27 DE
ENERO
SAN JUAN
CRISOSTOMO, OBISPO Y DOCTOR
DE LA
IGLESIA.
DOBLE – ORNAMENTOS BLANCOS.
EPÍSTOLA
– Ep. 2º del Apóstol San Pablo a Timoteo
(IV, 1-8).
EVANGELIO
– San Mateo (V, 13-19).
COLECTA
“Ecclésiam tuam, quaesemus, Dómine,
grátia caeléstis amplificet: quam beáti
Joánnis Chrysóstomi, Confessóris tui atque Pontíficis, ilustráre
voluísti gloriósis méritis et doctrinis. Per Dóminum.”
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“Suplicámoste, Señor, que La gracia
celestial haga dilatarse cada día más la Santa Iglesia. A la cual te dignaste
ilustrar con los gloriosos merecimientos y la doctrina de tu Santo Pontífice y
Confesor Juan Crisóstomo. Por Jesucristo Nuestro Señor.”
Vida.
— Nació San Juan Crisóstomo en
Antioquía entre el año 344 y 347, y fué allí ordenado de sacerdote en 386. Elegido obispo de Constantinopla en 398, se opuso con
energía a la corrupción de las costumbres, lo que atrajo la ira de la
Emperatriz Eudoxia, quien le desterró. Habiendo el pueblo pedido su vuelta,
tuvo que salir de nuevo desterrado para no volver ya, permaneciendo allí desde
el 404 hasta el 407. Allí tuvo que sufrir mucho pero también ganó muchas almas
a Cristo. El Papa Inocencio I ordenó fuera restablecido en su sede de Constantinopla
pero al regresar le maltrataron los soldados de tal forma que murió en Coman,
en el Ponto, el 14 de setiembre de 407. Pío X declaró le patrón de los oradores
sagrados y Doctor de la Iglesia universal, el 8 de julio de 1908.
EL
DEBER DE LOS PASTORES. —
Antes de la llegada del Emmanuel, los hombres estaban como ovejas sin pastor;
el rebaño andaba disperso, y el género humano corría hacia su ruina. Jesús no
se contentó, con ser el Cordero destinado al sacrificio por nuestros pecados;
quiso revestir el carácter de Pastor para llevarnos a todos al divino aprisco.
Pero, como debía subir a los cielos, proveyó a las necesidades de sus ovejas
estableciendo una serie de pastores, que apacentasen en nombre suyo a su rebaño
hasta la consumación de los siglos. Ahora bien, las ovejas tienen ante todo
necesidad de doctrina, que es la luz de vida; por eso quiso el Emmanuel que los
Pastores fuesen también Doctores. El deber de los pastores para con sus ovejas
es ante todo administrar la Palabra divina y los Sacramentos. Por sí mismos y
continuamente deben apacentar a sus ovejas con este doble alimento, y dar su
vida, si es preciso, en cumplimiento de esa obligación sobre la que descansa
toda la obra de la salvación del mundo. Pero, como no está el discípulo sobre
el maestro, los Pastores y Doctores del pueblo cristiano, si son fieles, serán
también objeto de odio por parte de los enemigos de Dios, porque sólo con perjuicio
del reino de Satanás podrán propagar el de Jesucristo. Por eso, la historia de
la Iglesia, muestra en todas sus páginas los relatos de las persecuciones
sufridas por los que quisieron seguir el ejemplo de celo y caridad comenzado por
Cristo en la tierra. Tres clases de luchas han tenido que sostener a través de
los siglos, dando ocasión a tres admirables victorias.
LUCHA
CONTRA EL PAGANISMO. —
Tuvieron que luchar contra la religión pagana que se oponía sangrientamente a
la predicación de la ley de Cristo. Esta persecución dió la corona y llevó a la
cuna del Emmanuel, durante los cuarenta días dedicados a su Nacimiento, a
Policarpo, Ignacio, Fabián y Telesforo.
LUCHA CON LOS PODERES TEMPORALES. — Después de la era de las persecuciones, abrióse a los jefes del pueblo
cristiano una nueva palestra no menos gloriosa. Algunos príncipes, hijos al
principio de la Iglesia, quisieron pronto encadenarla. Pensaron que convenía a
su política tener sujeta a aquella palabra que debía recorrer libremente el mundo
en todas sus direcciones, como la luz visible de que es imagen. Quisieron ser
sacerdotes y pontífices, como en tiempo del paganismo, y detener los
manantiales de la vida que se agotan en cuanto les toca una mano profana.
Entablóse una lucha continua entre ambos poderes, el temporal y el espiritual;
este largo período tuvo también sus soldados y sus mártires. En todos los
siglos honró Dios a su Iglesia por medio de los combates y de los triunfos de
numerosos y valientes campeones de la palabra y del ministerio. Tomás de
Cantorbery e Hilario de Poitiers representan dignamente a estos caballeros de
la Corte del Rey recién nacido.
LUCHA
CONTRA EL MUNDO. — Pero existe
otra clase de combates para los Pastores y Doctores del pueblo fiel: se trata
de la lucha contra el mundo y sus vicios. Comenzó con el Cristianismo y
continuará ocupando a la Iglesia hasta el último día; por haberla sostenido
valerosamente merecieron el odio del mundo por el nombre de Jesucristo muchos
santos prelados. Ni la caridad ni los servicios de todo género, ni la humildad,
ni su mansedumbre, los libraron de la Ingratitud, del odio, ni de las
persecuciones, porque fueron, fieles en proclamar la doctrina de su Maestro, en
defender la virtud, y oponerse a los pecadores. No se vió libre Francisco de
Sales de la malicia de los hombres, ni el mismo Juan Crisóstomo cuyo triunfo
alegra hoy a la Iglesia y que se presenta ante la cuna del Emmanuel como el
mártir más insigne de los deberes pastorales.
EL
OBISPO PERSEGUIDO. —
Discípulo del Salvador de los hombres hasta en la práctica de sus consejos por
la profesión monástica, este predicador de boca de oro no empleó su
magnífica elocuencia sino en la recomendación de las virtudes traídas por
Cristo a la tierra, y en la reprensión de toda clase de pecadores. Una emperatriz,
cuya vanidad pagana había denunciado; hombres poderosos, a quien había señalado
mala conducta; mujeres influyentes a cuyos oídos sonaba con demasiada
frecuencia su voz importuna; un obispo de Alejandría, prelados de la corte, más
celosos de su reputación que de su propia virtud: tales son los poderes que
suscitó el infierno contra Juan. Ni el amor de su pueblo, ni la santidad de su
vida bastarán a librarle, y así veremos a este obispo marchar hacia la muerte
cansado de fatiga, en. medio de soldados, camino del destierro, después de
haber hechizado con su palabra mágica a los habitantes de Antioquía, después de
haber reunido en torno suyo a Constantinopla entera, en un entusiasmo que
crecía de día en día, después de haber sido depuesto en un indigno
conciliábulo', y haber visto su nombre borrado de los dípticos del altar, a
pesar de la protesta enérgica del Pontífice romano.
VALOR
DEL OBISPO. — Pero ni el
Pastor, ni el Doctor se daban por vencidos. Repetía con San Pablo:
"¡Desgraciado de mí, si no predico el Evangelio!" (I Cor., IX, 16.) Y también: "La palabra de
Dios no se halla encadenada." (II
Tim., II, 9). La Iglesia triunfaba en
él, más glorificada y consolidada por la
constancia del Crisóstomo conducido al destierro por haber predicado la
doctrina de Jesucristo, que por el
éxito de aquella elocuencia que Libanio hubiera
deseado para el paganismo. Escuchemos sus
enérgicas frases antes de salir para su
último destierro. Ya había sido desterrado
otra vez, pero un terremoto, indicio de la ira divina, obligó a la misma Eudoxia a solicitar del Emperador con lágrimas su vuelta. Fórmanse nuevas tormentas contra Juan; pero él siente en sí toda la fortaleza de la Iglesia, y
desafía la tempestad. Aprendamos lo que es un Obispo formado en la escuela de Jesucristo, Pastor
y Obispo de nuestras almas, como dice San Pedro (I. S. Pedro., II,
25.) "Las olas de la tormenta vienen contra nosotros, pero
no tenemos miedo a sumergirnos, porque estamos
sentados sobre la roca. Ya puede el mar
lanzarse con toda su ira, no quebrantará la
roca; ya pueden subir las olas, que no lograrán hundir la barca de Jesús. Yo os pregunto: ¿Qué podríamos temer? ¿La muerte? Mas, Cristo es mi vida, y el morir ganancia. (Fil., I,
21.) El destierro, me diréis. Pero, "la
tierra es del Señor, y todo cuanto ella encierra". (Salmo
XXIII, 1.) ¿La confiscación de los
bienes? Pero, "nada trajimos
al venir al mundo, y nada podremos llevarnos". (I Tim., VI, 7.) Desprecio los
temores de este mundo, y sus bienes
me causan risa. No tengo miedo a la
pobreza, no ansió las riquezas, no temo la
muerte; si deseo vivir, es únicamente por
vuestro bien, vuestro provecho es el único motivo que me induce a hablar en las presentes circunstancias. He aquí la súplica que os hago: Tened
confianza. Nadie podrá separarnos.
Lo que Dios unió no lo podrá
deshacer el hombre. Lo dijo Dios con respecto
a la unión del hombre y de la mujer Si
no puedes, oh hombre, romper el vínculo del
matrimonio ¿cómo podrías dividir a la Iglesia de Dios? Como no puedes alcanzar a Aquel a quien persigues, la atacas a ella. Pues, el medio de hacer mi victoria más aplastante y
de agotar tus fuerzas con mayor
certeza, es el de combatirme; porque,
te será duro dar coces contra el aguijón.
(Hech., IX, 5.) No embotarás su
punta, y te ensangrentarás los pies.
Las olas no rompen la roca, caen sobre sí
mismas en impotente espuma. Oh
hombre, nada se puede comparar con la fuerza
de la Iglesia. Termina de combatirla, si
no quieres ver agotadas tus fuerzas; no pelees contra el cielo. Si declaras la guerra al hombre, podrás vencer o sucumbir; pero si
atacas a la Iglesia, puedes
abandonar toda esperanza de victoria, porque
Dios es más fuerte que todos. ¿Tendremos envidia del Señor? ¿Seremos más potentes que El? Dios ha fundado y ha
consolidado; ¿quién tratará de
destruir? ¿No conoces su poder? Mira
El a la tierra y la hace temblar; ordena, y lo que estaba quebrantado, se vuelve firme.
Si, no hace mucho todavía pudo dar
firmeza a vuestra ciudad combatida
por un terremoto ¿cuánto mejor podrá
asegurar a su Iglesia? Está más segura que
el mismo cielo. El cielo y la tierra pasarán, dice el Señor, pero mis palabras no
pasarán. ¿Qué palabras? Tú
eres Pedro, y sobre ésta piedra (que es
mía), construiré mi Iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella. Si a esta palabra no crees, cree a los
hechos. ¡Cuántos tiranos trataron de
aplastar a la Iglesia! ¡Cuántas hogueras, cuántas bestias feroces, cuántas espadas! Y todo para no
conseguir nada. ¿Dónde están ahora
esos temibles enemigos? El silencio
y el olvido les hacen justicia. ¿Dónde está
en cambio la Iglesia? ¡Ante nuestros propios ojos, y más resplandeciente que el mismo sol! Pues, si cuando los cristianos no eran más que un puñado, no pudieron ser vencidos,
¿cómo podrán vencerlos hoy que el
mundo está lleno de esta santa
religión? El cielo y la tierra pasarán, dice el Señor, pero mis palabras no pasarán. Y así tiene que ser; porque Dios ama más a
la Iglesia que al mismo cielo. Fijáos que no tomó
carne del cielo, su carne pertenece a la Iglesia. El cielo es para la Iglesia,
no la Iglesia para el cielo. No os alarméis por lo que ha sucedido. Hacedme la
gracia de permanecer inconmovibles en vuestra fe. ¿No visteis que Pedro, al caminar
sobre las aguas estuvo a punto de sumergirse no por la fuerza de las olas, sino
por la flaqueza de su fe?, por haber dudado un momento. ¿Es que hemos sido
elevados a esta silla con miras humanas? ¿Nos ha elevado el hombre, para que
pueda el hombre derribarnos por potestad humana? Y no lo digo por arrogancia o
vanagloria, no lo quiera Dios, lo digo sólo para asegurar los ánimos fluctuantes.
La ciudad estaba firme sobre sus fundamentos; pero el diablo ha querido
destruir la Iglesia. ¡Oh infame y malvado espíritu no has podido derribar sus
murallas y con todo eso pretendes destruir a la Iglesia! ¿Es que la Iglesia consiste
en murallas? No: la Iglesia es la muchedumbre de los fieles; esas son sus
firmes columnas, no sujetas con hierro, sino unidas por la fe. No digo solamente
que esa multitud tiene más fuerza que el fuego; digo que tu ira no podría
triunfar ni siquiera de un solo cristiano. Recuerda las heridas que te hicieron
los Mártires. ¿No se vió con frecuencia comparecer ante el juez a una delicada
joven que, aun no era casadera? jóvenes más tiernas que la cera pero más firmes
que la roca. Desgarrabas sus costados pero no le arrebatabas la fe. Cedía la
carne bajo las garras del tormento, pero no su constancia en la fe. ¿No pudiste
vencer a una mujer y esperas vencer a todo un pueblo? Entonces no has oído al
Señor que dijo: "Donde dos o tres estuvieren reunidos en mi
nombre, allí estoy Yo en medio de ellos." (Mat., XVIII, 20.) Y
¡no habría de estar presente en medio de un pueblo numeroso, unido por los
lazos del amor! Tengo la garantía en mis manos, tengo su promesa escrita; ese
es el báculo en que me apoyo, mi seguridad, mi puerto tranquilo. Ya puede agitarse
todo el mundo; yo me contento con releer ese texto sagrado: ahí está mi muro y
mi fortaleza. ¿Cuál es ese texto? El siguiente: He aquí que estoy con
vosotros hasta la consumación de los siglos. Si Cristo está conmigo
¿a quién voy a temer? Aun cuando las olas, los mares, la ira de los soberanos
se levanten contra mí, todo eso me importa menos que una tela de araña. Presto
estaba para marchar desde ahora al destierro, si vuestra caridad no me hubiese
detenido. Esta es mi plegaria: Hágase, Señor, tu voluntad; no ésta u
otra voluntad, sino la tuya. Suceda lo que Dios quiera; si quiere que
permanezca aquí, se lo agradezco; si quiere llevarme a otro sitio, también se
lo agradeceré Así es el corazón de un ministro de Jesucristo, humilde e
invencible. En todos los tiempos suscita Dios hombres de este templo, y cuando
escasean, todo languidece y se apaga. La Iglesia de Oriente tuvo cuatro
Doctores de este carácter: Atanasio, Gregorio de Nacianzo, Basilio y Crisóstomo:
el siglo que los vió nacer conservó la fe, a pesar de los mayores peligros. Los
dos primeros aparecen en la época en que la Iglesia irradia aún todo el
esplendor de su Esposo resucitado; el tercero señala el tiempo en que
fecundaron a la Iglesia los dones del Espíritu Santo; Crisóstomo alegra con su
presencia el tiempo en que se nos aparece el Verbo de Dios bajo el manto de su flaqueza
y de su infancia. Felices nosotros, los hijos de la Iglesia latina, la única
que ha tenido la dicha de conservar la fe primitiva, porque está Pedro con
ella; honremos a estas cuatro columnas del edificio de la tradición; pero
rindamos también homenaje a Crisóstomo, Doctor de todas las Iglesias, vencedor
del mundo, Pastor inquebrantable, sucesor de los Mártires, predicador por
antonomasia, admirador de Pablo, imitador de Cristo. ¡Cuántas coronas adornan
tu frente, oh Crisóstomo! ¡cuán glorioso es tu nombre en la Iglesia de la
tierra y en la del cielo! Enseñaste la verdad, luchaste con constancia,
sufriste por la justicia, diste tu vida por la libertad de la palabra divina.
No te lograron seducir los aplausos de los hombres; el don de la elocuencia
evangélica con que te dotó el Espíritu Santo no era más que una débil imagen de
los destellos y del fuego que el Verbo divino infundía en tu corazón. Amaste al
Verbo y a Jesús más que a tu propia gloria, más que a tu comodidad, más que a
tu vida. Sufriste persecuciones por parte de los hombres; manos sacrílegas
borraron tu nombre de las listas del altar; indignas pasiones dictaron una
sentencia en la que, a imitación de Jesucristo, eras equiparado a los
criminales, y arrojado de la sagrada cátedra. Pero no estaba en manos de los
hombres el apagar el sol, ni borrar la memoria de Crisóstomo. Roma te fué fiel;
guardó con honor tu memoria, y aún hoy conserva tus restos sagrados, junto a
los del Príncipe de los Apóstoles. El mundo cristiano te proclama uno de los
más fieles distribuidores de la Verdad divina. En pago de nuestros homenajes,
oh Crisóstomo, considéranos desde lo alto del cielo como ovejas tuyas;
instrúyenos, refórmanos, haznos cristianos. Discípulo fiel de San Pablo, sólo a
Jesucristo conociste; pero en él están ocultos todos los tesoros de la
sabiduría y de la ciencia, descúbrenos al Salvador que llega a nosotros lleno de
encanto y dulzura; haz que le conozcamos; enséñanos la manera de serle gratos,
y los medios de poderle imitar; haz que acepte nuestro amor. También nosotros
somos desterrados; pero amamos excesivamente el lugar de nuestro destierro; con
frecuencia estamos tentados de tomarlo por nuestra verdadera patria. Despéganos
de esta morada terrestre y de sus ilusiones. Haz que tengamos prisa por
reunimos contigo, para estar con Jesucristo, en quien te hemos de hallar para
siempre. Oh fiel Pastor, ruega por nuestros Pastores; alcanza para ellos un
alma semejante a la tuya, y para sus ovejas docilidad. Bendice a los
predicadores de la divina palabra, para
que no se prediquen a sí mismos sino a Jesucristo. Comunícanos la elocuencia
cristiana que se inspira en la Sagrada Escritura y en la oración, para que los
pueblos atraídos por una oratoria celestial, se conviertan y den gloria a Dios.
Protege al Romano Puntillee, cuyo predecesor fue el único que se atrevió a
defenderte: haz que sea siempre su corazón un refugio para los Obispos
perseguidos por la justicia. Devuelve la vida a tu Iglesia de Constantinopla
que olvidó tu fe y tus ejemplos. Sácala de ese envilecimiento en que vive desde
hace tiempo. Logra con tus plegarias, que Cristo, Sabiduría eterna, se acuerde
de su Iglesia de Santa Sofía y se digne purificarla, y restaurar en ella el
altar donde se inmoló durante tantos siglos. Ten siempre cariño a las Iglesias
de Occidente, que con tanto amor procuraron tu gloria. Apresura el fin de las
herejías que han devastado a muchas de nuestras cristiandades; ahuyenta las
tinieblas de la incredulidad, aviva en nosotros la fe y haz que florezcan las
virtudes.
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