El juicio
Figuraos que estáis ya
para morir, que os queda una hora de vida; figuraos que dentro de poco vais a
tener que presentaros ante Jesucristo, juez supremo, para darle cuenta de toda
vuestra vida. ¡Ah! Entonces no habrá cosa que más os espante que vuestra mala
conciencia. Urge, pues, tener las cosas ajustadas antes que llegue el día de
las cuentas. La hora de la eternidad va a sonar. El remordimiento de los
pecados cometidos, la desconfianza atizada por el demonio, la inquietud sobre
la suerte próxima, levantan en el alma una tempestad de confusiones y temores.
Estrechémonos desde ahora con JESÚS y con María para que no nos abandonen en
aquella hora. ¡Qué terror causará entonces el pensamiento de que tenemos que
ser juzgados por JESUCRISTO! -Temblaba Santa María Magdalena de Pazzi en su
enfermedad. -¿Por qué teme?- le preguntó el confesor. -¡Ah, padre!, que el
comparecer ante el juez es un trance amargo... ¡Ea, JESÚS mío! No os olvidéis
que soy una de las ovejuelas que redimisteis con vuestra sangre: «Señor, te
rogamos que socorras a los siervos que redimiste con tu sangre». Es opinión comúnmente
admitida que el alma será juzgada por JESUCRISTO en el mismo lugar y en el
mismo momento de la muerte; en aquel mismo momento se instruye el proceso, se
da la sentencia y se ejecuta. ¡Oh momento supremo, en el que se decide la suerte
que ha de tener cada uno durante la eternidad! El venerable padre Luis de la
Puente temblaba de tal modo pensando en el juicio, que hacía temblar el aposento
donde estaba.
¡Ay JESÚS mío! Si ahora
quisierais juzgarme, ¿qué sería de mí? Padre eterno, mirad a vuestro
Cristo. Yo me arrepiento: de cuanto os he ofendido; mirad la sangre y las
llagas de vuestro Hijo, y tened piedad de mí. Habiendo expirado ya el
religioso, quizá los circunstantes todavía están deliberando si murió o no; pero
él no espera, y entra en la eternidad. Certificada ya la muerte, el sacerdote
rocía el cadáver con agua bendita, y llama luego a los ángeles y a los santos
que vengan a socorrer al alma: «Asistidla, santos de Dios; salid a su
encuentro, ángeles del Señor». Pero si el alma se condenó, de nada servirán los
ángeles ni los santos. Vendrá JESÚS a juzgarnos, presentándose con las mismas
llagas que recibió en la Pasión. Esas llagas serán un consuelo para los
penitentes que con verdadero dolor lloraron sus pecados durante la vida; pero
serán el terror de los pecadores impenitentes. ¡Oh qué dolor sentirá el alma al
ver por primera vez a Jesús indignado! Mayor que la pena de un infierno. Verá el
alma, la majestad del Juez; verá cuánto sufrió por su amor; cuántas, veces fue misericordioso
con él; cuántos medios de salvación le suministró; verá la vanidad de los
bienes mundanos y la grandeza de los bienes eternos; verá entonces la verdad de
las cosas, pero sin provecho ya, porque el tiempo de reparar yerros pasó. Lo
hecho, hecho está. Amado Redentor mío, que os vea propicio cuando os reveléis a
mí por primera vez; por eso, dadme ahora luz y fuerza para reformar mi vida. Yo
quiero amaros siempre. Si en lo pasado desprecié vuestra gracia, ahora la
aprecio más que todas las cosas del mundo.
¡Qué consuelo tendrá en la
hora del juicio el que, por amor de JESUCRISTO, vivió desprendido de las cosas
terrenas, y amó los desprecios, y mortificó la carne, y no amó más que a Dios!
¡Qué júbilo el suyo cuando oiga que le dice el Juez: Entra, siervo bueno, y
fiel, en el gozo de tu Señor! Alégrate; ya estás salvo, y no hay ya
peligro de perdición. En cambio, cuando el alma sale de esta vida en pecado
mortal, antes que pronuncie el Juez la sentencia, ella misma se la dirá y se
declarará posesión del infierno. ¡Oh María, gran abogada mía, rogad a Jesús por
mí! Ayudarme ahora que podéis; que entonces tendríais que ver que me condenaba
sin poder socorrerme. El hombre recogerá lo que haya sembrado. En el
juicio se recoge lo que en la vida se sembró. Mirad lo que ahora sembráis, y
haced lo entonces querríais haber hecho. Si dentro de una hora debiéramos
presentarnos a juicio, ¿cuánto no daríamos
por un año de vida? Pues ¿en qué emplearemos los años que nos quedan de vida?
El abad AGATÓN, después de muchos años de penitencia, pensando en el juicio,
decía: «¿Qué será de mí cuando sea juzgado?» Y el Santo JOB exclamaba: ¿Qué
haré cuando Dios se levante a juzgarme? ¿Y qué responderé cuando
comience el interrogatorio? (Job. 51,14). ¿Y qué responderemos nosotros
cuando nos pida Jesucristo cuenta de las gracias que nos concedió y de nuestra
correspondencia a ellas?
¡Ay Dios mío! No des a las
bestias las almas que creen en Ti. Yo no, merezco perdón,
pero Vos queréis que confíe en vuestra misericordia. Salvadme; Señor salvadme
del fango de mis miserias. Quiero enmendarme; ayudadme. La causa que en la hora
de nuestra muerte se ventilará importará nada menos que nuestra suerte o
nuestra desgracia eternas. Por consiguiente, todo el cuidado es poco para procurar
el triunfo: -«Así es», concluimos pensándolo bien. Pues si así es, ¿por qué no
lo dejamos todo para darnos a Dios? Buscad a Dios mientras lo podáis hallar.
El que el día del juicio vea que ha perdido a Dios, ya no lo podrá encontrar.
Durante la vida, todo el que lo busca lo encuentra. JESÚS mío, si en lo pasado
desprecié vuestro amor, ahora no quiero más que amaros y ser amado por Vos:
haced que os encuentre, ¡oh Dios del alma mía! ¡Oh insensatos mundanos! En el
valle de Josafat os espero. Allá pensaréis de otro modo: entonces lloraréis
vuestra locura, pero ya sin remedio. Y vosotras, almas atribuladas,
alegraos, alegraos. En aquel último día, todas vuestras penas se convertirán en
alegría y en delicias del paraíso: Vuestra tristeza se convertirá en júbilo
(Jn. 16,20). Qué bello cuadro ofrecerán aquel día los santos, que fueron
tan despreciados en este mundo! ¡Y qué triste espectáculo darán tantos
príncipes y reyes condenados!
JESÚS mío, crucificado y
despreciado, yo me abrazo con vuestra cruz. ¡Ni mundo, ni placeres, ni honores!
No quiero; Dios mío, más que a Vos. ¡Qué terror causará a los réprobos el verse
rechazados por JESUCRISTO con aquella
condenación pública: Apartaos de Mí, malditos (Mt. 25,41). JESÚS mío,
ésa es la sentencia que en otro tiempo merecí; pero confío que me habréis
perdonado: «No permitáis que me separe de Vos». Os amo, y espero amaros
eternamente. En cambio, ¡qué alegría para los justos al oír que JESÚS los
invita a entrar en el cielo: ¡Venid, benditos! Amado Redentor mío; por
vuestra sangre espero que podré aquel día contarme en el número de las almas
afortunadas, que, abrazadas a vuestros pies, os amarán por toda la eternidad.
Reavivemos nuestra fe, y pensemos que un día nos hemos de ver en aquel valle, o
a la derecha; con los justos, o a la izquierda, con los réprobos. A los pies
del crucifijo, echemos una mirada a nuestra alma, y si vemos que no está
preparada para presentarse delante de JESUCRISTO, pongamos remedio ahora que
hay tiempo. Desprendámonos de todo lo que no es Dios y unámonos con JESUCRISTO lo
más íntimamente que podamos, por medio de las oraciones, las comuniones, la
mortificación de los sentidos y la súplica continua: El hecho de poner en práctica estos medios de
salvación que Dios nos da, será una gran señal de
JESÚS mío y Juez mío, no
quiero perderos; quiero amaros siempre. Os amo, amor mío, os amo y espero que
lo mismo pueda decir cuando os vea por primera vez como mi Juez. «Se- mor -os
diré-, si queréis castigarme como merezco, castigadme; pero no me privéis de
vuestro amor; haced que os ame
siempre, y amadme siempre Vos, y después haced de mí lo que os agrade».
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