viernes, 8 de julio de 2016

ESCRITOS SUELTOS DEL LIC. Y MARTIR ANACLETO GONZALES FLORES, “EL MAISTRO”

“Padre Nuestro que estás en los cielos”


Toda palabra es una acción incompleta. Esto explica, por una parte, el influjo decisivo que la palabra ha tenido y tendrá siempre y por otra la necesidad de que al lado de la palabra se ponga siempre un serio esfuerzo para llegar a la realización total del pensamiento. Una falsa e infundada apreciación del significado que tiene la palabra, ha hecho que en estos últimos tiempos se le arroje al margen de nuestra vida o que cuando menos, se la coloque en un lugar muy secundario. Y en estos momentos se deja sentir más que nunca, una fuerte desilusión hacia las palabras y un movimiento fuerte y vivo de repulsión y asta de asco.

Se confía muy poco, tal vez demasiado poco, quizá nada, en el poder de la palabra. Se proclama con cierto aire de triunfo y de altivo desdén la importancia única, exclusiva, insuperablemente eficaz de la acción. Y ante los hombres que todos los días extienden su mano hacia las cosas para asirlas, para estrujarlas, para doblarlas sobre el yunque de un trabajo recio en que solamente se oigan el jadeo del forjador y el grito del martillo, todos inclinan su frente y dicen un saludo de reverencia y de admiración. Entre tanto a la palabra y a los obreros que todos los días trabajan sin más herramienta que las palabras y se consagran a hacer arquitecturas, no de cantera ni de ladrillo, sino de palabras, se le ve con un encogimiento de hombros y se les clasifica en la categoría de los soñadores y de los inútiles. Ibsen hace decir en las páginas de Brand a uno de los personajes, que una acción vale un millón de palabra. Más bien debiera decirse que una acción es una palabra reciamente moldeada en el crisol encendido de la carne y del pensamiento y que se clava allí donde se juntan espíritu y corazón. Más aún: detrás de toda acción está la palabra, como germen, como impulso, como estimulante, como índice vivo, cuando menos ordinariamente. Y no hay ni ha habido flujo o reflujo de los que todos los días baten el mar de los espíritus y de los pensamientos, que no haya partido de una o de unas cuantas palabras.



En las páginas de la historia, resumen, balance de conquistas, de exploraciones, de juegos y de maniobras que han trastornado las situaciones más o menos firmes, se subraya todos los días el paso de la acción; pero a poco que se escarbe, se encontrará una palabra que se halla a la retaguardia de banderas y de ejércitos. Tres palabras se encuentran en una página antes de la ruina de Cartago. Catón[1] las decía en el senado romano sin descanso, seguro de que no pronunciaba ni producía soplos de viento solamente, sino recios empujes que un día doblaron todas las espadas que habían oído el juramento de Aníbal.[2] Al voltear la hoja donde fueron trazadas estas tres únicas palabras: “Delenda est Cartago”, se oye el derrumbe estrepitoso de la orgullosa ciudad que un día pensó en apretarle el cuello al águila que desafiaba desde el Capitolio. El mismo Aníbal pasó por encima de Los Alpes como si detrás de él hubiera marchado el océano para precipitarlo sobre Roma. Sin embargo, a la retaguardia del bravo cartaginés no había más que unas cuantas palabras de ocho dichas con los puños cerrados por el ansia del desquite.

Debajo de las múltiples superposiciones que el tiempo ha echado sobre sistemas, sobre escombros y sobre ruinas de escuelas, de filósofos, de estadistas y de conquistadores y en medio de las zozobras y de las inquietudes presentes engendradas por las crisis internacionales, por las cuestiones de raza y de pequeños y de grandes, de pordioseros y de próceres, de fuertes y débiles, de artesanos y patrones; no hay más que unas cuantas palabras dichas a la distancia enorme de dos mil años por Cristo para proclamar la unidad de la especie humana. Y estos sencillos vocablos: “Padre Nuestro que estás en los cielos” que los patricios no se habrían atrevido a dejar pronunciar a sus esclavos; que los emperadores –raza de dioses según los prejuicios de entonces– habrían consagrado para su uso exclusivo; que todavía los blancos no entienden totalmente en presencia de los negros; han venido como inmenso lejano terremoto, derrumbando paso a paso viejas y arraigadas barreras llegará el momento solemne en que todas las manos por encima de todas las fronteras: color, riqueza, talento, blasones, alcurnia y raza, se junten para repetir el mágico conjuro que salió de los labios del radiante Carpintero de Nazaret. Por más que se piense lo contrario, las palabras no han fracasado ni fracasan nunca. Fracasan los que ignoran su alcance, su significación y su estrategia. No son ni han sido jamás ruidos sin objeto, ni sinfonías estériles que se pierden en una noche de inercia y de melancolía. Son la retaguardia irremplazable, imprescindible de toda acción y, sobre todo, de toda reforma que tienda a rajar moldes envejecidos y trastos inservibles para la vida.

Pero, para esto, es necesario tener entendido que en algunas ocasiones se va hacia el fracaso no por las palabras, sino por falta de palabras. Entre nosotros se ha empezado desde hace tiempo a proclamar la bancarrota de la palabra. Y se dice: ya no bastan las palabras; ya no sirven de nada las palabras; urge ir a la acción. Y para provocar los fuertes movimientos de reivindicación del pensamiento, de la conciencia y de la ciudadanía, heridos y pisoteados por la revolución, ya no se confía en las palabras y solamente se confía en los actos. Pero no se piensa en que hasta ahora hemos carecido de palabras. Han faltado en el ambiente, en todas las corrientes de nuestra vida privada y pública, nuestras palabras. No nos hemos atrevido a decir más que unas cuantas y casi siempre en forma anticuada, por medios y procedimientos que acusan un retraso de siglos.

El folleto, el libro, la hoja volante y, sobre todo, la prensa periódica, que constituyen los vínculos más rápidos y poderosos de las palabras, todavía son vistos por nosotros con la extrañeza con que podría ver el ferrocarril un labriego de hace dos siglos. Padecemos, pues, una grave y dolorosa equivocación. No ha fracasado la palabra. Nosotros la hemos hecho y la estamos haciendo fracasar, porque no hemos tenido en ella la confianza que merece y la hemos podido antes de confiar totalmente en su alcance y en su poder y si le volvemos hoy la espalda para arrinconarla como instrumento gastado e inútil y nos echamos o nos queremos echar en brazos de la acción, con la ciega confianza de que todo saldrá del crisol milagroso de nuestros actos y de que pronto veremos que todas las voluntades se rehacen que todos los pesimismos se rinden, que todas las conciencias se yerguen, que todos los pensamientos y que todos los brazos se anudan en torno de una misma bandera y se apresura el día ansiosamente esperado de la reivindicación, a la vuelta del primer recodo encontraremos otra vez “el desierto, el desierto, el desierto” para repetir un verso de Manuel José Othón[3]. Porque toda acción de alcance colectivo y que va a voltear de revés cuerpos y almas, busca el contagio y la polarización de voluntades, primero es palabra o nunca será nada.

De manera que si toda palabra es una acción incompleta, se debe a que es el comienzo de la acción. Y porque es el comienzo de la acción, habrá que ponerla como índice en todos los caminos, como brújula de todas las naves, como aliento en los cuatro vientos, como rayo de sol en todas las cabañas, como ruta para todos los viajeros, como grito encima de la cabeza pensativa de todos los camellos que cruzan el desierto. Solamente así, solamente entonces, veremos el prodigioso erizamiento de brazos, de voluntades y de conciencias que es necesario para ir a la reconquista y para alcanzar el día glorioso del desquite santo de la libertad.

Poblar de palabras, caminos, ciudades, talleres y hogares, repoblarlos luego que comiencen a extinguirse los ecos de los primeros vocablos; repetir la repoblación inmensa, incansable minuto a minuto, hoy, mañana, más tarde, después, hasta conseguir que nuestras palabras sean la atmósfera que todo lo envuelve, que todo lo invade, que todos respiran, que todos absorben, es, debe ser, la señal, la consigna de hoy. ¿Cuántas veces dijo Catón sus tres célebres palabras para conseguir que se rompiera todo el andamiaje en que descansaba a ciudad de Cartago? Muchas. ¿Cuántas veces dijo el Maestro las primeras palabras del Padre Nuestro? Quizás muy pocas; pero de entonces acá ¿Cuántas veces han sido repetidas? Millones de veces. Y cada vez que han sido repetidas, se empinan las cabañas hacia los palacios, los débiles hacia los fuertes, los mendigos hacia los reyes, los malayos hacia los ingleses, los pobres hacia los ricos, los oprimidos contra sus opresores. Si los hombres se cansan de decirlas, las dirá la historia; si se les borra de la historia, quedarán escritas en la carne magullada de los que llevan en sus ojos las señales de la fiebre y del insomnio y buscan hacia arriba las vías ultraterrenas que desembocan bajo el sol de la libertad.

Necesitamos empezar la obra de la reconquista. Solamente se comienza con palabras. Con palabras que llenen, que saturen el ambiente. Si intentamos dar un salto sobre las palabras, no comenzaremos nunca. Y si hasta ahora no hemos ni siquiera comenzado a aproximarnos a terminar, es porque ni siquiera hemos comenzado. Y no hemos comenzado, porque sin palabras no se comienza.

Abril, 1926.



[1] CATÓN de Utica (96-46 a.C.). Político romano, partidario de la república, se opuso al César, apoyando a Cicerón en contra de Catilina. Acosado por sus enemigos, se suicidó.
[2] ANÍBAL (247-183 a.C.). General cartaginés; mantuvo en jaque al imperio romano en Tesino, Trebia, Trasimeno y Cannas (218-216), pero fue derrotado en Zama (202).
[3] OTHÓN, Manuel José (1858-1906). Literato potosino de altísimos quilates, autor del célebre poema Idilio salvaje.

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