Carta Pastoral nº 31
ALGUNAS
INSTRUCTIVAS PÁGINAS DE HISTORIA:
EL CONCILIO DE TRENTO
En el momento en el cual,
ante el espíritu de un cierto número de nuestros contemporáneos, se quiere
presentar al Concilio actual como una Contrarreforma, es decir,
como el contrapeso equilibrante de lo que tuvo de exagerado o de circunstancial
la Reforma del Concilio de Trento, es bueno poner de nuevo a la
vista algunas páginas de historia que nos den una apreciación más exacta de la
realidad.
En efecto, algunos
eclesiásticos contemporáneos quisieran deducir, de la concepción particular del
sacerdote en la época del Concilio de Trento, la necesidad de buscar un nuevo
“tipo de sacerdote” que sería, según dicen, más evangélico. Afirmación gratuita
y que autoriza todas las iniciativas, aún las más contrarias a la verdadera
noción del sacerdocio transmitida por la tradición infalible de la Iglesia. Estas páginas están
extraídas de “La Historia de la Iglesia”, publicada por Fliche y Martin,
tomo 17, capítulo IX.
La
actualidad del Concilio de Trento
400 años han pasado sobre la
obra del Concilio, y tal obra permanece más viva que nunca. Es esto un hecho
que merece que nos detengamos sobre él, a fin de medir la importancia histórica
de la gran asamblea ecuménica. Se puede considerar esta importancia en dos
direcciones diferentes, en la de los siglos anteriores, reflexionando sobre los
inmensos trabajos del Concilio, o en los estudios previos que suponen, en la
ciencia adquirida que revelan, lo cual conduce a uno a comprobar que el
decaimiento de la Iglesia católica, por evidente que fuese en el dominio moral,
no lo era de naturaleza hasta tal punto que perjudicase la pureza de la
doctrina. Los obispos y los teólogos del Concilio no deben nada a la reacción anti
protestante. Eran, por su edad, los contemporáneos de Lutero y Zwinglio. La
mayoría eran anteriores a Calvino y hasta de Melanchton. Habían recibido una
formación universitaria. Sus deficiencias, especialmente en materia de historia
de los dogmas, no eran más graves que las de los revolucionarios protestantes.
Su conocimiento de la Escritura y de la patrística era bastante sólido como
para que los progresos cumplidos en ese doble dominio, desde su época, no
hubiesen permitido tomarlos seriamente en defecto sobre un punto cualquiera…
Hay que leer, meditar los “vota scripta”, es decir, las opiniones
expresadas por escrito de los teólogos y de los Padres del Concilio. Es
entonces cuando se adquiere, en su justa medida, la condición escrituraria y
patrística de su vigor teológico, de la penetración y belleza de su espíritu,
del poder de los estudios preparatorios que les han permitido, en el día
adecuado, levantar el monumento de los decretos dogmáticos tridentinos. Sus
escritos, de Trento solamente, permanecen como una especie de mina casi
inagotable, que explotamos al máximo en nuestros diccionarios enciclopédicos y
en nuestros trabajos de historia de las doctrinas católicas. Lo que prueba el
celo de los buscadores que no cesan de dirigirse en esta dirección y las
iniciativas que han sido suscitadas por la celebración del IVº centenario de la
reunión de esta asamblea, es que haya todavía mucho que tomar en los documentos
emanados del Concilio. Todo eso es particularmente
elocuente e impone una puesta a punto de las concepciones de historia que han
tenido lugar hasta una fecha relativamente reciente en el seno del mundo
científico.
¿Reforma
católica o Contrarreforma?
Ha sido usual, y lo es
todavía, darle el nombre de Contrarreforma a la Reforma católica operada en
Trento. Esta apelación sugiere una especie de tríptico histórico con los
cuadros sucesivos siguientes: ¿Antes de Lutero, la Iglesia se hallaba en un
letargo profundo y universal, la Biblia se encontraba casi abandonada o era mal
entendida, los estudios estaban reducidos a un? Superficial y la disciplina
eclesiástica ofrecía el espectáculo del más deplorable relajamiento. Con
Lutero, la Reforma se operó por medio de un despertar brillante del espíritu
evangélico y bíblico. Por fin, a la voz de Lutero, la Iglesia católica tomó
conciencia de sus deberes, el concilio de Trento se reunió y operó un
enderezamiento que mereció el nombre de Contrarreforma. Ahora bien, tal visión de
los hechos choca contra evidencias irrefutables. Ya W. Maurenbre-drer, escribiendo
en 1990 la “Histoire de la restauration Catholique”, evitaba el empleo
de la palabra “Contrarreforma”, que implica una posterioridad del
movimiento católico y una prioridad del movimiento luterano. Muy a propósito,
también, en 1917, el historiador inglés Halme intitula una obra “El
renacimiento, la revolución protestante y la reforma católica en Europa
continental”. Esta manera de hablar es la única exacta. Lo sería aún si
estaba establecido que la reforma católica es posterior a la revolución
protestante, pues una revolución no puede ser una reforma, sino una inversión.
Es lo que dijo muy bien un historiador francés, el Señor Lucien Fabvre,
mostrando que las palabras “Reforma, vuelta a la Iglesia primitiva” no
eran más que los elementos de un mito que seducía las imaginaciones de los
adversarios de la Iglesia tradicional: “Reforma, Iglesia primitiva, escribe,
palabras cómodas para disfrazar a sus propios ojos el atrevimiento de sus
deseos secretos. Lo que deseaban en realidad no era una restauración, era una innovación. “Dotar a los hombres del siglo XVI de los que deseaban, unos de
manera confusa, otros con toda claridad: una religión mejor adaptada a sus
necesidades nuevas, mejor adaptada a las condiciones modificadas de su
existencia social, que sus autores tengan más o menos netamente conciencia, he
aquí lo que la Reforma cumplió de hecho”.
Los católicos del siglo XVI
tenían razón al darle el nombre de “novadores” a los protestantes. Es también
ese nombre el que les da el historiador protestante americano Preserved Smith
en su obra “La época de la Reforma”. Entre las dos expresiones: Reforma
o Revolución, L. Fabvre no duda, como tampoco Ed. Hulme. A pesar de
lo que han dicho y pensado, los “reformadores” fueron revolucionarios, y sus
doctrinas, que impartían para una restauración del cristianismo puro, según la
palabra conocida de W. Wundt, no eran otra cosa que “el reflejo del siglo
del renacimiento”. Y como iban por delante de aspiraciones muy difundidas a
su alrededor es que han obtenido los éxitos que la historia ha registrado.
¿El
Concilio de Trento innovó?
Si se debe considerar como
algo definitivo que el protestantismo fue una revolución mucho más que una
restauración, ¿no se podría decir lo mismo de la obra del Concilio de Trento?
En otros términos, ¿la religión católica tridentina es la misma que la religión
medieval, la misma que la religión cristiana primitiva? Si en efecto, a las
necesidades del siglo del Renacimiento, se les atribuye un oscuro empuje que se
tradujo en algunos países por la revolución protestante, ¿se puede escapar a
esta conclusión que necesidades análogas hayan conducido a la Iglesia católica,
sin que lo supiera, a adaptaciones, doctrinas y costumbres que, en el fondo,
eran igualmente novedades? Es curioso observar que esta
idea, que se contradice con nuestras habituales maneras de pensar, ya había
sido formulada con respecto del dogma por Ferry en el siglo XVII, y que fue
refutada por Bossuet. Eso va a permitirnos precisar la naturaleza y los límites
de las innovaciones del Concilio de Trento, y, por consiguiente, definir su
importancia histórica en el dominio del dogma. Admitimos perfectamente que el
Concilio de Trento trajo algo nuevo. Si así no fuera, ¿para qué hubiese
servido?
Estas innovaciones nunca
versaron sobre el fondo de la doctrina cristiana, sino sobre lo que, en
teología, se llaman los desarrollos, es decir, las consecuencias lógicas de
dogmas ya conocidos e universalmente aceptados. Hacer explícito lo que no era
más implícito, tornar claro lo que permanecía oscuro, he ahí el papel de un
concilio. Eso es hacer avanzar el conocimiento de la doctrina. No hay concilio
en la historia del que se pueda decir que hay innovado, pues de ser así no
hubiera servido para nada. Pero esta innovación, tal como quería decirlo muy
bien Newman, es del tipo que se pueda y deba llamar una evolución de vida y no
de la categoría de los cambios que caracterizan la muerte. Pues “No hay
corrupción si la idea de la doctrina retiene el mismo tipo, los mismos
principios, la misma organización; si los comienzos hacen prever sus fases
ulteriores; si sus fenómenos últimos protegen las manifestaciones más antiguas
y las conservan; si guarda su poder de asimilación y de restauración y una
acción vigorosa del comienzo al fin”.
Los cambios operados en el
Concilio de Trento no constituyen entonces una “nueva religión”, sino medidas
conservatorias de la antigua. Un árbol que crece ya no es más el mismo, y sin
embargo es el mismo. La religión tridentina era otra que la religión medieval,
pero era siempre la misma religión, en una edad diferente. Todo lo que decimos
aquí del dogma puede decirse de todos los otros aspectos del catolicismo, de su
moral, de su disciplina, de su doctrina ascética y mística, de su disciplina
canónica. Y, además, como dice Bossuet con respecto a los artículos de fe
formulados en el Concilio: Si hubo un número más grande de los decididos en
Trento, es que lo que necesitaba condenar había removido más materias y que
para no dar lugar a renovar esas herejías, había sido necesario apagar hasta la
última chispa. Y sin entrar en todo esto, claro está que si fuera debilitada la
menor parcela de las decisiones de la Iglesia, quedaría desmentida la promesa y
con ella todo el cuerpo de la revelación.
La
naturaleza de la importancia atribuida al Concilio de Trento
Bossuet, y la teología
católica con él, distinguen muy netamente, en efecto, dos cosas muy diferentes:
la historia del Concilio y su autoridad doctrinal. Su historia ha revestido
aspectos cambiantes, inciertos, a veces casi vecinos al ridículo. Se han podido
ver las dificultades que hubo que sobrellevar para reunirlo, las oposiciones
que encontró no solamente de parte de los protestantes, sino también de algunos
grupos católicos, de Iglesias enteras, tales como la iglesia galicana, en
ciertas fases, las divisiones que se manifestaron, las intervenciones de la
diplomacia en sus debates. Pero a partir del momento en que las decisiones del
Concilio fueron adquiridas, desde que, tanto por la confirmación pontifical,
como por el consentimiento tácito primeramente y luego muy explícito y formal
de la Iglesia universal, el Concilio revistió el carácter de ecuménico, todo
ese lado humano de su historia se borra ante el valor de sus decretos.
Sin duda, los teólogos que
los han elaborado pertenecen a las escuelas más diversas: tomistas, scotistas,
nominalistas, agustinianas; pero después de discusiones a menudo movidas, a
veces tempestuosas, finalmente todos se ponían de acuerdo sobre fórmulas a la
vez flexibles y (¿ensanchadas?), precisas y firmes. Son fieles al dogma,
flexibles en cuanto a la justa libertad dejada a las opiniones. Por eso, estas
fórmulas han podido ser un tema inagotable de estudios y meditaciones. Se
encuentra a la vez la síntesis de las Sagradas Escrituras y el resumen de la
tradición cristiana. Son el comentario autorizado e infalible de la Escritura y
la tradición. Los teólogos pueden escrutar todos los detalles y recoger todos
los matices con la certeza de no encontrar más que algo divino, o si se
prefiere, una traducción humana garantizada por el Espíritu Santo en persona.
Es, entonces, un alimento perpetuo para la fe cristiana. Y es también una
fuente de edificación espiritual cuya riqueza no se exagera. Que se relea y
medite el decreto sobre el pecado original, aquel sobre la justificación
considerada con justa razón como la obra maestra del Concilio, los decretos
sobre los sacramentos; se encontrará la expresión más sabia y vigorosa de la fe
católica en cuanto abraza la obra de salvación como una colaboración de la
gracia divina con la libertad humana, del amor infinito de un Dios con la
pobreza y la miseria del hombre. Para nutrir la devoción al Santísimo
Sacramento del Altar y al Sacrificio de la Misa, nada es más eficaz como el
estudio de los decretos del Concilio estos dos temas.
En resumen, el Concilio de
Trento está en descendencia natural y legítima con todos los concilios que lo
han precedido. Los teólogos y los Padres que han deliberado y votado tenían una
formación bien medieval. Su pensamiento es un desarrollo del pensamiento de la
Edad Media. No eran, por lo demás, ajenos al movimiento de las ideas de su
época. No han querido ni adaptar ni, menos todavía, cambiar la religión. Sería
fácil demostrar que no lo han hecho, aún sin quererlo y sin percibirlo. La
historia de sus debates de ideas es decisiva sobre este punto. El Concilio no
hizo más que codificar dogmas establecidos y admitidos, por lo menos
implícitamente, desde mucho tiempo atrás: se podría decir que desde siempre. El
Concilio, de ordinario, se abstuvo sistemáticamente de zanjar las cuestiones
controvertidas entre teólogos católicos. Tuvo una sola preocupación, que era
levantar la muralla imponente de la tradición para asegurarla mejor frente a
las innovaciones protestantes. Aún dentro del campo disciplinario, donde su
obra también ha sido considerable aunque menos importante comparada con la
realizada en el campo dogmático, ha inventado poco. No hizo más que generalizar
una reforma ya empezada espontáneamente en muchos lugares y casi acabada en
algunos.
Que en la primera mitad del
siglo XVI, haya existido en Italia una serie de santos personajes,
ardientemente ligados a la obra de la reforma y cuyos ejemplos y esfuerzos han
abierto el camino a los salutíferos enderezamientos del Concilio de Trento, no
se nos permite ponerlo en duda. Que en la mayoría de los casos, la actividad de
estos piadosos servidores de Cristo se haya puesto en movimiento sin que la
rebelión luterana haya ejercido sobre ellos la menor influencia, y que dicha
rebelión haya no más acelerado la realización de los santos deseos con los
cuales estaban penetrados, es algo que las mismas fechas evidentemente nos
demuestran. Por esto, está permitido decir que, tanto en Italia como en España,
la reforma católica verdaderamente ha precedido a la revolución protestante y
que se arraiga en plena Edad Media.
Mons. Marcel Lefebvre
(“Avisos del mes”, septiembre-octubre de 1965)
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