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martes, 7 de junio de 2016

LE DESTRONARON - Del liberalismo a la apostasía La tragedia conciliar.

CAPITULO XXIX
UN CONCILIO PACIFISTA


El diálogo y la libre búsqueda preconizadas por el Concilio, son síntomas característicos del liberalismo del Vaticano II. Se quisieron inventar nuevos métodos de apostolado para los no-cristianos dejando de lado los principios del espíritu misionero. Encontramos aquí lo que he llamado la apostasía de los principios, que caracteriza el espíritu liberal. Aún más, el liberalismo que impregnó al Concilio, llegó hasta la traición, firmando la paz con todos los enemigos de la Iglesia. Se quiso hacer un concilio pacifista.

Recordad cómo Juan XXIII en su alocución de apertura del Concilio expuso la nueva actitud que en lo sucesivo la Iglesia debía tener con respecto a los errores que ponen en peligro la doctrina: recordando que la Iglesia nunca dejó de oponerse a los errores, y que frecuentemente los había condenado con gran severidad, el Papa dejó sentado, dice Ralph Wiltgen, que ella prefería ahora “usar de la medicina de la misericordia más que de la severidad. Piensan que hay que remediar a los necesitados mostrándolos la validez de su doctrina sagrada más que condenándoles.” Ahora bien, no sólo se trataba de expresiones lamentables, que manifiestan un pensamiento bastante confuso, sino de todo un programa que expresaba el pacifismo que caracterizó al Concilio.

Se decía: es necesario que hagamos la paz con los masones, la paz con los comunistas, la paz con los protestantes. ¡Hay que acabar con esas guerras interminables y esa hostilidad permanente! Es por otra parte lo que me dijo Mons. Montini, entonces sustituto en la Secretaría de Estado, cuando durante una de mis visitas a Roma en los años cincuenta, le pedí la condenación del “Rearme moral”. Me respondió: “¡Ah, no hay que estar siempre condenando, siempre condenando! ¡La Iglesia se va a parecer a una madrastra!” Ese es el término que usó Mons. Montini, sustituto del Papa Pío XII; ¡lo recuerdo todavía como si fuera hoy! Por lo tanto, ¡ya no más condenaciones, no más anatemas! ¡Pactemos!

El triple pacto

– “Masones ¿qué queréis? ¿Qué solicitáis de nosotros?” Tal es la pregunta que el Card. Bea hizo a los B’nai B'rith antes del comienzo del Concilio: la entrevista fue anunciada por to-dos los diarios de Nueva York, donde tuvo lugar. Y los masones respondieron que querían “¡la libertad religiosa!” lo que quiere decir, todas las religiones en plano de igualdad.

La Iglesia no ha de ser llamada en adelante la única verdadera religión, el único camino de salvación, la única admitida por el Estado. Terminemos con esos privilegios inadmisibles y declarad entonces la libertad religiosa. De hecho, la obtuvieron: fue la Dignitatis Humanæ.

– “Protestantes, ¿qué queréis? ¿Qué solicitáis para que podamos satisfaceros y rezar juntos?” La respuesta fue ésta: “¡Cambiad vuestro culto, retirad aquello que nosotros no podemos admitir!”

– “¡Muy bien! se le dijo, incluso os haremos venir cuando elaboramos la reforma litúrgica. ¡Vosotros formularéis vuestros deseos y a ellos ajustaremos nuestro culto!” Y así ocurrió: fue la constitución sobre la liturgia, Sacrosanctum Concilium, primer documento promulgado por Vaticano II, que da los principios y el programa detallado de la adaptación litúrgica hecha en acuerdo al protestantismo; fue después el Novus Ordo Missæ promulgado por Pablo VI en 1969.

– “Comunistas, ¿qué solicitáis para que podamos tener la felicidad de recibir a algunos re-presentantes de la Iglesia Ortodoxa rusa en el Concilio, ¡algunos emisarios de la K.G.B!” La condición exigida por el patriarcado de Moscú fue la siguiente: “No condenéis al comunismo en el Concilio, no habléis de este tema” (Yo agregaría: “¡sobre todo no os atreváis a consagrar Rusia al Corazón Inmaculado de María!”) y además, “manifestad apertura y diálogo hacia nosotros”. Y el acuerdo se hizo, la traición fue consumada: “¡De acuerdo, no condenaremos al comunismo!” Esto se ejecutó al pie de la letra: yo mismo llevé, junto con Mons. Proença Sigaud, una petición con 450 firmas de Padres conciliares al Secretario del Concilio, Mons. Felici, pidiendo que el Concilio pronunciara una condenación de la más espantosa técnica de esclavitud de la historia humana, el comunismo. Después, como nada ocurría, pregunté qué había sido de nuestro pedido. Buscaron y finalmente me respondieron con un descaro que me dejó estupefacto: “Oh, su pedido se extravió en un cajón...” Y no se condenó al comunismo; o más bien, el concilio cuya intención era discernir los “signos de los tiempos”, fue obligado por Moscú a guardar silencio sobre el más evidente y monstruoso de los signos de estos tiempos

Está claro que hubo en el Concilio Vaticano II, un entendimiento con los enemigos de la Iglesia, para terminar con la hostilidad existente hacia ellos. ¡Es un entendimiento con el diablo!

La Iglesia convertida al mundo

El espíritu pacifista del Concilio me parece perfectamente definido por el Papa Pablo VI en su discurso de la última sesión pública del Vaticano II, el 7 de diciembre de 1965. La Iglesia y el hombre moderno, la Iglesia y el mundo: he aquí los temas considerados por el Concilio con una mirada nueva maravillosamente definida por Pablo VI: “La Iglesia del Concilio, sí, se ha ocupado mucho, además, de sí misma y de la relación que la une a Dios; del hombre tal cual hoy en realidad se presenta: del hombre vivo, el hombre enteramente ocupado de sí, del hombre que no sólo se hace el centro de todo su interés, sino que se atreve a llamarse principio y razón de toda realidad...” Sigue luego una enumeración de las miserias del hombre sin Dios y de sus falsas grandezas, que termina así: “(...) el hombre pecador y el hombre santo; y así sucesivamente” Me pregunto verdaderamente cómo viene al caso el hombre santo, ¡al final de esta enumeración de tantas inmundicias!

Más aún cuando Pablo VI recapitula lo que acaba de describir, nombrando al humanismo laico y profano: “El humanismo laico y profano ha aparecido, finalmente, en toda su terrible estatura y, en un cierto sentido, ha desafiado al Concilio. La religión del Dios que se ha hecho hombre, se ha encontrado con la religión –porque tal es– del hombre que se hace dios. ¿Qué ha sucedido? ¿Un choque, una lucha, un condenación? Podía haberse dado; pero no se produjo. La antigua historia del Samaritano ha sido la pauta de la espiritualidad del Concilio. Una simpatía inmensa lo ha penetrado todo. El descubrimiento de las necesidades humanas – y son tanto mayores cuanto más grande se hace el hijo de la tierra– ha absorbido la atención de nuestro sínodo. Vosotros, humanistas modernos, que reconocíais a la trascendencia de las cosas supremas, conferidle siquiera este mérito y reconoced nuestro nuevo humanismo: también nosotros – y más que nadie – somos promotores del hombre.”

Así se explica, de una manera ingenua y lírica, pero clara y terrible, lo que fue, no el espíritu, sino la espiritualidad del Concilio: una “simpatía ilimitada” por el hombre laico, por el hombre sin Dios. Si todavía hubiera sido para elevar al hombre caído, para hacerle ver sus llagas mortales, para curarlo con un remedio eficaz, para sanarlo y conducirlo al seno de la Iglesia, para someterlo a su Dios... ¡Pero no! Fue para poder decir al mundo: La Iglesia también tiene el culto del hombre.


No dudo en afirmar que el Concilio llevó a cabo la conversión de la Iglesia al mundo. Os dejo adivinar quien ha sido el animador de esta espiritualidad: basta que recordéis a quien llama Nuestro Señor Jesucristo, el Príncipe de este mundo.

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