jueves, 30 de junio de 2016

LE DESTRONARON - Del liberalismo a la apostasía La tragedia conciliar

Capitulo XXXIII
REMEDIOS CONTRA EL LIBERALISMO
RESTAURARLO TODO EN CRISTO

¡A grandes males, grandes remedios! ¿Qué podrá curar el cáncer o el SIDA de la Iglesia? La respuesta es clara: es necesario aplicar los remedios que los Papas han propuesto contra los errores modernos, a saber: la filosofía tomista, la sana teología y el derecho que resulta de ambas.

La sana filosofía, la de Santo Tomás de Aquino

Comprendéis que para combatir el subjetivismo y el racionalismo, que son la base de los errores liberales no recurriré a las filosofías modernas, infectadas precisamente de subjetivismo y de racionalismo. La filosofía de siempre y en particular la metafísica toman por objetivo el ser mismo de las cosas, es decir lo que es y no la persona, ni su conocimiento, ni su amor. En efecto, el ser con sus leyes y principios es lo que descubre nuestro cono-cimiento más espontáneo. Y en su cima, la sabiduría natural que es la filosofía llega por la teodicea o teología natural al Ser por excelencia, al Ser subsistente por Sí mismo. El sentido común apoyado, sostenido y elevado por la fe, sugiere que este Ser supremo ha de ser colocado en la cumbre de lo real, siguiendo la definición revelada: “Ego sum qui sum: yo soy el que soy” (Ex. 3, 14). Sabéis, en efecto, que cuando Moisés le preguntó su nombre, Dios le respondió: “yo soy el que soy”, que significa: Yo soy Aquel que es por sí mismo, poseo el ser por Mí

Reflexionemos entonces sobre este Ser que subsiste por sí mismo, que no ha recibido la existencia sino que la tiene por sí. Es el ens a se: el ser por sí mismo, en oposición a todos los otros seres que son ens ab alio: ser por otro, ¡por el don que Dios les ha hecho de la existencia! Tal principio es tan admirable que se puede meditar sobre él durante horas. Tener el ser por sí, es vivir en la eternidad, es ser eterno. Aquél que tiene el ser por sí mismo siempre hubo de tenerlo, el ser nunca pudo haberlo abandonado. Es siempre, será siempre, siempre ha sido. Por el contrario, aquél que es ens ab alio, ser por otro, lo recibió de otro, por lo tanto comenzó a ser en un momento dado: ¡ha comenzado!

¡Cómo debe mantenernos en humildad esta consideración! ¡Penetrarnos de la nada que somos ante Dios! “Yo soy Aquel que es, tu eres la que no es”, le decía Nuestro Señor a una santa alma. ¡Cuán verdadero es! Cuanto más el hombre se empapa de ese principio de la más simple filosofía, tanto mejor descubre su verdadero lugar ante Dios.

El sólo hecho de decir: Yo soy ab alio, Dios es ens a se; Yo he comenzado a ser, Dios es siempre. ¡Qué contraste admirable! ¡Qué abismo! ¿Es acaso ese pequeño ser ab alio, que recibe su ser de Dios, quien tendría el poder de limitar la gloria de Dios? ¡Tendría el derecho de decir a Dios: “Tenéis derecho a esto, pero no más”! “¡Reinad en los corazones y en las sacristías, en las capillas, sí, pero en la calle y en la ciudad, no!” ¡Qué suficiencia! Igualmente, ¿sería ese ser ab alio quien tendría el poder de reformar los planes de Dios, de hacer que las cosas sean de otra manera de lo que son, de manera distinta a como Dios las hizo? ¿Y las leyes que Dios en su sabiduría y omnipotencia ha puesto en todos los seres y especialmente en el hombre y en la sociedad, esas leyes, el despreciable ser ab alio, ten-dría el poder de rehacerlas a su capricho diciendo: ¡”Yo soy libre”!? ¡Qué pretensión! ¡Qué absurdidad es la rebelión del liberalismo! Ved cómo es importante poseer una sana filosofía y tener así un conocimiento profundo del orden natural, individual, social y político. Y por ello, la enseñanza de Santo Tomás de Aquino es irremplazable. He aquí lo que dice León XIII en su encíclica Aeterni Patris, del 4 de agosto de 1879: mismo.

“Añádase a esto que el Doctor Angélico indagó las conclusiones filosóficas en las razones y principios de las cosas, los que se extienden muy latamente, y encierran como en su seno las semillas de casi infinitas verdades, que habían de abrirse con fruto abundantísimo por los maestros posteriores. Habiendo empleado este método de filosofía, consiguió vencer él solo los errores de los tiempos pasados y suministrar luego armas invencibles para refutar los errores que perpetuamente se habían de renovar en los siglos futuros. ”León XIII quiere que se aplique el remedio de la filosofía tomista especialmente a los errores modernos del liberalismo: “La misma sociedad civil y la doméstica, que se halla en el grave peligro que todos sabemos a causa de la peste dominante de las perversas opiniones, viviría ciertamente más tranquila y más segura, si en las Universidades y en las escuelas se enseñase doctrina más sana y más conforme con el magisterio de la enseñanza de la Iglesia, tal como la contienen los volúmenes de Tomás de Aquino. Todo lo relativo a la genuina noción de la libertad, que hoy degenera en licencia, al origen divino de toda autoridad, a las leyes y a su fuerza, al paternal y equitativo imperio de los príncipes supremos, a la obediencia a las potestades superiores, a la mutua caridad entre todos; todo lo que de estas cosas y otras del mismo tenor es enseñado por Tomás, tiene una robustez grandísima e invencible para echar por tierra los principios del nuevo derecho, que, como todos saben, son peligrosos para el tranquilo orden de las cosas y para el público bienestar.”

La sana teología, también la de Santo Tomás

Además de la sabiduría natural que es la sana filosofía, aquél que quiera preservarse del liberalismo deberá conocer la sabiduría sobrenatural, la teología. Ahora bien, la teología de Santo Tomás es recomendada por la Iglesia entre todas para adquirir una ciencia profunda del orden sobrenatural. Los Padres del Concilio de Trento “quisieron que, juntamente con los libros de la Escritura y los decretos de los Sumos Pontífices, se viese sobre el altar la Suma de Tomás de Aquino, a la cual se pidiesen consejos, razones y decisiones”. Siguiendo a Santo Tomás el Concilio de Trento disipó los primeros nubarrones del naturalismo naciente.

¿Quién mejor que Santo Tomás ha mostrado que el orden sobrenatural sobrepasa in-finitamente las capacidades y las exigencias del orden natural? El nos muestra (aquí abajo no puede ser más que en el claroscuro de la fe), cómo Nuestro Señor, por su Sacrificio Redentor, por la aplicación de sus méritos, ha elevado la naturaleza de los redimidos, por la gracia santificante, por el bautismo, por los otros sacramentos, por el Santo Sacrificio de la Misa. Conociendo bien esta teología, aumentaremos en nosotros el espíritu de fe, es decir la fe y las actitudes que corresponden a una vida de fe.

Así en el culto divino, cuando se tiene verdaderamente la fe, se tienen los gestos que de ella resultan. Precisamente es lo que reprochamos a toda la reforma litúrgica nueva: imponernos actitudes que ya no son actitudes de fe, imponernos un culto naturalista y humanista. Se teme hacer genuflexiones, no se quiere manifestar la adoración que es debida a Dios, se reduce lo sagrado a lo profano. Es lo más sensible para los que tienen contacto con la nueva liturgia: les da la impresión de banalidad, que no eleva, que en ella ya no se encuentran los misterios.

Es igualmente la sana teología la que fortificará en nosotros esta convicción de fe; Nuestro Señor Jesucristo es Dios; verdad central de nuestra fe: la divinidad de Nuestro Señor. Entonces serviremos a Nuestro Señor como Dios y no como mero hombre. Sin duda, por su humanidad El nos ha santificado, por la gracia santificante que llena su Santa Alma; eso indica el respeto infinito que debemos tener por su santa humanidad. Pero hoy el peli-gro consiste en hacer de Nuestro Señor un mero hombre, un hombre ciertamente extraordinario, un superhombre, pero no el Hijo de Dios. Al contrario, si es verdaderamente Dios, como la fe nos lo enseña, entonces todo cambia, pues siendo así, El es Señor de todas las cosas y así todas las consecuencias resultan de su divinidad. Así todos los atributos que la teología nos hace reconocer en Dios: su omnipotencia, su omnipresencia, su causalidad permanente y suprema respeto a todas las cosas y a todo lo que existe, ya que El es la fuente del ser; todo eso se aplica a Nuestro Señor Jesucristo mismo. Tiene entonces todo el po-der sobre las cosas, por su propia naturaleza es Rey, rey del universo, y ninguna criatura, individuo o sociedad puede escapar a su soberanía, a su soberanía de poder y a su soberanía de gracia:

“(...) pues por El fueron creadas todas las cosas en los cielos, y en la tierra... todas las cosas fueron creadas por El mismo y en atención a El mismo... todas subsisten por El... plugo (al Padre) reconciliar por El todas las cosas consigo, restableciendo la paz entre el cielo y la tierra, por medio de la sangre que derramó en la cruz.” (Col. 1, 16-20).

De esta primera verdad de fe, la divinidad de Nuestro Señor Jesucristo, se sigue una segunda: su Realeza, y especialmente su Realeza sobre las sociedades, la obediencia que deben tener las sociedades a la voluntad de Jesucristo, la sumisión que deben tener las leyes civiles con respecto a la ley de Nuestro Señor Jesucristo. Más aún, Nuestro Señor Jesucristo quiere que las almas se salven, indirectamente sin duda, pero eficazmente, por una sociedad civil cristiana, plenamente sometida al Evangelio, que se preste a su designio redentor y que sea el instrumento temporal. Entonces ¿qué más justo y necesario sino que las leyes civiles se sometan a las leyes de Jesucristo y sancionen por la coacción de las penas a los transgresores de sus leyes en el dominio público y social? Ahora bien, precisamente la libertad religiosa, la de los masones como la del Vaticano II, quiere suprimir esa coacción. ¡Pero eso constituye la ruina del orden social cristiano! ¿Qué quiere Nuestro Señor sino precisamente que su sacrificio redentor vivifique la sociedad civil? ¿Qué es la civilización cristiana y la cristiandad, sino la encarnación de la Cruz de Nuestro Señor Jesucristo en la vida de toda una sociedad? He aquí lo que se llama el reino social de Nuestro Señor. He aquí la verdad que debemos hoy predicar con la mayor fuerza posible frente al liberalismo.

La segunda consecuencia de la divinidad de Jesucristo, es que su Redención no es facultativa para poder obtener la vida eterna. ¡El es el Camino, la Verdad y la Vida! El es la puerta:

“(...) Yo soy la puerta de las ovejas. Todos los que hasta ahora han venido son la-drones y salteadores y así las ovejas no los han escuchado. Yo soy la puerta, El que por Mi entrare se salvará; y entrará, y saldrá, y hallará pastos” (Juan 10, 7-9).

El es la única vía de salvación para todo hombre:

“(...) fuera de El, no hay que buscar la salvación en ningún otro. Pues no se ha dado a los hombres otro nombre debajo del cielo, por el cual debamos salvarnos” (Hech. 4, 12).

Es la verdad que más reafirmada debe ser hoy frente al falso ecumenismo de esencia liberal, que asegura que hay valores de salvación en todas las religiones y que se trata de desarrollarlos. Si eso fuera verdad, ¿para qué los misioneros? Precisamente porque no hay salvación en ningún otro sino en Nuestro Señor Jesucristo, la Iglesia está animada de espíritu misionero, del espíritu de conquista, que es el espíritu mismo de la fe.

El derecho

Además de la filosofía y la teología, es necesario una tercera ciencia para traducir las grandes verdades del orden natural y sobrenatural en reglas jurídicas. El liberalismo, en efecto, aún en sus formas más moderadas, proclama los derechos del hombre sin Dios. Es indispensable, en consecuencia, para el jurista católico, fundar nuevamente los derechos de los hombres que viven en sociedad en los deberes para con Dios y en los derechos de Dios.

En realidad no hay más derechos del hombre que aquellos que le ayudan a someterse a los derechos de Dios.

Se expresa la misma verdad al decir que el derecho positivo, el derecho civil, debe fundarse sobre el derecho natural. El Papa Pío XII ha insistido en este principio, contra el error del positivismo jurídico, que hace de la voluntad arbitraria del hombre la fuente del derecho.

Después, viene el derecho sobrenatural; los derechos de Jesucristo y de su Iglesia, los derechos de las almas redimidas por la sangre de Jesucristo. Esos derechos de la Iglesia y de las almas cristianas en relación al Estado forman lo que hemos llamado el derecho público de la Iglesia. Esta ciencia ha sido prácticamente aniquilada por la declaración con-ciliar sobre la libertad religiosa, tal como he tratado de mostrarlo. Es urgente, por lo tan-to, enseñar nuevamente el derecho público de la Iglesia, que establece los grandes principios que rigen las relaciones entre la Iglesia y el Estado. Sobre este tema recomiendo especialmente la lectura de las Institutiones Juris Publici Ecclesiastici, del Card. Ottaviani y de la obra Ecclesia et Status, Fontes Selecti, de Giovanni Lo Grasso, S. J.; particularmente esta última, reúne los documentos del siglo IV al XX, desconocidos o expresamente olvidados por los liberales.

No olvidemos, por fin, la historia eclesiástica, fuente inagotable del derecho de la Iglesia. Nos muestra la actitud de los primeros emperadores cristianos poniendo la espada temporal al servicio del poder espiritual de la Iglesia en el siglo IV, actitud constantemente alabada por la Iglesia, y también la valiente resistencia de los obispos y de los Papas frente a los príncipes que usurpaban el poder espiritual con el paso de los tiempos. Esas preciosas lecciones son cómo la realización práctica del dogma y representan la más radical refutación de todos los liberalismos: tanto el de los revolucionarios perseguidores de la Iglesia como aquél, mucho más pérfido, de los liberales llamados católicos.

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