Capitulo
XXXIII
REMEDIOS
CONTRA EL LIBERALISMO
“RESTAURARLO
TODO EN CRISTO”
¡A grandes males, grandes
remedios! ¿Qué podrá curar el cáncer o el SIDA de la Iglesia? La respuesta es
clara: es necesario aplicar los remedios que los Papas han propuesto contra los
errores modernos, a saber: la filosofía tomista, la sana teología y el derecho
que resulta de ambas.
La sana filosofía, la de
Santo Tomás de Aquino
Comprendéis que para
combatir el subjetivismo y el racionalismo, que son la base de los errores
liberales no recurriré a las filosofías modernas, infectadas precisamente de
subjetivismo y de racionalismo. La filosofía de siempre y en particular la
metafísica toman por objetivo el ser mismo de las cosas, es decir lo que es y no
la persona, ni su conocimiento, ni su amor. En efecto, el ser con sus leyes y
principios es lo que descubre nuestro cono-cimiento más espontáneo. Y en su
cima, la sabiduría natural que es la filosofía llega por la teodicea o teología
natural al Ser por excelencia, al Ser subsistente por Sí mismo. El sentido
común apoyado, sostenido y elevado por la fe, sugiere que este Ser supremo ha
de ser colocado en la cumbre de lo real, siguiendo la definición revelada: “Ego
sum qui sum: yo soy el que soy” (Ex. 3, 14). Sabéis, en efecto, que cuando
Moisés le preguntó su nombre, Dios le respondió: “yo soy el que soy”, que
significa: Yo soy Aquel que es por sí mismo, poseo el ser por Mí
Reflexionemos entonces sobre
este Ser que subsiste por sí mismo, que no ha recibido la existencia sino que
la tiene por sí. Es el ens a se: el
ser por sí mismo, en oposición a todos los otros seres que son ens ab alio: ser por otro, ¡por el don
que Dios les ha hecho de la existencia! Tal principio es tan admirable que se
puede meditar sobre él durante horas. Tener el ser por sí, es vivir en la
eternidad, es ser eterno. Aquél que tiene el ser por sí mismo siempre hubo de
tenerlo, el ser nunca pudo haberlo abandonado. Es siempre, será siempre,
siempre ha sido. Por el contrario, aquél que es ens ab alio, ser por otro, lo recibió de otro, por lo tanto comenzó
a ser en un momento dado: ¡ha comenzado!
¡Cómo debe mantenernos en
humildad esta consideración! ¡Penetrarnos de la nada que somos ante Dios! “Yo
soy Aquel que es, tu eres la que no es”, le decía Nuestro Señor a una santa
alma. ¡Cuán verdadero es! Cuanto más el hombre se empapa de ese principio de la
más simple filosofía, tanto mejor descubre su verdadero lugar ante Dios.
El sólo hecho de decir: Yo
soy ab alio, Dios es ens a se; Yo he comenzado a ser, Dios es
siempre. ¡Qué contraste admirable! ¡Qué abismo! ¿Es acaso ese pequeño ser ab alio, que recibe su ser de Dios,
quien tendría el poder de limitar la gloria de Dios? ¡Tendría el derecho de
decir a Dios: “Tenéis derecho a esto, pero no más”! “¡Reinad en los corazones y
en las sacristías, en las capillas, sí, pero en la calle y en la ciudad, no!”
¡Qué suficiencia! Igualmente, ¿sería ese ser ab alio quien tendría el poder de
reformar los planes de Dios, de hacer que las cosas sean de otra manera de lo
que son, de manera distinta a como Dios las hizo? ¿Y las leyes que Dios en su
sabiduría y omnipotencia ha puesto en todos los seres y especialmente en el
hombre y en la sociedad, esas leyes, el despreciable ser ab alio, ten-dría el
poder de rehacerlas a su capricho diciendo: ¡”Yo soy libre”!? ¡Qué pretensión!
¡Qué absurdidad es la rebelión del liberalismo! Ved cómo es importante poseer
una sana filosofía y tener así un conocimiento profundo del orden natural,
individual, social y político. Y por ello, la enseñanza de Santo Tomás de
Aquino es irremplazable. He aquí lo que dice León XIII en su encíclica Aeterni
Patris, del 4 de agosto de 1879: mismo.
“Añádase a esto que el
Doctor Angélico indagó las conclusiones filosóficas en las razones y principios
de las cosas, los que se extienden muy latamente, y encierran como en su seno
las semillas de casi infinitas verdades, que habían de abrirse con fruto
abundantísimo por los maestros posteriores. Habiendo empleado este método de
filosofía, consiguió vencer él solo los errores de los tiempos pasados y
suministrar luego armas invencibles para refutar los errores que perpetuamente
se habían de renovar en los siglos futuros. ”León XIII quiere que se aplique el
remedio de la filosofía tomista especialmente a los errores modernos del
liberalismo: “La misma sociedad civil y la doméstica, que se halla en el grave
peligro que todos sabemos a causa de la peste dominante de las perversas
opiniones, viviría ciertamente más tranquila y más segura, si en las
Universidades y en las escuelas se enseñase doctrina más sana y más conforme
con el magisterio de la enseñanza de la Iglesia, tal como la contienen los
volúmenes de Tomás de Aquino. Todo lo relativo a la genuina noción de la
libertad, que hoy degenera en licencia, al origen divino de toda autoridad, a
las leyes y a su fuerza, al paternal y equitativo imperio de los príncipes
supremos, a la obediencia a las potestades superiores, a la mutua caridad entre
todos; todo lo que de estas cosas y otras del mismo tenor es enseñado por
Tomás, tiene una robustez grandísima e invencible para echar por tierra los
principios del nuevo derecho, que, como todos saben, son peligrosos para el
tranquilo orden de las cosas y para el público bienestar.”
La
sana teología, también la de Santo Tomás
Además de la sabiduría
natural que es la sana filosofía, aquél que quiera preservarse del liberalismo
deberá conocer la sabiduría sobrenatural, la teología. Ahora bien, la teología
de Santo Tomás es recomendada por la Iglesia entre todas para adquirir una
ciencia profunda del orden sobrenatural. Los Padres del Concilio de Trento
“quisieron que, juntamente con los libros de la Escritura y los decretos de los
Sumos Pontífices, se viese sobre el altar la Suma de Tomás de Aquino, a la cual
se pidiesen consejos, razones y decisiones”. Siguiendo a Santo Tomás el
Concilio de Trento disipó los primeros nubarrones del naturalismo naciente.
¿Quién mejor que Santo Tomás
ha mostrado que el orden sobrenatural sobrepasa in-finitamente las capacidades
y las exigencias del orden natural? El nos muestra (aquí abajo no puede ser más
que en el claroscuro de la fe), cómo Nuestro Señor, por su Sacrificio Redentor,
por la aplicación de sus méritos, ha elevado la naturaleza de los redimidos,
por la gracia santificante, por el bautismo, por los otros sacramentos, por el
Santo Sacrificio de la Misa. Conociendo bien esta teología, aumentaremos en
nosotros el espíritu de fe, es decir la fe y las actitudes que corresponden a
una vida de fe.
Así en el culto divino,
cuando se tiene verdaderamente la fe, se tienen los gestos que de ella
resultan. Precisamente es lo que reprochamos a toda la reforma litúrgica nueva:
imponernos actitudes que ya no son actitudes de fe, imponernos un culto naturalista
y humanista. Se teme hacer genuflexiones, no se quiere manifestar la adoración
que es debida a Dios, se reduce lo sagrado a lo profano. Es lo más sensible
para los que tienen contacto con la nueva liturgia: les da la impresión de
banalidad, que no eleva, que en ella ya no se encuentran los misterios.
Es igualmente la sana
teología la que fortificará en nosotros esta convicción de fe; Nuestro Señor
Jesucristo es Dios; verdad central de nuestra fe: la divinidad de Nuestro Señor.
Entonces serviremos a Nuestro Señor como Dios y no como mero hombre. Sin duda,
por su humanidad El nos ha santificado, por la gracia santificante que llena su
Santa Alma; eso indica el respeto infinito que debemos tener por su santa
humanidad. Pero hoy el peli-gro consiste en hacer de Nuestro Señor un mero
hombre, un hombre ciertamente extraordinario, un superhombre, pero no el Hijo
de Dios. Al contrario, si es verdaderamente Dios, como la fe nos lo enseña,
entonces todo cambia, pues siendo así, El es Señor de todas las cosas y así
todas las consecuencias resultan de su divinidad. Así todos los atributos que
la teología nos hace reconocer en Dios: su omnipotencia, su omnipresencia, su
causalidad permanente y suprema respeto a todas las cosas y a todo lo que
existe, ya que El es la fuente del ser; todo eso se aplica a Nuestro Señor
Jesucristo mismo. Tiene entonces todo el po-der sobre las cosas, por su propia
naturaleza es Rey, rey del universo, y ninguna criatura, individuo o sociedad
puede escapar a su soberanía, a su soberanía de poder y a su soberanía de
gracia:
“(...) pues por El fueron
creadas todas las cosas en los cielos, y en la tierra... todas las cosas fueron
creadas por El mismo y en atención a El mismo... todas subsisten por El...
plugo (al Padre) reconciliar por El todas las cosas consigo, restableciendo la
paz entre el cielo y la tierra, por medio de la sangre que derramó en la cruz.”
(Col. 1, 16-20).
De esta primera verdad de
fe, la divinidad de Nuestro Señor Jesucristo, se sigue una segunda: su Realeza,
y especialmente su Realeza sobre las sociedades, la obediencia que deben tener
las sociedades a la voluntad de Jesucristo, la sumisión que deben tener las
leyes civiles con respecto a la ley de Nuestro Señor Jesucristo. Más aún,
Nuestro Señor Jesucristo quiere que las almas se salven, indirectamente sin
duda, pero eficazmente, por una sociedad civil cristiana, plenamente sometida
al Evangelio, que se preste a su designio redentor y que sea el instrumento
temporal. Entonces ¿qué más justo y necesario sino que las leyes civiles se
sometan a las leyes de Jesucristo y sancionen por la coacción de las penas a
los transgresores de sus leyes en el dominio público y social? Ahora bien,
precisamente la libertad religiosa, la de los masones como la del Vaticano II,
quiere suprimir esa coacción. ¡Pero eso constituye la ruina del orden social
cristiano! ¿Qué quiere Nuestro Señor sino precisamente que su sacrificio
redentor vivifique la sociedad civil? ¿Qué es la civilización cristiana y la
cristiandad, sino la encarnación de la Cruz de Nuestro Señor Jesucristo en la
vida de toda una sociedad? He aquí lo que se llama el reino social de Nuestro
Señor. He aquí la verdad que debemos hoy predicar con la mayor fuerza posible
frente al liberalismo.
La segunda consecuencia de
la divinidad de Jesucristo, es que su Redención no es facultativa para poder
obtener la vida eterna. ¡El es el Camino, la Verdad y la Vida! El es la puerta:
“(...) Yo soy la puerta de
las ovejas. Todos los que hasta ahora han venido son la-drones y salteadores y
así las ovejas no los han escuchado. Yo soy la puerta, El que por Mi entrare se
salvará; y entrará, y saldrá, y hallará pastos” (Juan 10, 7-9).
El es la única vía de
salvación para todo hombre:
“(...) fuera de El, no hay
que buscar la salvación en ningún otro. Pues no se ha dado a los hombres otro
nombre debajo del cielo, por el cual debamos salvarnos” (Hech. 4, 12).
Es la verdad que más
reafirmada debe ser hoy frente al falso ecumenismo de esencia liberal, que
asegura que hay valores de salvación en todas las religiones y que se trata de
desarrollarlos. Si eso fuera verdad, ¿para qué los misioneros? Precisamente
porque no hay salvación en ningún otro sino en Nuestro Señor Jesucristo, la
Iglesia está animada de espíritu misionero, del espíritu de conquista, que es
el espíritu mismo de la fe.
El
derecho
Además de la filosofía y la
teología, es necesario una tercera ciencia para traducir las grandes verdades
del orden natural y sobrenatural en reglas jurídicas. El liberalismo, en
efecto, aún en sus formas más moderadas, proclama los derechos del hombre sin
Dios. Es indispensable, en consecuencia, para el jurista católico, fundar
nuevamente los derechos de los hombres que viven en sociedad en los deberes
para con Dios y en los derechos de Dios.
En realidad no hay más
derechos del hombre que aquellos que le ayudan a someterse a los derechos de
Dios.
Se expresa la misma verdad
al decir que el derecho positivo, el derecho civil, debe fundarse sobre el
derecho natural. El Papa Pío XII ha insistido en este principio, contra el
error del positivismo jurídico, que hace de la voluntad arbitraria del hombre
la fuente del derecho.
Después, viene el derecho
sobrenatural; los derechos de Jesucristo y de su Iglesia, los derechos de las
almas redimidas por la sangre de Jesucristo. Esos derechos de la Iglesia y de
las almas cristianas en relación al Estado forman lo que hemos llamado el
derecho público de la Iglesia. Esta ciencia ha sido prácticamente aniquilada
por la declaración con-ciliar sobre la libertad religiosa, tal como he tratado
de mostrarlo. Es urgente, por lo tan-to, enseñar nuevamente el derecho público
de la Iglesia, que establece los grandes principios que rigen las relaciones
entre la Iglesia y el Estado. Sobre este tema recomiendo
especialmente la lectura de las Institutiones Juris Publici Ecclesiastici, del
Card. Ottaviani y de la obra Ecclesia et Status, Fontes Selecti, de Giovanni Lo
Grasso, S. J.; particularmente esta última, reúne los documentos del siglo IV
al XX, desconocidos o expresamente olvidados por los liberales.
No olvidemos, por fin, la
historia eclesiástica, fuente inagotable del derecho de la Iglesia. Nos muestra
la actitud de los primeros emperadores cristianos poniendo la espada temporal
al servicio del poder espiritual de la Iglesia en el siglo IV, actitud
constantemente alabada por la Iglesia, y también la valiente resistencia de los
obispos y de los Papas frente a los príncipes que usurpaban el poder espiritual
con el paso de los tiempos. Esas preciosas lecciones son cómo la realización
práctica del dogma y representan la más radical refutación de todos los
liberalismos: tanto el de los revolucionarios perseguidores de la Iglesia como
aquél, mucho más pérfido, de los liberales llamados católicos.
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