CAPITULO
XXIX
UN
CONCILIO PACIFISTA
El
diálogo y la libre búsqueda preconizadas por el Concilio, son síntomas
característicos del liberalismo del Vaticano II. Se quisieron inventar nuevos
métodos de apostolado para los no-cristianos dejando de lado los principios del
espíritu misionero. Encontramos aquí lo que he llamado la apostasía de los
principios, que caracteriza el espíritu liberal. Aún más, el liberalismo que
impregnó al Concilio, llegó hasta la traición, firmando la paz con todos los
enemigos de la Iglesia. Se quiso hacer un concilio pacifista.
Recordad
cómo Juan XXIII en su alocución de apertura del Concilio expuso la nueva
actitud que en lo sucesivo la Iglesia debía tener con respecto a los errores
que ponen en peligro la doctrina: recordando que la Iglesia nunca dejó de
oponerse a los errores, y que frecuentemente los había condenado con gran
severidad, el Papa dejó sentado, dice Ralph Wiltgen, que ella prefería ahora
“usar de la medicina de la misericordia más que de la severidad. Piensan que
hay que remediar a los necesitados mostrándolos la validez de su doctrina
sagrada más que condenándoles.” Ahora bien, no sólo se trataba de expresiones
lamentables, que manifiestan un pensamiento bastante confuso, sino de todo un
programa que expresaba el pacifismo que caracterizó al Concilio.
Se
decía: es necesario que hagamos la paz con los masones, la paz con los comunistas,
la paz con los protestantes. ¡Hay que acabar con esas guerras interminables y
esa hostilidad permanente! Es por otra parte lo que me dijo Mons. Montini,
entonces sustituto en la Secretaría de Estado, cuando durante una de mis
visitas a Roma en los años cincuenta, le pedí la condenación del “Rearme
moral”. Me respondió: “¡Ah, no hay que estar siempre condenando, siempre
condenando! ¡La Iglesia se va a parecer a una madrastra!” Ese es el término que
usó Mons. Montini, sustituto del Papa Pío XII; ¡lo recuerdo todavía como si
fuera hoy! Por lo tanto, ¡ya no más condenaciones, no más anatemas! ¡Pactemos!
El triple pacto
–
“Masones ¿qué queréis? ¿Qué solicitáis de nosotros?” Tal es la pregunta que el
Card. Bea hizo a los B’nai B'rith antes del comienzo del Concilio: la
entrevista fue anunciada por to-dos los diarios de Nueva York, donde tuvo
lugar. Y los masones respondieron que querían “¡la libertad religiosa!” lo que
quiere decir, todas las religiones en plano de igualdad.
La
Iglesia no ha de ser llamada en adelante la única verdadera religión, el único
camino de salvación, la única admitida por el Estado. Terminemos con esos
privilegios inadmisibles y declarad entonces la libertad religiosa. De hecho,
la obtuvieron: fue la Dignitatis Humanæ.
–
“Protestantes, ¿qué queréis? ¿Qué solicitáis para que podamos satisfaceros y
rezar juntos?” La respuesta fue ésta: “¡Cambiad vuestro culto, retirad aquello
que nosotros no podemos admitir!”
–
“¡Muy bien! se le dijo, incluso os haremos venir cuando elaboramos la reforma
litúrgica. ¡Vosotros formularéis vuestros deseos y a ellos ajustaremos nuestro
culto!” Y así ocurrió: fue la constitución sobre la liturgia, Sacrosanctum
Concilium, primer documento promulgado por Vaticano II, que da los principios y
el programa detallado de la adaptación litúrgica hecha en acuerdo al
protestantismo; fue después el Novus Ordo Missæ promulgado por Pablo VI en
1969.
–
“Comunistas, ¿qué solicitáis para que podamos tener la felicidad de recibir a
algunos re-presentantes de la Iglesia Ortodoxa rusa en el Concilio, ¡algunos
emisarios de la K.G.B!” La condición exigida por el patriarcado de Moscú fue la
siguiente: “No condenéis al comunismo en el Concilio, no habléis de este tema”
(Yo agregaría: “¡sobre todo no os atreváis a consagrar Rusia al Corazón
Inmaculado de María!”) y además, “manifestad apertura y diálogo hacia
nosotros”. Y el acuerdo se hizo, la traición fue consumada: “¡De
acuerdo, no condenaremos al comunismo!” Esto se ejecutó al pie de la letra: yo
mismo llevé, junto con Mons. Proença Sigaud, una petición con 450 firmas de
Padres conciliares al Secretario del Concilio, Mons. Felici, pidiendo que el
Concilio pronunciara una condenación de la más espantosa técnica de esclavitud
de la historia humana, el comunismo. Después, como nada ocurría, pregunté qué
había sido de nuestro pedido. Buscaron y finalmente me respondieron con un
descaro que me dejó estupefacto: “Oh, su pedido se extravió en un cajón...”
Y no se condenó al comunismo; o más bien, el concilio cuya intención era
discernir los “signos de los tiempos”, fue obligado por Moscú a guardar
silencio sobre el más evidente y monstruoso de los signos de estos tiempos
Está
claro que hubo en el Concilio Vaticano II, un entendimiento con los enemigos de
la Iglesia, para terminar con la hostilidad existente hacia ellos. ¡Es un
entendimiento con el diablo!
La Iglesia convertida al mundo
El
espíritu pacifista del Concilio me parece perfectamente definido por el Papa Pablo
VI en su discurso de la última sesión pública del Vaticano II, el 7 de
diciembre de 1965. La Iglesia y el hombre moderno, la Iglesia y el mundo: he
aquí los temas considerados por el Concilio con una mirada nueva
maravillosamente definida por Pablo VI: “La
Iglesia del Concilio, sí, se ha ocupado mucho, además, de sí misma y de la relación
que la une a Dios; del hombre tal cual hoy en realidad se presenta: del hombre
vivo, el hombre enteramente ocupado de sí, del hombre que no sólo se hace el
centro de todo su interés, sino que se atreve a llamarse principio y razón de
toda realidad...” Sigue
luego una enumeración de las miserias del hombre sin Dios y de sus falsas
grandezas, que termina así: “(...)
el hombre pecador y el hombre santo; y así sucesivamente” Me
pregunto verdaderamente cómo viene al caso el hombre santo, ¡al final de esta
enumeración de tantas inmundicias!
Más
aún cuando Pablo VI recapitula lo que acaba de describir, nombrando al humanismo
laico y profano: “El
humanismo laico y profano ha aparecido, finalmente, en toda su terrible
estatura y, en un cierto sentido, ha desafiado al Concilio. La religión del
Dios que se ha hecho hombre, se ha encontrado con la religión –porque tal es–
del hombre que se hace dios. ¿Qué ha sucedido? ¿Un choque, una lucha, un
condenación? Podía haberse dado; pero no se produjo. La antigua historia del
Samaritano ha sido la pauta de la espiritualidad del Concilio. Una simpatía
inmensa lo ha penetrado todo. El descubrimiento de las necesidades humanas – y
son tanto mayores cuanto más grande se hace el hijo de la tierra– ha absorbido
la atención de nuestro sínodo. Vosotros, humanistas modernos, que reconocíais a
la trascendencia de las cosas supremas, conferidle siquiera este mérito y
reconoced nuestro nuevo humanismo: también nosotros – y más que nadie – somos
promotores del hombre.”
Así
se explica, de una manera ingenua y lírica, pero clara y terrible, lo que fue,
no el espíritu, sino la espiritualidad del Concilio: una “simpatía ilimitada”
por el hombre laico, por el hombre sin Dios. Si todavía hubiera sido para
elevar al hombre caído, para hacerle ver sus llagas mortales, para curarlo con
un remedio eficaz, para sanarlo y conducirlo al seno de la Iglesia, para
someterlo a su Dios... ¡Pero no! Fue para poder decir al mundo: La Iglesia
también tiene el culto del hombre.
No
dudo en afirmar que el Concilio llevó a cabo la conversión de la Iglesia al mundo.
Os dejo adivinar quien ha sido el animador de esta espiritualidad: basta que
recordéis a quien llama Nuestro Señor Jesucristo, el Príncipe de este mundo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario