22 DE NOVIEMBRE
SANTA CECILIA, VIRGEN Y MARTIR
Epístola
– Eccli; LI, 1-8 Y 12.
Evangelio
– San Mateo; XXV, 1-13.
UNA NOBLE ROMANA. — Entre las muchas fiestas
de santos que se van sucediendo al terminar el Año litúrgico, la más popular es
la de la célebre virgen y mártir Santa Cecilia. Pertenecía a una de las
familias más ilustres de Roma, y en el siglo III figuró ciertamente entre las
grandes bienhechoras de la Iglesia, tanto por sus larguezas como por la entrega
que hizo de su palacio del Transtévere. Esto la valió, de seguro, conseguir el
privilegio de ser enterrada en lugar distinguido en el cementerio de San Calixto,
junto a la cripta destinada a sepultura de los Papas. Pero lo que más
contribuyó a hacerla amar en todas partes, es que su recuerdo suscitó uno de
los más graciosos relatos que nos legó la antigüedad cristiana, al cual se han
aficionado pintores, músicos y poetas y alude la misma Liturgia. Cecilia parece
que se casó a la fuerza con un joven pagano llamado Valeriano. Pero en el banquete
de bodas, entre aquel resonar de melodías, Cecilia con su corazón se unía a los
Ángeles para cantar las alabanzas de Dios, a quien se había consagrado. No
tardó en ser condenada al fuego en las termas de su palacio, pero el fuego no
la causó ningún daño. Se llamó a un verdugo para cortarla la cabeza; tres veces
lo intentó, haciéndola en el cuello tres grandes heridas y la dejó medio
muerta. Su agonía duró cuatro días. Se la colocó en la tumba con la túnica
bordada en oro que el día de su martirio llevaba, y su palacio quedó convertido
en basílica.
EL CULTO. — Los fieles no olvidaron a la joven, y ya
se sabe que desde el siglo V, gustaban de juntarse en el "título de Santa
Cecilia". En el siglo VI, Cecilia era acaso la santa más venerada de Roma.
En el IX, el Papa Pascual I reconstruía su iglesia. Estaba desconsolado por no poseer
las reliquias de la Santa, y una noche, una hermosa joven se le apareció en
sueños y le dijo que "su cuerpo estaba cerquita de allí". Al punto se
hicieron excavaciones y pronto se encontró un cuerpo revestido de túnica
bordada en oro. Pascual le colocó en un sarcófago de mármol y le puso debajo
del altar de la iglesia restaurada. En 1599, al modificar este altar el
Cardenal Sfondrati, descubrió el sarcófago y dió órdenes de abrirle. Los
testigos estaban ante un cuerpo recubierto de un velo fino que dejaba adivinar la
forma y a través de ese velo brillaban los restos del famoso vestido de oro. En
Roma, hubo gran conmoción y alegría, mas, por respeto, nadie se atrevió a
levantar aquel velo para darse cuenta del verdadero estado de los venerables despojos.
El escultor Maderno reprodujo, idealizándola, la actitud de la Santa que evoca
la idea de la virginidad y del martirio. Y desde esta fecha, como lo canta un
himno, "el cuerpo yace bajo del mármol silencioso, mientras en el trono del
cielo canta su contento y escucha nuestros votos con afecto el alma que le
animó." Estos votos no se cansa la Iglesia de dirigirlos a Santa Cecilia:
todos los días la implora en el Canon de la Misa; su nombre resuena en las: Letanías
de los Santos en las grandes súplicas; los músicos de todas las naciones la
tienen por patrona; en Francia, la ciudad de Albi y su "luminosa" catedral
la están dedicadas y, en 1866, Dom Guéranger quiso poner el primer monasterio
de Benedictinas de la Congregavión de San Pedro de Solesmes debajo de la protección
de esta Santa, tipo ideal de virginidad cristiana y del amor casto.
LAS LECCIONES DE LA SANTA. — La falta de pormenores históricos
no puede causar detrimento al amor que debemos tener a los Santos a los que la
Iglesia siempre rindió un culto tan venerable y que correspondieron a este
culto a lo largo de la historia con una constante protección y gracias
especiales. "Ahora bien, la Iglesia, decía Dom Guéranger, reconoce y honra
en Santa Cecilia tres señales y las tres juntas la distinguen entre la familia
admirable de Bienaventurados que resplandece en el cielo y hace descender las
gracias y los ejemplos. Estas tres marcas son: la virginidad, el celo
apostólico, y el valor sobrehumano que la hizo arrostrar la muerte y los
suplicios; triple enseñanza que nos proporciona esta sola historia
cristiana".
LA VIRGINIDAD. — "En este siglo ciegamente esclavizado
por el culto al sensualismo, ¿no es hora ya de protestar con las fuertes
enseñanzas de nuestra fe contra ese dejarse arrastrar del que apenas se libran
los hijos de la promesa? Desde la caída del imperio romano, ¿se vieron alguna
vez tan seriamente amenazadas las costumbres y con ellas la familia y la
sociedad? La literatura, las artes, el lujo, hace ya muchos años, no tienen más
finalidad que procurar el placer físico, como término único del destino del
hombre; y la sociedad cuenta ya con un número muy grande de miembros que viven
únicamente de los sentidos. Pero también, triste día aquel en que para salvarse
creyese que podía contar con su fuerza de ellos. También el imperio romano
intentó en varias ocasiones sacudir él yugo de la invasión; volvió a caer y no se
levantó más. "Sí, hasta la familia, principalmente la familia está
amenazada. Ya es hora de que piense en defenderse contra el reconocimiento
legal, o hablando mejor, el fomento del divorcio. No llegará a ello más que por
un camino: reformándose a sí misma, regenerándose conforme a la Ley de Dios,
volviéndose seria y cristiana. Sea respetado el matrimonio, con todas las
castas consecuencias que derivan de él; deje de ser un juego o un tráfico; la paternidad
y la maternidad no sean un cálculo en adelante, sino un severo deber: la
familia, la ciudad y la nación pronto recuperarían su dignidad y su vigor. Pero
el matrimonio no alcanzará esta altura hasta tanto que los hombres sepan
apreciar el elemento superior, sin el cual la naturaleza humana no es más que
una ruina completa; este celestial elemento es la continencia; Ciertamente, no
todos están llamados a abrazarla en su noción absoluta; pero todos la deben reverencia,
so pena de ser entregados al sentido réprobo, como dice el
Apóstol la continencia es la que revela al hombre el secreto de su dignidad, la
que templa su alma para toda clase de heroísmos, la que sanea su corazón y repara
su ser por completo. Es el punto culminante de la belleza moral en el individuo
y a la vez el gran resorte de la sociedad humana. Por haber apagado el
sentimiento, se deshacía el mundo antiguo; al presentarse en la tierra el Hijo
de la Virgen, él renovó y sancionó este principio salvador y los destinos de la
raza humana tomaron otra altura. "Los hijos de la Iglesia, si merecen
llevar este nombre, gustan de esta doctrina y nada encuentran que les choque. Los
oráculos del Salvador y de sus Apóstoles les h a n revelado todo, y los anales
de la fe que profesan, les muestran prácticamente, página por página, esta
fecunda virtud de la cual tienen que participar, cada cual según su medida,
todas las escalas de la vida cristiana. Santa Cecilia sólo nos ofrece a su
admiración un ejemplo más. Pero la lección es admirable y todos los siglos
cristianos la celebraron. A cuántas virtudes incitó Cecilia, cuántos alientos
ha sostenido y cuántas flaquezas ha evitado o reparado su recuerdo. Porque es tal
el poder de moralización que puso el Señor en sus Santos, que no sólo influyen
por la imitación directa de sus heroicas virtudes, sino también por las
consecuencias que todo cristiano puede deducir para su situación particular.
EL CELO APOSTÓLICO. — "La segunda nota
que ofrece a estudio la vida de Santa Cecilia es el celo ardiente del que ella
h a quedado como uno de los más admirables modelos; y, no lo dudemos, aun a estas
luces la lección por su naturaleza tiene que producir útiles impresiones. Uno de
los caracteres de nuestra época es la insensibilidad al mal del que no tenemos
que responder personalmente y cuyos resultados no llevan camino de alcanzarnos;
están de acuerdo en que todo se acaba, se asiste a la descomposición universal,
y nadie piensa en dar la mano a su vecino para sacarle del naufragio. ¿Dónde estaríamos
nosotros hoy si el corazón de los primeros cristianos hubiese sido tan frío
como el nuestro; si no hubiese prendido en él la gran misericordia, el amor
inextinguible que no les permitió desesperar del mundo en el que Dios los había
colocado para ser la sal de la tierra Entonces cada cual se sentía
excesivamente deudor del don que había recibido. Libre o esclavo, conocido o
desconocido, todo hombre era objeto de una abnegación ilimitada para aquellos
corazones que llenaba la caridad de Cristo. Se pueden leer los Hechos de los
Apóstoles y sus Epístolas y allí se verá con qué plenitud se desplegaba el
apostolado en aquellos primeros días; y el ardor de este celo duró mucho tiempo
sin entibiarse. Por eso decían los paganos: "¡Mirad cómo se aman!" Y
¿cómo no se iban a amar? En el orden de la fe, eran hijos los unos de los otros.
"Sólo por ser cristiana, ¡qué afecto maternal sentía Cecilia por las almas
de sus hermanos! A continuación de su nombre podríamos apuntar mil más que
testifican que la conquista del mundo por el cristianismo y su liberación del yugo
de las depravaciones paganas, se debieron únicamente a estos actos de
abnegación que se practicaron en mil puntos a la vez y al fin produjeron la
renovación universal. Imitemos, un poco al menos, estos ejemplos a los que debemos
todo. Perdamos menos tiempo y elocuencia en lamentarnos de los males demasiado
reales. Todo el mundo se ponga a la obra y gane a un hermano: el número de los
fieles pronto excederá al de los descreídos. Este celo seguramente no está
apagado, en muchos está en activo y sus frutos regocijan y consuelan a la
Iglesia; pero ¿por qué ha de dormir tan profundamente en gran número de
corazones que Dios le tenía preparados?
EL VALOR."La causa está ¡oh desgracia! En la
frialdad general, fruto de la molicie de las costumbres, y que por sí sola
daría el carácter a la época, si no tuviésemos que añadir a ello otro
sentimiento que procede de la misma fuente y bastaría, si dura mucho, para
hacer incurable la decadencia de una nación. Este sentimiento es el miedo y se
puede decir que hoy se halla extendido cuanto es posible. Miedo a perder sus
bienes y sus colocaciones; miedo a perder su lujo y sus comodidades; miedo, en
fin, a perder la vida. No es necesario decir que no hay nada más enervante y
por lo mismo más peligroso en este mundo que esta humillante solicitud; pero,
ante todo, tenemos que convenir que no tiene nada de cristiana. ¿Nos habremos olvidado
de que somos viajeros en este mundo, y la esperanza de los bienes futuros se
habrá extinguido en nuestros corazones? Cecilia nos enseñará cómo se desecha el
sentimiento del miedo. En su tiempo, la vida corría más peligros que hoy.
Entonces ciertamente podía haber algún motivo para temer; pero se mantenían
firmes, y los poderosos con frecuencia temblaban a la voz de su víctima. "Dios
sabe lo que nos tiene reservado; pero si el miedo no cediese pronto el lugar a
un sentimiento más digno del hombre y del cristiano, la perturbación política
tampoco tardaría en devorar a todas las existencias particulares. Suceda lo que
suceda, ha llegado la hora de volver a repasar la historia. La lección no será
inútil si llegamos a comprender esto: con el miedo, los primeros cristianos nos
habrían engañado, porque la Palabra de vida no habría llegado hasta nosotros;
con el miedo, nosotros engañaríamos a las generaciones futuras, que esperan de
nosotros la transmisión del depósito que recibimos de nuestros padres".
ALABANZA AL ESPOSO DE LAS VÍRGENES. — " Oh Señor,
esposo de las Vírgenes, ¡qué nobles son las falanges que te siguen! ¡Qué almas
tan selectas las que has conquistado! ¡qué alabanza tan exquisita sube hasta ti
de sus labios puros, de sus corazones fervientes! Tanto aumenta su número con
cada generación, que es imposible contarlas a través de los siglos, desde las
que en servicio tuyo dedican su vida a los indigentes, a los enfermos, a los
leprosos, a todas las miserias morales, hasta aquellas otras que también por ti
renuncian a las alegrías de la familia, y se entregan al servicio en las
escuelas cristianas o se mortifican en los claustros. "Delante de ellas,
dirigiendo su corazón tenemos otras vírgenes más meritorias aún por haber
sellado su amor con su sangre sobre las hogueras o en las arenas: Blandina,
Bárbara, Agueda, Lucía, Inés... y Cecilia, que en nombre de todas te hizo la
ofrenda de su intrepidez y te atribuyó la gloria de su virtud, a ti, oh Jesús, seminator
casti consilii, Sembrador divino de castas resoluciones, el único que
cosechas tales espigas, el único que atas tales gavillas.
PLEGARIA A LA PATRONA DE LOS MÚSICOS. —"Una
comparación que se lee con frecuencia en los Padres de la Iglesia hace de nuestra
alma una sinfonía, una orquesta, symphonialis anima. Tan pronto como la
gracia la anima, se mueve y vibra al compás de los pensamientos y de los
sentimientos del Salvador, como el aire que a través de los dedos del artista,
pone en vibración al órgano. Ese es el bello concierto de las almas puras, que
Dios escucha con mucho placer sin que puedan turbarle la desafinación de las
notas falsas del pecado ni la cacofonía ruidosa de las blasfemias y de las
traiciones. "A cambio de nuestros homenajes, dígnate, oh Cecilia,
obtenernos la armonía constante de nuestra voluntad con nuestras aspiraciones
virtuosas y posibilidades de bien. Dígnate además convencernos de que el estado
de gracia, vida normal del cristiano, no consiste ni en la simple abstención
del mal ni en la parsimoniosa y glacial observancia de los mandamientos, sino
en una actividad llena de alegría y de entusiasmo que sabe dar a la caridad y
al celo toda la amplitud y la suavidad de sus movimientos".
PLEGARIA. — A esta oración añadiremos otra por la
Santa Madre Iglesia, de la que tú fuiste hija humilde, antes de ser esperanza y
ayuda. En esta noche larga de la vida presente, el Esposo tarda en llegar. En
medio de ese solemne y misterioso silencio, deja a la virgen caer en el sueño
hasta que se oiga el pregón de su venida. Celebramos tu reposo sobre la púrpura
de tus victorias, ¡oh Cecilia!, mas sabemos que no nos olvidas; pues dice la
Esposa en el Cantar de los Cantares: "Yo duermo, pero mi corazón vela".
Se acerca la hora en que el Esposo se va a presentar, llamando a todos los
suyos junto a la bandera de su Cruz. El pregón va a resonar pronto: "El
Esposo ha llegado, id delante de él". ¡Oh Cecilia! entonces dirás a los
cristianos, como en la hora de la lucha a aquella turba fiel que se apretaba
junto a ti: "Soldados de Cristo, arrojad las obras de las tinieblas y revestíos
de las armas de la luz". La Iglesia que pronuncia todos los días tu nombre
con amor y confianza en el curso de los santos Misterios, espera, ¡oh Cecilia! Firmemente
tú ayuda. Prepárala su victoria haciendo que los corazones cristianos aspiren a
las únicas realidades que con frecuencia olvidan. Cuando el sentimiento de la
eternidad de nuestros destinos domine otra vez a los hombres, estará asegurada la
salvación y la paz de los pueblos. Sé eternamente, ¡oh Cecilia! las delicias
del Esposo. Sáciate por siempre jamás de la armonía suprema que en él tiene su
origen. Mira por nosotros desde ese trono de tus grandezas y cuando nos llegue
la última hora, por los méritos de tu heroica muerte te rogamos que nos asistas
en nuestro fúnebre lecho; recoge nuestra alma en tus brazos y llévala hasta esa
mansión inmortal, donde comprenderemos, al ver la felicidad que te rodea, el
valor de la Virginidad, del Apostolado y del Martirio.
No hay comentarios:
Publicar un comentario