14 DE NOVIEMBRE
SAN JOSAFAT, OBISPO Y MARTIR
Epístola – Hebreos; V, 1-6
Evangelio – San Juan; X, 11-16
UNIDAD DE LA IGLESIA. —
Al principio del año litúrgico celebramos a un obispo, mártir de
la libertad de la Iglesia, Santo
Tomás de Cantorbery, que decía: "Dios, nada ama tanto en este mundo, como la libertad de su Iglesia", una
libertad que consiste en su completa independencia frente a todo poder secular,
en orden a ejercer su misión salvadora cerca de todos los hombres. Del mismo modo podríamos decir, y no con
menos verdad, que "Dios nada ama
tanto en este mundo como la
unidad de su Iglesia". Símbolo de esta unidad fué la túnica inconsútil de Jesucristo, que no consintió
que los soldados la deshiciesen
al pie de la Cruz; de esta unidad habló a su Apóstoles y a su Padre celestial con harta frecuencia, pidiendo que "todos
fuesen uno, como el Padre y él
lo son y que todos fuesen consumados en la unidad". ¿A qué, se debe
que terribles equivocaciones y las
miserables pasiones humanas hayan frustrado el deseo de Cristo e inutilizado su más ardiente oración?
Hacía ya siglos que las Iglesias de
Oriente habían recibido antes que otra ninguna la buena nueva de la Redención y la propagaron por
todo el mundo; brillaron por la
santidad y la doctrina de sus pontífices y por el martirio de muchos de sus
fieles. ¡Y estas Iglesias están hoy separadas, en parte, de la unidad católica
y no quieren reconocer la
autoridad suprema del Romano Pontífice! Los Papas, con todo, jamás se han resignado a este doloroso estado de cosas; han
multiplicado sus exhortaciones y empleado todas sus fuerzas para poner fin al cisma. Y, sobre
todo, después de León XIII,
oímos casi de continuo su voz
invitando a esas Iglesias cismáticas a entrar en la unidad romana para que no haya más "que un solo rebaño y un solo
pastor". Es consolador para
la Iglesia el poder comprobar que muchos han vuelto; todos los años los cuenta con una alegría muy de madre y
pide a sus hijos que, por todos
los medios que estén a su
alcance, sostengan las obras encaminadas a acelerar el día en que todos se junten con ella en perfecta unidad de espíritu y de corazón.
Pero sabe que los medios humanos
serán ineficaces si no se apoyan
en la oración. La fiesta de hoy
ha de ser ocasión para hacernos pensar en el deseo de Cristo y para unir
nuestras oraciones a las de la Santa
Iglesia, y nuestros sacrificios
a los sacrificios, padecimientos y muerte del mártir de la unidad: San Josafat.
OBISPO DE LOS RUTENOS. —
Numerosos son, en efecto, los méritos de este Santo obispo en la causa de la unidad católica. Pasada su
infancia en perfecta castidad y heroica mortificación, se hizo monje y se dedicó a reformar el orden
monástico de los basilios. En atención
a su celo, santidad y ciencia
teológica fué nombrado obispo, y entonces desplegó más todavía sus fuerzas
como verdadero pastor de las almas. Su
predicación, sus escritos, su ministerio, sostenidos por la oración y la penitencia de tal modo fueron
bendecidos por Dios, que convirtió a
muchos cismáticos, lo que le
atrajo el odio de sus enemigos y amenazas de muerte. Pero la muerte, ni siquiera la violenta, no asusta a los
verdaderos servidores de Dios. Y en vez de huir, esperó tranquilamente a sus verdugos y cayó a sus golpes
mientras alzaba las manos para bendecirlos y perdonarlos.
VIDA. —
Josafat Kuncewicz nació en 1584 de padres católicos y nobles por su origen,
en Wlodimir de Volinia. Un día, durante su infancia, al hablarle su
madre de la Pasión del Señor, fué herido en el corazón por un dardo
que salió del costado de la imagen de Cristo crucificado. Inflamado del
amor divino, a partir de ese momento, de tal forma se dió a la oración y
demás obras piadosas, que era el ejemplo y la admiración de sus
compañeros mayores. A los veinte años abrazó la regla monástica en el
claustro basilio de la Trinidad en Vilna, e hizo progresos maravillosos
en la perfección evangélica. Andaba descalzo a pesar de los intensísimos fríos
de los crudos inviernos de aquellos rejones. Desconocía el uso de la carne;
otro tanto sucedía con el vino, si no se lo imponía la obediencia. Hasta
la muerte llevó sobre sus carnes un áspero cilicio.
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