Carta Pastoral nº35
EL APOSTOLADO
SEGÚN SAN PABLO
Por medio de los Hechos de
los Apóstoles y por sus cartas, San Pablo se nos revela como ejemplar del
apostolado inaugurado por los discípulos y Apóstoles de Nuestro Señor,
inmediatamente después de su Ascensión y de Pentecostés.
Sin embargo, el caso de San
Pablo es extraordinario, pues Nuestro Señor no lo ha formado de la misma manera
que a los demás: San Pablo recibió milagrosamente la preparación para su
apostolado. Su elección, su bautismo, su retiro en el desierto, todo contrasta
con la elección de los Doce; y a pesar de esto San Pablo será el Apóstol
modelo, en particular para los misioneros.
En un momento en el cual
hasta los mismos fines del apostolado son cuestionados, cuando también parece
que es un deber cambiar radicalmente de métodos, será útil volver a lo esencial
en materia del apostolado, del cual Nuestro Señor es la fuente. Lo esencial
será aquello que ha sido realizado por quienes todo lo han aprendido de Él.
Entonces, será soberanamente
útil alistarse en la escuela de San Pablo. Antes de entrar en el ministerio
emprendido por el Apóstol, es preciso marcar bien el punto de partida de San
Pablo: ha sido, evidentemente, ese momento extraordinario en el cual fue
derribado mientras se hallaba camino a Damasco. El mismo San Pablo relata este
acontecimiento de una manera que completa lo que el autor de los Hechos de los
Apóstoles ha expresado en el capítulo IX. Haciendo una síntesis de estas dos
narraciones, no se puede más que admirar el poder de Nuestro Señor, quien de un
alma de perseguidor forma al modelo de los Apóstoles.
“Vas electionis est mihi iste, ut portet nomen meum
coram gentibus, et regibus, et filiis Israël” (Hechos, IX, 15). En esta frase, dirigida a
Ananías, ya aparece netamente el fin esencial del apóstol: “llevar el nombre
de Jesucristo a los paganos, reyes e hijos de Israel”.
Pronto agregará Nuestro
Señor: “y le mostraré todo lo que tendrá que sufrir pro nomini meo”. He
aquí siempre el fin: hacer conocer el nombre de Jesús; para este apostolado
están ligados el sufrimiento, las persecuciones, las contradicciones.
A estas palabras les
agregamos ahora las del mismo San Pablo, que son mucho más explícitas,
pronunciadas frente a Agripa, donde se expresó con una elocuencia
impresionante. Describe abundantemente su lucha contra los cristianos, su
violencia, frequenter puniens eos, compellebam blasphemare (Hechos,
XXVI, 11). Cuenta esa aparición fulgurante en pleno mediodía sobre el camino de
Damasco: es el mismo Jesús quien le habla en idioma hebreo: “Ego sum Jesus,
quem tu persequeris”. Así, en la persona de los cristianos perseguidos, es
al mismo Jesús a quien se alcanza.
Pero llegamos al hecho: ¿qué
desea exactamente Jesús de Pablo? “Ad hoc enim apparui tibi, ut constituam te ministrum, et testem eorum,
quæ vidisti, et eorum quibus apparebo tibi” (Hechos, XXVI, 16). Fue entonces cuando
Nuestro Señor lo constituyó su Apóstol, es decir, su representante, su testigo
de las cosas que ha visto y por las cuales Él se le volvería a aparecer.
Así, es evidente que la ciencia
de Pablo será una ciencia infusa, como la que los Apóstoles recibieron en
Pentecostés, pero sin esa larga preparación que tuvieron los otros Apóstoles.
Nuestro Señor se le volverá a aparecer para completarle sus conocimientos. San
Pablo contará sus visiones extraordinarias que lo han llevado hasta el cielo y
que son imposibles de expresar por un hombre. Las almas que se han acercado a
Dios de una manera casi experimental han aprendido más en algunos instantes que
durante toda una vida de estudios, y sobre todo, han adquirido una fe
inquebrantable, pues su fe se ha transformado en un instante de visión directa
a la manera de la visión beatífica: “Eorum quæ vidisti” (testigo de las
cosas que has visto).
¿Por qué Nuestro Señor
dispensa estas gracias extraordinarias a San Pablo? “Eripiens te de populo,
et gentibus, in quas nunc ego mitto te” (Hechos, XXVI, 17), frase curiosa
que parece casi contradictoria y que define al apóstol de siempre. Nuestro
Señor toma a Pablo de en medio del pueblo judío sin deuda y de los otros
pueblos, lo saca de ese ambiente para enviarlo de nuevo. No se puede dejar de
pensar en la luz puesta sobre el candelabro para esclarecer a todo su entorno.
Aparecerá desde ahora a los pueblos, marcado por esta elección, por esa función
divina.
Esta misión, semejante a la
misión de los demás Apóstoles, “Ego mitte vos, Ego mitto te”, tendrá por
finalidad “aperire oculos eorum, ut convertantur a tenebris ad lucem, et de
potestate Satanæ ad Deum, ut accipiant remissionem peccatorum, et sortem inter
sanctos per fidem, quæ est in me” (Hechos, XXVI, 18). Tal es el fin
magnífico que Pablo deberá esforzarse por alcanzar. Aquí se trata de una
conversión, de un pasaje de la muerte a la vida. Las tinieblas se oponen a la
luz, el poder del demonio al de Dios, las obras de pecado a las obras de la fe
en Nuestro Señor.
He aquí el fin indicado por
Jesús mismo al apostolado de San Pablo: ¿quién se atrevería a negar esta
descripción y definición de su tarea?
Si San Pablo tiene otras
cosas que aprender en las futuras apariciones de Nuestro Señor, estos
conocimientos no harán más que completar ese programa esencial, pero no pueden
paralizarlo ni minimizarlo. Para convencernos bastará con seguir a San Pablo en
la práctica para ver que ha realizado perfectamente la obra que le fue
confiada.
Sin embargo, antes de
realizar su mandato apostólico, San Pablo —como todos los fieles— deberá
recibir el bautismo de agua y del Espíritu. Jesús mismo designa a Ananías para
que lo bautice, y hará venir sobre él al Espíritu Santo, y entonces se abrirán
sus ojos a la luz del día tal como su alma se abra a la luz del Verbo de Dios,
de quien será un testigo extraordinario.
Es indispensable recordar
también, en este momento, lo que el mismo San Pablo le escribió a los Gálatas: “Cuando
agradó al Señor revelarse a mí, inmediatamente salí a Arabia y volví luego a
Damasco. Después de tres años me fui a Jerusalén, donde vi a Pedro y me quedé
con él quince días”.
Así hablaba el gran Apóstol
para afirmar que su Evangelio no lo aprendió de ningún hombre, sino de Nuestro
Señor mismo, por revelación.
Esto confirma perfectamente
lo que Nuestro Señor le había anunciado. Es verosímil que haya sido en el
desierto de Arabia, como Moisés, donde Pablo haya tenido esta extraordinaria
visión de Dios, que lo marcó para siempre.
Así, vuelto a Damasco, lleno
del Espíritu Santo, Pablo predicó que Jesús es el Hijo de Dios. Como
consecuencia inmediata, los judíos se concertaron para matarlo… Salió hacia
Jerusalén, donde les habló a los gentiles y discutió con los griegos, actuando
en la confianza del nombre del Señor. El mismo resultado: trataron de matarlo.
Entonces, salió a Cesarea y Tarso. Luego volverá a Jerusalén, pero desde ahora
su ministerio se realizaría según las visiones del Espíritu Santo, a quien
Pablo se siente enteramente sometido en todo lugar.
No dejará de vincularse a
Pedro y a los Apóstoles en toda su predicación. No olvidará la comunidad pobre
de Jerusalén. Además es el mismo único Espíritu Santo que lo guía y guiará a
todos los Apóstoles, de una manera visible en ese período de fundación de la
Iglesia.
Lo previo es, entonces, de
una importancia capital: estar unido a Pedro y a los Apóstoles, como debemos
estar unidos hoy a Pedro y a la Iglesia de Roma. No puede haber duda sobre este
punto; cuando los judíos convertidos funden acusaciones sobre él a propósito de
la necesidad de la circuncisión para ser salvos (Hechos, XV), irá a las
cercanías de la Iglesia de Jerusalén a fin de someter el litigio y retener el
juicio.
Estando asegurada esta unión
con la cabeza de la Iglesia, Pablo seguirá las imposiciones del Espíritu Santo,
que lo guiará en su vida y su ministerio cotidiano. Es el mismo Espíritu del
Señor que guarda la Iglesia en su fe y que se encuentra presente en el alma de
Pablo por la gracia del Santísimo, por la imposición de las manos de Ananías.
Esta profunda y absoluta
unidad en su vida es lo que le implicará los reproches a Pedro, al parecerle
que iba en contra de lo que decidió como jefe de la Iglesia de Jerusalén,
cuando en Antioquía evite a los incircuncisos (Gálatas, II, 11).
Así convertido y
transformado por el Espíritu Santo, Pablo se puso en camino y, en todo lugar,
predicó primero a los judíos, a quienes gracias particulares de preparación
tendrían que disponer a la conversión, luego a los gentiles, a pesar de la
arisca oposición de los judíos, que a menudo sublevaron a las poblaciones
contra él: “cuando llegaron a Salamina, predicaron la palabra de Dios en las
sinagogas de los judíos”.
Ya en Antioquía de Pisidia
se notaron los resultados: “El sábado siguiente, casi toda la mitad se juntó
para escuchar la palabra de Dios. Los judíos, viendo las muchedumbres se
llenaron de furor y contradijeron a Pablo y blasfemaban. Entonces, Pablo y
Bernabé les dijeron: debíamos predicarles en primer lugar la palabra de Dios,
pero puesto que la rechazan, se juzgan indignos de la vida eterna, por eso nos
dirigimos hacia los gentiles”.
Sin embargo, importa
remarcar que un buen número de judíos se convertían, pero un grupo cada vez más
importante sublevaba las poblaciones contra ellos: “Creyeron todos los que
estaban predestinados a la vida eterna” (Hechos, XIII, 48).
Esta conclusión muestra la
acción de la gracia todopoderosa de Dios. Esto no suprime el mérito de los
creyentes. Los neófitos están instruidos, pues Pablo prolonga sus estadías por
semanas y meses; en Corinto, por ejemplo, permanece un año y medio: “Permanece
aquí un año y seis meses, enseñándoles la palabra de Dios” (Hechos, XVIII,
11). También son bautizados: “Muchos de los corintios escucharon, creyeron y
fueron bautizados” (Hechos, XVIII, 8).
A veces, Pablo vuelve a los
mismos lugares a fin de confirmar la fe de los fieles: “Volvieron a Listra,
Iconio y Antioquía, fortaleciendo los ánimos de los discípulos y exhortándolos
a perseverar en la fe y cómo es menester que a través de muchas tribulaciones
entremos en el reino de Dios” (Hechos, XIV, 21-22).
Pero una cristiandad no
podrá estar verdaderamente constituida sin sacerdotes: “Y habiéndoles constituido
presbíteros en cada una de las Iglesias, orando con ayunos los encomendaron al
Señor en quien habían creído” (Hechos, XIV, 23).
Este magnífico ejemplo de
apostolado dado por San Pablo será seguido por los misioneros de todos los
tiempos.
Sin embargo, debemos volver
sobre los detalles dados por los Hechos sobre los primeros discípulos. Hay
observaciones instructivas. Pablo no solamente las dirige a los gentiles y a
los judíos, sino también a los ricos y a los pobres sin distinción. Esto se
nota a menudo: personas de todo rango, como por ejemplo el procónsul Sergio
Pablo en Chipre; en Macedonia, Lidia, mujer de un magistrado de Tiatira; en
Tesalónica, una gran muchedumbre cree y muchas mujeres de noble condición; en
Berea, los Hechos anotan que los judíos de esta ciudad eran más educados que
los de Tesalónica: escrutaban con avidez las Escrituras. Allí también, entre
los gentiles, muchas mujeres y hombres de condición noble creyeron (Hechos,
XVII). Cómo no notar a Aquila y Priscila, que lo siguieron en todo lugar.
Así, la evangelización no
está reservada a los pobres, sino a toda la sociedad, que debe convertirse a
Dios. Es el medio más seguro de darle asiento sólido y durable. La Iglesia no
está vinculada a una clase, a un partido, a un grupo.
Otra particularidad
interesante para remarcar a menudo: los Hechos dicen explícitamente que aquel
que se convirtió arrastró a toda su casa en la conversión. Este hecho ya se
nota en el Evangelio varias veces: “Crispo, jefe de la sinagoga, creyó en el
Señor, con toda su casa, et cum omni domo sua” (Hechos, XVIII, 8). “Como
Lidia fue bautizada, todos los suyos lo fueron también” (Hechos, XVI, 15).
De ahí el interés de
convertir a los jefes de familia que transmiten los beneficios de la gracia
recibida a todos aquellos que dependen de ellos.
¡Cuántos detalles son
significativos y apasionadamente interesantes! Un judío alejandrino, Apolo, es
un ardiente convertido, versado en las Escrituras, pero sus conocimientos de
las verdades cristianas eran insuficientes. Intervienen entonces Aquila y
Priscila, y los Hechos lo notan: “le llevaron consigo y le expusieron más
exactamente el camino de Dios” (Hechos, XVIII, 26).
¿No son las premisas de la
Acción Católica? ¿No son las primeras catequistas? Es la pareja, entonces, los
dos que reciben y enseñan. ¡Qué ejemplo admirable!
Pero Pablo quiso formar de
una manera particular a los que destina para participar de su cargo y para
sucederlo en la predicación del Evangelio. Se nota en Timoteo y en Tito, a
quienes después de haberlos llevado con él en sus desplazamientos, los fija a
cada uno en una iglesia particular: Timoteo en Éfeso, Tito en Creta.
Terminando su apostolado a
través de todas esas comarcas, despidiéndose de todos, pronunció estas palabras
a los “mayores natu Ecclesiæ” en Éfeso: “Tened cuidado de todo
el rebaño que os es confiado sobre el cual el Espíritu Santo os ha colocado
para conducir la Iglesia de Dios que adquirió con su sangre”.
Sí, Pablo puede dirigirse a
Jerusalén donde lo esperan los sufrimientos, el cautiverio, el viaje a Roma,
plantó la Iglesia con todo el ardor de su alma, perseguido, lapidado,
encarcelado, golpeado. Poco le importa, pues el Señor lo reconfortaba
diciéndole en la noche de Corinto: “No temas, habla, no te calles pues estoy
contigo”.
Ojalá estas palabras se
graben en nuestros corazones, a fin de darnos un coraje indomable para predicar
la palabra de Dios como San Pablo y así darle a Dios las almas que se ha
predestinado, a través de nuestro apostolado.
Para completar esta visión,
tenemos que leer las ardientes cartas que dirigió San Pablo a sus jóvenes
cristiandades, a Tito y a Timoteo, para tener una noción exacta de lo que
pensaba San Pablo de la predicación del Evangelio.
Monseñor Marcel Lefebvre
(“Aviso del mes”, enero-febrero de
1967)
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