PROMETEO
LA RELIGIÓN
DEL HOMBRE
ENSAYO
DE UNA HERMENÉUTICA
DEL
CONCILIO VATICANO II
PADRE ÁLVARO CALDERÓN
CAPÍTULO I
QUÉ FUE EL CONCILIO
VATICANO II
II. UN HUMANISMO CATÓLICO
(CAUSA MATERIAL)
1º Las supuestas raíces evangélicas del humanismo conciliar
Podemos
considerar un hecho histórico que el humanismo, nuevo o viejo, tiene origen en
el cristianismo, porque de él toma sus ideas y su fuerza. Gilson señala, en L’esprit
de la philosophie médiévale, que si bien la teología cristiana no podría
haberse constituido sin el aporte de la sabiduría griega, la estima de la dignidad
del hombre aún en la individualidad de su persona, es consecuencia del
Evangelio. Y Maritain no se equivoca cuando dice: “Considerando al humanismo
occidental en sus formas contemporáneas aparentemente más emancipadas de toda
metafísica de la trascendencia, salta a la vista que si en él subsiste un resto
de concepción común de la dignidad humana, de la libertad, de los valores
desinteresados, es la herencia de ideas antiguamente cristianas y de
sentimientos antes cristianos, hoy secularizados”. Aunque en la valoración de
este hecho y la explicación de sus causas mucho se difiere. En el hombre
antiguo -aunque quizás habría más bien que decir en el hombre precristiano,
porque le que diremos sigue valiendo para todos aquellos pueblos que han
permanecido ajenos a la influencia del cristianismo- la persona individual no
vale y como que ni existe sino en cuanto se integra en la «gran familia», esto
es, en aquel orden social en el cual ingresa por nacimiento. Esto no se dio
sólo en Grecia y Roma, sino también en los pueblos antiguos de Asia, África y
América, así como en el mismo pueblo de Israel. Porque es natural que
así sea, ya que el hombre es un animal político por naturaleza, que no puede
subsistir, ni perfeccionarse, ni obrar, ni prolongarse en el tiempo sino como
parte de la sociedad familiar, entendida ésta en sentido amplio. En un cierto
sentido muy verdadero, todo en el hombre es bien común, porque si bien existe
como sustancia individual, le debe su existencia a los patres, y esta
deuda de piedad lo lleva a dar la vida por la patria de una manera tan
espontánea como se expone la mano para proteger la cabeza. Ahora bien, lo natural
al hombre, como la etimología de la palabra lo indica, es lo que le viene
primeramente por nacimiento y no por libre elección.
La
pertenencia del hombre a la familia es tan constitutiva, que Dios la había
respetado al elevar al hombre al orden sobrenatural, asociando el don gratuito
de la justicia original a la misma naturaleza humana, de manera que este don
también debía transmitirse por el nacimiento. Por eso, al perderse este tesoro por
el primer pecado, lo que se transmite por nacimiento no es la gracia sino el
pecado original. En el pueblo que Dios se elige aparecen elementos que se salen
del antiguo concepto del hombre. Su elección descansa en la vocación de Abraham
y la fidelidad de su respuesta, y los títulos sobre su posesión territorial no
vendrán del nacimiento sino de la divina promesa. Pero la pertenencia al pueblo
elegido no deja de estar ligada al nacimiento, aunque deba sellarse con la circuncisión
y quede marcada muchas veces por la libre vocación de Dios, como cuando elige a
Jacob en lugar de Esaú. El régimen antiguo va a cambiar profundamente con la
venida de Nuestro Señor Jesucristo y la institución de la Iglesia. Porque en
esta Sociedad, ofrecida a todas las naciones como única Arca de salvación, no
se ingresa por el nacimiento natural, sino por el Bautismo, que es un
nacimiento espiritual al que se accede por una respuesta libre y personal a la
vocación divina. Hoy nos cuesta imaginarnos la novedad que esto suponía para
las sociedades antiguas. Una joven romana no tenía más nombre personal que el
gentilicio de su familia, y pertenecía en cuerpo y alma a su gens hasta
que era entregada, por el matrimonio, a otra familia. Una actitud como la de
Santa Inés, que a sus trece años ha decidido ser en cuerpo y alma de Cristo, y
se niega al matrimonio que se le había elegido, era impensable en el concepto
antiguo. La Iglesia aparece como una Sociedad superior, que no suplanta sino
incluye las sociedades civiles, cuya patria es el mundo entero, y a la que no
se ingresa por nacimiento sino por libre elección personal. Este es el hecho
que hace aparecer la persona y su libertad bajo una luz muy diferente que la
que pudo tener en la antigüedad. Aunque esta manera de pertenecer a Cristo y a
la Iglesia realza la persona y su responsabilidad ante Dios y los hombres, sin
embargo seguimos en el polo opuesto al individualismo personalista. Porque la
Iglesia se presenta, justamente, como la Familia universal (católica) -cuyo Pater
es el mismo Dios y cuya Patria definitiva es el Reino de los cielos
-, que sigue considerando al individuo como un desvalido que no se salva por sí
mismo y al que, por lo mismo, no pretende arrancar de su contexto político. Y
esta Sociedad familiar se presenta con un poder efectivo (sacramental) para
curar a sus hijos de las heridas de ignorancia, malicia y demás miserias, y
sostenerlos frente a los poderes mundanos y al poder satánico que está por
detrás: “No temáis, Yo he vencido al mundo” (Jn 16, 33). Harán falta mil años
para que el hijo pródigo se olvide de todo lo que le ha dado la Casa paterna y
crea que puede dejarla para gozar individualmente de su restablecida libertad
personal.
Lo
que dará a la persona humana una dignidad que la fragilidad y miseria de su
existencia concreta no podía fundar, será la revelación del amor misericordioso
del Padre hacia nosotros, que nos dio a su Hijo para restablecernos por su
Sacrificio en nuestra una necesidad en cierta manera metafísica, que se explica
por lo que acabamos de decir: el hombre es animal social, y tiene su naturaleza
herida tanto en el orden personal como en el político, y sólo el poder real
y efectivo de la Sociedad eclesiástica es capaz de sanarlo en ambos
órdenes. Cuando el hombre individual se aleja de los Sacramentos, es vuelto a
atrapar por la avaricia, la lujuria y la soberbia, y pierde su dominio
personal. Y cuando todo el orden político se aleja de la Iglesia, éste deja de
orientarse al verdadero bien común, para ser dominado por los intereses
abiertos u ocultos de aquellos que efectivamente lo gobiernan. Así el
«humanismo» se transforma pronto en una hipócrita careta.
Podemos,
entonces, definir al «humanismo viejo» como aquel que se deja arrastrar por la
tentación de separación, queriendo disfrutar de sus logros en paz, pero que
pronto entra en agonía por decrepitud. El «humanismo nuevo», en cambio, es aquel
que reacciona ante estos deslices y renueva los esfuerzos por permanecer
católico. Es un «humanismo de línea media» que no tiene paz, porque su
relación con el catolicismo es conflictiva pero necesaria, pues le conserva la
vida.
No
creemos que sea difícil hacer la historia de las reacciones del «humanismo
nuevo» ante los desmanes del «viejo». Hay reacción de un renacentismo católico
(Dante) ante la tendencia renacentista anticlerical y pagana, pero esta
reacción no evita que, dos siglos después, se caiga en la tentación de la
reforma protestante. Ante los desastres del humanismo reformado del siglo XVI
se da una nueva reacción de humanismo católico (Vitoria). Pero este movimiento
no hará sino inhibir la verdadera resistencia católica, permitiendo, dos siglos
más adelante, la catástrofe de la revolución francesa, causada por el humanismo
ilustrado.
Para
paliar estos abusos, viene entonces el «humanismo nuevo» del catolicismo liberal
(Rosmini32), cuyo eficaz remedio va a terminar, pasados otros dos
siglos, en el humanismo marxista, envuelto en los espantos de las últimas
guerras. Pues bien, como todas estas experiencias han sido suficientemente
traumáticas como para que quede claro que no conviene que el humanismo se
separe de la Iglesia, aparece ahora la gran reacción «católica» del humanismo
conciliar. Lo «nuevo», entonces, del humanismo que triunfó en el Concilio -
novedad que se renueva ante cada fracaso de la novedad anterior -, es su
intención cada vez más inconmovible de permanecer católico. La intención de
«catolicidad» es demasiado firme como para pensar que sea el resultado de
diversos factores accidentalmente conjugados, pero no dejan de apreciarse en ella
diversos aspectos:
•
La ilusión humanista supone cierta ingenuidad que sólo parece posible en
quienes se han formado en un ambiente de cristianismo superficial. “Los hijos
de este mundo son más astutos con los de su generación que los hijos de la luz”
(Lc 16, 8), y más tontos son estos últimos mientras menos luz tienen en su
interior. Apenas se aparta del ambiente católico, la ilusión humanista se
transforma en maquiavélica (pero siempre estúpida) hipocresía.
•
Las ideas cristianas que el humanismo desquicia, sólo tienen vigor real en la
integridad del catolicismo, de allí que sea necesario conservar la mayor
conexión posible con éste para que sigan operando. Como veremos en el próximo
punto, su fuerza será máxima cuando tengan a su servicio no sólo el pensamiento
católico, sino el poder mismo del orden eclesiástico.
•
El enemigo mortal del «humanismo integral» es el catolicismo integral, en
particular el tomismo, porque posee en verdad todas las bondades que aquel
posee en apariencia, y está advertido de sus sofismas.
Ahora
bien, como dice el refrán, si no puedes con tu enemigo, únetele. De allí que,
habiendo podido comprobar su debilidad ante la restauración del tomismo que
promovieron los Papas, el humanismo ha procurado evitar el choque directo con
la teología tradicional y ha buscado especialmente cubrirse con la autoridad de
Santo Tomás. En este punto tuvo especial importancia la defección de Maritain. La
gran buena nueva del Concilio ha sido, entonces, la puesta a punto de una
fórmula de más perfecto equilibrio para un humanismo supuestamente católico. Es
un equilibrio de fuerzas opuestas, que en la medida que crecen, crece la
tensión. Pero se equivoca quien cree que la intención de permanecer en la
Iglesia no es sincera o no es eficaz. Lo es tanto que, a pesar de la crisis de
autoridad que hoy sufre la Iglesia, esta intención llevó a la rápida elección
de Benedicto XVI, el Papa de la «continuidad con la tradición».
3º Conclusión
El
humanismo del Vaticano II tiene en la Iglesia su sujeto propio porque,
como en todo humanismo, sus ideas motrices son nociones cristianas
desquiciadas, pero a diferencia de los humanismos viejos, tiene plena
advertencia de que si quiere conservar su vida, no debe dejarse separar de la
Iglesia. De allí su convencida intención de acomodarse a sus dogmas y a su
disciplina. Y como todo humanismo, es esencialmente antropocéntrico, pero se
distingue porque no sólo no niega a Dios (ya había humanismos que no son
ateos), no sólo no niega a Jesucristo (ya había humanismos cristianos), sino
que pretende poner al servicio del hombre a la misma Iglesia católica.
En
conclusión, la nueva forma introducida en la Iglesia por el Concilio Vaticano
II es católica en cuanto que vive de las fuerzas de la Iglesia, pero es
anticatólica en cuanto a su finalidad. Es muy semejante a un cáncer, que vive y
crece por las fuerzas vitales del organismo y tiende a matarlo. Así como
al tumor que se da en el cerebro lo llamamos «cerebral», así también llamamos
«católico» al humanismo conciliar.
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