El Calvario de un Apóstol
(Final)
Allí estaba el
30 de enero de 1927, cuando un pobre campesino del rancho de la Manga, sabiendo
que el padre Correa, nunca se negaba a acudir al auxilio de los enfermos, vino
a pedirle fuera con él a asistir a su pobre madre moribunda. Inmediatamente se
dispuso a salir, llevando los santos óleos y el Sagrado Viático en la cajita
consabida. El dueño de la hacienda se ofreció voluntariamente a acompañarle y
en un cochecillo tirado por dos muías, emprendieron la caminata acompañados a
su vez por el campesino y un mozo de la hacienda en sendas cabalgaduras.
Pero a poco
andar, vieron una polvareda en el camino que denunciaba ciertamente la marcha
de una tropa de los federales. El señor Miranda propuso para evitarla dar
vuelta hacia atrás y buscar refugio en algún lugar; pero el padre Correa le
hizo ver que aquello llamaría la atención y haría entrar en sospechas a los
jefes militares, de modo que continuaron impávidos su camino, sin más
modificación que tomar el señor cura las riendas del vehículo, para hacerse
pasar como un empleado de la hacienda, que conducía a su amo.
Topáronse a
poco en sentido contrario con la tropa, que era precisamente la del mayor
Contreras, derrotado en Huejuquilla, y ya había pasado sin mayor novedad como
una tercera parte de la columna militar, cuando uno de los malvados agraristas
de la región, llamado Encarnación Salas, reconoció en el cochero del bogue al
padre Correa, y adelantóse a dar el soplo al oficial de la tropa. Este acercóse
rápidamente al vehículo, aparentando querer saludar al señor Miranda, y metiendo
la mano en el bolsillo del cochero sacó un libro que en él asomaba y que era
precisamente el "Manual de Párrocos", y llevaba bien visible el
nombre de su propietario P. Mateo Correa.
— ¿A dónde iba
a decir misa el padrecito? —le dijo burlón el militar.
—Es mi empleado
—balbuceó el señor Miranda.
—Pos ya no
puede ser, porque tendrán que ir con nosotros, pues vamos a pernoctar en la
hacienda de usted y nos tiene que dar alojamiento. Vayan como les parezca,
detrás o delante de la columna.
El padre Correa
rápidamente dio la vuelta para ponerse adelante, con la idea de llegar antes
que los soldados y poner a salvo al Santísimo Sacramento, que llevaba consigo,
de cualquier profanación de aquel miserable esbirro. Y en efecto lo consiguió,
pues llegaron a la hacienda a todo galope de las muías, mucho antes que entrara
en ella la cabeza de la columna militar. Llegada ésta al fin, y como lo de la
pernoctada en la hacienda era una mentira, pues los militares llevaban órdenes
de llegar aquel mismo día a Fresnillo, el jefecillo ordenó, que continuaran la
marcha, pero obligó al señor Miranda que pusiera a sus órdenes una camioneta
amplia que había en la hacienda, en la que iría el jefe, con el mismo Miranda y
el señor cura, más algunos soldados, porque había de presentarlos al jefe de la
guarnición de Fresnillo. La señora madre del amo de la hacienda, una hermana
del señor cura, y un jovencito hijo de Miranda, se empeñaron en acompañarlos y
el militar lo permitió. Todos subieron al vehículo y en él llegaron a Fresnillo
como a las cinco de la tarde.
En seguida el
padre y el señor Miranda separados de sus familiares fueron llevados a la
Inspección de Policía, de allí a la Alcaidía y finalmente a la cárcel donde
estuvieron, con las incomodidades que son de suponerse entre aquellos rateros,
borrachínes y pendencieros que llenan las cárceles de las ciudades de
provincia. Al cabo de tres días de aquella reclusión, fueron sacados en el
mismo auto del señor Miranda, y llevador, a la estación, donde se estaba
formando un tren militar que había de unirse a otro, que llegaría a las once de
la noche, conduciendo a todas las tropas del general Ortiz que debían pasar a
Durango. En unas plataformas embarcaron al auto de Miranda y otro que se
llevaba Contreras de Fresnillo, e hicieron subir en ellos al padre Correa, su
fiel amigo Miranda y los oficialillos de la tropa. Engancharon al convoy militar los cinco del
mayor Contreras y al llegar a la estación de Cañitas. los desengancharon porque
el tren era demasiado pesado, y les hicieron esperar toda la noche en la
estación para unirlos al día siguiente al tren local que salía para Durango.
El miércoles 2
de febrero llegaron a Durango, y no fue sino hasta el día siguiente cuando los
llevaron a un corralón en las afueras de la ciudad, donde estaba alojada la
tropa de Contreras. Pasaron allí todo el jueves, y el viernes por la mañana los
condujeron al antiguo seminario transformado en jefatura de operaciones. El
sábado 5 de febrero fiesta del protomártir mexicano San Felipe de Jesús, el
señor cura, por una conversación que tuvieron cerca de él los oficiales, supo
que el general Ortiz pensaba fusilar a los prisioneros. Comunicólo a sus
compañeros de prisión exhortándolos a prepararse para la muerte. Y a eso de las
ocho de la noche, un oficial se presentó en la sala de los detenidos llamando
por su nombre, al reo Mateo Correa, porque el general Ortiz quería hablarle. Aquello
para todos fue terrible, pues demasiado sabían el odio que "Eulogio el
Cruel" tenía al santo cura de Valparaíso, y las amenazas que había
fulminado contra él públicamente. El señor cura se levantó dispuesto a obedecer
la orden, se despidió afectuosamente de todos dando una muy especial bendición
al señor Miranda, a quien no volvería a ver en la tierra.
Porque, en
efecto, Ortiz al tener delante al padre, después de insultarle como solía, le
ordenó que confesara a unos bandidos, que tenía presos allí mismo, porque iban
a ser fusilados y que después le diría lo que iba a hacer con él. Aquellos
bandidos eran unos cristeros prisioneros, y el señor cura los confesó y preparó
para la muerte con una devoción y aliento que los dejó muy consolados. Y
entonces Ortiz llamando de nuevo al padre, le conminó a que le dijera lo que en
la confesión le habían confiado los cristeros. —Eso jamás, general. Usted sabe
muy bien que un sacerdote no puede revelar el secreto de la confesión.
—Pues a mí me
io revela o lo fusilo inmediatamente.
—Haga usted lo
que guste.
Y Ortiz, aún
más furioso de lo que acostumbraba, mandó a unos soldados que se lo llevaran y
lo fusilaran a la orilla del cementerio y allí mismo lo enterraran. Era la
madrugada del 6 de febrero, cuando el padre Mateo Correa cayó muerto por las
balas asesinas, en la orilla del camino a un kilómetro del cementerio de
Durango, y allí mismo abrieron una superficial fosa y lo sepultaron para que
nadie supiera más de él. Los fieles y amigos del señor cura, buscaron
afanosamente el lugar de su sepultura, y habiéndola encontrado, exhumaron sus
restos para trasladarlos con todo respeto al cementerio de Durango. Con el
tiempo levantaron en su fosa un monumento modesto, pero digno de tan buen
pastor, que comenzó a ser visitado frecuentemente por los durangueños para orar
ante él. Pero el año de 1943 sucedió algo extraordinario a juzgar por un acta
firmada por personas respetabilísimas, que voy a transcribir íntegra: "El
día 21 de junio de 1943 a la una y media p.m. los suscritos, visitando el
sepulcro del Padre Mateo Correa en el Panteón Oriente de Durango. Vimos en la
parte oriental del sepulcro, que corresponde a la cabecera, una mata florida de
azucenas como de sesenta centímetros de altura con seis tallos, doce flores
bien abiertas y ocho botones. La mata en su punto de arranque del suelo, está
rodeada de ladrillos, que forman parte al parecer del piso. Al lado del
sepulcro hay ladrillos.
"Dijo en
presencia de todos nosotros la Sra. María Fierro Vda. De Valles única encargada
y responsable del sepulcro, y que nunca falta los lunes, pues durante todo ese
día van los fieles a visitar dicho sepulcro, que a ella le consta que el lunes
7 de junio no había nada absolutamente, sino el piso de ladrillos; y que el
lunes 14 del mismo junio, al llegar a las siete y media de la mañana, junto con
el chofer Pablo Andrade, encontraron aquella mata florecida, que salía de los
ladrillos con una altura de 35 centímetros, y ya con seis flores abiertas y
ocho botones. "Afirman algunos de
los presentes, que un amolé de azucenas habría requerido algunos meses para tal
crecimiento y que una mata trasplantada no estaría tan frondosa, y por otra
parte no se habría puesto ahí, sin arrancar el piso de ladrillos.
—Durango,
Dgo., junio de 1943.—Firmas: Pbro. David G. Ramírez, José Martínez, Odón
Marticorena, Florencio Navarro (fotógrafo), Juana Basas y María Fierro Vda. de
Valles". Este al parecer
prodigio, será sin duda una de las cosas que se habrán de examinar con toda
atención en un proceso canónico acerca del martirio del P. Correa, para
certificarse, en cuanto cabe en lo humano, de la realidad o simulación piadosa
de tal prodigio.
No hay comentarios:
Publicar un comentario