Carta Pastoral n° 5
LOS PROBLEMAS ECONÓMICOS Y SOCIALES
Africa, después de cuatro años, es testigo de un
progreso político y económico incontestable, gracias a la constitución de las
Asambleas locales y a la inversión enorme de capitales. Vemos surgir nuevas
industrias, instalaciones modernas de todo tipo...
Sin embargo, este estupendo progreso no deja de
plantear problemas importantes, económicos y sociales, que tienen una
repercusión sobre las familias y sobre los miembros de la sociedad. Nos parece necesario examinar estos problemas a la luz
de los principios del Evangelio y de la Tradición, tal como la Iglesia nos lo
enseña. ¿No es acaso la Iglesia quien formó en su origen nuestras sociedades
europeas, sociedades que, a pesar de los errores de los tiempos modernos, han
conservado la impronta profunda de los principios de justicia y de vida
inspirados en el Evangelio?
Gozando las Asambleas locales de una competencia de
más en más extendida, y no poseyendo los sujetos que dependen de la
jurisdicción de su administración todo este conjunto de agrupaciones y
asociaciones que existen en los países más organizados, en muchas ocasiones
puede parecerles necesario cumplir la función de las asociaciones privadas,
porque tanto una como otra son deficientes.
Más aún, en el espíritu de los miembros de la sociedad
africana, ¿no existe una tendencia a recibir todo de los Servicios Públicos,
que son como la Providencia de los súbditos? Solución fácil, pero que daña
mucho el trabajo, el progreso, la iniciativa, el esfuerzo, que es la fuente de la
riqueza.
Por eso creemos útil recordar a gobernantes y
gobernados las palabras de Nuestro Santo Padre el Papa Pío XII: “La
soberanía civil ha sido querida por el Creador a fin de regular la vida social
según las prescripciones de un orden inmutable en el orden temporal, la
obtención de la perfección física, intelectual y moral, y de ayudarla a
alcanzar su fin sobrenatural. Por lo tanto, la noble prerrogativa y la misión
del Estado es la de controlar, ayudar, regular las actividades privadas e
individuales de la vida nacional para hacerlas converger armoniosamente hacia
el bien común (...) Si el Estado se atribuye y ordena hacia sí las iniciativas
privadas, éstas pueden ser perjudicadas en detrimento del bien público (...);
pero la primera y esencial célula de la sociedad es la familia (...), el hombre
y la familia son por naturaleza, anteriores al Estado”.
De este modo, los derechos del Estado, no son
ilimitados. Dios ha creado el poder público para la familia y la familia para
la perfección del hombre, y no a la inversa. El papel de la Administración pública es, por
consiguiente, ayudar y animar las iniciativas privadas, promover su creación y
su desarrollo, y por sobre todo vigilar celosamente el progreso de la familia,
que es la verdadera fuente de la riqueza y de la prosperidad de las sociedades.
Pero este progreso debe ser total: físico, intelectual y moral. Suplir las
deficiencias de las iniciativas privadas y de la familia, pero no
substituirlas, tal es la misión del Estado; y en las familias: los padres son,
de derecho, los primeros educadores de sus hijos. Si la Administración substituye a la familia y a las
sociedades particulares, no sólo sobrepasa sus derechos, sino que se impondría
tales cargas que se vería obligada a aumentar sin cesar las tasas y los
impuestos hasta desorganizar la economía del país.
Queremos recordar la grave responsabilidad de aquellos
que administran los fondos fiscales. Este dinero es el dinero de los miembros
de la sociedad que han contribuido a su producción; debe ser escrupulosamente
usado para el bien común. Aquel que desvía hacia provecho propio los fondos del
Estado, comete una grave injusticia respecto de todos los miembros de la
sociedad.
¿No será esta facilidad de desviar los fondos públicos
lo que atrae tanto hacia estas funciones que prometen un bienestar asegurado,
cuando en realidad habría que asumirlas con temor, persuadidos de que Dios
exigirá una cuenta más rigurosa a aquellos que han tenido una mayor
responsabilidad? Otro peligro que preocupa a los poderes públicos y a
todos los que se interesan en las poblaciones locales es el éxodo continuo de
éstas hacia las ciudades.
Muchos motivos las impulsan hacia las ciudades
populosas; motivos ya laudables, ya inconfesables. Pero este peligro se agrava
no sólo por el hecho del exceso de población de las ciudades con todas sus
consecuencias, sino también por el abandono de la tierra por la juventud, y
particularmente por la juventud que egresa de las escuelas.
No dejemos de decir y de explicar a esta juventud que
Dios ennobleció el trabajo de las manos, que quiso que el hombre pida a la
tierra su comida y que ningún oficio es más conforme a la vida de la familia, a
la vida sana y próspera, que el de la agricultura.
No sabríamos animar demasiado todo aquello que ayuda
al arraigo del paisano en su propiedad: el ejemplo de los europeos cultivando
la tierra, la formación de las asociaciones agrícolas para una cultura más
racional, más variada; hacer esto, es ayudar a la prosperidad moral y material
del país.
La constitución de la familia, tal como Dios la
concibió, tal como Nuestro Señor la santificó, es aún una de nuestras
principales preocupaciones y nada debe ser descuidado para realizarla. Es en la
familia monogámica que sus miembros se armonizan verdaderamente, que ellos
encuentran la expansión de todas las virtudes, del espíritu y del corazón, el
sentido de la responsabilidad, que es lo propio del hombre.
Favorecer las condiciones del desarrollo de la familia
por el ahorro, la propiedad, la vivienda, el artesanado, es hacer obra social.
Favorecer las asociaciones profesionales que defienden los intereses de la
familia y de la profesión, según la doctrina de la Iglesia y adherir a ella, es
construir la sociedad sobre bases sólidas. Luchar contra los abusos del alcohol, contra la
ociosidad, es proteger la familia. Pero es necesario, para encontrar el
verdadero remedio, ir más lejos en la búsqueda de los males que invaden la
sociedad.
El peligro más grave que comprobamos, peligro que
amenaza corromperla completamente, es la búsqueda desenfrenada solamente del
bienestar temporal, podríamos decir corporal. Y en esta materia es grande la
responsabilidad de los poderes públicos que han importado a estos países el
laicismo, la susodicha neutralidad. Estamos íntimamente persuadidos que no hay
un sólo africano que no sufra al pensar que con esta doctrina se quita del
corazón de sus hijos la más bella riqueza y el mayor capital que hay en el
mundo: el temor de Dios y el respeto de su Ley.
A grandes males, grandes remedios; es necesario volver
a poner en el corazón de la juventud la búsqueda del bienestar que no es sólo
corporal, sino intelectual y moral. “¿De qué sirve al hombre ganar el
universo entero, si pierde su alma?”. Ya desde ahora, el hombre que no
tiene más en su inteligencia y en su corazón los dos grandes amores, de Dios y
de su prójimo, ha perdido su dignidad humana.¿Cuál es el padre de familia que negará que le es más
dulce vivir con poca fortuna pero rodeado de una esposa y de hijos que le aman,
antes que tener bienes y vivir en un hogar desunido, en medio de hijos a los
cuales les han arrebatado los afectos?
Más aún, un hombre no es verdaderamente digno de ese
nombre sino cuando tiene en su corazón un amor que no puede desaparecer; que ni
el tiempo, ni el espacio, ni la enfermedad, ni la muerte pueden arrebatárselo;
un amor que crece y se desarrolla a medida que se une a su objeto; el amor
puesto en Dios, su Padre, su Creador, en Jesucristo, su Salvador, en María, su
Madre.
Llegan las pruebas, la separación, la guerra, el
exilio; más allá del amor de los suyos, hay una familia que no le abandona
jamás. el sabe, cree, que hay alguien que “ilumina a todo hombre que viene a
este mundo”, y está tanto más aferrado a los suyos en la medida que los
encuentra en Dios, creador y salvador de su hogar. ¡Los vínculos de un amor
carnal son tan frágiles, tan precarios, tan efímeros! En Dios y en Nuestro
Señor Jesucristo estos vínculos son humanizados, divinizados, santificados.
El gran mal de nuestro mundo moderno es haber atizado
en el corazón de los hombres la sed de placer y de haber desviado los corazones
y las inteligencias de la verdadera bienaventuranza.
Con ello han suprimido aquello que regula el alma, han
quebrado su equilibrio, han quitado al hombre el sol de su vida. Solamente el
pensamiento de Dios, la sumisión a la ley de la caridad, sólo la sangre de
Nuestro Señor Jesucristo en la Eucaristía pueden poner un freno y una medida en
el corazón de los hombres.
¡Quiera Dios que los hombres responsables de sus
hermanos comprendan esto! Y en seguida, ¿qué veríamos? Los poderosos y los
jefes de este mundo mostrarían el ejemplo de la moderación, se esforzarían en
sostener a las familias, por animar las iniciativas privadas concernientes al
ahorro y la seguridad social, el acceso a la propiedad y a una vivienda digna,
y por sobre todas las cosas, ayudarían a la Iglesia a procurar a todos un
corazón recto y justo, no un corazón de piedra, sino un corazón palpitante bajo
el aliento de la verdadera caridad.
Si este santo espíritu animase los corazones humanos,
las riquezas, en lugar de estar retenidas con avaricia o con egoísmo por
algunos pocos, serían largamente repartidas en las bolsas modestas de muchos
que viven en la inquietud y en la miseria. Y éstos no las gastarían para saciar
sus pasiones. ¡Cuánto dinero invertido inútilmente en bebidas embriagantes! Si
fuese invertido en construir habitaciones, dispensarios, iglesias, el país
gozaría de mayor humanismo y de verdadera civilización.
Que aquellos que tienen el deseo de hacer de los
pueblos africanos sociedades felices y prósperas, busquen procurarles el
bienestar completo, corporal, intelectual y moral.
Las riquezas de este mundo son tan efímeras y tan mal
repartidas, que a todo precio habría que esforzarse por procurar al menos la
riqueza inagotable que Dios distribuye abundantemente a todas las almas de
buena voluntad; y, por añadidura, sería el único medio de hacer gustar a los
hombres los bienes de este mundo, porque no se goza verdaderamente de los bienes
materiales sino cuando se los usa mesuradamente.
Estamos persuadidos que las convicciones religiosas de
este país serán salvaguardadas del materialismo por la Iglesia que habla, que
enseña, non ad destructionem, sed ad ædificationem, “no para destruir,
sino para construir”.
Monseñor Marcel Lefebvre,
Carta pastoral, Dakar,
25 de enero de 1951.
CONTINUA...
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