“Padre
Nuestro que estás en los cielos”
Toda palabra es una acción incompleta. Esto
explica, por una parte, el influjo decisivo que la palabra ha tenido y tendrá
siempre y por otra la necesidad de que al lado de la palabra se ponga siempre
un serio esfuerzo para llegar a la realización total del pensamiento. Una falsa
e infundada apreciación del significado que tiene la palabra, ha hecho que en
estos últimos tiempos se le arroje al margen de nuestra vida o que cuando
menos, se la coloque en un lugar muy secundario. Y en estos momentos se deja sentir
más que nunca, una fuerte desilusión hacia las palabras y un movimiento fuerte
y vivo de repulsión y asta de asco.
Se confía muy poco, tal vez demasiado poco,
quizá nada, en el poder de la palabra. Se proclama con cierto aire de triunfo y
de altivo desdén la importancia única, exclusiva, insuperablemente eficaz de la
acción. Y ante los hombres que todos los días extienden su mano hacia las cosas
para asirlas, para estrujarlas, para doblarlas sobre el yunque de un trabajo
recio en que solamente se oigan el jadeo del forjador y el grito del martillo,
todos inclinan su frente y dicen un saludo de reverencia y de admiración. Entre
tanto a la palabra y a los obreros que todos los días trabajan sin más
herramienta que las palabras y se consagran a hacer arquitecturas, no de
cantera ni de ladrillo, sino de palabras, se le ve con un encogimiento de
hombros y se les clasifica en la categoría de los soñadores y de los inútiles.
Ibsen hace decir en las páginas de Brand
a uno de los personajes, que una acción vale un millón de palabra. Más bien
debiera decirse que una acción es una palabra reciamente moldeada en el crisol
encendido de la carne y del pensamiento y que se clava allí donde se juntan
espíritu y corazón. Más aún: detrás de toda acción está la palabra, como
germen, como impulso, como estimulante, como índice vivo, cuando menos
ordinariamente. Y no hay ni ha habido flujo o reflujo de los que todos los días
baten el mar de los espíritus y de los pensamientos, que no haya partido de una
o de unas cuantas palabras.
En las páginas de la historia, resumen, balance
de conquistas, de exploraciones, de juegos y de maniobras que han trastornado
las situaciones más o menos firmes, se subraya todos los días el paso de la
acción; pero a poco que se escarbe, se encontrará una palabra que se halla a la
retaguardia de banderas y de ejércitos. Tres palabras se encuentran en una
página antes de la ruina de Cartago. Catón[1]
las decía en el senado romano sin descanso, seguro de que no pronunciaba ni
producía soplos de viento solamente, sino recios empujes que un día doblaron
todas las espadas que habían oído el juramento de Aníbal.[2]
Al voltear la hoja donde fueron trazadas estas tres únicas palabras: “Delenda est Cartago”, se oye el derrumbe
estrepitoso de la orgullosa ciudad que un día pensó en apretarle el cuello al
águila que desafiaba desde el Capitolio. El mismo Aníbal pasó por encima de Los
Alpes como si detrás de él hubiera marchado el océano para precipitarlo sobre
Roma. Sin embargo, a la retaguardia del bravo cartaginés no había más que unas
cuantas palabras de ocho dichas con los puños cerrados por el ansia del
desquite.
Debajo de las múltiples superposiciones que el
tiempo ha echado sobre sistemas, sobre escombros y sobre ruinas de escuelas, de
filósofos, de estadistas y de conquistadores y en medio de las zozobras y de
las inquietudes presentes engendradas por las crisis internacionales, por las
cuestiones de raza y de pequeños y de grandes, de pordioseros y de próceres, de
fuertes y débiles, de artesanos y patrones; no hay más que unas cuantas
palabras dichas a la distancia enorme de dos mil años por Cristo para proclamar
la unidad de la especie humana. Y estos sencillos vocablos: “Padre Nuestro que
estás en los cielos” que los patricios no se habrían atrevido a dejar pronunciar
a sus esclavos; que los emperadores –raza de dioses según los prejuicios de
entonces– habrían consagrado para su uso exclusivo; que todavía los blancos no
entienden totalmente en presencia de los negros; han venido como inmenso lejano
terremoto, derrumbando paso a paso viejas y arraigadas barreras llegará el
momento solemne en que todas las manos por encima de todas las fronteras:
color, riqueza, talento, blasones, alcurnia y raza, se junten para repetir el
mágico conjuro que salió de los labios del radiante Carpintero de Nazaret. Por
más que se piense lo contrario, las palabras no han fracasado ni fracasan
nunca. Fracasan los que ignoran su alcance, su significación y su estrategia.
No son ni han sido jamás ruidos sin objeto, ni sinfonías estériles que se
pierden en una noche de inercia y de melancolía. Son la retaguardia
irremplazable, imprescindible de toda acción y, sobre todo, de toda reforma que
tienda a rajar moldes envejecidos y trastos inservibles para la vida.
Pero, para esto, es necesario tener entendido
que en algunas ocasiones se va hacia el fracaso no por las palabras, sino por
falta de palabras. Entre nosotros se ha empezado desde hace tiempo a proclamar
la bancarrota de la palabra. Y se dice: ya no bastan las palabras; ya no sirven
de nada las palabras; urge ir a la acción. Y para provocar los fuertes
movimientos de reivindicación del pensamiento, de la conciencia y de la
ciudadanía, heridos y pisoteados por la revolución, ya no se confía en las
palabras y solamente se confía en los actos. Pero no se piensa en que hasta
ahora hemos carecido de palabras. Han faltado en el ambiente, en todas las
corrientes de nuestra vida privada y pública, nuestras palabras. No nos hemos
atrevido a decir más que unas cuantas y casi siempre en forma anticuada, por
medios y procedimientos que acusan un retraso de siglos.
El folleto, el libro, la hoja volante y, sobre
todo, la prensa periódica, que constituyen los vínculos más rápidos y poderosos
de las palabras, todavía son vistos por nosotros con la extrañeza con que
podría ver el ferrocarril un labriego de hace dos siglos. Padecemos, pues, una
grave y dolorosa equivocación. No ha fracasado la palabra. Nosotros la hemos
hecho y la estamos haciendo fracasar, porque no hemos tenido en ella la
confianza que merece y la hemos podido antes de confiar totalmente en su
alcance y en su poder y si le volvemos hoy la espalda para arrinconarla como
instrumento gastado e inútil y nos echamos o nos queremos echar en brazos de la
acción, con la ciega confianza de que todo saldrá del crisol milagroso de
nuestros actos y de que pronto veremos que todas las voluntades se rehacen que
todos los pesimismos se rinden, que todas las conciencias se yerguen, que todos
los pensamientos y que todos los brazos se anudan en torno de una misma bandera
y se apresura el día ansiosamente esperado de la reivindicación, a la vuelta
del primer recodo encontraremos otra vez “el desierto, el desierto, el
desierto” para repetir un verso de Manuel José Othón[3].
Porque toda acción de alcance colectivo y que va a voltear de revés cuerpos y
almas, busca el contagio y la polarización de voluntades, primero es palabra o
nunca será nada.
De manera que si toda palabra es una acción
incompleta, se debe a que es el comienzo de la acción. Y porque es el comienzo
de la acción, habrá que ponerla como índice en todos los caminos, como brújula
de todas las naves, como aliento en los cuatro vientos, como rayo de sol en
todas las cabañas, como ruta para todos los viajeros, como grito encima de la
cabeza pensativa de todos los camellos que cruzan el desierto. Solamente así,
solamente entonces, veremos el prodigioso erizamiento de brazos, de voluntades
y de conciencias que es necesario para ir a la reconquista y para alcanzar el
día glorioso del desquite santo de la libertad.
Poblar de palabras, caminos, ciudades, talleres
y hogares, repoblarlos luego que comiencen a extinguirse los ecos de los
primeros vocablos; repetir la repoblación inmensa, incansable minuto a minuto,
hoy, mañana, más tarde, después, hasta conseguir que nuestras palabras sean la
atmósfera que todo lo envuelve, que todo lo invade, que todos respiran, que
todos absorben, es, debe ser, la señal, la consigna de hoy. ¿Cuántas veces dijo
Catón sus tres célebres palabras para conseguir que se rompiera todo el
andamiaje en que descansaba a ciudad de Cartago? Muchas. ¿Cuántas veces dijo el
Maestro las primeras palabras del Padre Nuestro? Quizás muy pocas; pero de
entonces acá ¿Cuántas veces han sido repetidas? Millones de veces. Y cada vez
que han sido repetidas, se empinan las cabañas hacia los palacios, los débiles
hacia los fuertes, los mendigos hacia los reyes, los malayos hacia los
ingleses, los pobres hacia los ricos, los oprimidos contra sus opresores. Si
los hombres se cansan de decirlas, las dirá la historia; si se les borra de la
historia, quedarán escritas en la carne magullada de los que llevan en sus ojos
las señales de la fiebre y del insomnio y buscan hacia arriba las vías
ultraterrenas que desembocan bajo el sol de la libertad.
Necesitamos empezar la obra de la reconquista.
Solamente se comienza con palabras. Con palabras que llenen, que saturen el
ambiente. Si intentamos dar un salto sobre las palabras, no comenzaremos nunca.
Y si hasta ahora no hemos ni siquiera comenzado a aproximarnos a terminar, es
porque ni siquiera hemos comenzado. Y no hemos comenzado, porque sin palabras
no se comienza.
Abril, 1926.
[1] CATÓN de Utica (96-46 a.C.). Político romano, partidario de
la república, se opuso al César, apoyando a Cicerón en contra de Catilina.
Acosado por sus enemigos, se suicidó.
[2] ANÍBAL (247-183 a.C.). General cartaginés; mantuvo en jaque al imperio romano
en Tesino, Trebia, Trasimeno y Cannas (218-216), pero fue derrotado en Zama
(202).
[3] OTHÓN,
Manuel José (1858-1906). Literato potosino de altísimos quilates, autor del
célebre poema Idilio salvaje.
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