Capítulo
5
La creación del mundo; el hombre.
Nunca rezaremos lo suficiente para pedir a Jesús
y a María que abran los ojos de nuestro espíritu y nos comuniquen la
inteligencia y la luz que tenían sus almas, para ver a través de la obra de la
creación del mundo y del hombre las perfecciones infinitas de Dios, la difusión
de su Caridad, la sobreabundancia de su misericordia.“Bienaventurados los pobres de espíritu, porque
de ellos es el Reino de los Cielos. Bienaventurados los puros de corazón,
porque ellos verán a Dios” (Mt. 5 3, 8). ¿Es concebible que lo que sin cesar debería
conducirnos a Dios se haya convertido en un obstáculo, en un velo para nuestro
conocimiento de Dios? Toda la Escritura nos invita a cantar la gloria y el
poder de Dios a través de sus creaturas, y no deja de recordarnos el dominio
absoluto de Dios sobre el universo espiritual y corporal. Nuestro Señor,
verdadero Dios, nos ha enseñado que dominaba a toda creatura, pues todo le
obedecía instantáneamente.
Aceptemos con sencillez, humildad y fe el relato
del Génesis, que nos describe la obra de la creación realizada por Aquel que es
la fuente del ser. “Venite
adoremus, et procidamus ante Deum, ploremus coram Domino, qui fecit nos, quia
Ipse est Dominus Deus noster” (Salmo 94) . Esta es la única actitud verdadera que podemos
tener delante del misterio insondable de Dios Creador. Aprovechemos los contactos que la gente tiene
con la Creación —ya que viaja sin cesar— para hacerles ver a Dios a través de
estas maravillas de las creaturas, y para restablecer a las creaturas que somos
nosotros en su verdadera dimensión frente a Dios, frente a Nuestro Señor,
frente al Espíritu Santo. Alentemos a nuestros fieles a vivir en el campo y a
alejarse de las ciudades, que son cada vez más lugares de perdición y de
escándalo. Que aprovechen los cursos por correo, tanto religiosos como
profanos, para educar a sus hijos. Toda la naturaleza no sólo canta la gloria
del Creador, sino que también revela la Caridad que dominó en toda la creación,
realizando el fin prescrito a cada creatura con notable perfección, en la
obediencia perfecta a las leyes establecidas por Dios; leyes de gravitación,
leyes de atracción, leyes de gravedad, leyes de la vegetación, leyes del reino
animal. Nada escapa a Dios en la aplicación de estas leyes, a no ser que el
hombre intervenga para perturbar estas leyes de la naturaleza. Esta Caridad
innata, que nos descubren las leyes de la naturaleza en este mundo desprovisto
de inteligencia, debería animarnos a seguir la ley de caridad que Dios ha
inscrito en nuestras almas, nuestros corazones y nuestros cuerpos, y que El se
ha dignado expresarnos en su Revelación.
Así se abre para nosotros la meditación o la
contemplación de la obra que Dios, en su soberana sabiduría, ha querido
realizar en el hombre. Esta obra, sin duda, está hecha a base de armonía entre
el mundo material y el mundo espiritual, pero también de contraste,
contrariamente a la creación de los puros espíritus que son los ángeles. Esta unión
de los dos mundos en los seres humanos, espíritu y cuerpo, es para ellos a
la vez una fuente de acción de gracias por los dones extraordinarios de la
naturaleza espiritual, adornada por añadidura con los dones sobrenaturales, y
también una fuente de humildad y de humillación, para estos espíritus
prisioneros en su envoltura corporal y dependientes en todo de este cuerpo, en
orden al conocimiento y a la realización de la voluntad de Dios. Esto exigirá
una enseñanza, una educación, y autoridades humanas que ayuden a estos
espíritus a alcanzar el fin que Dios les asigna: la felicidad eterna en el seno
de la Trinidad divina, por el cumplimiento de la ley y por el auxilio de la
gracia.
Cierto es que Dios había provisto a nuestros
primeros padres de todos los medios necesarios para la obtención de este fin
maravilloso por la observancia de las leyes impuestas por El. Pero por influjo
de Satanás, Eva desobedeció a la ley de Dios y condujo a Adán a este
horrible pecado que acarreará consecuencias asombrosas de desorden en su
descendencia y en toda la historia de la humanidad, pero asombrosas también por
la manifestación de la misericordia de Dios, que irá hasta su muerte en la Cruz
en la persona del Verbo, el cual se revestirá de esta carne de pecado para
recrearse una familia de elegidos, purificados en su sangre y miembros de su
Cuerpo místico. Por esta decisión prevista desde toda la eternidad, el Verbo
decide darse una Madre, la Virgen María, inmaculada, Madre de la familia de los
santificados. Ante este anuncio hecho ya a nuestros primeros padres, ¿cuáles
deben ser nuestros sentimientos, nosotros que no somos solamente de la familia
de los santificados, sino también elegidos de entre estos santificados para hacernos y ser santificadores? Los de
la Iglesia en su canto del Exsultet: “O beata Nox!…”; los de la Iglesia
en las oraciones del Viernes Santo, en que pide con fervor la conversión de
todas las almas a Jesucristo. Pero
consideremos la concepción del Creador, del Dios todopoderoso, en su
creación del hombre. ¿Cómo concibió su psicología en este contexto de unión de
alma y cuerpo? Es imposible llegar a la
verdad sobre la naturaleza de las diversas creaturas, y sobre todo del hombre,
sin buscar cuál fue el fin de Dios en esta creación. Dios lo armoniza todo en
las creaturas en miras al fin a que las destina. Es propio de la inteligencia,
de la sabiduría y de la voluntad animada por la caridad, asignar un fin preciso
para cada obra, para cada operación y para cada ser. El fin intentado es
inmutable, necesario, obligatorio, bajo pena de graves sanciones, para las
creaturas espirituales dotadas de libertad. ¿Cómo conoceremos nosotros este fin
que nos asigna nuestro Creador y nuestro Salvador? Por la razón y por la fe en
la Revelación divina y en el Profeta por excelencia, Nuestro Señor Jesucristo.
Hacer conocer este fin a los niños al despertar su
razón, y sobre todo por la fe, es el deber más grave de los padres. Hacer
conocer a los padres la verdadera religión para que conozcan a Dios, lo amen y
lo sirvan, es también el deber más urgente de los apóstoles y de los
sacerdotes. Pues, para los hombres, la ignorancia del fin es el mayor mal que pueda
sucederles. Si no conocen el fin, usarán mal los medios que Dios ha puesto a su
disposición para la obtención del fin. Harán entonces mal uso de sus facultades
y sobre todo de su libertad. Vivirán en el pecado y se destinarán al Infierno.
Su inteligencia, bajo la influencia de Satanás, les hará
inventar falsas religiones con leyes y costumbres contrarias a la Ley divina.
El dinamismo de la caridad que Dios depositó en su naturaleza se orientará a
falsos bienes. La Sagrada Escritura nos da abundantes instrucciones sobre los
hombres pecadores. Este dinamismo de la caridad dispuesto en nosotros no es más
que el soplo del Espíritu Santo, cuando este dinamismo está bien orientado
hacia el verdadero fin. Entonces todas la facultades corporales y espirituales
se des-arrollan bajo la influencia divina de la ley y de la gracia. Las
diversas facultades adquieren “habitus” que llamamos virtudes. Los
hombres se hacen virtuosos, a semejanza de Nuestro Señor y de la Virgen María.
Los hombres se santifican e impregnan todos sus pensamientos y acciones con el
espíritu de fe y de caridad. Así aparece el objetivo fundamental de la moral
humana: ¿cómo hacer un buen uso de la libertad en los actos humanos, es decir,
en los actos conscientes, responsables, libres y meritorios? El estudio de la
moral puede considerarse tanto según la conformidad con la ley como según el
desarrollo de la gracia en las virtudes, los dones del Espíritu Santo, las
bienaventuranzas, los frutos del Espíritu Santo. Los catecismos, en general,
consideran más bien la conformidad con la ley, estudiando uno por uno los
mandamientos de Dios y de la Iglesia, y de paso hablan de la caridad y de las
virtudes, pero sólo ocasionalmente. Muchos libros de teología moral hacen lo
mismo. Santo Tomás prefirió estudiar las virtudes de manera más profunda, uniendo
los mandamientos con las virtudes. Las razones de esta elección las explica el
Padre Bernard en su comentario del comienzo de la IIa IIæ. Los
motivos son muy sugestivos. En efecto, la adquisición de las virtudes se
presenta al alma como un ideal magnífico y enriquecedor que hay que perseguir,
obra de santificación con la ayuda del Espíritu Santo para llegar al fin que
hay que alcanzar: el cumplimiento, en la obediencia a la voluntad de Dios, de la
obra de caridad hacia Dios y hacia el prójimo que nos ha sido asignada, y
merecer así la vida eterna. Esta manera de estudiar la vida moral y espiritual
suscita por sí misma el combate espiritual contra el pecado, contra todas las
influencias maléficas del mundo y del demonio, y nos sitúa en ese estado de
vigilancia tan recomendado por Nuestro Señor: “Orate et vigilate...” (Mt.
26 41); “Velad, pues, porque no sabéis ni el día ni la hora” (Mt.
25 13).
En la dirección espiritual es más alentador invitar a la
adquisición de las virtudes, y evitar por esto mismo el vicio, que defender la
aplicación de la ley, aunque esta sea, sin embargo, absolutamente necesaria
para orientar bien el ejercicio de nuestra libertad. [Querer definir la libertad y su ámbito haciendo abstracción
de nuestro fin y de las leyes establecidas por Dios y por las autoridades
legítimas para alcanzarlo, es una impostura, y el establecimiento del principio
revolucionario en la conciencia humana. Es el principio del liberalismo, del
racionalismo, que convierte la libertad y la razón en valores absolutos y no
esencialmente relativos al plan divino de la Providencia]. “Bienaventurados los
que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán saciados” (Mt. 5 6), es decir, los que
tienen hambre y sed de santidad. La santidad se realiza por el ejercicio de
todas las virtudes.
Ante todo por el ejercicio de las virtudes teologales, que
no tienen límites. Creer en Dios, amar a Dios, esperar en Dios, puede crecer
indefinidamente, sin medida. La medida del amor de Dios es amarlo sin medida,
es el objeto del primer Mandamiento.
Las virtudes morales naturales y aun
sobrenaturales son susceptibles de medida, y por esta razón la virtud de
prudencia interviene con el don de consejo para estimar el justo empleo de
estas virtudes de justicia, de fortaleza y de templanza en el cumplimiento de
la Voluntad de Dios: “Non plus sapere quam oportet sapere: No sentir de
sí más altamente de lo que conviene sentir” (Rom. 12 3).
Las virtudes sobrenaturales pueden llevar a actos heroicos,
como el martirio, que es el acto por excelencia de la virtud de fortaleza. La
virtud de religión, virtud anexa de la virtud de justicia, parecería no tener
una medida. Sin embargo, esta virtud regula los actos exteriores del culto, en
los cuales puede haber excesos. Es evidente que la virtud interior de devoción
se une a la caridad y no tiene medida, pero si incitara a una multiplicación
exagerada de los actos exteriores de devoción o a manifestaciones exteriores de
devoción desordenadas, sería objeto de una medida. Podrá uno referirse a Santo
Tomás o a otros autores aprobados para el estudio detallado de cada virtud, de
cada don del Espíritu Santo y de los vicios correspondientes. Esto sería muy
útil en particular para corregirnos de las faltas que nos son habituales. El
estudio de las virtudes es una fuente preciosa de santificación. Pero nada será
más eficaz en este campo que la contemplación de Jesús, y de Jesús crucificado.
Por eso de-seamos encontrarnos junto a Él, aprender de El el horror del pecado,
y recibir de su Corazón traspasado la efusión del Espíritu de Amor, la
resurrección de nuestras almas y los medios para seguir siendo cristianos,
partícipes de su Vida divina: “Divinæ consortes naturæ” (II Ped. 1 4).
LA PRÁCTICA DE LA VIRTUD DE RELIGIÓN, LAZO ESENCIAL ENTRE LA
VIDA SANTA Y LA VIDA DE ORACIÓN .
“Sanctus, Sanctus, Sanctus, Dominus
Deus Sabaoth”.
Si Dios es la santidad misma, si cantamos de Nuestro Señor
que El es el único Santo, “Tu solus Sanctus”, es porque de Dios viene la
fuente de toda santidad, y por eso seremos santos en la medida en que nos
unamos a Dios y a Nuestro Señor. Ahora bien, ¿cómo realizar concretamente esta
unión con Dios? Bajo la influencia de la gracia del Espíritu Santo. Esta unión
tiene un nombre: la oración, “oratio”. Profundizando tanto la naturaleza
de la oración como su extensión en nuestra existencia humana y cristiana,
tendremos la convicción de que la vida profunda del espíritu creado y redimido
debe ser una vida de oración continua. Todo espíritu angélico o humano está
ordenado a Dios por su naturaleza espiritual, por su inteligencia y su
voluntad, y gratuitamente ordenado por la gracia a entrar en la participación
de la bienaventuranza eterna de la Santísima Trinidad. Por eso, todo espíritu
es religioso ante todo, y su vida religiosa se manifiesta por la oración,
vocal, mental, espiritual. La oración vocal, que comprende toda la oración litúrgica,
instituida por Dios mismo, y por Dios encarnado, y elaborada por el Espíritu
Santo especialmente en la liturgia romana, es la fuente y la expresión más
sublime de la oración mental y de la oración espiritual. El lugar de esta
oración en la vida del sacerdote es considerable. Descuidarla, limitarla o
hacerla superficial, es arruinar la oración esencial, la oración espiritual, a
la que el Espíritu Santo ordena la oración vocal.
Sobre esto es muy útil leer qué piensan los autores
espirituales, como San Luis María Grignion de Montfort en su “Oración
abrasada”, o el Padre Emmanuel en su “Tratado del ministerio
eclesiástico, o Dom Marmion en “Cristo ideal del monje”, o Dom
Chautard en “El alma de todo apostolado” . Todos los santos han practicado
la vida de oración, que es a la vez un efecto y una causa de la santidad.
Muchos han escrito sobre este tema, particularmente Santa Teresa de Jesús y San
Francisco de Sales. Y es que tenían un concepto muy profundo de esta vida de
oración, que afecta tanto a la voluntad como al corazón, y realiza así el fin
para el que Dios nos ha creado y redimido: adorar a Dios en una ofrenda total
de no-sotros mismos, a ejemplo de Nuestro Señor, que viene a este mundo y dice
a su Padre: “Ecce venio ut faciam vo-luntatem tuam: He aquí que vengo
para hacer tu voluntad”. La concepción de la oración que se limitase a la
oración vocal o mental, sería una desastrosa concepción de la oración, que debe
concernir a todo nuestro ser, como la oración de los ángeles y de los elegidos
del Cielo. No se pueden separar las peticiones del “Pater”.
Las tres primeras peticiones se encuentran vinculadas indisolublemente. No
se puede separar el primer Mandamiento de Dios de los demás mandamientos. “Ignem
veni mittere in terram, et quid volo nisi ut accendatur?: He venido a poner
fuego sobre la tierra, y ¿que quiero, sino que arda?” (Lc. 12 49). El
fuego es el Espíritu Santo, el Espíritu de caridad que llena a la Santí-sima
Trinidad, y que ha creado a los espíritus para abrasarlos con esta caridad.
Este abrasarse es la oración de toda el alma, que adora a su
Creador y Redentor y se entrega a su santa voluntad, a imitación de Jesús
crucificado, que ofreció toda su vida en un impulso de caridad hacia su Padre y
para salvar a las almas. De ahí el “opportet semper orare”; si esta
oración cesara, significaría que el Espíritu Santo nos ha abandonado. ¡Ojalá
que vivamos esta oración ardiente de la voluntad y del corazón de manera
constante, aun en la actividad absorbente del apostolado, que jamás debe
absorbernos hasta el punto de impedir a nuestra voluntad y a nuestro corazón
ser de Dios! ¡Ojalá que nuestro apostolado sea un alimento de esta ofrenda a
Dios! Esta actitud profunda de nuestra alma, tan conforme a su naturaleza y a
la gracia, pondrá en ella un deseo de silencio y de contemplación que podrá
realizarse en los ejercicios comunes y privados de piedad. Ahí nuestra vida espiritual
encontrará su unidad, su perennidad, su paz verdaderamente cristiana. Estas
breves consideraciones abren horizontes sobre la realización de la voluntad
divina en nuestra vida cotidiana; es la introducción en este programa de
nuestra santificación, que será la trama de nuestra vida sacerdotal. “Elegit
nos in Ipso ante constitutionem mundi ut essemus sancti: Nos eligió en El
antes de la constitución del mundo para que seamos santos” (Ef. 1 4). El
joven seminarista, al ingresar en el seminario, debe esforzarse por entrar con
toda su alma en esta vida de oración, de meditación, que lo entrega sin
reservas a Nuestro Señor y a la Santísima Trinidad:
• Poniendo su inteligencia en dependencia de la Revelación
que ilumina para nosotros el “Mysterium Chris-ti”, por la virtud y la
obediencia de la fe: “Redigere intellectum in obsequium Christi: Someter
toda inteligencia bajo la obediencia de Cristo” (II Cor. 10 5).
• Poniendo su voluntad y toda su alma bajo la influencia de
la caridad del Espíritu Santo, a imitación de Jesucristo, en la obediencia a la
ley de la caridad expresada por el Decálogo y especialmente por su primer
Man-damiento, al igual que por el Sermón de la Montaña de Nuestro Señor (Mt. 5-7).
Así toda su alma estará animada por la virtud de religión, virtud natural y
sobrenatural, en unión con el sa-crificio de Nuestro Señor, renovado y
continuado en los altares. Así se encontrará en las mejores disposiciones para
escalar las etapas de la santificación, fin querido por Dios Creador y Redentor,
y expresado en las tres primeras súplicas del Padrenuestro.
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