Francia que, infiel a su condición de
hija primogénita de la Iglesia, sólo se preocupa — trascendental preocupación —
de arruinar el poderío de la Casa de Austria, proclamando, a fin de lograrlo, con
las fuerzas antieuropeas, para vivir, por último, de los postulados de su
Revolución ; con una Italia, con una Inglaterra, constituidas en enemigas
irreconciliables del Pontificado y de la unidad católica, todas las ventajas
estaban de parte de Rusia, sin que pueda alegarse la existencia en dichos
países de núcleos fuertes de auténticos católicos, porque aquí se habla de
naciones en cuanto Estados en forma, para ajustamos a la expresión de Max
Scheler, y no bajo el aspecto de conglomerados de células sociales. El hecho es
que, en toda Europa, no quedaban más que España y la monarquía austrohúngara
más o menos libres de contaminación; pero esta última, por su predominio sobre
los eslavos centroeuropeos, no podía ser considerada por Solovief sino como un
poder político del todo efímero, mientras que en lo relativo a España se
encontraba, como ya queda dicho, en la más absoluta ignorancia.
Y aquí llegamos
a la segunda causa del engaño de Solovief: su desconocimiento absoluto de la
realidad espiritual hispánica El haber
tenido noticias acerca de ella habría ampliado considerablemente sus
horizontes, descubriéndole aspectos nuevos y mucho más perfectos que los que él
había visto, de llegar a la colaboración leal, sincera y continuada entre la
Iglesia y el Estado. Era España la única nación que en el occidente europeo
podía erguirse, limpia la frente y serena la mirada, ante la santa Rusia, para
oponerle un sentido religioso mucho más auténtico, porque sin desconocer la
importancia de la contemplación. — ¿podría desconocerla la nación de Santa
Teresa de Jesús y de San Juan de la Cruz, de San Pedro de Alcántara y de fray
Juan de los Ángeles?—sabía intensificarla hasta el extremo de hacerla
fructificar en acción. Solovief no supo nunca que la leyenda de San Nicolás y
San Casiano con que comienza el libro primero de su obra encontró durante
siglos amplio margen de ampliación fuera de los dominios en que entrecruzaban sus
influencias la Iglesia y el Sacro Imperio, en el admirable proceso histórico de
la Contrarreforma.
España era en
la catolicidad lo que Rusia dentro del cisma: una nación que pudo llamarse
santa con muchos mejores títulos que Rusia; pero que no quiso hacerlo porque su
hondo sentido humano le hacía ver el desacato envuelto en la atribución de tan
augusto calificativo a cierta entidad de orden formalmente terreno como es en
sí la nación. Lo repetimos: la desgracia de Solovief estuvo en haber ignorado a
España, y, por ignorarla, en creer que para constituirse en brazo armado de
Dios se requería necesariamente «una masa enorme y compacta de Imperio». Para
no perder el sentido de las proporciones, debió haber sabido que la nación
española «sin apenas soldados, y con sólo su fe, creó un Imperio en cuyos
dominios no se ponía el sol». Eran los seis millones de españoles, y no los
dieciséis millones de franceses, ni los veintitantos de alemanes, los que
dominaron el mundo en el siglo XVI; esto no lo supo Solovief, como tampoco llegó
á saber jamás que la evangelización del continente americano se debió no a
iniciativas particulares, sino a la voluntad oficial decidida y categórica de
los reyes españoles, de aquellos excelsos jefes políticos que conquistaron para
su nación, con su actitud, el título de monarquía misionera. Debió haber
sabido, por último, que hubo un momento de la Historia —aquel momento extraño y
superior de la especie humana, de que habla Taine— en que el Sacro Imperio
romano germánico cumplió dignamente su cometido de cabeza temporal de la
cristiandad y brazo armado de la Iglesia precisamente, cuando la diadema de
Carlomagno fue a reposar en las sienes augustas de otro Carlos, del César
español Carlos V. De haberlo sabido, cuántos motivos de meditación habría
encontrado su inteligencia privilegiada en el hecho misterioso de que la única
vez en que la universalidad de jure inherente al Sacro Imperio vino a fraguar
en universalidad de facto fue cuando su misión excelsa se halló confiada a la
decisión apostólica, la valentía y las armas españolas ! Solovief, como buen
ruso, es mesiánico.
Anida en el
alma rusa una especie de creencia instintiva de hallarse predestinada para cierta misión trascendental por el mismo Dios.
Parece como si la convicción inquebrantable del hebreo respecto de sí propio de
pertenecer al pueblo escogido y predilecto de la Divinidad se hubiera
transfundido al alma rusa, sin considerar que lo que en el hebreo es creencia
definida apoyada en el hecho Perfectamente histórico de la promesa de Dios a
Abraham, no podría pasar, en el ruso, de vago e inconsistente sentimentalismo.
La única convicción aceptable de tipo mesiánico para un pueblo no elegido de
antemano por lo que es, es hacerse elegir por lo que haga. Ese es el caso del
pueblo español. Porque mesiánico no hay duda que lo es; eso sí, que con un mesianismo
no cerrado ni exclusivista, sino amplio, abierto, generoso, consistente en
querer —a veces hasta exageradamente—que todos reconozcan la Verdad, así, con
mayúscula. Consciente de la profunda diferencia que le separa de quienes han
sido y continúan siendo aún los depositarios de la promesa —porque los dones de
Dios son irrevocables (Rom., XI, 29) —el pueblo español comprendió desde el
principio que para él no había más salida que hacer, como pueblo, padecer
violencia al reino de los cielos, porque sabía que sólo los violentos lo
arrebatan.
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